Señor Director General,
distinguidas Autoridades,
Excelencias,
señoras y señores:
1. Permítanme, ante todo, expresar mi más cordial agradecimiento por la invitación a compartir esta memorable jornada con todos ustedes. Visito esta prestigiosa Sede siguiendo el ejemplo de mis Predecesores en la Cátedra de Pedro, que otorgaron a la FAO una especial estima y cercanía, conscientes del relevante mandato de esta organización internacional.
Saludo a todos los presentes con gran respeto y deferencia, y a través de ustedes, como servidor del Evangelio, expreso a todos los pueblos de la tierra mi más ferviente anhelo de que la paz reine por doquier. El corazón del Papa, que no se pertenece a sí mismo sino a la Iglesia y, en cierto modo, a toda la humanidad, mantiene viva la confianza de que, si se derrota el hambre, la paz será el terreno fértil del que nazca el bien común de todas las naciones.
A ochenta años de la institución de la FAO, nuestra conciencia debe interpelarnos una vez más frente al drama –siempre actual– del hambre y la malnutrición. Poner fin a estos males incumbe no sólo a empresarios, funcionarios o responsables políticos. Es un problema a cuya solución todos debemos concurrir: agencias internacionales, gobiernos, instituciones públicas, oenegés, entidades académicas y sociedad civil, sin olvidar a cada persona en particular, que ha de ver en el sufrimiento ajeno algo propio. Quien padece hambre no es un extraño. Es mi hermano y he de ayudarlo sin dilación alguna.
2. El objetivo que nos ve ahora reunidos es tan noble como ineludible: movilizar toda energía disponible, en un espíritu de solidaridad, para que en el mundo no haya nadie al que le falte el alimento necesario, tanto en cantidad como en calidad. De esta manera, se acabará con una situación que niega la dignidad humana, compromete el desarrollo deseable, obliga inicuamente a muchedumbres de personas a abandonar sus hogares y obstaculiza el entendimiento entre los pueblos. Desde su fundación, la FAO ha orientado infatigablemente su servicio para que el desarrollo de la agricultura y la seguridad alimentaria sean objetivos prioritarios de la política internacional. En este sentido, a cinco años del cumplimiento de la Agenda 2030, hemos de recordar con vehemencia que alcanzar el Hambre Cerosólo será posible si existe una voluntad real para ello, y no únicamente solemnes declaraciones. Por esto mismo, con renovado apremio, hoy estamos llamados a responder a una pregunta fundamental: ¿dónde estamos en la acción contra la plaga del hambre que continúa flagelando atrozmente a una parte significativa de la humanidad?
3. Es preciso, y sumamente triste, mencionar que, a pesar de los avances tecnológicos, científicos y productivos, seiscientos setenta y tres millones de personas en el mundo se van a la cama sin comer. Y otros dos mil trescientos millones no pueden permitirse una alimentación adecuada desde el punto de vista nutricional. Son cifras que no podemos reputar como meras estadísticas: detrás de cada uno de esos números hay una vida truncada, una comunidad vulnerable; hay madres que no pueden alimentar a sus hijos. Quizá el dato más conmovedor sea el de los niños que sufren la malnutrición, con las consecuentes enfermedades y el retraso en el crecimiento motor y cognitivo. Esto no es casualidad, sino la señal evidente de una insensibilidad imperante, de una economía sin alma, de un cuestionable modelo de desarrollo y de un sistema de distribución de recursos injusto e insostenible. En un tiempo en el que la ciencia ha alargado la esperanza de vida, la tecnología ha acercado continentes y el conocimiento ha abierto horizontes antes inimaginables, permitir que millones de seres humanos vivan –y mueran– golpeados por el hambre es un fracaso colectivo, un extravío ético, una culpa histórica.
4. Los escenarios de los conflictos actuales han hecho resurgir el uso de los alimentos como arma de guerra, contradiciendo todo el trabajo de sensibilización llevado adelante por la FAO durante estas ocho décadas. Cada vez parece alejarse más ese consenso expresado por los Estados que considera la inanición deliberada un crimen de guerra, como también el impedir intencionalmente el acceso a los alimentos a comunidades o pueblos enteros. El derecho internacional humanitario prohíbe sin excepción atacar a civiles y bienes esenciales para la supervivencia de las poblaciones. Hace unos años, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas condenó unánimemente esta práctica, reconociendo la conexión entre conflictos armados e inseguridad alimentaria, y estigmatizando el uso del hambre infligido a civiles como método de guerra[1]. Esto parece olvidado, pues, con dolor, somos testigos del uso continuo de esa estrategia cruel, que condena a hombres, mujeres y niños al hambre, negándoles el derecho más elemental: el derecho a la vida. Sin embargo, el silencio de quienes mueren de hambre grita en la conciencia de todos, aunque a menudo sea ignorado, acallado o tergiversado. No podemos seguir así, ya que el hambre no es el destino del hombre sino su perdición. ¡Fortalezcamos, pues, nuestro entusiasmo para remediar este escándalo! No nos detengamos pensando que el hambre es sólo un problema que resolver. Es más. Es un clamor que sube al cielo y que requiere la veloz respuesta de cada nación, de cada organismo internacional, de cada instancia regional, local o privada. Nadie puede quedar al margen de luchar denodadamente contra el hambre. Esa batalla es de todos.
5. Excelencias, hoy en día asistimos a paradojas ultrajantes. ¿Cómo podemos seguir tolerando que se desperdicien ingentes toneladas de alimentos mientras muchedumbres de personas se afanan por encontrar en la basura algo que llevarse a la boca? ¿Cómo explicar las desigualdades que permiten a unos pocos tenerlo todo y a muchos no tener nada? ¿Cómo no se detienen inmediatamente lasguerras que destruyen los campos antes que las ciudades, llegando incluso a escenas indignas de la condición humana, en las que la vida de las personas, y en particular la de los niños, en vez de ser cuidada se desvanece mientras van en busca de comida con la piel pegada a los huesos? Contemplando el actual panorama mundial, tan penoso y desolador por los conflictos que lo afligen, da la impresión de que nos hemos convertido en testigos abúlicos de una violencia desgarradora, cuando, en realidad, las tragedias humanitarias por todos conocidas tendrían que instarnos a ser artesanos de paz munidos del bálsamo sanador que requieren las heridas abiertas en el corazón mismo de la humanidad. Una sangría que debería atraer inmediatamente nuestra atención y que habría de llevarnos a redoblar nuestra responsabilidad individual y colectiva, despertándonos del letargo aciago en el que con frecuencia estamos sumidos. El mundo no puede seguir asistiendo a espectáculos tan macabros como los que están en curso en numerosas regiones de la tierra. Hay que darlos por zanjados cuanto antes.
Ha llegado la hora, pues, de preguntarnos con lucidez y coraje: ¿se merecen las generaciones venideras un mundo que no es capaz de erradicar de una vez por todas el hambre y la miseria? ¿Es posible que no se pueda acabar con tantas y tan lacerantes arbitrariedades como signan negativamente a la familia humana? ¿Pueden los responsables políticos y sociales seguir polarizados, gastando tiempo y recursos en discusiones inútiles y virulentas, mientras aquellos a quienes deberían de servir continúan olvidados y utilizados en aras de intereses partidistas? No podemos limitarnos a proclamar valores. Debemos encarnarlos. Los eslóganes no sacan de la miseria. Urge una superación de un paradigma político tan enconado, basándonos en una visión ética que prevalezca sobre el pragmatismo vigente que reemplaza a la persona con el beneficio. No basta con invocar la solidaridad: debemos garantizar la seguridad alimentaria, el acceso a los recursos y el desarrollo rural sostenible.
6. En este sentido, me parece un verdadero acierto que la Jornada Mundial de la Alimentaciónse celebre esteaño bajo el lema: “Mano de la mano por unos alimentos y un futuro mejores”. En un momento histórico marcado por profundas divisiones y contradicciones, sentirse unidos por el vínculo de la colaboración no es sólo un hermoso ideal, sino un llamamiento decidido a la acción. No hemos de contentarnos con llenar paredes con grandes y llamativos carteles. Ha llegado el tiempo de asumir un renovado compromiso, que incida positivamente en la vida de aquellos que tienen el estómago vacío y esperan de nosotros gestos concretos que los arranquen de su postración. Tal objetivo sólo puede alcanzarse mediante la convergencia de políticas eficaces y una implementación coordinada y sinérgica de las intervenciones. La exhortación a caminar juntos, en concordia fraterna, debe convertirse en el principio rector que oriente las políticas y las inversiones, porque únicamente a través de una cooperación sincera y constante se podrá construir una seguridad alimentaria justa y accesible para todos. Sólo uniendo nuestras manos, podremos construir un futuro digno, en el cual la seguridad alimentaria se reafirme como un derecho y no como un privilegio. Con esta convicción, quisiera evidenciar que, en la lucha contra el hambre y en el fomento de un desarrollo integral, el papel de la mujer se configura como indispensable, aunque no siempre sea suficientemente apreciado. Las mujeres son las primeras en velar por el pan que falta, en sembrar esperanza en los surcos de la tierra, en amasar el futuro con las manos encallecidas por el esfuerzo. En cada rincón del mundo, la mujer es silenciosa arquitecta de la supervivencia, custodia metódica de la creación. Reconocer y valorar su papel no es sólo cuestión de justicia, es garantía de una alimentación más humana y más duradera.
7. Excelencias, conociendo la proyección de este foro internacional, déjenme que subraye sin ambages la importancia del multilateralismo frente a nocivas tentaciones que tienden a erigirse como autocráticas en un mundo multipolar y cada vez más interconectado. Se hace, por tanto, más necesario, más que nunc, que nunca repensar con audacia las modalidades de la cooperación internacional. No se trata sólo de individuar estrategias o realizar prolijos diagnósticos. Lo que los países más pobres aguardan con esperanza es que se oiga sin filtros su voz, que se conozcan realmente sus carencias y se les ofrezca una oportunidad, de modo que se cuente con ellos a la hora de solucionar sus verdaderos problemas, sin imponerles soluciones fabricadas en lejanos despachos, en reuniones dominadas por ideologías que ignoran frecuentemente culturas ancestrales, tradiciones religiosas o costumbres muy arraigadas en la sabiduría de los mayores. Es imperioso construir una visión que haga que cada actor del escenario internacional pueda responder con mayor eficacia y prontitud a las genuinas necesidades de aquellos a quienes estamos llamados a servir mediante nuestro compromiso cotidiano.
8. Today, we can no longer delude ourselves by thinking that the consequences of our failures impact only those who are hidden out of sight. The hungry faces of so many who still suffer challenge us and invite us to reexamine our lifestyles, our priorities and our overall way of living in today’s world. For this very reason, I want to bring to the attention of this international forum the multitudes who lack access to drinking water, food, essential medical care, decent housing, basic education, or dignified work, so that we can share in the pain of those who are nourished by despair, tears, and misery alone. How can we fail to remember all of those who are condemned to death and hardship in Ukraine, Gaza, Haiti, Afghanistan, Mali, the Central African Republic, Yemen, and South Sudan, to name just a few places on the planet where poverty has become the daily bread of so many of our brothers and sisters? The international community cannot look the other way. We must make their suffering our own.
We cannot aspire to a more just social life if we are not willing to rid ourselves of the apathy that justifies hunger as if it were background music we have grown accustomed to, an unsolvable problem, or simply someone else’s responsibility. We cannot demand action from others if we ourselves fail to honor our own commitments. By our omission, we become complicit in the promotion of injustice. We cannot hope for a better world, a bright and peaceful future, if we are not willing to share what we ourselves have received. Only then can we affirm –with truth and courage– that no one has been left behind.
9. I invoke upon all of you gathered here today –the FAO and its officials, who strive daily to fulfill their responsibilities with virtue and to lead by example– the blessings of God, who cares for the poor, the hungry and the helpless. May God renew in each of us that hope which does not disappoint (cf. Rom5:5). The challenges that lie before us are immense, but so is our potential and the possible courses of action! Hunger has many names, and weighs upon the entire human family. Every human person hungers not only for bread, but also for everything that allows for maturity and growth towards the happiness for which all of have been created. There is a hunger for faith, hope and love that must be channeled into the comprehensive response that we are called to carry out together.What Jesus said to his disciples when facing a hungry crowd remains a key and pressing challenge for the international community: “Give them something to eat” (Mk 6:37). With the small contribution of the disciples, Jesus performed a great miracle. Do not tire, then, of asking God today for the courage and the energy to continue to work towards a justice that will yield lasting and beneficial results. As you continue your efforts, you will always be able to count on the solidarity and engagement, the commitment of the Holy See and the institutions of the Catholic Church that stand ready to go out and serve the poorest and the most disadvantaged throughout the world.
Thank you very much.
León XIV
Nota[1] Cfr. Consejo de Seguridad, Resolución 2417, aprobada en la 8267 Sesión, celebrada el 24 de mayo de 2018. El texto se puede consultar en: https://docs.un.org/es/S/RES/2417(2018)
Queridas familias argentinas.
En medio de tiempos complejos, donde la incertidumbre y las dificultades parecen tocar cada hogar de nuestro país, queremos enviarles un mensaje de profunda esperanza y renovada solidaridad.
El Papa Francisco nos recuerda que "la esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna" (FT. 55). Hoy más que nunca, necesitamos esa esperanza que no se resigna, que se levanta cada mañana con fe en el futuro y en el poder transformador del amor familiar, recordando que la esperanza del cristiano surge de una certeza: Jesús resucitado y vivo, caminando junto a nosotros.
La familia es el primer espacio de contención, de escucha, de ternura. Es allí donde aprendemos a compartir, a cuidar, a resistir juntos. En este contexto social, donde muchos sufren el peso de la desigualdad, la falta de oportunidades o el desarraigo, es fundamental que nos abracemos como comunidad, que no dejemos a nadie solo.
El Papa León XIV, en el Jubileo de las Familias, nos animó con estas palabras que hoy resuenan con fuerza: "Que la fe, la esperanza y la caridad crezcan siempre en nuestras familias. Estoy contento de acoger a tantos niños, que reavivan nuestra esperanza. Saludo a todas las familias, pequeñas iglesias domésticas, en las que el Evangelio es acogido y transmitido." (01/06/2025)
La solidaridad no es solo una palabra: es un gesto, una acción concreta. Es tender la mano al vecino, es compartir lo que tenemos, es mirar al otro con compasión y dignidad. El Papa Francisco, en tiempos de pandemia nos mostró con claridad que "todos estamos vinculados, los unos con los otros; nadie se salva solo" (Audiencia General, 2 de septiembre de 2020). Esta interdependencia no es una carga, sino un llamado a la fraternidad: aprender a cuidarnos mutuamente, empezando por nuestros hogares, y en Argentina, tierra de encuentros y resiliencia, sabemos que juntos podemos construir caminos nuevos.
A las madres, padres, abuelos, jóvenes, niñas y niños: no perdamos la fe. Que cada mesa compartida, cada abrazo sincero, cada esfuerzo cotidiano sea semilla de esperanza. Que el amor que nace en el hogar se multiplique en la sociedad.
Con el corazón abierto y la mirada puesta en el bien común, sigamos caminando; porque aún en la noche más oscura, en nuestro interior hay una luz que no se apaga: la que nace del amor de Jesús y la fraternidad de los hermanos, inspirados por la Sagrada Familia, que de la mano de San José siempre encontró su camino y se mantuvo a salvo.
Que Jesús, María y José, la Sagrada Familia de Nazaret, nos acompañen en este camino de amor y solidaridad.
Secretariado Nacional para la Pastoral Familiar
Comisión Episcopal para la Vida, los Laicos, la Familia y la Juventud
Conferencia Episcopal Argentina
Los obispos de la Arquidiócesis de Tucumán, de la Diócesis de La Santísima Concepción y de la Prelatura de Cafayate, a quienes nos toca pastorear al Pueblo santo de Dios que peregrina en el territorio de la provincia de Tucumán, queremos expresar con todo respeto y claridad a la comunidad católica y a las personas de buena voluntad el pensar, el querer y el actuar de la Iglesia respecto a la “dignidad infinita del ser humano”. «Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre» (Dignitas Infinita, 1).
La Iglesia en Tucumán desde hace muchos años atiende, contiene y acompaña, tanto personal como grupalmente, la realidad de hermanos y hermanas trans* y en muchas situaciones de vulnerabilidad, buscando siempre el amor, la misericordia, la inclusión, la dignificación..., abrazando la vida como viene en todas las circunstancias y contextos.
El Papa Francisco nos enseña que un “desafío surge de diversas formas de una ideología, genéricamente llamada gender, que «niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer... Es inquietante que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a ciertas aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un pensamiento único que determine incluso la educación de los niños. No hay que ignorar que «el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo (gender), se pueden distinguir, pero no separar» Lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada» (Amoris Laetitia, 56),
También el Papa Francisco recordaba que «Tampoco se puede ignorar que, en la configuración del propio modo de ser, femenino o masculino, no confluyen sólo factores biológicos o genéticos, sino múltiples elementos que tienen que ver con el temperamento, la historia familiar, la cultura, las experiencias vividas, la formación recibida, las influencias de amigos, familiares y personas admiradas, y otras circunstancias concretas que exigen un esfuerzo de adaptación. Es verdad que no podemos separar lo que es masculino y femenino de la obra creada por Dios, que es anterior a todas nuestras decisiones y experiencias, donde hay elementos biológicos que es imposible ignorar. Pero también es verdad que lo masculino y lo femenino no son algo rígido. (Amoris Laetitia, 286).
Lo que realmente nos preocupa es que se pueda de alguna manera inducir a niños y adolescentes con tratamientos irreversibles que todavía no están aptos para recibir. Debiendo predominar la “libertad responsable”, la bioética enseña que niños y adolescentes gozan de la misma, aunque limitada, por carecer de la madurez que les permita tomar decisiones que comprometen su vida a futuro, ya que su identidad se encuentra en formación y no pueden consentir válidamente decisiones médicas que puedan resultar irreversibles.
Los adultos debemos cuidar y proteger a los niños y adolescentes ayudándolos a integrar su experiencia afectiva y corporal y custodiar su desarrollo integral, entendiendo la naturaleza humana “como persona sexuada que es totalidad bio-psico-socio-espiritual.
Consideramos que el “principio de precaución”, aplicado junto al principio de “primero no hacer daño”, impone ser prevenidos y abstenerse de intervenciones que en virtud de los derechos humanos y los derechos sexuales puedan contradecir los derechos de los niños y adolescentes que priman sobre todo otro derecho.
El mayor servicio que se puede hacer a un niño que presenta incongruencia de género es el de la escucha y el acompañamiento en verdad y responsabilidad. Una y otra se necesitan mutuamente, una y otra deben actuar al unísono.
Invitamos a la comunidad católica, a sus instituciones, asociaciones y movimientos a una actitud pastoral inspirada en la escucha, la empatía y la misericordia. A recibir en la caridad fraterna y acompañar a las familias que viven estas situaciones difíciles. A las personas de buena voluntad, a vivir con dignidad la vida con todos los desafíos que hoy se presentan; y a dignificar a cada ser humano, por medio del respeto, el diálogo, la comprensión, la paciencia; especialmente el amor fraternal con todos, sin excepción.
El Jubileo de la Esperanza nos invita a ser pacientes en medio de las tribulaciones y a esperar contra toda esperanza, porque sabemos que “la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom 5,1-5)
Con nuestro amor de padres y pastores.
Mons. Carlos Alberto Sánchez, arzobispo de Tucumán
Mons. Roberto José Ferrari, obispo auxiliar de Tucumán.
Mons. José Antonio Díaz, obispo de Concepción
Mons. Fr. Darío Rubén Quintana OAR, obispo de la prelatura de Cafayate
Da alegría contemplar que la devoción a la Santísima Virgen está siempre viva en el corazón de nuestro pueblo. Como buena Madre, María nos une, nos hace sentir con fuerza que somos Hijos de Dios, familia de Dios, parte de la Iglesia, hermanos de todos. Como buenos hijos, le pedimos a María Santísima por el Papa León XIV.
Madre muy querida, nos reunimos para consagrarte solemnemente nuestra Diócesis de San Roque de Presidencia Roque Sáenz Peña. Está en tus manos y queda en tus manos; es tuya, toda tuya, con todos sus desafíos actuales y futuros.
Te consagramos nuestras vidas. Lo hacemos con la certeza de que nos conseguirás de la infinita misericordia de Dios un nivel más alto de santidad, y así una mayor conciencia de nuestra misión como cristianos. Te lo pedimos para nosotros, y para quienes nos sucedan como hijos de Dios en esta Iglesia diocesana.
Necesitamos que nos enseñes a enamorarnos más de Dios, con todo nuestro corazón y nuestras fuerzas, a abrirnos a su amor y permitirle que oriente siempre nuestras vidas. Queremos ser un reflejo más nítido de tu Hijo Jesucristo, de su amor a los demás.
Te consagramos Madre las familias de nuestra Diócesis; que sean un lugar de amor, de paz y de alegría, como tu hogar en Nazaret donde cada uno vivía penando en el otro. No queremos caer en la horrible cárcel del egoísmo que encierra en lo que a uno afecta o molesta, y deja ciegos para la necesidad de los demás. Enseñanos a comprender, a querer con verdadera entrega y sacrificio.
Que cuides Madre a esos hijos que Dios confía a sus padres; que encuentren en ellos el afecto y la contención que necesitan, ejemplo, y que con cariño, fortaleza y paciencia sepan darles consejos acertados; que sus vidas sean humanamente muy valiosas y agradables a nuestro Padre Dios.
Te consagramos Madre a nuestros adolescentes y jóvenes; ninguno es ajeno a tu mirada, que no sean invisibles a los ojos de quienes debemos pensar en ellos y cuidarlos. No queremos pasar de largo ante sus necesidades que van más allá de lo material, y detenernos como buenos samaritanos: requieren oración, cercanía, escucha, apoyo, orientación, afecto. Llenalos de ilusiones y proyectos sanos, el mundo y la Iglesia los necesita.
Están consagrados a vos Madre los sacerdotes. Que con tu intercesión amorosa sean siempre sembradores del amor a Dios, sembradores y ejemplo de la unidad que pidió tu Hijo en la Última Cena. Que sean cada día más santos, y así bien activos y alegres en la misión que les confió su Hijo, el Sumo Sacerdote. El diablo sabe que bien metidos en el Corazón de Cristo y en el tuyo, siendo fieles y entregados, los sacerdotes hacen un enorme bien; defenderlos entonces de las insidias del maligno que buscará debilitarlos, desorientarlos de la verdad y del bien, que aflojen en el amor, en saber darse generosamente con fe y alegría contagiosa, cuidalos Madre.
Cuida también al Obispo de esta diócesis, a este humilde servidor que se confía ahora a tu poderosa intercesión, y a quienes como sucesores de los Apóstoles vengan detrás.
Necesitamos más sacerdotes. Tu corazón de Madre seguirá moviendo el corazón de muchos jóvenes; encendidos en amor a Cristo sentirán la alegría del llamado a seguirlo.
Que cuides Madre a los religiosos y a las religiosas; con gran entrega rezan y sirven a la misión, es enorme el trabajo. Que hagas siempre nuevo el amor que movió a cada uno, a cada una a seguir al Señor; que ese amor sea siempre joven y sea alegre su testimonio, su vibración misionera. Consigue de Dios las abundantes vocaciones que necesitan.
Queremos Madre que esta consagración que ahora te hacemos sea un momento de gracia que impacte con fuerza en nuestro corazón y oriente decididamente nuestra vida hacia Dios. No queremos ir como rengueando, distraídos, sirviendo a dos señores; que ilumines nuestro camino y nos des fuerzas parar vencer en las luchas espirituales de cada día. Te lo pedimos para nosotros y para los fieles que nos sucedan en el tiempo en esta Diócesis.
Concédenos Madre ser instrumentos para llevar al mundo hacia Dios. No se te ocultan los muchos males que lo aquejan, tampoco los que impactan en nuestra sociedad chaqueña: bajezas morales, pecados contra la vida, situaciones sociales indignas, inhumanas; sufrimientos, privaciones; faltas de fraternidad, de amor, de solidaridad; todo hiere tu corazón de Madre. Ayudanos a vencer el mal, que tan fácilmente se arraiga en los corazones con efectos incalculables, es del corazón del que proceden el bien y el mal.
Te consagramos todo lo que somos, Madre, para que seamos instrumentos del bien, jamás del mal. Que no salga de nosotros una mínima crítica, algo que hiera; ahí no puede estar Dios, sí el diablo generando desunión, discordia, matando, destruyendo y excluyendo al hermano, haciendo sufrir. Te pedimos que nos trasformes, danos comprensión, paciencia, la sonrisa amable, deseos de ayudar, de servir.
Que nuestra vida y la de quienes vengan detrás no se desvíe del camino, y que siempre sepamos volver a Dios que nos ama infinitamente, nos perdona y fortalece. Que dejemos que la Eucaristía nos transforme; que tratemos a Dios en la oración, que escuchemos la voz del Espíritu Santo, que guíe siempre a todos, que guíe nuestra Diócesis.
Te consagramos Madre nuestras tareas misioneras, nuestros catequistas y agentes pastorales, las Instituciones y Movimientos. Que ahora y en el futuro sigas impulsando a quienes debemos llevar el mundo hacia Dios, hacer presente la caridad de Cristo, y ayudar a que muchos escuchen su voz y encaminen sus vidas en la fe, en la esperanza. ¡Cuántos necesitan tocar la cercanía y el consuelo de Dios!, y somos instrumentos suyos.
Todo está en tus manos Madre querida, camino seguro para que esté siempre en las manos de Dios y se sigan obrando tantos milagros en nuestra Diócesis, en nuestra gente: conversiones, matrimonios santos; un entorno mejor, más justo, que no excluya a nadie; que luzca la honradez, el respeto, el amor a la verdad y al bien, ¡protegenos Madre!
Agradecemos tu amor de Madre que siempre se anticipa y sabe lo que más nos conviene. Queremos embellecer a la Iglesia con una mayor santidad, que siempre se note en la Diócesis, en las familias, en la convivencia, en el servicio, en especial a los más pobres y a los que sufren. Que se superen tantos males que nos aquejan.
Consagramos nuestra Diócesis, nuestras vidas, a tu Corazón Inmaculado, Santa Madre de Dios. Nos duelen los pecados, los personales, y tantas ofensas a Dios por todas partes. Nos ayudarás a una conversión sincera y a la conversión de tantos y tantas, a reparar unidos por la penitencia lo que hiere al Corazón de Cristo, a tu Inmaculado Corazón. Buscaremos tu intercesión con el Santo Rosario para nosotros y nuestras familias, para la Diócesis y, unidos al Santo Padre para todo el mundo y por la paz.
Bajo tu protección nos acogemos Santa Madre de Dios, no desoigas nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo mal, ¡oh Virgen gloriosa y bendita! Amén.
El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que cuando Jesús subió al Cielo, los Apóstoles regresaron a Jerusalén. Subieron a la sala donde solían reunirse, e íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús (Hech 1, 14).
Estaban con María, se apoyaban en la Madre que les dejó Jesús, y que nos dejó también a nosotros. Tendrían que ir por todo el mundo a predicar el Evangelio, y las perspectivas no eran para nada alentadoras; los perseguían las autoridades judías que mataron a Jesús, y en el resto del mundo mataban a quienes no aceptaran a sus dioses paganos. María comprendía sus miedos, sus inseguridades, los ayudaba a confiar en Dios: ningún obstáculo por grande que pareciera podría detener su misión. Confiaron en que Dios tiene sus caminos, tantas veces incomprensibles para nosotros; lucieron por su esperanza, incluso a la hora de sufrir el martirio.
Esa confianza en Dios, esa esperanza, estaban con creces en María. Lo primero que conocemos de Ella es que respondió con un sí rotundo al anuncio del Ángel. Era una chica joven, no sabía qué le esperaba, pero fue valiente, confió absolutamente en Dios.
La Virgen sale poco en los Evangelios. Se recogen sus palabras en las bodas de Caná: hagan todo lo que Él les diga. Así vivía Ella, buscando la Voluntad de Dios y cumpliéndola.
No faltaron en su vida inseguridades, miedos, sufrimientos. Un edicto del Emperador los obligó a ir a Belén, así respondió Dios a la duda sobre si debían viajar o no. Sufrieron al no encontraron lugar para alojarse y acabaron en un establo, pero lo pastores que aparecieron fueron una señal clara de la cercanía de Dios Padre. Fue alegre la sorpresa al recibir a los Reyes Magos, pero tremendo el miedo al tener que huir a Egipto, a las corridas y sin nada, eran pobres.
Fue durísima la angustia al perder a Jesús con 12 años. Al encontrarlo en el Templo, María le dijo: ¿Hijo, porqué nos has hecho esto? No entendió su respuesta; el Evangelio sólo añade que María todo lo guardaba en su corazón, meditándolo; buscaba descubrir qué quiere Dios, cuál es el camino.
Cuántas alegrías tendría María viendo crecer a Jesús, al acompañarlo en su vida pública. Le dolería verlo cansado, sufrir críticas, amenazas, mal trato, traiciones. ¿Entendería porque el Padre Dios permitía todo eso? Confiaba; Él había dicho: Mis pensamientos no son los pensamientos de Uds., ni los caminos de Uds. son mis caminos. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que los caminos de Uds., mis pensamientos más que los pensamientos de Uds. (Isaías 55, 8-9).
Le pedimos a Nuestra Madre del Cielo la Gracia de confiar más en Dios y así, aunque no entendamos sus caminos, cosas que cuestan y permite, sea una esperanza más viva la que meta serenidad y paz en nuestro corazón, incluso optimismo en medio de las dificultades.
Parece imposible mayor crueldad que la que sufrió Cristo en la Cruz. El Evangelio dice: Stabat Mater: estaba con firmeza la Madre junto a la Cruz. Jesús obedecía al Padre, también obedecía María acompañando a su Hijo. Guardaba todo ese sufrimiento en su corazón, meditándolo; era inentendible, pero la esperanza la sostuvo. No se equivocó: al tercer día llegó la alegría de la Resurrección del Señor, de la humanidad redimida.
Jesucristo le hizo un encargo: ahí tenés a tu hijo, y esos hijos somos nosotros. La Virgen está siempre junto a cualquier hijo que sufre, que lo pasa mal, que se siente solo: no somos huérfanos. María nos hace sentir aquello que afirmó San Pablo: para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para su bien (Rom 8, 28).
La esperanza cristiana no es la seguridad de que un enfermo se va a curar, o que un problema se va a resolver como por magia, aunque por la oración conseguimos que muchos recuperen la salud y que tantos problemas se resuelven. El rey David nos da la pauta de lo que es nuestra esperanza: Si un ejército acampa contra mi, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, en ella yo esperaré. Una cosa pido al Señor por los días de mi vida, gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo (Sal 27, 2-3).
No se trata de ser insensible ante el dolor, pero, aunque parezca que todo el mal se nos viene encima, mi corazón no tiembla porque espera en el Señor, Él tiene la última palabra. María nos ayuda a mirar hacia adelante, a poner los ojos en la vida eterna para gozar de la dulzura del Señor, contemplarlo.
Leo unas palabras del Papa Francisco: Dios nunca deja que nos hundamos, no cabe la desesperación, el desaliento (Homilía en Aparecida, 2-XI-2013).
No nos faltan dificultades en la vida, incomprensiones, situaciones duras, a veces familiares; falta de plata o de trabajo, enfermedades, o lo que sea; nos afectan tantos males sociales. Dios no quiere el mal, lo permite. Añadía el Papa Francisco: Por menos esperanzador que parezca el horizonte: Dios camina a nuestro lado, María nos lleva en sus brazos, María está. Así como fue con prisa a la casa de Santa Isabel cuando intuyó que necesitaría de su compañía, con esa prisa se hace presente en nuestras vidas, nos da una visión positiva de la realidad (cfr. ibid.).
Visión positiva de la realidad: somos hijos de Dios, y somos hijos predilectos de María. No pongamos la esperanza en los ídolos: el dinero, el éxito, el pode, el placer. (…) … llenan el corazón de soledad y de vacío (cfr. ibid.). Caminemos con optimismo, agradeciendo tantas alegrías, con la seguridad que nos da la fe; siempre confiando en Dios, que las cruces las lleva Cristo con nosotros, y siempre trae bienes, y el más importante es el Cielo.
Hagan todo lo que él les diga. ¿Qué nos dice Jesús? Que nuestro corazón esté siempre limpio, que busquemos el perdón de Dios. Que nos alimentemos con la Eucaristía, que nos apoyemos en la fuerza de la oración, que seamos servidores. Y que caminemos por la vida con paz, con serenidad, acudiendo mucho a María, la Madre que cumple con su misión de cuidarnos.
Dios quiere que llevemos esperanza a las familias, a los vecinos, por todas partes, que la contagiemos. El Papa León XIV pidió hace poco que mientras estamos en camino, como individuos, como familia, en comunidad, especialmente cuando aparecen las nubes oscuras y el camino se percibe incierto y difícil, levantemos la mirada, contemplémosla a Ella, nuestra Madre, y volveremos a encontrar la esperanza que no defrauda (Papa León XIV, 14-VIII-2025).
Acabo con una oración: Acuérdate. Virgen Madre, cuando estés ante los ojos del Señor, de hablar bien en nuestro favor. Estamos seguros de que María lo hace. Así sea.
Mons. Hugo Nicolás Barbaro, obispo de San Roque de Presidencia Roque Sáenz Peña
Lecturas: Jonás 4,1-11; Sal 85; Lc 11,1-4
Queridos hermanos y hermanas, autoridades, personal del Servicio Penitenciario Provincial, familiares y miembros de esta comunidad:
Hoy damos gracias a Dios por estos 40 años de servicio de una institución que cumple una tarea tan sensible como necesaria: cuidar, acompañar y ayudar a quienes transitan momentos difíciles en su relación con la ley y con la sociedad. En esta Eucaristía queremos poner en el altar su vocación, su entrega y su compromiso con la justicia y la dignidad humana.
La Palabra de Dios nos hace ver dos facetas de una misma realidad: misericordia y conversión. La primera lectura (Jon 4,1-11) nos muestra a Jonás, enojado porque Dios ha tenido compasión de Nínive. Jonás quería ver el castigo; Dios, en cambio, busca la conversión. Le enseña al profeta que su misericordia es más grande que su irritación, que Él no se complace en la destrucción, sino en la vida que renace. Este texto nos invita a mirar el corazón del Dios justo y compasivo, que nunca se cansa de ofrecer una nueva oportunidad. Y ahí está la raíz de toda tarea penitenciaria: no sólo custodiar, sino acompañar procesos de cambio y de esperanza.
En el Evangelio (Lc 11,1-4), Jesús enseña a sus discípulos el Padrenuestro. Nos revela un Dios que es Padre, que perdona, que nos sostiene en la lucha contra el mal. Cada palabra de esa oración es una pedagogía de vida: nos enseña a vivir desde la confianza, el perdón y la fraternidad.
El Servicio Penitenciario no es sólo una institución de control, sino también un espacio de humanidad y de reconstrucción-restauración. La Iglesia, desde su doctrina social, recuerda que “no hay pena sin esperanza”* (Papa Francisco, discurso al Congreso Internacional de Pastoral Penitenciaria, 2019).
Cada interno conserva intacta su dignidad de hijo de Dios, aunque haya errado el camino. Y quienes trabajan en este ámbito son servidores de esa dignidad, guardianes del respeto, promotores de una justicia que no se reduce al castigo, sino que busca la restauración.
Ustedes, mujeres y hombres del Servicio Penitenciario, están llamados a ser instrumentos de misericordia y equilibrio: firmes en la autoridad, pero también sensibles ante el dolor humano. Su tarea es un servicio al bien común, una forma concreta de amar a la sociedad y contribuir a la paz social.
En este 40° aniversario, damos gracias por todos los que entregaron su vida en este servicio, por quienes día a día trabajan con responsabilidad y compromiso, y pedimos al Señor que renueve su vocación con sabiduría, prudencia y humanidad. Que el Espíritu Santo fortalezca su misión para que cada gesto, cada decisión, cada jornada de trabajo sea reflejo de un corazón justo y compasivo.
Pidamos a la Virgen de la Merced, patrona de las cárceles e instituciones penitenciarias y de los cautivos, que interceda por ustedes y por todos los que están bajo su cuidado. Que María los cubra con su manto y los guíe en la noble tarea de servir a la sociedad desde el respeto, la justicia y la misericordia. Amén.
Mons. José Adolfo Larregain OFM, arzobispo de Corrientes
Queridas hermanos y hermanas:
En este día en que celebramos a la Virgen del Rosario como santa patrona y fundadora de Rosario, en sus 300 años de existencia, invocando al Espíritu Santo, con su luz y con su fuerza quiero recordarles que Jesucristo, muerto y Resucitado, el fruto bendito de María, es nuestro Redentor, y que no hay otro nombre dado a los hombres, para ser salvados que el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre (Cf. Hech 4,12). Y que todo el que cree en Él tiene Vida Eterna (cf. Jn 3,36).
Es por la obediencia de María a la Palabra de Dios expresada por el Arcángel Gabriel, es por ese “Hágase en mi según tu Palabra” (cf, Lc1, 38) que Jesucristo vino al mundo. María creyó que para Dios nada es imposible, y el Espíritu Santo fecundó su vientre purísimo para darnos a Jesús.
¡Gracias Madre! ¡Por haber dicho que sí al anuncio del Ángel!
¡Gracias Madre por tu coraje de llevar adelante algo único en toda la historia de la humanidad, único y decisivo para todos los hombres, pues por ti hemos recibido al autor de la Vida, Jesucristo Nuestro Señor!
Querida Madre de Dios, tu Hijo Jesús quiso que también fueras nuestra Madre, cuando al pie de la cruz nos la diste, en la persona del discípulo amado, como nuestra Madre. Nuestra Ciudad tiene como patrona a la Madre de Dios, que hermoso saber que tenemos Madre; eso significa: amor, ternura, protección, consuelo en la aflicción, ayuda en la necesidad. ¡Gracias Virgen María del Rosario por ser nuestra Madre! ¡Gracias por cubrirnos por tu manto maternal a lo largo de estos tres siglos!
Celebramos tres siglos de existencia, y me pregunto, ¿Qué es Rosario sino una ciudad de inmigrantes que nació alrededor de La Virgen del Rosario? Inmigrantes fueron, por 1725, aquellas pocas familias españolas y aborígenes calchaquíes convertidos a la fe católica y residentes en el Pago de los Arroyos, a orillas del Paraná; veneraban una imagen sagrada bajo la advocación de “Nuestra Señora del Rosario”. Esta devoción les lleva a cambiar el nombre del lugar por el de “Nuestra Señora del Rosario” o “Capilla del Rosario”. Alrededor de esa capilla se fue formando la población, constituyéndose la Virgen en su centro espiritual. Fueron variando los nombres, pero quedó Rosario, indicando que María Santísima es la que une a esta Ciudad en el paso de los tiempos. Ella es el alma de esta Ciudad.
El Gral. Manuel Belgrano hizo que Rosario fuera la cuna de nuestra bandera Nacional, izándose por primera vez en nuestras barrancas al amparo de la Santísima Virgen del Rosario. Y su manto celeste y blanco, desde Rosario, cubre a todos los argentinos.
A los pobladores de los primeros tiempos, cuando el país se organizó institucionalmente, se abría a la inmigración, sobre todo europea. Rosario experimenta su gran crecimiento poblacional, su desarrollo económico y social. Vienen inmigrantes de distintos países, la mayoría de ellos católicos; y vienen con sus devociones marianas; así vemos surgir diversas Parroquias que se sumarán a la Parroquia del Rosario, la mayoría de ellas dedicadas a distintas advocaciones de la Sma. Virgen: Inmaculada Concepción 1898, Perpetuo Socorro de 1912, Ma. Auxiliadora de 1927, Lourdes, La guardia, la Merced de 1929, etc. Todas estas comunidades parroquiales Marianas y las que siguieron después dan una identidad profundamente mariana a nuestra Ciudad.
Pero Rosario siguió recibiendo inmigrantes sobre todo en la segunda parte del siglo XX, inmigrantes del interior del país como chaqueños, correntinos con la Virgen de Itatí, la Comunidad Qom, y de naciones vecinas como Bolivia con su Vírgenes de Copacabana y de Urcupiña, del Paraguay con Ntra. Sra. de Caacupé, de Perú con Ntra. Sra. del Carmen etc.
Por todo esto podemos decir que La Virgen María es el alma de Rosario.
Queridos hermanos, a nosotros se nos entrega la antorcha de la fe que quienes nos precedieron nos legaron. La fe de nuestros padres, de nuestros mayores, que a nosotros nos toca encarnar en el hoy de nuestra historia; una fe viva y encarnada que nos da el sentido último de la existencia, que nos dice que Dios nos ha creado para el cielo, pero que ese más allá se construye en el más acá, viviendo una fe encarnada. La vivencia de la fe genera una humanidad nueva, genera familia, comunidad, fermento en la masa, sal y luz de la tierra. Una fe que estamos llamados a comunicar para que se esclarezca y se acreciente. Hay tantos hermanos nuestros que esperan de nosotros el testimonio del Evangelio. María peregrina con nosotros en la esperanza. Vayamos al encuentro de nuestros hermanos para compartir el don maravilloso de ser cristianos católicos. Y demos el testimonio del amor y de la unidad, para que el mundo crea. Hagámoslo con María peregrina de esperanza.
La fe vivida auténticamente humaniza, genera un deseo de caminar junto con otros hermanos de otras denominaciones cristianas y de otras religiones, o simplemente personas de buena voluntad, para la construcción del bien común y de la paz.
Una fe viva es una fe comprometida con el tiempo que nos toca vivir. Desde nuestra fe católica queremos seguir trabajando para que nuestra Ciudad vaya adquiriendo un rostro cada vez más humano, más acogedor, donde todos y cada uno de los rosarinos tengan asegurados sus derechos fundamentales, y que a nadie le falte ni el pan, ni el trabajo, ni la casa, ni la salud, ni la educación. Una sociedad más justa y más fraterna. Donde se vaya erradicando el narco y nuestros pibes sean prevenidos de caer en las adicciones que matan. Viviendo nuestro compromiso ciudadano, procurando ser solidarios con quienes más sufren queremos ir preparando a través de la Ciudad terrena, de la mano de María del Rosario, la Ciudad de eternidad, término de nuestra esperanza. Amén.
Mons. Eduardo Eliseo Martín, arzobispo de Rosario
Si algún hombre o mujer de la política me pidiera un consejo de lectura para este tiempo intenso que vivimos, entre las muchas posibilidades, le aconsejaría lo que santo Tomás de Aquino enseña sobre la virtud de la humildad (Suma Teológica II IIae q 161).
Despejemos un malentendido: en nuestro hablar popular, “humilde” es sinónimo de carenciado. Santo Tomás aclara: en ese sentido, la humildad no es una virtud. Aunque también señala, con perspicacia, que el que se desmerece a sí mismo tampoco es virtuoso.
La humildad, después de las virtudes teologales y las intelectuales, es una virtud fundamental en la vida espiritual de una persona.
Nos hace conscientes de nuestros límites y defectos, delante de Dios y los demás. Refrena la soberbia de creernos más de lo que somos o podemos, impidiéndonos recibir la ayuda de Dios y también la de los demás. Nos ubica positivamente y de manera realista ante el bien arduo que, nos atrae tanto como nos intimida.
La búsqueda de un bien arduo (la justicia, por ejemplo) requiere la conjunción de dos virtudes: “Una de ellas -observa- ha de atemperar y refrenar el ánimo, para que no aspire desmedidamente a las cosas excelsas, lo cual pertenece a la humildad, y la otra ha de fortalecer el ánimo contra la desesperación y empujarlo a desear las cosas grandes conforme a la recta razón, y es lo que hace la magnanimidad.” (S Th II IIae q 161 a 1).
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El domingo 26 de octubre, los ciudadanos daremos nuestro veredicto inapelable a las propuestas que nos hacen los diversos espacios políticos.
El lunes 27 de octubre se abrirá un tiempo de construcción.
Los números darán ganadores a algunos; otros tendrán que asumir la derrota. A unos y otros, el Congreso les abrirá sus recintos para darnos leyes justas. Unos y otros necesitarán humildad para reconocer que es más sencillo ganar poder, que usar de él para transformar realmente un país.
Humildad para reconstruir con paciencia su convivencia, sus instituciones y también su economía.
Todos los ciudadanos seguiremos batallando la vida, anhelando un país con posibilidades para todos. Una meta que, hasta ahora, parece un sueño.
Todos tendremos que echar mano de la virtud de la humildad, porque tendremos que seguir intentando mejorar la vida de todos con paciente perseverancia.
Dios nos auxilia, pero no hace lo que nosotros tenemos que hacer.
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco
7 de octubre de 2025
Fiesta de la Virgen del Rosario
Hemos iniciado con solemnidad y enorme alegría, esta fiesta en honor de nuestra Madre, Señora del Rosario. Preparamos el corazón en la novena, y en este camino, como peregrinos de esperanza en medio de la ciudad, testimonio de fe y amor a la Madre de Jesús y Madre de su Pueblo, que hacemos nuestro.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, nos lleva a la sala donde los discípulos con María, regresados del monte de los Olivos, se dedicaban a la oración. Todos ellos, íntimamente unidos, dice el texto.
La humildad y pequeñez de Su servidora, que cantando nos invita a reconocer la grandeza del Señor, que en Ella, ha hecho grandes cosas.
Lucas, nos acerca la imagen de la anunciación y la encarnación del Hijo del hombre, que se hará con el saludo del Ángel, “obsequio de rosas” y “breviario del Pueblo”.
El Santo Padre Francisco, nos invitaba en su momento, a vivir la gracia de este Año Santo, afirmados en la Esperanza que no defrauda, que es el mismo Cristo.
Nos invitaba a vivirlo “caminando juntos”, haciéndonos cargo de todos y siendo sujetos de esta, nuestra historia. Nos llamaba a participar, para enriquecernos desde la mirada diversa y enriquecedora de todos, y a todos también, nos animaba a la misión de anunciar el Evangelio de Jesús.
Experimentamos nuestra pequeñez y fragilidad, y la necesidad de ayudarnos. Somos una misma comunidad de hermanos en todo el mundo, que navega en la misma barca, sabiendo que nadie puede salvarse solo en medio de la tormenta, y que las alegrías se acrecientan cuando somos capaces de compartirlas.
Pero el Señor, no nos ha dejado solos. Asiste con su gracia y fuerza de su Espíritu, y desde aquel Viernes Santo, en medio de su dolor, nos hace hijos en su Madre, hermanos todos.
Así, María con estos discípulos de Jesús, ahora sus hijos, permanece en oración a la espera de las promesas de Dios.
María reza porque espera. Sabe bien en quién confía. Y se hace madre y maestra enseñando a sus hijos. La oración los une en la intimidad de la familia, los fortalece. “Padre, que sean uno, como vos y yo lo somos”, pedía el Señor antes de la pasión.
Y los Padrenuestros y Ave Marías, rezados con piedad, se hicieron también desde antiguos tiempos, oraciones del camino. Corona de rosas ofrecidos a María y al Padre Dios. Evangelio anunciado y meditado en cada rezo, que con sencillez, fue calando hondo en el corazón del Pueblo, que se pone en sus manos.
La Virgen misma, cuenta la leyenda, apareciéndose a Santo Domingo, le señaló el rosario como eficaz camino de oración y fortaleza.
Rezar unidos en cada Padrenuestro y en cada Ave María, nos hace tomar conciencia como lglesia de tantos dolores y falsas seguridades, indiferencias y faltas de fraternidad, llamándonos a asumir más plenamente la responsabilidad de hacernos cargo, sosteniéndonos en la esperanza de Dios, Padre de todos.
Una Iglesia capaz de comunión y fraternidad, de participación yen fidelidad a lo que anuncia el Evangelio, al lado de los más débiles y de todos, para que nadie se quede en el camino.
El Pueblo de Dios, unido por sus Pastores, se adhiere a su Palabra confiada a la lglesia, perseverando constantemente en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración, confiado a la maternal ternura de María.
Celebrar a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, Señora del Rosario, es un regalo para cada uno de nosotros sabiéndonos sus hijos, y un fuerte signo para el Pueblo de Paraná.
Signo del camino que marca la oración donde somos sostenidos en una Esperanza, en un sendero que pasa por el corazón, y nos planta rumbo al cielo.
Esa dirección, esa Esperanza, quiere acercar los corazones para el camino. Unidos, haciéndonos más hermanos, más familia, encontrando una persona que nos une y nos reúne, que es María.
En ese rosario que María lleva en sus manos junto al Niño, nos prendemos todos. Allí, nuestra vida como Pueblo, nuestros rostros, nuestras alegrías y tristezas, nuestros dolores también, para que María, nos pueda cargar junto a su Hijo.
En ese rosario, para ser cuidados por su ternura, todos entramos, porque en el corazón de la Madre y en sus manos, podemos colgarnos, con la sencillez de una letanía. Saludo del Ángel Gabriel, en el lejano Nazaret.
El rosario, se hizo para nuestro Pueblo, signo de materna protección y escalera al cielo. Cadena de fraternidad y permanente memoria de un Dios cercano, que nos abraza en su Madre, nos junta a su corazón para que escuchemos los latidos de este Dios llamado “Misericordia”.
María lo sostiene en su mano junto al Niño, haciéndose más madre todavía, como si sus ojos pudieran reflejar la alegría de esta fiesta, que prepararon también los lapachos que se van floreciendo y se vistieron de gala en el camino.
“Hagan lo que Él les diga”, “dejen que Él les enseñe el camino al cielo”
“Busquen la oveja perdida, reciban a todos haciendo fiesta, buenos y malos, ricos y pobres sienten a sus mesas, laven los pies de cada uno, perdonen siempre y a todos buscando el Reino. Carguen con la cruz y sigan los pasos de mi Hijo, que siempre son vida”.
Que tu rosario Madre, sostenga a todos. Nos una con toda la Iglesia que te fue confiada.
Nosotros como hijos comprometidos, abiertos a la novedad que Dios nos quiere indicar, invocando al Espíritu Santo con más fuerza, dispuestos a escucharlo con humildad, como Él desea, con docilidad y valentía, al estilo de Jesús con cercanía, compasión y ternura.
María, Señora del Rosario, una vez más acudimos a vos, tomados de tu mano, para que nos enseñes a ser más hermanos caminando juntos con tu Hijo Jesús.
Ayúdanos para que no seamos indiferente ante nadie, que no pasemos de largo frente al dolor o necesidad ajena, sino que la hagamos nuestra, y que reconozcamos en cada uno de los más pequeños, el rostro de Jesús.
María sabe, y nos conoce bien porque somos sus hijos, tantas veces cansados de arrinconar sueños o amontonar promesas que nunca llegan.
Ella sabe de estos tiempos, los suyos no fueron simples, y tampoco los mejores. Por eso, en este andar, nos invita a la confianza y al amor, muchas veces en silencio, a seguir tras estas huellas que el Señor, abrió con su madero. Nos invita a abrir los brazos para ofrecernos a todos, sabiendo que en este andar, se sigue sembrando el Reino.
María, Virgen y Madre Santa, Señora de nuestro Pueblo, que no bajemos los brazos, y que juntos caminemos. Nosotros también queremos, seguir tu huella María.
Vos sos, el paso de Dios por nuestra vida y Su Pueblo, haciéndonos también pasos, que muestren un poco de cielo. Agradecerte María, tu presencia siempre cerca, que alerta y con ternura, hace dulce, la Esperanza que tenemos.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Mons. Raúl Martín, arzobispo de Paraná
Queridos jóvenes:
Al comienzo de este primer mensaje que les envío, deseo ante todo decirles gracias. Gracias por la alegría que nos han transmitido al venir a Roma para su Jubileo, y gracias también a todos los jóvenes que se han unido a nosotros en la oración desde distintas partes del mundo. Ha sido un acontecimiento precioso para renovar el entusiasmo de la fe y compartir la esperanza que arde en nuestros corazones. Por eso, hagamos que el encuentro jubilar no sea un momento aislado, sino que marque, para cada uno de ustedes, un paso adelante en la vida cristiana y un fuerte estímulo para perseverar en el testimonio de la fe.
Precisamente esta dinámica está en el centro de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que celebraremos el domingo de Cristo Rey, el 23 de noviembre, y que tendrá como tema «Ustedes también dan testimonio, porque están conmigo» (Jn 15,27). Con la fuerza del Espíritu Santo, como peregrinos de esperanza, nos preparamos para convertirnos en valientes testigos de Cristo. Comencemos, pues, desde ahora, un camino que nos llevará hasta la edición internacional de la JMJ en Seúl, en 2027. En esta perspectiva, me gustaría detenerme en dos aspectos del testimonio: nuestra amistad con Jesús, que recibimos de Dios como un don; y el compromiso de cada uno en la sociedad, como constructores de paz.
Amigos, por lo tanto, testigos
El testimonio cristiano nace de la amistad con el Señor, crucificado y resucitado para la salvación de todos. Esta no debe confundirse con una propaganda ideológica, sino que es un verdadero principio de transformación interior y de sensibilización social. Jesús quiso llamar “amigos” a los discípulos, a quienes dio a conocer el Reino de Dios y les pidió que permanecieran con Él para formar su comunidad y enviarlos a proclamar el Evangelio (cf. Jn 15,15.27). Por eso, cuando Jesús nos dice: “Den testimonio”, nos está asegurando que nos considera sus amigos. Sólo Él conoce plenamente quiénes somos y por qué estamos aquí: conoce el corazón de cada uno de ustedes jóvenes, su indignación ante la discriminación y la injusticia, su deseo de verdad y belleza, de alegría y paz; con su amistad los escucha, los motiva y los guía, llamando a cada uno a una vida nueva.
La mirada de Jesús, que quiere siempre y solamente nuestro bien, nos precede (cf. Mc 10,21). No nos quiere como siervos, ni como “activistas” de un partido; nos llama a estar con Él como amigos, para que nuestra vida sea renovada. Y el testimonio surge espontáneamente de la alegre novedad de esta amistad. Es una amistad única, que nos da la comunión con Dios; una amistad fiel, que nos hace descubrir nuestra dignidad y la de los demás; una amistad eterna, que ni siquiera la muerte puede destruir, porque tiene su principio en el Crucificado resucitado.
Pensemos en el mensaje que nos deja el apóstol Juan al final del cuarto Evangelio: «Este mismo discípulo es el que da testimonio de estas cosas y el que las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero» (Jn 21,24). Todo el relato anterior se resume como un “testimonio”, lleno de gratitud y asombro, por parte de un discípulo que nunca dice su propio nombre, sino que se define como “el discípulo al que Jesús amaba”. Este apelativo es el reflejo de una relación: no es el nombre de un individuo, sino el testimonio de un vínculo personal con Cristo. Esto es lo que realmente importa para Juan: ser discípulo del Señor y sentirse amado por Él. Comprendemos entonces que el testimonio cristiano es fruto de la relación de fe y amor con Jesús, en quien encontramos la salvación de nuestra vida. Lo que escribe el apóstol Juan también vale para ustedes, queridos jóvenes. Cristo los invita a seguirlo y a sentarse a su lado, para escuchar su corazón y compartir de cerca su vida. Cada uno de ustedes es para Él un “discípulo amado”, y de este amor nace la alegría del testimonio.
Otro valiente testigo del Evangelio es el precursor de Jesús, Juan el Bautista, que dio «testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él» (Jn 1,7). Aunque gozaba de gran fama entre el pueblo, sabía bien que era sólo una “voz” que señalaba al Salvador: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Su ejemplo nos recuerda que el verdadero testigo no tiene como objetivo ocupar el centro del escenario, no busca seguidores que se unan a él. El verdadero testigo es humilde e interiormente libre, ante todo de sí mismo, es decir, de la pretensión de ser el centro de atención. Por eso es libre para escuchar, para interpretar y también para decir la verdad a todos, incluso ante los poderosos. De Juan el Bautista aprendemos que el testimonio cristiano no es un anuncio de nosotros mismos y no celebra nuestras capacidades espirituales, intelectuales o morales. El verdadero testimonio es reconocer y mostrar a Jesús, el único que nos salva, cuando Él se manifiesta. Juan lo reconoció entre los pecadores, inmerso en la humanidad común. Por eso el Papa Francisco insistió tanto en esto: si no salimos de nosotros mismos y de nuestras zonas de confort, si no salimos al encuentro de los pobres y de aquellos que se sienten excluidos del Reino de Dios, no nos encontramos con Cristo ni damos testimonio de Él; perdemos la dulce alegría de ser evangelizados y de evangelizar.
Queridos hermanos, invito a cada uno de ustedes a seguir buscando a los amigos y testigos de Jesús en la Biblia. Al leer los Evangelios, se darán cuenta de que todos ellos encontraron en la relación viva con Cristo el verdadero sentido de la vida. De hecho, nuestras preguntas más profundas no son escuchadas ni encuentran respuesta en el desplazamiento infinito de la pantalla del móvil, que capta la atención dejando la mente fatigada y el corazón vacío. No nos llevan lejos si las mantenemos encerradas en nosotros mismos o en círculos demasiado reducidos. La realización de nuestros deseos auténticos pasa siempre por salir de nosotros mismos.
Testigos, por lo tanto, misioneros
De esta manera, ustedes, jóvenes, con la ayuda del Espíritu Santo, pueden convertirse en misioneros de Cristo en el mundo. Muchos de sus compañeros están expuestos a la violencia, obligados a usar las armas, forzados a separarse de sus seres queridos, a migrar y a huir. Muchos carecen de educación y de otros bienes esenciales. Todos comparten con ustedes la búsqueda de sentido y la inseguridad que la acompaña, el malestar por las crecientes presiones sociales o laborales, la dificultad de afrontar las crisis familiares, la dolorosa sensación de falta de oportunidades, el remordimiento por los errores cometidos. Ustedes mismos pueden ponerse al lado de otros jóvenes, caminar con ellos y mostrarles que Dios, en Jesús, se ha hecho cercano a cada persona. Como solía decir el Papa Francisco: «Cristo muestra que Dios es proximidad, compasión y ternura» (Carta enc. Dilexit nos, 35).
Es cierto, no siempre es fácil dar testimonio. En los Evangelios encontramos a menudo la tensión entre la acogida y el rechazo de Jesús, «la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron» (Jn 1,5). De manera similar, el discípulo-testigo experimenta en primera persona el rechazo y, a veces, incluso la oposición violenta. El Señor no oculta esta dolorosa realidad, «si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes» (Jn 15,20). Sin embargo, precisamente esto se convierte en la ocasión para poner en práctica el mandamiento más alto, «amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores» (Mt 5,44). Esto es lo que han hecho los mártires desde los inicios de la Iglesia.
Queridos jóvenes, esta no es una historia que pertenece sólo al pasado. Todavía hoy, en muchos lugares del mundo, los cristianos y las personas de buena voluntad sufren a causa de la persecución, las mentiras y la violencia. Quizás también ustedes han sido tocados por esta dolorosa experiencia y quizás han sido tentados de reaccionar instintivamente poniéndose al nivel de quienes los han rechazado, adoptando actitudes agresivas. Recordemos, sin embargo, el sabio consejo de san Pablo: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21).
Por tanto, no se desanimen, como los santos, también ustedes están llamados a perseverar con esperanza, sobre todo ante las dificultades y los obstáculos.
La fraternidad como vínculo de paz
De la amistad con Cristo, que es don del Espíritu Santo en nosotros, nace una forma de vivir que lleva consigo el carácter de la fraternidad. Un joven que ha encontrado a Cristo lleva consigo a todas partes el “calor” y el “sabor” de la fraternidad, y cualquiera que entre en contacto con él o con ella se siente atraído por una dimensión nueva y profunda, hecha de cercanía desinteresada, de compasión sincera y de ternura fiel. El Espíritu Santo nos hace ver al prójimo con ojos nuevos, ¡en el otro hay un hermano, una hermana!
El testimonio de fraternidad y paz que la amistad con Cristo suscita en nosotros nos libera de la indiferencia y la pereza espiritual, haciéndonos superar el aislamiento y la desconfianza. Además, nos une los unos a los otros, impulsándonos a comprometernos, desde el voluntariado hasta la caridad política, para construir nuevas condiciones de vida para todos. No sigan a quienes utilizan las palabras de la fe para dividir; organícense, en cambio, para eliminar las desigualdades y reconciliar a las comunidades polarizadas y oprimidas. Por eso, queridos amigos, escuchemos la voz de Dios en nosotros y venzamos nuestro egoísmo, convirtiéndonos en laboriosos artífices de paz. Entonces esa paz, que es don del Señor Resucitado (cf. Jn 20,19), se hará visible en el mundo a través del testimonio común de quienes llevan su Espíritu en el corazón.
Queridos jóvenes, ante los sufrimientos y las esperanzas del mundo, fijemos nuestra mirada en Jesús. Mientras agonizaba en la cruz, Él confió la Virgen María como madre a Juan, y a ella Juan como hijo. Ese último don de amor es para todo discípulo, para todos nosotros. Los invito, por tanto, a acoger este santo vínculo con María, Madre llena de afecto y comprensión, cultivándolo especialmente con la oración del rosario. Así, en cada situación de la vida, experimentaremos que nunca estamos solos, sino que siempre somos hijos amados, perdonados y animados por Dios. De todo esto, ¡den testimonio con alegría!
Vaticano, 7 de octubre de 2025, Memoria de la Bienaventurada Virgen María del Rosario.
León XIV