Viernes 3 de mayo de 2024

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Queridos hermanos

Qué gusto que todos juntos volvamos a encontramos en nuestra iglesia catedral para celebrar la Misa Crismal y en ella, renovar las promesas sacerdotales frente y junto al Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado.

Durante años, en tantas Misas Crismales volvemos a escuchar una y otra vez las mismas lecturas. Sin embargo, sería injusto decir que se repiten porque todas ellas son Palabra de Dios, impulsada por el Espíritu que nos habla al corazón. Si solo fuera escuchar para solo repetir, nuestra Liturgia sería como huesos secos que han perdido el Espíritu. Por eso las rúbricas que debemos cumplir, están destinadas no a la cabeza sino al corazón. No a una mera idea, sino a la vida. Desde el Dios de la vida, a nosotros, para que tengamos vida y vida en abundancia. Nada más lejano a letra muerta.

Tanto en la lectura del Profeta Isaías, como en la del Evangelio de Lucas que hoy ha sido proclamado se nos recuerda justamente cuando Jesús leía ese mismo texto…, nos hace presente que Él es el Ungido que ha sido Enviado.

Ungido…, elegido… separado desde el corazón del mismo Padre. Pero también ¡ENVIADO!

Ha sido enviado…

Y su vida la ha vivido justamente desde ese mandato. Desde esa vocación devenida del mismo Padre.

No podemos dejar de lado ningún instante de la vida de Jesús. Todo nos llega por las Escrituras y por la Tradición. Y hay también muchas cuestiones que desconocemos de su vida… su vida oculta… justamente por falta de escritos o de testigos. Sin embargo, tenemos lo suficiente para el conocimiento de su obra.

Cuando digo no podemos dejar de lado nada de su vida, significa no solo escuchar TODAS sus enseñanzas, sus palabras…, sino también ESCUCHAR a través de sus obras…; saber VER. Qué hizo.., por qué hizo lo que hizo… dónde estaba su corazón…, que era de todo menos indiferente.

Jesús fue “enviado” y cumplió con su envío.

Llevó a cabo la obra del Padre hasta la última gota de sangre. Nos amó… y nos amó hasta el final, hasta dar la propia vida.

Las tentaciones en el desierto (con ese texto hemos iniciado nuestra Cuaresma) el tentador le invitaba a cambiar el “eje” de su vida. Ser servido en vez de servir. Y por supuesto, venció a la tentación… su ser enviado se siguió cumpliendo con fidelidad hasta el final. Por eso ha sido pobre entre los pobres y por eso nos amó hasta dar la vida. Porque se sabía amado infinitamente por el Padre y con ese mismo amor nos ha amado.

Y nos ha legado su unción y hoy, nos ha enviado a nosotros. También para seguir sus pasos.

Hemos sido llamados… hemos sido ungidos…; compartimos Su sacerdocio, que nos ha sido dado sacramentalmente en el seno de la Iglesia.

Que hayamos sido enviados, no asegura llegar a la meta propia del llamado. La vocación requiere siempre de la respuesta subjetiva. De la respuesta propia y única de cada llamado.

Miremos tan solo a los doce Apóstoles. En un momento… llegaron a ser once. Porque el envío de Judas fue desperdiciado. No supo cuidar el rico tesoro que recibió junto a sus hermanos Apóstoles que también habían sido llamados… enviados…; y al poner precio… a lo que no tiene precio… puso final a la respuesta al llamado por enceguecerse con poco: perdió TODO. Sin poder entonces “dar nada”. Ni nada recibir.

Por eso en esta Santa Misa, estamos llamado a desempolvar el llamado y a renovar nuestras promesas sacerdotales. Como cuando a un motor se le debe cambiar el aceite porque ya ha recorrido suficientes quilómetros y deber ser renovado en su totalidad. También nosotros, nos cansamos…, nos distraemos…, nos equivocamos…, sin embargo, la unción y el envío siempre siguen en pie, pero la respuesta de nuestra parte debe ser renovada. Hoy lo haremos todos juntos, para recordar esa colegialidad que Jesús mismo ha dado desde los primeros tiempos. Y también, desde nuestra vida renovada por la realidad misma que se nos impone, debemos volver a decir sí para ser fieles al llamado. La tentación nos hace muchas veces aferrarnos a cosas y circunstancias que no huelen al Buen Espíritu. Y nos vamos aferrando a seguridades no justamente evangélicas. Puede tener eso variadas formas: dinero, poder, un futuro asegurado, un sueldo generoso, un oficio que esté por encima de mi vocación más genuina… etc… etc…

Volver a renovar juntos estas promesas es aceptar la invitación a volver a ser LIBRES.

Lo que Dios quiera.

Como Dios quiera.

Cuando Dios quiera.

Nuestro Ministerio SOLO se entiende y será fecundo si está basado en Cristo servidor. Si lo seguimos a Él. Vivido junto al Papa, hoy Francisco y, en comunión también con el Obispo. Y TODOS testigos de la Buena Noticia. Ungidos para ser anunciadores de la Buena Noticia y constructores del Reino de Dios.

Cuántas veces me pregunto si verdaderamente nuestras palabras y acciones testifican una BUENA NOTICIA para nosotros y para el pueblo.

Debemos ser signos de todo ello.

Nuestra vestimenta clerical (sea sotana o clerigman…) nos expone como signos visibles. Es decir, nos expone al hacernos visibles. Y exponernos nos hace vulnerables. Como lo ha sido Jesús. En Él solo podremos ser verdaderamente SIGNOS de la BUENA NOTICIA de la SALVACIÓN. Puedo no quitarme nunca mi vestimenta clerical, pero si me encierro… si no salgo… vacío el signo de significancia.

San Francisco de Asís tenía en cuenta la importancia de caminar junto al pueblo y de ser visible junto a sus hermanos. Cosas tan simples como esas siguen siendo necesarias y URGENTES. La gente nos quiere visibles y cercanos. Caminando por la calle para cruzarnos en los caminos de la vida. Caminando junto al pueblo… desde allí es más fácil poder escuchar lo que se nos pide. Lo que necesitan. Pero claro, vuelvo a repetirlo… no es fácil… parece simple… tan solo callejear… pero sin duda eso nos EXPONE y nos hace vulnerables. Esto es un gesto concreto que les pido a todos los sacerdotes: la cercanía. El estar en la calle. Nuestra entrega debe ser visible y debe estar atenta para el servicio. No esperar a que vengan… sino “caminar juntos”. Sin distancias.

En mi experiencia de caminar por las calles de San Luis y por los pueblos del interior, la frase más seguida que escucho es GRACIAS… simplemente por estar…, por caminar juntos. ¡Qué desafío! dado que es algo que cada día nos sorprenderá y cada día deberemos responder para que nuestra Iglesia sea una Iglesia VIVA que no repita tradiciones sin vida, sino que renueve el FUEGO del ESPÍRITU. Como se dijo alguna vez: la tradición no es adorar cenizas sino transmitir el Fuego.

Las reflexiones que venimos haciendo diocesanamente y en comunión con la Iglesia Universal, justamente nos invitan a un caminar juntos…, hacia una escucha atenta, para poder discernir qué nos dice el Espíritu hoy.

Debemos ir fortaleciendo estructuras SINODALES. Es decir, estructuras participativas que se concretan en construcciones eclesiales participativas y de comunión. Que no dan lugar a protagonismos unilaterales y egoístas. En nuestro caso es el cuidado y atención de romper desde lo más profundo de nuestro corazón actitudes clericalistas. Es fácil criticar a otros… pero es difícil reconocer que yo puedo ser o tener estos vicios. La Iglesia no nos lleva nunca ni a la tiranía del laico ni a un clericalismo. Cuando estos extremos crecen, se pierde la verdadera Eclesialidad. Por eso debemos estar atentos siempre para renovar la Iglesia y renovarnos nosotros en ella.

¡Que el Buen Espíritu no se apague en nuestros corazones!

Finalmente, si un norte nunca deberemos perder es justamente hacer todo POR AMOR.

Si el amor no anima nuestras acciones… entonces gana la envidia, las especulaciones, las malas intenciones y egoísmos. Solo seremos, como decía San Pablo, una campana hueca que retiñe. Estamos llamados a mucho más que eso.

San Luis nos necesita como sacerdotes vivos, sanos y enteros.

Hombres de Dios. Hombres del y para el pueblo.

Servidores dispuestos a morir en el surco.

San Luis necesita pastores llenos de vida y llenos de alegría. Si la alegría no se refleja en nuestros rostros algo nos estará faltando. Y no hace falta aclarar qué significa ser alegres… basta vivir las Bienaventuranzas…, basta vivir la libertad de los Hijos de Dios.:

Con la importancia de aprender a caminar y escuchar quiero hacer presente unas palabras del Papa Francisco a la Curia Romana (21-Dic-2023)

Escuchar “de rodillas” es la mejor manera para escuchar de verdad, porque significa que no nos colocamos frente al otro en la posición de quien cree ya lo sabe todo, de quien ya ha interpretado las cosas aun antes de escucharlas, de quien mira por encima del hombro, sino que, por el contrario, nos abrimos al misterio del otro, dispuestos a recibir humildemente lo que quiera entregarnos. No olvidemos que sólo en una ocasión es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo: solamente para ayudarla a levantarse. Es la única ocasión en la que es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo. A veces, inclusive cuando nos comunicamos entre nosotros, corremos el riesgo de ser como lobos rapaces. Enseguida intentamos devorar las palabras del otro, sin escucharlo realmente, e inmediatamente vertemos sobre él nuestras impresiones y nuestros juicios. En cambio, la escucha requiere silencio interior, pero también un espacio de silencio entre la escucha y la respuesta.

¡Cuánto debemos seguir aprendiendo!

Si miramos nuestras vidas… seguramente mucho nos falta y mucho debemos cambiar, pero nada de eso nos debe detener. ¡Todo lo contrario…!

Solo pierdo si dejo de luchar.

Solo moriré si no sigo buscando.

Quiera Dios que así sea nuestro Ministerio, no un lugar de seguridades sino un lugar en libertad y acción. De atenta escucha y de arriesgado servicio. Un Ministerio VIVO y LLENO DE VIDA.

No tengo duda que en todos nuestros corazones vamos a encontrar el amor y la devoción a la Virgen María. Pero un verdadero cristiano no se construye con devociones, sino con el seguimiento a Cristo.

Por eso nuestra devoción a la Virgen María nos deben llevar a imitarla al punto de obrar, rezar, vivir y actuar como lo hubiera hecho ella misma. Una mujer toda de Dios. Contemplativa y de acción. Valiente y jugada.

Lo mismo debemos llegar a ser nosotros.

Hombres de Dios, de la mano de María para recibir a Dios y llevarlo a nuestros hermanos con acciones concretas que modifican la vida de la gente y de las comunidades. Construyendo y fortaleciendo el Reino de Dios en medio nuestro.

Les deseo una rica y fecunda Semana Santa que toque los corazones de todo el pueblo… es decir… que modifique también nuestros corazones, porque nada podremos dar, si no lo poseemos primero.

¡Feliz Pascua de Resurrección…! Que el Dios vivo reine en nuestros corazones y nos ayude a construir un mundo más justo y más humano.

Mons. Gabriel Bernardo Barba, obispo de San Luis

1. Con mucha alegría, después de haber transitado un prolongado camino cuaresmal nos encontramos hoy, en plena semana santa, para celebrar la Misa Crismal. Con las disculpas del caso, y siendo que se trata de una Eucaristía particularmente presbiteral, si bien me dirigiré a todos, lo haré de modo especial a los sacerdotes presentes. La hermosa jornada vivida desde esta mañana hasta hace instantes, de alguna manera nos ha posibilitado recrear en nosotros –y en el corazón- ese ambiente maravilloso del Cenáculo en el que han vivido los apóstoles aquel “memorable” jueves santo. “No los llamo siervos, los llamo amigos” (Jn 15). Hoy hemos vivido un fuerte encuentro de amigos –en el sentido unívoco del que hemos escuchado- juntos al Amigo, que como hace más de dos mil años, ha puesto en manos de los apóstoles –y en las nuestras-, su Cuerpo partido y su Sangre derramada, con un encargo puntual: “hagan esto en memoria mía” (Lc 22,20).

2. En esta asamblea de significatividad diocesana, somos particularmente honrados con la grata visita de las reliquias de varios hermanos nuestros que gozan ya de la eternidad y que, por ser Santos, nos dejan un elocuente modelo a seguir. Frente a Dios y a todos presentes, quiero explícitamente agradecer a los sacerdotes, el generoso servicio y la inestimable colaboración de cada uno, en el lugar donde el Espíritu ha querido ponerlos. ¡Muchas gracias! En esta celebración quiero rezar especialmente por ustedes, solicitar la intercesión de los Santos –especialmente los presentes- y confiarlos a la fuente mismas del amor, que brota a raudales, del Sagrado Corazón de Jesús[1].

3. En esta celebración tan sacerdotal, es providencial la presencia de la reliquia de Santa Teresita del Niño Jesús. Conocemos el amor y la devoción que esta doctora de la Iglesia tenía –y tiene desde el cielo- por los sacerdotes. Las monjas del Carmelo en la ciudad de Paso de los Libres, tienen por patrona secundaria a la mencionada santa. Ellas que viven “escondidas con Cristo en Dios” (Col 3,13) cada día cuidan con su oración nuestra vida, nuestro ministerio y nuestra querida diócesis de Santo Tomé. La presencia de las Carmelitas entre nosotros –junto al resto de la vida consagrada- son una inmensa bendición y un potencial que no se puede cuantificar. Agradezco su presencia entre nosotros y, qué decir del inestimable servicio por el cual podemos manifestar con certeza que, el Reino de Dios está presente entre nosotros.

4. Con motivo de los 150 años del nacimiento de Santa Teresita, el Papa Francisco en octubre del año pasado (2023) escribió una exhortación apostólica a la que bautizó llamativamente “es la confianza”[2]. La expresión que da origen al mencionado título, ha sido tomada de una carta que Teresita en su momento, escribió a Sor María del Sagrado Corazón (17 de septiembre de 1896), donde nuestra santa afirma que “la confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al Amor”. Cabe la aclaración que habla del “Amor” no con minúscula, sino mayúscula. Se refiere, al Amor de Caridad, a decir del Papa Francisco en esa misma exhortación: “«Más grande» que la fe y la esperanza, la caridad nunca pasará (Cf. 1Co13,8-13). Es el mayor regalo del Espíritu Santo y, es madre y raíz de todas las virtudes”[3].

5 .El título elegido por el Papa Francisco es sugestivo y hasta provocativo. En el tiempo en el que vivimos, la confianza ha perdido crédito. Todo parece estar puesto en duda o bajo sospecha y, mucho más, en el clima político, social, económico y cultural en el que nos encontramos, donde como bien afirman varios analistas[4], se vive un clima de “desconcierto”[5]. Quienes tendríamos el rol de suscitar o generar confianza, por inconsistencias o por inmadurez o por intereses espurios, terminamos por deshonrarla y profanarla. Ello ha llevado a que las instituciones –de las más variadas-, los organismos, los gobiernos, la democracia, hasta la comunidad cristiana, hayan sido puestas bajo sospecha. La familia humana vive un importante déficit en la experiencia cotidiana de confianza. Este ambiente brumoso, no es bueno ni sano. Deja malas consecuencias en nosotros y, sobre todo, quita o anula toda referencia a “otro”[6] –el que sea- afectando el normal y saludable proceso madurativo de toda persona humana. Quizás la cultura narcisista y autorreferencial en que la vivimos y crecemos –personas y grupos- es, lamentable, una consecuencia de todo ello.

6. A lo ya referido deberíamos sumar, aquellos sentimientos que en determinados momentos y circunstancias aparecen en el corazón como contracara de la confianza. Frente a grandes decisiones, a los propios límites y de cara a un devenir incierto, nacen – y a veces con cierta prepotencia- la duda y el temor[7]. Es por ello que el título y el tema de la exhortación referida, son muy atinados y muy acertados de cara al tiempo en el que vivimos y en los ámbitos en el que nos movemos. Se trata de una propuesta profética.

7. La expresión no refiere sólo a aquella confianza en sí mismo, fruto de una sana psicología. Se trata de una confianza que nos viene de Otro. Es un don –que viene de lo alto- que purifica, cura y eleva esa sana autoestima que todos necesitamos tener. Se trata de aquello que escuchamos en la Palabra: “el Espíritu del Señor está sobre mí” (Is 61; Lc 4). Vivir bajo la sombra del Espíritu de Dios, permite a cualquier persona, caminar con confianza, con ritmo sereno, con suave firmeza y con una fuerza sobrenatural. Recodemos aquel testimonio del Salmo 22(23): “el Señor es mi pastor, nada me puedefaltar. El me hacedescansar en verdespraderas, me conduce a las aguastranquilas y reparamisfuerzas; me guía por el rectosendero, por amor de su Nombre. Aunquecruce por oscurasquebradas, no temeréningúnmal, porque tú estás conmigo” . En estos días me encontré con otro testimonio un poco más reciente en el tiempo: “en prisión y en vísperas de ser ahorcado, tras el fallido golpe de estado contra Hitler, el pastor Dietrich Bonhoeffer escribió: … esperamos confiados lo que pueda venir. Dios está con nosotros por la tarde y de mañana y con toda certeza, en cada nuevo día[8].

8. Los textos bíblicos aludidos (el profeta Isaías y el evangelio de San Lucas) anuncian una presencia fuerte y una acción eficaz por parte de Dios, sobre todo, en las personas que se sienten abatidas y atribuladas. En aquellos heridos y lesionados fundamentalmente en su confianza: los pobres, los heridos, los prisioneros, los ciegos y los oprimidos, etc. (Is61,1-3: Lc4,18). Todos ellos, llamativamente, se convierten en objeto privilegiado de la visita y de la acción de mesiánica de Jesús quién, les restituye la confianza.

9. Lo que decíamos en el parágrafo anterior, lo referimos a nosotros mismos. Sabiendo de nuestra fragilidad y de nuestras múltiples caídas, el amor y la misericordia del Padre nos ha restituido –y nos restituye- en la confianza. Se trata de la acción de “Aquel que nos ama” (Ap1,5) como narra el libro del Apocalipsis que acabamos de escuchar. ¡Cuánto nos ama y nos ha amado Dios! Recordemos. Pensemos en nuestra historia, en nuestro corto o largo itinerario de fe y, sobre todo, en el haber sido llamados al ministerio ordenado. Nos ha confiado la gracia de representar a su Hijo[9] y de hacerlo presente, en nuestra vida y en el ministerio. Somos objeto de una confianza infinita por parte de Dios, sus hijos muy amados. Esta verdad, no la podemos ni suponer, ni soslayar y menos aún, olvidar. Debemos ser conscientes de ella y encontrar los mejores caminos pedagógicos que puedan acrecentarla. Estoy seguro que la jornada que hemos vivido, como la Eucaristía que estamos celebrando, serán una ocasión privilegiada en esta perspectiva.

10. Aquel que no funda su vida sobre esta confianza, “construye sobre arena” (Mt 7,21-29). De modo manifiesto o en forma implícita, se apoyará en aquello que encuentra y que supuestamente puede sostenerlo. Pero en el camino, irá apareciendo alguna necesidad de cierto protagonismo, alguna obsesión que marque una diferencia con el resto, el estar demasiado atento al lugar “de importancia” que ocupo, a los like que pueda tener en Facebook o en Instagram, etc. Es decir, comenzamos a entregarnos y abrazar pretendidos amores, que no merecen ser amados. Realidades que, aparentemente brindan toda seguridad, pero, como ídolos de barro “no escuchan ni hablan” (Sal 115,4-8), sino por el contrario, defraudan y dejan un sabor amargo en el corazón. La sensación de no ser tenidos en cuenta.

11. Si nos pensamos por algunos segundos como cuerpo presbiteral, con humildad debemos confesar que también nosotros, a lo largo de estos 45 años de vida, hemos experimentado torpezas, también pobrezas, esclavitudes, sorderas, cegueras, parálisis, divisiones, etc. En cada Eucaristía, como en Pentecostés, el Espíritu de Dios viene sobre nosotros para levantarnos, para sanar nuestras heridas y dolores y así, manifestarnos su amor y restaurarnos en la confianza.

12. A esta confianza primera y primaria de la que hicimos referencia en los puntos anteriores, le corresponde una segunda: que entre nosotros vivamos y cultivemos un vínculo prendado por la confianza. Si Dios confía tanto en nosotros –como lo hemos expresado-, lo deseable es que nuestros vínculos estén sosteniendo y ejercitados sobre la base de la confianza. Como nos lo recuerda Teresita, “la confianza y nada más que la confianza, conduce al Amor”. Esta doble confianza permite que despleguemos nuestra vocación fundamental: la de ser hijos de Dios y la de ser hermanos entre nosotros. Esta Misa –de modo muy particular- es una oportunidad excepcional para que, soñemos y nos comprometamos –ante Dios y todo el pueblo a quien servimos- a que nuestros vínculos estén realmente fundados sobre la base de la confianza y no sobre la superficialidad, la simpatía del momento, los prejuicios o la sospecha.

13. El diálogo sin doblez, la sinceridad, la atención y el sano cuidado a lo que vive el otro, ayuda a construir o acrecentar la confianza entre nosotros. Todo ello, es de Dios y viene de Él. Lo que siembra entre nosotros intriga, recelos, miradas distantes y frías, viene del diablo. Su trabajo principal es el de dividir y socavar la confianza. San Ignacio dice que su tarea es: “progresiva en el deterioro y homicida en la intención”. Su finalidad es la de minar y dilapidar entre nosotros la confianza y, el clima sano y saludable que de ella se deriva. Sería como replicar en el presbiterio y en la comunidad cristiana lo que sucede hoy, en el mundo en el que vivimos. Seamos quienes seamos y hayamos hecho lo que hayamos hecho, comencemos de nuevo. La voluntad de Dios es que vivamos entre nosotros un vínculo de confianza. Teresita dice en Historia de un Alma: “Jesús no pide grandes acciones, sino sólo la confianza y el agradecimiento… no tiene necesidad de nuestras obras, sino de nuestro amor”[10].

14. En esa misma carta a la que refiere el Santo Padre, inmediatamente después Teresita dice a Sor María del Sagrado Corazón “ya que sabemos el camino, corramos juntas”[11]. La confianza, y el círculo virtuoso que ella genera, es el camino que –corriendo- debemos transitar para alcanzar y hacer presente en el lugar donde nos encontremos, al Amor con mayúscula. En definitiva, es lo que nos ayuda a crecer en santidad[12] y a desarrollar de modo fructuoso entre nosotros, la misión que Jesús ha puesto en nuestras manos. Es un grito profético cargado de esperanza en un mundo herido y fuertemente lesionado en su confianza[13]. Es lo que alentó a Santa Margarita María a proponer en su tiempo el amor de Dios manifestado en la devoción al Sagrado Corazón; es lo que animó a Santa Mama Antula haciéndola peregrina por las diversas provincias del país, con el fin de presentar a Jesús a través de los ejercicios espirituales de San Ignacio. Es lo que fortaleció al beato Cardenal Pironio y lo llevó a escribir en medio de tiempos muy complejos y de mucho desconcierto: “Jesús no anula los tiempos difíciles. Tampoco los hace fáciles. Simplemente los convierte en oportunidad. Hace que en ellos se manifieste el Padre y nos invita a asumirlos en la esperanza que nace de la cruz”[14].

15. Lo aquí referido a los sacerdotes y al presbiterio, debemos comprenderlo como una gran invitación a todos: obispo, presbíteros, diáconos, consagradas y laicos. Porque “la confianza y nada más que la confianza, conduce al Amor”. Abrazos y comprometidos en renovar y afianzar esta alianza, haremos realidad el sueño de ser una Iglesia de corazón joven, que camina con paso sereno, que ofrece albergue seguro y brinda al tiempo desafiante en el que vivimos, una palabra fuerte y profética[15].

16. A nuestros patronos, la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de Itatí y a Santo Tomás, encomendamos nuestra vida, nuestra Iglesia diocesana y este tiempo en el que vivimos. Que así sea.

Mons. Gustavo Montini, obispo de Santo Tomé


Notas: 
[1] Devoción difundida por Santa Margarita María de Alacoque (S. XVII). “El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, es una frase que el Santo Cura de Ars (S. XVIII-XIX) repetía y meditaba con frecuencia; nos invita a todos a reconocer con gratitud a Dios el don tan grande que representan los sacerdotes.
[2] Francisco, Es la Confianza, Roma, 15 de octubre de 2023, nº 1.
[3] Oc., Es la Confianza, nº 30.
[4] https://lnmas.lanacion.com.ar/video/odisea-argentina-4-de-marzo-2024-jwidQ55DnmZC/: se habla de perplejidad, desconcierto.
[5] Obispos NEA, Construir juntos la esperanza, Santo Tomé, 29 de febrero de 2024, nº 19: “temas como la interpretación de la historia, la urbanización, la globalización, el relativismo ético…, son indicadores que generan un duro debate cultural
[6] Oc., Construir juntos la esperanza, nº 20: Este diagnóstico puede generar un oscurecimiento de la conciencia y la incapacidad para ver claro y discernir lo más apropiado. Aún más si desaparecen referencias objetivas... Porque, más que un debate, estamos ante una verdadera crisis cultural”.
[7] Raniero Cantalamesa, Yo Soy el buen pastor, tercera predica de cuaresma, Roma 08 de marzo de 2024.
[8] Oc., Yo Soy el buen pastor.
[9] Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1992, nº 16: “representación sacramental de Cristo”: nº20 los sacerdotes consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de CristoTodo sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo… es también enriquecido de gracia particular para que pueda alcanzar mejorla perfección de Aquel a quien representa.
[10] Teresa de Lisieux, Obras completas, Editorial Monte Carmelo, p. 255.
[11] Oc., Obras completas, carta a Sor María del Sagrado Corazón, p. 554.
[12] Hans Urs von Balthasar, Teresa de Lisieux, Herder, Barcelona 1998, p. 249: La santidad no consiste en esta o la otra práctica, sino en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra flaqueza y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre.
[13] Oc., Construir juntos la esperanza, nº 24: “artesanos de fraternidad”.
[14] Eduardo Pironio, Meditación para tiempos difíciles, Ed Patria Grande, Buenos Aires 1977.
[15] Lema diocesano 2024: “hacia una Iglesia de corazón joven ¡camina! ¡cuida! ¡anuncia!”.

Como cada año, una vez más, ya a las puertas de la gran celebración pascual, la Misa Crismal nos reúne como pueblo de Dios, Iglesia peregrina en Avellaneda-Lanús.

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios en estas lecturas que hablan de Cristo, el Ungido por el Espíritu del Señor, y hablan también de nosotros, su comunidad.

Nunca insistiremos lo suficiente en esto: nuestra identidad y nuestra misión como Iglesia, como comunidad cristiana, como pueblo creyente, sólo se ilumina a la luz de la misión del propio Jesús, el Cristo, el Ungido.

Atendería aquí cualquier tentación tramposa de querer mirarnos, vernos o proponernos como una suerte de «solución mesiánica» a los males de estos tiempos; porque no somos eso, sino discípulos de Cristo. No somos «sociedad perfecta», ni tampoco somos «los puros» que «salvarán» a la raza humana: Somos discípulos de Jesús.

Quiénes somos y qué estamos llamados a vivir hoy sólo se ilumina mirándolo a él, escuchándolo a él, dejándonos renovar por él y como él, a su imagen y a su modo.

No son los grandes enunciados, ni los voluminosos programas pastorales que podamos hacernos por nuestra cuenta -con buena voluntad y sincera preocupación por la misión, ciertamente-, mucho menos las últimas tendencias y técnicas de marketing o de «liderazgo» al estilo empresarial… Nada, fuera del propio Cristo puede llevarnos a redescubrir quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser en este momento de la historia.

Esta Misa Crismal nos prepara, entonces, para «reavivar nuestra vocación de pueblo de la alianza», como dice un bello prefacio de Cuaresma[1], y para renovar nuestro «sí» en la gran celebración pascual.

***

¿Qué hemos escuchado, entonces? ¿Qué dicen, qué nos dicen, qué dicen sobre nosotros y para nosotros aquí, hoy, estas lecturas bíblicas que juntos acabamos de oír?

Hablan de un pueblo, un pueblo con una misión. Hablan de un pueblo que, «en medio de los pueblos», es «estirpe bendecida por el Señor», señal y testimonio de su salvación (Is 61, 9): «Ustedes serán llamados “sacerdotes del Señor”, se les dirá “ministros de nuestro Dios”» (Is 61, 6).

Un pueblo sacerdotal: pueblo amado, ungido y enviado.

Un pueblo amado; ante todo, amado: «Él [Cristo] nos amó… e hizo de nosotros un pueblo sacerdotal para Dios, su Padre» (Ap 1, 5-6), escuchamos en la segunda lectura.

Un pueblo ungido, marcado, revestido, habitado por el Espíritu del Señor: «El Espíritu del Señor está sobre mí…», dice el profeta y proclama Jesús (Is 61, 1; Lc 4, 18).

La unción habla de una marca, un don que, como el aceite, penetra hasta lo más profundo, llena desde lo más hondo, fortalece desde lo más íntimo.

A la liturgia le gusta hablar de esta unción como aquella que recibieron sacerdotes, reyes, profetas y mártires[2]. Esta es la unción que recibimos, este es el Espíritu que nos habita:

Espíritu de santidad, que nos hace ser de Dios y para él; Espíritu de sabiduría y de luz, que guía nuestro discernimiento para servir mejor, con la mayor entrega, a nuestro pueblo; Espíritu de la palabra profética, que nos hace humildes servidores (no soberbios poseedores, sino humildes servidores) de un anuncio de vida y salvación; Espíritu de fortaleza, que nos permite afrontar la hostilidad mansamente, sin violencias, al estilo de Jesús.

Y así, finalmente, un pueblo enviado. Lo escuchamos del profeta y en el Evangelio: «Me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor…, a consolar a todos los que están de duelo…» (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).

Para esto nos unge el Espíritu. Para esta misión, para esta tarea de ir al encuentro de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, comenzando por los últimos, por los que sufren, los que están de duelo, los que están heridos, los pobres… ¡Y cuántos son en Lanús y Avellaneda, que esperan de nosotros cercanía, escucha, paciencia, servicio…!

Para esto, para esta misión, estamos hoy aquí. Como Jesús, también nosotros quisiéramos poder decir: «Hoy se cumple este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4, 21).

***

En Pentecostés del año pasado, memoria y actualización del don del Espíritu, les escribí una carta pastoral en la que les proponía una prioridad (la llamamos «orientación pastoral»), que guíe nuestro camino en común durante los próximos años: revitalizar y fortalecer las comunidades locales.

Les hablé de tres acentos, recogidos de estos diez años de ministerio del Papa Francisco, pero que, en realidad, nacen del corazón mismo del Evangelio. Son tres acentos que quisieran ayudarnos a concretar ese propósito, para revitalizar y fortalecer nuestras comunidades a la luz del Evangelio de Jesús, para no dispersar energías en acciones tal vez hermosas pero secundarias, para ir a lo verdaderamente esencial de la misión de Jesús, el Ungido, y la nuestra:

la centralidad del Evangelio vivido, celebrado y anunciado; la cercanía misericordiosa con quienes sufren, y la conversión misionera de nuestras comunidades en clave sinodal, de camino compartido, camino de comunión, participación y corresponsabilidad.

En esta Misa Crismal, quisiera invitarlos, invitarnos (también me incluyo), a dejarnos convocar por la Palabra de Dios a esta renovación. Somos el pueblo amado, ungido y enviado. Nuestra sociedad, sumergida en una crisis que crece día tras día y atravesada por discursos de odio y de violencia que parecen replicarse indefinidamente, necesita más que nunca este testimonio nuestro: comunidades que de verdad llevan la buena noticia a los pobres, vendan corazones heridos, proclaman la liberación a los cautivos, consuelan a quienes están de duelo, hablan -con sus gestos más que con sus palabras- del tiempo de la gracia, la misericordia, la ternura de nuestro Dios.

***

A nosotros, sacerdotes, ministros, que en el marco de esta asamblea renovamos el compromiso de nuestra ordenación, nos tocan de manera especial estas palabras. No por privilegios, ni porque estemos de algún modo por encima. Sencillamente porque para servir a este pueblo sacerdotal, pueblo amado, ungido y enviado, necesitamos contagiarnos nosotros mismos del estilo de Jesús y hacerlo carne en nuestro ministerio.

Dar centralidad al Evangelio, renovar nuestra cercanía con los pobres y los últimos -mucho más en este tiempo-, aprender pacientemente el arte de animar sinodalmente a nuestras comunidades: estos acentos no son sólo «para la actividad pastoral»; quieren enriquecer nuestra espiritualidad de pastores, son una invitación a renovarnos en este «oficio de caridad», como llamaba san Agustín a nuestro ministerio.

En medio de este pueblo convocado por el Evangelio, somos hombres de la Palabra de Dios, que se alimentan de ella cada día y, como nos dijeron el día de nuestra ordenación diaconal, creen lo que leen, anuncian lo que creen y practican lo que anuncian[3].

En medio de este pueblo llamado a vivir la cercanía misericordiosa con quienes sufren, somos hombres de nuestro pueblo y entregados a él, que eligen, como Jesús, estar al lado de los últimos. Antes de ser ordenado, al obispo se le hace esta pregunta: «¿Quieres mostrarte afable y bondadoso, en el nombre del Señor, con los pobres, con los que no tienen casa y con todos los necesitados?»[4]. Este compromiso ni comienza con el episcopado ni es exclusivo de un obispo; es una expresión irrenunciable de toda genuina espiritualidad sacerdotal.

En medio de este pueblo todo él enviado, somos hombres de la comunión, que saben abrir espacios, crear lugar, favorecer la escucha, dar la palabra, animar a los más tímidos, acoger la diversidad de vocaciones, promover la riqueza de servicios y ministerios, alentar una misión siempre compartida, siempre en camino, siempre generosa…

Hombres del Evangelio, hombres de nuestro pueblo y entregados a él, hombres de la comunión: desde aquí vivimos nuestra misión de pastores en el seno de este pueblo sacerdotal, pueblo santo, servidor y creyente.

***

Pidamos al Espíritu Santo, que nos ha reunido, que nos haga capaces de responder con generosidad y humildad a nuestra vocación de pueblo amado, ungido y enviado, y que él mismo renueve sus dones en todos nosotros, pastores y comunidades, para ser, en medio de nuestro pueblo, servidores y testigos de la buena noticia.

Padre Obispo Maxi Margni, obispo de Avellaneda-Lanús


Notas:
[1]Misal Romano, Ordinario de la Misa, Prefacio de Cuaresma V.
[2]Pontifical Romano, Ritual de la Bendición del óleo de los catecúmenos, del óleo de los enfermos y Consagración del Crisma, 25: primera oración para la Consagración del santo Crisma.
[3]Pontifical Romano, Ordenación de los diáconos, 210.
[4]Pontifical Romano, Ordenación de un Obispo, 40.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción.
Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres…”
(Lc. 4, 18 cfr. Is. 61, 1)

El Espíritu Santo es quien congrega a la Iglesia de Dios, como hoy estamos reunidos en la Catedral de Mar del Plata para celebrar la Misa Crismal, donde renovaremos como ministros nuestras promesas dichas en el día de nuestra ordenación: hemos sido consagrados por la unción, por ello consagraremos los óleos santos, que serán destinados para ungir al Pueblo de Dios. El óleo Santo para fortalecer y liberar, el Santo Crisma para la unción real en el servicio humilde a ejemplo de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.

El óleo de los enfermos para llevar alivio y consuelo a quienes sufren la enfermedad.

También somos enviados a llevar la Buena Noticia, el anuncio de la liberación que nos trae Jesús, en primer lugar, a los pobres, pobres de corazón y pobres materiales que nadie atiende, como buenos samaritanos. También somos enviados a “sanar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19).

En esta Misa Crismal, mi primera misa Crismal que presido con ustedes, quisiera detenerme en la oración sacerdotal de Jesús, elevada al Padre en el contexto de la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní y en la cruz. Como nos enseña el Papa Francisco es la oración pascual del Señor por nosotros.

Quiero compartir con ustedes la catequesis del Papa Francisco acerca de esta oración de Jesús, en el contexto de este año de oración preparándonos para el próximo jubileo del año 2025.

Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y resurrección –como un rayo– arroja luz sobre todo el resto de la historia de Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las enfermedades humanas: fue y es mucho más. En Él no hay solamente bondad: hay algo más, está la salvación, y no una salvación episódica –la que me salva de una enfermedad o de un momento de desánimo– sino la salvación total, la mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.

En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús, plenamente inmerso en la oración.

Él reza de forma dramática en el huerto de Getsemaní —lo hemos escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús, precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo “Abbà”, Papá (cfr. Mc 14,36). Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa intimidad, expresa confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà, Papá.

Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra “Padre”. Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el intercesor absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En medio del drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús reza con las palabras de los salmos; con los pobres del mundo, especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v. 2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir se cumple nuestra salvación. Y también, una vez, lo llama “Dios mío”, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”: es decir, todo, todo es oración, en las tres horas de la Cruz.

Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte también en el modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado también por mí, por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir: “Jesús, en la cruz, ha rezado por mí”. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: “He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz”. Incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La oración de Jesús está con nosotros. “Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros?”. Sí, sigue rezando para que Su palabra nos ayude a ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por nosotros.

Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido “rezados”, ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del Espíritu Santo.

Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el corazón, no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo. Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte y resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús reza por mí. (Papa Francisco, 16 de junio de 2021).

Cuando llegué a Mar del Plata le pedí a los sacerdotes y diáconos que rezáramos, un poco más de lo que rezamos habitualmente, porque es el Señor quién guía esta barca, en medio de las tormentas y una vez calmada nos invita a navegar mar adentro y echar las redes, como lo representan los dos frontis del altar mayor de nuestra catedral. Confiemos en Jesús, él es nuestro Buen Pastor resucitado.

Hace un poco más de tres meses celebramos con alegría la beatificación del cardenal Eduardo Francisco Pironio, quien fuera obispo de esta Iglesia diocesana. Quisiera terminar esta reflexión con una oración compuesta por nuestro Beato, así llamada “Ser presencia” que cantamos el día de su beatificación en Luján. Ser presencia es expandir el buen aroma de Jesús, su fragancia en medio de nosotros, como el perfume del Santo Crisma que vamos a consagrar:

“Ser Presencia” (Beato Card. Eduardo Pironio)
Ser presencia, Señor, es hablar de Ti sin nombrarte; callar cuando es preciso que el gesto reemplace la palabra. Ser luz que ilumina el lenguaje del silencio y voz, que, surgiendo de la vida, no habla.

Es decirle a los demás que estamos cerca, aunque sea grande la distancia que separa. Es intuir la esperanza de los otros y simplemente, llenarla. Es sufrir con el que sufre y desde dentro, mostrarle que Dios cura nuestras llagas. Es reír con el que ríe y alegrarse del gozo del hermano porque ama.

Es gritar con la fuerza del Espíritu la verdad que desde Dios siempre nos salva. Es vivir expuestos y sin armas, confiando ciegamente en Tu Palabra. Es llevar el «desierto» a los hermanos, compartir Tu Misterio y decirles que los amas.

Es saber escuchar Tu lenguaje en silencio. Y «ver» por ellos cuando la Fe pareciera que se apaga. «Ser presencia», Señor, es saber esperar Tu tiempo sin apresuramientos y con calma.

Es dar serenidad con una paz muy honda. Es vivir la tensión del desconcierto en una Iglesia que, porque crece, cambia. Es abrirse a los «signos de los tiempos» manteniéndose fiel a Tu Palabra.

Es, en fin, Señor, ser caminante en el camino poblado de hermanos, gritando en silencio que estás vivo y que nos tienes tomados de la mano. Amén, que así sea.

Mons. Ernesto Giobando SJ, administrador apostólico de Mar del Plata

Queridos hermanos:

Transitando este año dedicado a profundizar en la oración, la experiencia más hermosa y más alta de intimidad y diálogo con Aquel que sabemos nos ama y a quien amamos por sobre todas las cosas, resuena con fuerza el pedido de los discípulos a Jesús: “Enséñanos a orar” (Lc. 11,1). Ese pedido, se reitera hoy a la Iglesia y a sus pastores. Enséñennos a orar. La súplica revela una necesidad fundamental, encontrar el camino de encuentro con Dios. Es una dimensión primordial en la misión de toda la Iglesia y sobre todo, en la vida de los pastores del Pueblo de Dios.

En el afán por ser hombres de acción, tratando de llegar a todos y resolver todos los problemas pastorales que a diario se nos presentan, nos olvidamos que somos también y ante todo hombres de oración.

La oración nos construye, nos centra en lo fundamental. Es nuestro eje primordial, que nos permite el equilibrio necesario para no desbordarnos en un activismo vacío y pelagiano que pone en la voluntad y en los métodos la fuente de la eficacia pastoral.

Aprender a orar, fue una búsqueda de los discípulos que lo piden expresamente al Señor. Seguramente motivados, por un lado, por la experiencia que tuvieron algunos de ellos con Juan el Bautista: “enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos”… pero sobre todo, estaban inspirados en el ejemplo de Jesús que constantemente buscaba estar a solas con su Padre. Ver a un sacerdote en oración hace mucho bien y contagia.

El sacerdote está llamado a ser un hombre de oración, porque la vida interior del sacerdote repercute en toda la iglesia, empezando por sus fieles. “Rezar es la primera tarea del obispo y del sacerdote. De esta relación de amistad con Dios se recibe la fuerza y la luz necesaria para afrontar cualquier apostolado y misión, pues el que ha sido llamado se va identificando cada vez más con los sentimientos del Señor y así sus palabras y hechos rezuman ese sabor puro del amor de Dios”.

La oración es el principio vital en la vida del sacerdote. La fuerza motora que nos impulsa. El tiempo dedicado a la oración es el mejor momento, el más alto y más profundo. El de mayor inspiración. Es la oxigenación espiritual que nos revitaliza.

La oración es también, consuelo en medio de las dificultades. Cargados con un sinnúmero de situaciones, el sacerdote puede salir a buscar compensaciones humanas y materiales lejos del Señor. Entonces es cuando comenzamos a medir los logros pastorales y espirituales con una métrica meramente humana. Ya no nos alegramos por el bien espiritual del pueblo que se nos ha confiado porque tampoco lo anhelamos ni deseamos. Cedemos entonces a la mundanidad espiritual de la que tanto nos habla el Santo Padre.

La oración, es un ámbito de intimidad y de diálogo con Aquel que sabemos nos ama y por quién hemos consagrado la vida. En la oración cultivamos la amistad con Jesús, y desde esa amistad superamos la tentación a reducir el ministerio sacerdotal a un nivel de funcionarios de lo sagrado

La oración, es también, fuente de creatividad pastoral. En la oración de los sacerdotes están todos aquellos que se les ha confiado. Nadie más creativo que Dios a la hora de responder a los desafíos pastorales.

Jesús responde a los discípulos enseñándoles la oración del Padre Nuestro. Es una oración sencilla que sintetiza y está en el corazón del Evangelio. Es una escuela de oración. La primera enseñanza es que somos hijos en el Hijo. Elevamos nuestra oración como un hijo que habla a su padre. Eso nos ayuda a superar la tentación de creernos dueño de la viña, que es el origen del clericalismo. No somos dueños, somos simples servidores. En el sufrimiento Jesús aprendió a obedecer, algo que es propio del hijo.

La segunda enseñanza que quiero resaltar es que oramos siempre como Iglesia. Y en esta Misa Crismal es muy bueno hacer notar que nuestra oración presbiteral debe ser hecha en comunión con los hermanos sacerdotes. El camino de la fraternidad comienza con el aprender a ser hijos, lo cual se traduce en fraternidad. Si no nos sentimos hermanos, es porque en el fondo, no nos sentimos hijos. La comunión presbiteral es un camino de filiación y fraternidad.

Lo tercero que quiero subrayar, es que las tres primeras peticiones del Padre Nuestro acentúan los intereses de Dios. Santificado sea Tu Nombre, Venga a nosotros Tu Reino y hágase tu Voluntad, son los deseos y aspiraciones más altas. En ello están sintetizadas incluso nuestras necesidades, porque la Gloria de Dios es nuestra felicidad. De ese modo, priorizamos la Voluntad de Dios sobre la nuestra, con la certeza de que no sabemos pedir lo que conviene, pero si se cumple lo que Dios quiere siempre será lo más conveniente para nosotros.

Toda nuestra labor pastoral debe ser hecha para Gloria de Dios, según su Voluntad y para instaurar su Reino. Lo demás viene por añadidura.

En cuarto lugar, el pan cotidiano y el Pan eucarístico sintetizan lo más básico de nuestras necesidades. Pedir el pan cotidiano es también trabajar por los que no tienen lo necesario para vivir. Estamos atravesando un momento muy difícil en nuestra Patria. Múltiples factores nos trajeron hasta aquí. Lo cierto es que la pobreza se está acentuando y profundizando. El Señor sabe de la importancia de tener un pan en la mesa para compartir. Que eso suceda, no es fruto solo de factores técnicos de la economía, es también, y sobre todo, fruto de la sensibilidad y solidaridad de todo el pueblo y en especial de quienes nos gobiernan.

Pedir el Pan Eucarístico también implica trabajar por facilitar a todos la participación en la Eucaristía. Somos pocos los sacerdotes en nuestra Diócesis y a veces el afán por multiplicar celebraciones va en detrimento de la calidad de las mismas. La Eucaristía debe ser el centro, la fuente y el culmen de toda nuestra vida parroquial y diocesana. Y eso debe notarse en su cuidado y preparación. Pero a la vez, nada justifica que pongamos límites a la participación de los fieles, ni por razón de los estipendios ni por la estratificación y acepción de personas.

En quinto lugar, la petición que Jesús quiso resaltar de modo particular. “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quiénes nos ofenden”. No solo debemos estar reconciliados, también debemos trabajar por la Reconciliación de nuestro Pueblo. Nosotros tenemos en nuestras manos el Sacramento de la Reconciliación. Cuánto tiempo le dedicamos? Muchas personas viven presas del rencor y el resentimiento, sin poder perdonar. Es de las mayores fuentes de amargura e infelicidad. Abramos y acerquemos la posibilidad de experimentar el amor y la misericordia del Señor a nuestros hermanos. No hacerlo sería un pecado de omisión grave de lo cual se nos pedirá cuentas.

En sexto lugar, las últimas dos peticiones. En la oración sacerdotal Jesús decía: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17, 15). La importancia de la oración para no caer en tentación y vernos libres de todo mal se hace visible en la constatación de nuestra fragilidad. Constatamos con frecuencia los contrastes entre nuestra buena voluntad y buenos propósitos y a la vez la facilidad con la que volvemos a caer. Le pasó a los apóstoles y en especial a Pedro que prometía con entusiasmo dar la vida por Jesús pero lo termina negando ante una sirvienta. A Pedro no le faltó amor, le sobró fragilidad y presunción, dice un autor. Por eso lloró amargamente. Se vió superado por su fragilidad. Llorar nuestros pecados con dolor nos hace bien. Es signo de verdadero arrepentimiento. Judas en cambio no soportó su error y se autodestruyó.

En Gaudete et Exultate el Papa Francisco nos dice. “La corrupción espiritual es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras el gran pecador David supo remontar su miseria. En un relato, Jesús nos advirtió acerca de esta tentación engañosa que nos va deslizando hacia la corrupción: menciona una persona liberada del demonio que, pensando que su vida ya estaba limpia, terminó poseída por otros siete espíritus malignos (cf. Lc 11,24-26). Otro texto bíblico utiliza una imagen fuerte: «El perro vuelve a su propio vómito» (2 P 2,22; cf. Pr 26,11)”.

Lo más grave no es caer, sino acostumbrarnos a vivir en pecado.

En la lucha contra el malo, aquel que quiere dispersar el rebaño, es indispensable la fortaleza y la integridad del pastor. En gran medida, la creciente indiferencia religiosa, que deriva en un marcado sincretismo religioso, se inicia en un proceso de desautorización del pastor. Ceder a la tentación de vivir en pecado, sin luchar ni resistirnos, es caer en una vida vacía de comunión con Dios y de autenticidad pastoral.

Vivamos en profundidad este año dedicado a la oración, oremos mas y enseñemos a orar a nuestro pueblo.

Que nuestra Madre Inmaculada nos proteja y acompañe.

Mons. José Antonio Díaz, obispo de Concepción

Queridas hermanas y queridos hermanos.
De manera particular queridos presbíteros:

En la alegría del Evangelio celebramos hoy la Misa Crismal. La primera que presido como arzobispo de La Plata. Me dirijo a todo el Pueblo de Dios, pero, de modo particular a los queridos presbíteros que hoy renovarán sus promesas sacerdotales. Teniendo presente el sentido y los signos de esta celebración, propongo tres breves puntos para reflexionar sintetizados en tres palabras: gracias, crisma, oración.

1. Acción de gracias
2. Renovar el crisma
3. Animadores de la oración de nuestro Pueblo

1. Acción de gracias
En esta Eucaristía, acción de gracias por excelencia, ya estamos pregustando el Jueves Santo. Miramos con espíritu agradecido la condescendencia de Dios que se hace presente en medio de su Pueblo como Pan Vivo bajado del Cielo. Damos gracias por el don del sacerdocio ministerial que sin merecer hemos recibido para alimentar a nuestro Pueblo. Alimentarlo con la presencia sacramental del Señor que da la gracia necesaria para poder vivir el mandamiento del amor en las diversas circunstancias de la vida a lo largo del tiempo.

Ya han pasado más de seis meses que asumí como arzobispo y he recorrido muchas comunidades en contexto de acción de gracias: celebrando la Eucaristía y compartiendo diversos momentos con personas, familias y grupos. En muchos casos he podido percibir con gran alegría la acción de gracias de nuestro Pueblo por la entrega y el servicio de sus sacerdotes. Realmente me reconforta escuchar de parte de laicos y consagrados el agradecimiento a sus pastores. Por eso, le doy gracias a Dios y a cada uno de ustedes, queridos sacerdotes, por su pastoreo fiel a imagen de Jesús. Gracias por su entrega generosa día a día, a veces en circunstancias adversas, con incomprensiones y con fragilidad en la salud, con cruces y frustraciones que pueden venir de diversos ámbitos. Gracias por entregarse en la evangelización y la catequesis; gracias por santificar a nuestro Pueblo con los sacramentos; gracias por los servicios caritativos y de misericordia en parroquias, capillas, escuelas, cárceles y distintos ámbitos de la vida. Agradezco especialmente a los presbíteros que están a cargo de diversas áreas arquidiocesanas. No siempre es fácil animar y sostener las tareas de toda la comunidad, por eso: ¡gracias de corazón! Contemplando la vida de muchos de ustedes no puedo decir más que, orgulloso de ser su padre y pastor:

¡Gracias, gracias, muchas gracias, queridos presbíteros!

Dentro de unos instantes, en la renovación de sus promesas, una de las preguntas volverá a conectar sus vidas con la Eucaristía, con la acción de gracias perfecta:

¿Quieren ser fieles administradores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y cumplir fielmente el sagrado deber de enseñar, imitando a Cristo, Cabeza y Pastor, movidos, no por la codicia de los bienes terrenos, sino sólo por el amor a las almas? ¡Queridos sacerdotes que puedan seguir siendo profundamente eucarísticos, que siempre vivan en acción de gracias a Dios, muchas gracias por su entrega pastoral! ¡Muchas gracias por ser colaboradores directos del arzobispo en el pastoreo de toda nuestra Iglesia Particular de La Plata!

2. Renovar el crisma
Jesús en el Evangelio, retomando la intervención profética de la primera lectura, se nos define como el consagrado por la unción (cf. Is 61,1; Lc 4,18). La raíz griega crió, ungir, termina transformándose en nombre propio del Salvador del mundo: cristós, el Mesías, el Ungido. De aquí que crisma se deriva de Cristo y adquiere su profundo sentido desde Cristo. El santo crisma nos consagra en el Bautismo y la Confirmación y, a los pastores del Pueblo, de modo eminente en la ordenación ministerial. Tal es la importancia del crisma que, esta misma Misa que estamos celebrando, recibe el título de Misa crismal. Dentro de unos instantes voy a consagrar con ustedes el santo crisma para santificar nuestro Pueblo.

En este contexto, queridos hijos y hermanos, les propongo y les pido que puedan renovar en sus vidas el santo crisma que los ha consagrado presbíteros. En un tiempo en el que percibimos que las cosas se complejizan, en el mundo, la Iglesia y nuestro propio país, el Señor nos vuelve a invitar a renovar nuestro sí a Dios para el servicio a los hermanos, en cada una de nuestras tareas, en cada uno de nuestros ambientes. El Señor me ha ungido decimos con el profeta; el Señor me ha consagrado por la unción decimos con Jesucristo. Como ministros de Dios, el santo crisma ha tocado nuestras manos el día de la ordenación presbiteral mientras el obispo nos decía: Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio. Somos crismados para crismar… Somos consagrados para consagrar nuestro Pueblo a Dios. De alguna manera, somos cristificados para cristificar. ¡Ese es el sentido de nuestra vida y de nuestra vocación!

Llevemos nuestra mente y nuestro corazón al día de la ordenación. Con más o menos años de servicio a Dios, con el peso de la vida y de la historia, hoy podemos renovar existencialmente el crisma que nos santificó dejando cristificar nuestra vida. Lo hacemos juntos en esta Eucaristía, ante el Pueblo y el arzobispo, sostenidos por la gracia de Dios y con la alegría de haber sido llamados para ser pastores en nombre de Cristo.

3. Animadores de la oración de nuestro Pueblo
Nos estamos preparando para el Jubileo del año 2025. El Papa Francisco ha propuesto que este año previo esté marcado por el tema de la oración. La oración es vital para nuestra existencia de pastores. En primer lugar, por nuestro vínculo con Dios en la vida de oración cotidiana. Este año también nosotros, preparándonos para el Jubileo cristológico, debemos revisar y acrecentar nuestra vida de oración. El hecho de haber recibido el orden no implica que seamos hombres de oración. Tenemos que volver a la fuente inagotable de la presencia de Dios en la oración una y mil veces a lo largo de nuestra vida. ¡Qué seamos pastores que siempre disfrutemos de nuestros encuentros con el Señor en la oración!

En segundo lugar, la oración toca nuestro servicio ministerial de lleno, en cuanto que tenemos que animar a nuestro Pueblo para que siempre se abra a Dios en la belleza de la oración. En medio del secularismo en el que nos encontramos, existe también una fuerte corriente de búsqueda espiritual, hallamos hambre de Dios que reclama de nosotros, pastores en nombre de Cristo, que seamos verdaderos pedagogos de oración. ¡Qué como pastores, enseñemos a nuestro querido Pueblo a orar, a buscar siempre entrar en intimidad con Dios en la vida de oración!

El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda, apropiándose de una reflexión de San Agustín: …Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (núm. 2560). Queridos presbíteros, que este año de preparación al Jubileo, podamos volver siempre a la experiencia de la oración como encuentro de nuestra sed con la sed de Dios. Que podamos acompañar y animar a nuestro Pueblo para que cada persona se abra de corazón al misterio insondable del Dios vivo que resplandece en el encuentro de la oración.

Para concluir
Es el primer año que celebramos la Misa Crismal con la gracia de la beatificación del Cardenal Eduardo Francisco Pironio. Muchos de nosotros hemos sido nutridos por sus reflexiones sacerdotales. Muchos de nosotros seguiremos creciendo en el servicio ministerial a la luz de su legado pastoral y espiritual. Comparto, para terminar, un texto del nuevo beato. Unas líneas donde nos ilumina, en clave pascual, para que podamos seguir madurando en nuestro ser y quehacer pastoral como ministros ordenados:

La caridad pastoral nace en el silencio, madura en la cruz, se expresa en la alegría pascual. La verdadera fuente de la caridad pastoral es Cristo, el buen pastor, quien a través de la acción transformadora de su Espíritu de amor nos va configurando consigo mismo, nos transmite sus propios sentimientos de perfecta obediencia al Padre, de serena inmolación en la cruz y de alegre y fecunda donación a los hombres. Hace falta ser contemplativos y saborear en silencio la cruz para tener un alma serena y grande de buen pastor (Queremos ver a Jesús, pág. 204).

Mons. Gabriel Mestre, arzobispo de La Plata

Isaías 61,1-3a.6a.8b-9
Sal 88, 21-22.25.27
Apocalipsis 1,4b-8 Lucas 4,16-21

La misa crismal, que nos reúne cada año en este día, es la principal manifestación de nuestra Iglesia diocesana, porque el obispo celebra la Eucaristía en la catedral rodeado por el presbiterio de la Diócesis y otros ministros, con la plena y activa participación de todo el pueblo santo de Dios (cfr. Ceremonial de los Obispos, n. 119), representado por los que estamos aquí presentes.

En esta celebración estamos cerrando el Año Vocacional Diocesano que habíamos comenzado el miércoles santo del año pasado. Hemos rezado por nuestra propia vocación y por la vocación de los otros, pedimos que haya más vocaciones de especial consagración en nuestra Diócesis y en toda la Iglesia; hemos reflexionado en distintos ámbitos; hemos anunciado el evangelio de la vocación; hemos celebrado de diversas maneras el don de la vocación. Fue un año cargado de acontecimientos. Será para nosotros un verdadero tiempo de gracia si dejara una huella importante en nuestra vida diocesana.

Nos habíamos propuesto en este año “recuperar la cultura vocacional”. Una nueva -o recuperada- cultura vocacional es lo que quedará en la vida ordinaria después de este acontecimiento extraordinario. El papa Francisco en su exhortación apostólica Laudate Deum (n. 70) nos decía: “no hay cambios duraderos sin cambios culturales”, y los cambios culturales se dan a través de “una maduración en la forma de vida y en las convicciones de las sociedades” -de las comunidades -. Pero los cambios culturales requieren de “cambios en las personas”. Es el camino de la conversión, que como sabemos es largo, a veces trabajoso y exige un compromiso serio y sostenido; pero debemos recorrerlo... ¡Es necesario que sigamos recorriéndolo!

Confiamos a María, madre y modelo de todas las vocaciones, los esfuerzos y los frutos de este año para que ella los acompañe con su cercanía materna.

Un gesto típico de esta celebración crismal, que tiene una profunda resonancia vocacional, es la renovación de las promesas realizadas el día de nuestra ordenación, tanto por parte de los presbíteros como de los diáconos. Este no es un gesto meramente formal o ritual, sino un acontecimiento de gracia, llamado a calar profundamente en nuestra experiencia espiritual y existencial. En este gesto estamos invitados a reavivar -como acogida de una gracia y como compromiso ante una responsabilidad- la frescura y la profundidad del don que recibimos por la imposición de las manos de nuestro obispo (cfr. IITim 1,6). El nuestro es el don de una vocación concreta, la del ministerio ordenado; y está llamado a configurar toda nuestra vida y hasta nuestra propia personalidad al estilo de Jesús Buen Pastor; es un modo concreto de vivir el compromiso apostólico y de orientar nuestro servicio al pueblo de Dios.

Aquel día -el de nuestra ordenación presbiteral- prometimos ser colaboradores del obispo en actitud de disponible obediencia, pastorear con diligencia el santo pueblo de Dios, ser ministros cuidadosos de la Palabra de Dios, celebrar los sacramentos -particularmente la Eucaristía y la Reconciliación- con la intención de hacer lo que hace y siempre hizo la Iglesia, configurarnos con Jesús que es al mismo tiempo sacerdote y víctima sacrificial, implorar la misericordia divina en favor del pueblo de Dios.

Esto me inspira algunas reflexiones sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes, que quiero compartir con ustedes. ¡Cuánto quisiera que estas reflexiones sirvieran a los sacerdotes de nuestra Diócesis! Pero me gustaría que las aprovecharan también los jóvenes seminaristas que van madurando su vocación al ministerio ordenado en la oración, en la vida comunitaria, el apostolado y en el estudio; sirvieran para los diáconos que son los más estrechos colaboradores de los presbíteros, y los chicos (adolescentes y jóvenes) que están trabajando su proyecto de vida. Ojalá sirvieran, incluso, para todo el pueblo cristiano, que quiere aprender a valorar, amar, acompañar y cuidar a sus sacerdotes.

En la tercera propuesta de mi carta antes de finalizar el Año Vocacional, sugería particularmente a los sacerdotes, que tengamos presente la necesidad de establecer un orden de prioridades en nuestras ocupaciones ministeriales de modo que nos quede tiempo para cuidar el don de nuestra vocación y la fidelidad al mismo..., porque solamente cuando la vivimos con plenitud podremos testimoniar gozosamente [dos cosas]:

  • la radicalidad evangélica por la que hemos optado, y
  • nuestro compromiso por el anuncio del Evangelio de Jesucristo.

Cuidar el don de nuestra vocación
Nadie puede cuidar por nosotros -sobre todo si nosotros no lo permitimos- el don de nuestra propia vocación. Es responsabilidad primerísima de cada uno. Aunque es verdad que también es responsabilidad fraterna de los hermanos sacerdotes ayudarnos unos a otros a cuidar ese precioso don; y también responsabilidad del obispo acompañar a los sacerdotes en ese cuidado. Debe ser un compromiso de todo el pueblo de Dios cuidar la vida y la vocación de nuestros sacerdotes.

Las promesas sacerdotales que hoy renovaremos tienen cuatro coordenadas; se resumen en cuatro relaciones. El papa Francisco suele hablar de cuatro “cercanías” que atraviesan la vida de todo sacerdote: la cercanía a Dios, la cercanía al obispo, la cercanía entre los sacerdotes, la cercanía al pueblo.

Cercanía a Dios
En realidad, es al revés la cosa: Él es un Dios cercano, compasivo y tierno (cfr. Sl 34,19; 16,8; 119,151; 145,18; St 4,8). Nosotros sólo podemos dejarnos encontrar y abrazar por su cercanía.

Cuando hablo de cercanía, me refiero a esa relación de intimidad con el Padre y con Jesús.

Cada uno de nosotros, sacerdotes, estamos invitados a trabajar primeramente esta cercanía; ser capaces de cultivar un trato cordial, de corazón a corazón con ellos, como lo hacía Moisés, que conversaba con el Señor “cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo” (Ex 33,11); y no solo dedicar un tiempito -corto o más largo- a recitar oraciones que leemos o sabemos de memoria, o que quede reducido a una mera práctica religiosa, sin atractivo, sin entusiasmo, sin alegría. A veces la oración se vive sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse desde fuera, sino que debe cultivarse como una elección fundamental del corazón.

Creo que la clave es poder preguntarme por mi experiencia de la cercanía de Dios: si recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme, sobre todo en los momentos oscuros; si fue decisiva para encontrar las fuerzas necesarias para mi vida y para mi ministerio.

Esta intimidad que se cultiva de diversos modos: en la oración, en otras dimensiones de la vida espiritual, en la escucha atenta de la Palabra, en la celebración de la Eucaristía, en el silencio de la adoración, en la piedad mariana, en el acompañamiento prudente de un director espiritual, en el sacramento de la Reconciliación. Necesitamos acostumbrarnos a tener espacios de silencio y soledad en nuestro día. A veces es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador. ¡Cuántas veces la actividad, los compromisos incluso pastorales pueden ser una fuga, porque cuando dejamos de estar ocupados nos viene como una ansiedad que nos quita la paz! ¡Cuántas veces el trabajo, el no parar nunca, es una distracción para no entrar en la intimidad del encuentro conmigo mismo o con el Señor!

Es necesario que nos dejemos llevar al desierto; ese es único el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos mil maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón", dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16). Debemos preguntarnos frecuentemente si somos capaces de dejarnos llevar al desierto o preferimos quedarnos en tantos oasis que siempre son más atractivos.

Cercanía con el obispo
Es la segunda cercanía que debemos cultivar los sacerdotes, y está marcada por la obediencia.

Lamentablemente muchas veces hemos entendido la obediencia de una manera bastante restrictiva y lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es una cuestión meramente voluntarista, sino la característica más fuerte de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer significa aprender a escuchar, y recordar que nadie puede pretender ser poseedor o intérprete único y unívoco de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede identificarse a través del discernimiento. La actitud de escucha que implica la obediencia -de hecho la palabra obediencia significa literalmente “estar a la escucha”, “salir de uno mismo para escuchar a otro”- permite madurar la experiencia de que cada uno no puede ser la única mirada para interpretar su la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Por eso mismo esta cercanía invita a recurrir a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

“La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que, a veces, puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero que no se rompe." (Francisco)

Por ahí pasa la paternidad del obispo: es la misión de quien ayuda a cada presbítero y a toda la comunidad diocesana a discernir la voluntad de Dios. Ahora bien, para poder realizar esta misión, es necesario que también él se ponga a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado, con el otro oído puesto en el corazón de Dios. Por eso les agradezco de corazón que me permitan realizar esa vocación a la paternidad que tenemos todos los varones, y les pido que recen por mí, y que no tengan miedo a expresarme su parecer y su mirada, con libertad, con respeto, con valor y sinceridad.

Cercanía con los hermanos sacerdotes
Tener un padre exige también tener hermanos, estar metidos en un cuerpo presbiteral.

En esta cercanía hablamos de fraternidad. Es verdad que no necesariamente será amistad, pero sí fraternidad; es la experiencia de ser hermanos, pertenecer a la misma familia, tener la misma sangre.

La fraternidad siempre es un don, que hay que acoger agradecidos, pero también es una tarea que nos compromete. La fraternidad se construye, se trabaja; y la construimos entre todos. Nadie, ninguno de los hermanos puede sentirse dispensado de trabajar por la fraternidad; por tanto, ninguno puede ausentarse o quedarse al margen del camino que hacen los otros.

Recordamos aquel conocido capítulo 13 de la primera carta a los corintios; es una hoja de ruta sencilla pero luminosa para construir la fraternidad desde la preeminencia del amor: la paciencia, la servicialidad, no permitirse la envidia o los celos, no agrandarse por sobre los otros ni hablar mal de los demás, no permitirse ironizar o ridiculizar a los otros, ni buscar el propio interés, aprender a manejar maduramente el enojo y la bronca, saber minimizar y no tener tanto en cuenta el mal recibido, y alegrarse por el bien del otro, por su éxito y sus logros, saber compartir la alegría de la verdad... Una hoja de ruta luminosa para construir la fraternidad.

Muchas veces hemos considerado la fraternidad sacerdotal como una utopía inalcanzable, que está bien para los discursos o las exhortaciones espirituales, pero irrealizable en la realidad. Es verdad que es un camino arduo, trabajoso y nunca acabado; pero desde nuestra propia experiencia podemos tener la certeza de que hay metas alcanzables y cuyo logro nos llenan de alegría y nos proporcionan mucha paz.

Cercanía con el santo pueblo de Dios
Aquí quiero hacer mías algunas expresiones del papa Francisco: “/a relación con el pueblo santo de Dios no es para cada uno de nosotros un deber sino una gracia... Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo.”

“Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo... Jesús quiere servirse de los sacerdotes para estar más cerca del santo pueblo fiel de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia'’” (EG n. 268)

“A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo” (EG n. 270)

La cercanía con el Pueblo de Dios, enriquecida con las “otras tres cercanías”, nos permite desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura, siendo capaces de reconocer las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que intentan silenciar toda esperanza. Es una cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2). Y el pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús.

Mis hermanos, estamos llamados a ser testigos gozosos de nuestra opción vocacional. Llamados a vivir nuestra propia vocación como un evangelio, como buena noticia que podemos ofrecer a los demás. El testimonio alegre de una vida configurada con Jesús Buen Pastor y puesta totalmente al servicio del pueblo de Dios.

¡Cuánta alegría nos dará si supiéramos de algún joven que se entusiasma con nuestro testimonio, sencillo y pobre, y comienza a pensar la posibilidad de seguir nuestro camino sacerdotal!

Y a ustedes jóvenes, a ustedes que están madurando el proyecto de vida -acariciando entre sueño y realidad lo que tienen por delante- les pido que dejen, aunque sea un poquito la puerta abierta para que el Señor, si quiere, los llame a consagrar su vida al servicio del pueblo de Dios en el ministerio sacerdotal. Vale la pena invertir la vida, gastarla totalmente en esta vocación. Sepan que se puede ser inmensamente felices, vivir en plenitud, entregando la vida a Dios y a los hermanos.

Mons. Héctor Luis Zordán M.SS.CC., obispo de Gualeguaychú

Querida Iglesia de Mercedes-Luján
Queridos hermanos sacerdotes,

La Palabra del Señor nos habla del Espíritu que viene y nos unge para la misión.

Deseo meditar sobre esa Presencia de Dios en nuestras vidas y, además, quisiera decir una palabra sobre nuestra respuesta al Padre de Jesús, que toma forma de oración. Muchas veces será pobre y escasa, pero es nuestra oración.

Estoy seguro de que la presencia del Espíritu en todas las cosas y, nuestra oración humilde, son dos realidades que necesitamos sostener juntas en la vida cotidiana, tanto en los momentos difíciles, como así también, cuando las cosas nos salen bien y estamos serenos y alegres.

Experimentar que Dios nos ama entrañablemente, provoca en nosotros como una llamada interior a intentar mostrarle que también lo amamos. La oración en definitiva es una cuestión de amor y por eso, nunca será un acto solitario, sabemos que estamos habitados por su Espíritu que misteriosamente nos hace sentir que la oración es un acto profundo de amistad.

En la oración confirmamos nuestra amistad con Jesús a quien le dimos todo, por lo tanto, lo que está en juego es nuestra relación con Dios y, si dejásemos de percibir Su presencia, esa ausencia nos desalentaría profundamente a rezar, pero es también cierto que sin oración, nos volvemos incrédulos y podríamos dejar de percibir que Dios está siempre y en todo.

Dejar de rezar un poco todos los días es como una trampa en la que todos podemos caer que va secando lentamente la fe y sin darnos cuenta, un día, Dios se hizo lejano, o ya no seduce como al principio cuando el primer amor, o simplemente, ya no está. Si Dios desapareciese del horizonte de la vida, si dudásemos de su presencia, eso quiere decir que ya caímos en la trampa, y somos víctimas de perder el gusto por el Evangelio, o de ponerle piloto automático a la vida y a la misión, e incluso, de sopesar la posibilidad de dejar el ministerio.

Quiero decirles que por experiencia sé muy bien que no necesariamente en una crisis profunda se deja de rezar, tal vez, por el contrario, uno intensifica los tiempos para estar con Dios. Sin embargo, puede suceder que la oración se haya convertido en un monologo, porque en las crisis, "el yo" toma toda la vida de tal manera, que se va perdiendo el diálogo con el Amigo, amigo que siempre nos abre la puerta para una amistad sincera y transparente que nos invita a abandonarnos total y confiadamente en ÉL. Queridos hermanos sacerdotes, déjenme que les comparta humildemente que también sé por experiencia, que la oración es para nosotros el único y privilegiado lugar en el que podemos transitar toda situación difícil de la vida, porque en la oración permanecemos con Él en la Cruz y allí alcanzamos a percibir Su presencia y escuchar esa Voz que nos habla directamente al corazón y nos vuelve a enamorar como el primer día.

Dice la Palabra que hemos proclamado, que Jesús en la sinagoga de Nazaret asume que lo dicho por el profeta Isaías se cumple en Él: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción".

Necesitamos una y otra vez, tomar conciencia de esa presencia silenciosa, invisible pero determinante del Espíritu que nos unge también a nosotros, nos toma y consagra para siempre. Queridos hermanos, el Espíritu nos consagra uniéndonos a Jesús y a su misión, para siempre.

En el "hoy" de la vida de nuestro clero, deseo destacar la presencia del Espíritu del Señor en cuatro lugares.

Quisiera destacar en primer lugar, Su Presencia en el Pueblo Santo y fiel de Dios, como le gusta decir el Papa Francisco, haciendo eco de lo que ya decía el Concilio en su Constitución, Lumen Gentium. Aquí, en esta celebración, está el Pueblo de Dios, "la caravana" de Dios y, aunque lo sabemos, lo recuerdo, nosotros sacerdotes y obispos, junto a las religiosas y religiosos y con los laicos, somos Su Pueblo. Todos somos Pueblo de Dios, y es importante tomarle el gusto a ser Pueblo de Dios, porque entreverado entre nosotros vive el Señor. Hay una expresión en el Libro de los Números que he leído en estos días que me pareció muy bella: "Toda la comunidad es sagrada y en medio de ella está el Señor" (Nm. 16,3). Qué hermoso es saber que ningún pecado que alguno de nosotros podamos cometer, aún el más horroroso, hace que el Señor se retire de estar en medio nuestro. Si por un momento lo hiciese, si se alejase, perderíamos identidad, seríamos una organización importante, pero no el Pueblo de Dios. Necesitamos re- encantarnos de esa pertenencia que nos da una enorme seguridad, especialmente en los momentos difíciles de la historia en la que nosotros, sacerdotes, debemos dejarnos llevar por el Pueblo, al que muchas veces llevamos nosotros. Queridos hermanos amemos al Pueblo del que somos parte. Amemos a la Iglesia porque en ella habita el Señor. Gustemos de ser Pueblo de Dios y de Su Presencia en medio de nuestras comunidades. Experimentar y gustar del Amor que Dios tiene por su Pueblo, nos ayudará siempre a encontrarle el sentido a todo. A lo largo de este año, celebremos nuestros 90 años de Iglesia Particular y 40 de seminario. Celebremos con gusto todo lo que el Señor nos ha regalado y viene haciendo en tantos años.

Necesitamos descubrir también la presencia del Espíritu del Señor en la calle, entre la vida de nuestra gente. Es cierto que su manifestación puede ser por momentos más o menos invisible, pero, también es cierto que, al descubrirlo, uno se da cuenta que el Amor y la Misericordia de Dios está dando Vida en Abundancia. ¿Cómo explicar sino la fuerza que tienen las personas, las familias y todos para pelear la vida? ¿Sería posible vivir bajo el peso de cruces tan pesadas como la enfermedad, la falta de trabajo, la pobreza, la frágil y lastimada ancianidad, el padecimiento de las madres y tantos dolores humanos lacerantes, sería posible sostener la vida sin la presencia del Espíritu Santo? La fe nos hace ver que detrás de la lucha cotidiana de nuestro pueblo está el Espíritu del Señor sosteniendo la vida, "la vida como viene". La impotencia que sentimos frente a la realidad de la Argentina y de nuestros barrios, está sostenida en el Dios que vive en las calles acompañando a nuestro pueblo y, eso nos ayuda a renovar nuestra entrega por nuestros hermanos y trabajar con Él y con ellos por su Reino.

El Espíritu de Dios también está entre nosotros que hemos sido ungidos como sacerdotes para la misión y, es bueno mirar a los hermanos sacerdotes y descubrir la riqueza de la diversidad y cómo el Espíritu se vale de todos en una misma fraternidad presbiteral y eclesial. Como le gusta decir a Francisco, que "el Espíritu es la misma armonía y la crea", y ese es un modo delicado de la presencia del Espíritu. Para nosotros, será más o menos fatigoso trabajar por una fraternidad en serio, pero Dios siempre está creando armonía en el cuerpo presbiteral que toma el rostro de una fraternidad necesaria y porque no decirlo, también buscada. La buscamos y la necesitamos. Y aunque a veces nos desilusionamos y alejamos de los hermanos, el Espíritu nos hace y hará volver siempre a la fraternidad. Queridos hermanos, les repito lo que ya les dije: "la amistad entre nosotros la elegimos, pero la fraternidad la eligió Jesús para nosotros al llamarnos a ser parte del mismo Cuerpo Presbiteral, co-responsable de la misma misión". Dios quiera que podamos ser conscientes de lo que el Espíritu Santo hace en nosotros y con nosotros, y así alabar, agradecer y alegrarnos de corazón.

El Espíritu está en cada celebración litúrgica que convocada por Él mismo se vuelve Asamblea Santa, como hoy, aquí, en esta liturgia llena de gestos: en la proclamación de la Palabra; en nuestras manos sobre los aceites y sobre la ofrenda del pan y del vino; en el soplo del obispo sobre el óleo en la consagración del crisma; en las suplicas; en el canto y en tanta diversidad de símbolos. Su presencia está viva especialmente en el pan consagrado al que adoramos con el alma y el corazón. Su modo histórico y dinámico que nos hace celebrar día a día para renovar la Alianza con Él en todo momento del año y en un continuo "ayer, hoy y siempre". Nuestro ser sacerdotes nos une en la liturgia cotidiana de un modo especialísimo al Misterio Pascual y es una oportunidad para que descubriendo una vez más, aquí Su presencia, podamos renovar nuestra propia alianza total y para siempre con el Señor. Hoy lo pondrán también de manifiesto renovando las promesas sacerdotales.

Entonces, cuando vamos a rezar en silencio, en soledad, en intimidad, queridos hermanos sacerdotes, estamos en esa presencia del Espíritu, que está en todo y en todos. Necesitamos gustar de esa presencia y dejarnos llevar como un botecito en la corriente de un río. Es muy bella esa imagen. La oración es como estar en un bote en el que muchas veces remamos con esfuerzo para intentar alcanzar la experiencia de Dios y otras tantas nos dejamos llevar, confiando absolutamente que todo está habitado por el Espíritu que de diversa manera va llevando la vida.

Y aunque muchas veces pasamos por momentos de soledad, no estamos solos, el Espíritu está ayudándonos a permanecer fieles como lo hace el Pueblo Dios que permanece fiel a pesar de tantas contradicciones e incoherencias, de las que nosotros muchas veces somos responsables. En la oración, debemos tomar conciencia de ese sentido de fe de nuestro Pueblo y en los momentos difíciles seguir aprendiendo de la fe del Pueblo y dejarnos llevar por él.

Una vez, hace unos cuantos años, en un momento difícil de mi vida, donde la fe estaba como oscurecida, rezando en la capilla de mi casa, Dios me dio la gracia de apoyarme en la fe de otros a los que iba recordando y también en la fe de la Virgen. Eso me llevo a decir algo más o menos así: "Señor estoy en oscuridad, se me enfrió la fe, no tengo fuerzas y no sé si tengo ganas de seguir. Si sigo con Vos, es por la fe de esa persona y de aquella y de la otra que me conmueven. Me apoyo en ellos y en el Magnificat de la Virgen, más que en mi propia fe". Les confieso que no salí más consolado de ese momento de oración, pero aquí estoy.

Necesitamos ir a la oración, para descubrir su permanente presencia y tomar fuerza para la lucha de todos los días.

Agradecidos por el testimonio de vida de nuestro Pueblo, debemos rezar con perseverancia para sostener la propia fe y la del Pueblo Santo de Dios de Mercedes-Luján y la fe de nuestras comunidades. Son tiempos históricos en los que muchas veces el Padre de Jesús aparece con un rostro difuso y es puesto a prueba y con Él, todos nosotros. Son tiempos de prueba en la que estamos fuerte y sutilmente tentados a apoyarnos en muchas cosas que no son el Dios de Jesucristo y por eso, necesitamos rezar para que la fe este centrada en el Padre que nos ha revelado Jesús. Yo creo firmemente que el Espíritu está en las calles, en las casas, entre la vida de todas las personas. Creo que hay semillas de fe esparcidas por el Sembrador en todas las realidades. Pero debemos rezar con perseverancia para que cada persona y cada comunidad, se apoye más fuertemente en el Padre del Señor y no en tantos ídolos que se ofrecen como dioses falsos que le mienten a la gente y lejos de salvarla la esclavizan. Nuestra misión de pastores comienza frente al Señor en el silencio de la oración pidiéndole por la fe de nuestro pueblo.

Debemos rezar por nuestro Pueblo, por "la evangelización y la catequesis hoy", para sostener la misión al modo de Jesús.

Experimento una enorme alegría al leer el Cuarto Documento del Sínodo, fruto de lo que nuestra Iglesia de Mercedes-Luján va conversando y manifestando. Creo que, en medio de las dificultades, de la pobreza de medios y de la falta de trabajadores para el Reino, siento que nuestra Iglesia está en profunda sintonía con el Espíritu del Señor y con la misión de dilatar el Reino de Dios.

Deseo que el Sínodo sea muy importante para todos nosotros querido Pueblo de Dios, porque en verdad, es un acontecimiento del Espíritu.

Necesitamos también rezar con fuerza y perseverancia para estar más cerca de los que sufren y de los más pobres. Siempre será un desafío vivir como dice el Evangelio que proclamamos hoy, llegar y estar con los pobres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos. Que pequeño me siento frente a los pobres. Les confieso que muchas veces recurro a la misericordia de Dios en el Sacramento del Perdón acusándome de mi distancia con los pobres, los enfermos, los oprimidos. Quisiera vivir de verdad y en concreto la misión de Jesús y al modo de Jesús.

Debemos rezar fuertemente por los trabajadores del Reino, laicos, religiosos, y por los hermanos sacerdotes. A nadie se le escapa que tenemos sacerdotes que viven momentos de mucha fragilidad. La fragilidad de ellos es también nuestra fragilidad y es como un llamado a intensificar la oración de los unos para con los otros. Recemos por los hermanos sacerdotes, no nos cansemos de hacerlos.

El Santo Padre Francisco ha convocado para el año que viene a un año Jubilar con el lema "Peregrinos de la Esperanza" y para prepararnos ha querido que este sea un año en el que la oración sea algo especial en nuestras vidas.

Todos estamos invitados a "sentir con la Iglesia", la universal, la que peregrina en la Argentina, la nuestra de Mercede-Luján, en fin, caminamos juntos en esta caravana que tiene tanta vida y tantas expresiones.

¿Hay alguien entre nosotros que haya experimentado la presencia del Espíritu como lo hizo María, la Madre del Señor? ¿Alguien sabrá rezar mejor que Ella? Acudamos a Ella. Volvamos siempre a María de las Mercedes y de Luján para que nos enseñe a descubrir la Presencia del Espíritu del Señor. Acudamos siempre a Ella, nuestra Madre amada y Santa para que nos ayude a perseverar en la fe y en la oración.

Queridos hermanos, volvamos a sumergirnos con todo el ser en la Pascua para morir y resucitar con Cristo, para andar con Jesús en todo y siempre, hasta el final de nuestras vidas.

Mons. Jorge Eduardo Scheinig, arzobispo de Mercedes-Luján

Queridos hermanos y hermanas:

Desde hace tiempo los llevo en mi pensamiento y rezo cada día por ustedes. Pero ahora, en vísperas de esta Pascua, que para ustedes tiene una fuerte carga de Pasión y todavía poco de Resurrección, siento la necesidad de escribirles y decirles que los llevo en el corazón. Me hago cercano a todos ustedes, en sus varios ritos, queridos fieles católicos esparcidos por todo el territorio de la Tierra Santa. En particular a cuantos, en estos momentos, están sufriendo dolorosamente el drama absurdo de la guerra, a los niños a los que se les niega un futuro, a cuantos lloran y sufren, a cuantos experimentan angustia y desorientación.

La Pascua, centro de nuestra fe, tiene aún más significado para ustedes, que la celebran en los lugares en los que el Señor vivió, murió y resucitó. No sólo la historia, ni tampoco la geografía de la salvación existirían sin la tierra que ustedes habitan desde hace siglos, en la que quieren permanecer y donde es un bien que puedan quedarse. Gracias por su testimonio de fe, gracias por la caridad que existe entre ustedes, gracias porque saben esperar contra toda esperanza.

Deseo que cada uno de ustedes sienta mi afecto de padre, que conoce sus sufrimientos y sus fatigas, en particular las de estos últimos meses. Junto a mi afecto, espero que puedan percibir el de todos los católicos del mundo. Que el Señor Jesús, nuestra Vida, como Buen Samaritano derrame sobre las heridas de sus cuerpos y sus almas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.

Pensando en ustedes, vuelve a mi mente la peregrinación que realicé hace diez años; y hago mías las palabras que san Pablo VI, primer sucesor de Pedro peregrino en Tierra Santa, dirigió hace cincuenta años a todos los creyentes: «la prolongación del estado de tensión en el Oriente Medio, sin que se hayan dado pasos conclusivos hacia la paz, constituye un grave y permanente peligro que amenaza no sólo la tranquilidad y la seguridad de aquellas poblaciones —y la paz del mundo entero—, sino también ciertos valores sumamente queridos, por distintos motivos, para gran parte de la humanidad» (Exhort. ap.Nobis in Animo).

Queridos hermanos y hermanas, la comunidad cristiana de Tierra Santa no sólo ha sido custodia de los lugares de la salvación a lo largo de los siglos, sino que constantemente ha dado testimonio, a través de sus propios sufrimientos, del misterio de la Pasión del Señor. Y, con su capacidad de levantarse y seguir adelante, ha anunciado y sigue anunciando que el Crucificado resucitó, que con los signos de su Pasión apareció a sus discípulos y ascendió al cielo, llevando junto al Padre nuestra humanidad atormentada pero redimida. En estos tiempos oscuros, en los que parece que las tinieblas del Viernes Santo recubren vuestra tierra y tantas partes del mundo son desfiguradas por la inútil locura de la guerra, que es siempre y para todos una sangrienta derrota, ustedes son antorchas encendidas en la noche; son semillas de bien en una tierra desgarrada por los conflictos.

Por ustedes y con ustedes rezo: “Señor, que eres nuestra paz (cf.Ef2,14-22), tú que has proclamado bienaventurados a los que trabajan por la paz (cf.Mt5,9), libera el corazón del hombre del odio, de la violencia y de la venganza. Nosotros te contemplamos y te seguimos a ti, que perdonas, que eres manso y humilde de corazón (cf.Mt11,29). Haz que nadie nos robe del corazón la esperanza de ponernos en pie y de resucitar contigo, haz que no nos cansemos de afirmar la dignidad de todo hombre, sin distinción de religión, etnia o nacionalidad, empezando por los más frágiles, por las mujeres, los ancianos, los pequeños y los pobres”.

Hermanos y hermanas, quisiera decirles que no están solos y no los dejaremos solos, sino que permaneceremos solidarios con ustedes a través de la oración y la caridad activa, esperando poder volver pronto a ustedes como peregrinos, para mirarlos a los ojos y abrazarlos, para partir el pan de la fraternidad y contemplar aquellos brotes de esperanza nacidos de vuestras semillas, esparcidas en el dolor y cultivadas con paciencia.

Sé que sus Pastores, los religiosos y las religiosas están junto a ustedes. Les agradezco de corazón todo lo que hacen y continúan haciendo. Que crezca y resplandezca en el crisol del sufrimiento el oro de la unidad, también con los hermanos y las hermanas de las otras confesiones cristianas, a quienes asimismo les deseo manifestar mi cercanía espiritual y expresar mi aliento. A todos los llevo en la oración.

Los bendigo e invoco sobre ustedes la protección de la Bienaventurada Virgen María, hija de vuestra tierra. Renuevo la invitación a todos los cristianos del mundo a hacer sentir su apoyo concreto y a rezar sin cansarse, para que toda la población de vuestra querida tierra esté por fin en paz.

Fraternalmente,

Roma, San Juan de Letrán, Semana Santa 2024

Francisco

Querida comunidad, estamos celebrando esta liturgia de la Misa crismal, en la que se bendecirán los santos óleos para los catecúmenos y para los enfermos y también se consagrará el santo crisma, usado para administrar el sacramento de la confirmación y la sagrada ordenación. Además, en esta Eucaristía, los sacerdotes renovaremos nuestras promesas sacerdotales, las que hicimos el día en que fuimos ordenados sacerdotes. Por eso, gracias por estar y por rezar por nosotros. Los sacerdotes necesitamos siempre de la oración, del cariño, de la corrección fraterna y del aliento de todos Uds., que en las comunidades son nuestra familia.

Ahora quiero compartir algunas reflexiones con Uds., queridos hermanos sacerdotes, primeros colaboradores del Obispo, en el día en que renovarán el don de Dios que han recibido en la ordenación sacerdotal.

Hoy es el día en que resuena fuerte en nuestro interior el mandato de san Pablo: “Reaviva el don de Dios que has recibido” (2 Tim 1,6). En esta celebración se nos invita a reavivar el fuego del amor de Cristo que nos ha llamado al sacerdocio para ser siempre servidores de los hermanos. Nuestra vocación es imitar al Buen Pastor que nos ha elegido para que vivamos la vida con Él y lo hagamos presente en las comunidades, anunciando la Palabra y regalando el milagro de los sacramentos.

Inspirado en una homilía del papa Francisco[1], les comparto tres “caminos” para reavivar siempre el don del sacerdocio:

El primero es custodiar siempre la alegría del Evangelio en el propio corazón. En el corazón de cada uno de nosotros está el recuerdo del llamado al sacerdocio. Está el recuerdo de ese amor que nos ha seducido y cautivado y nos impulsó a responder con generosidad aun con miedos e inseguridades. Custodiar la alegría del Evangelio en el corazón es gustar interiormente la buena noticia que nos acompaña desde siempre: somos llamados por un Dios que nos ama con ternura y misericordia. Con el testimonio de una vida sencilla, generosa, profundamente sacerdotal y que expresa aquella alegría profunda que da sentido a nuestra vida, podremos ayudar a que muchos descubran la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado (cf.Evangelii gaudium, 36). Porque ser testigos del amor de Dios, es lo único que importa. Y solo custodiando la alegría del Evangelio, que es la alegría de nuestra vocación, podremos llevar este gozo a los demás.

Un segundo camino es pertenecer cordialmente (con el corazón) al pueblo que nos

toca pastorear. Amen a la comunidad que les toca servir y sean instrumentos de comunión: el pueblo de Dios son todos. En la comunidad hay diversidad de grupos, carismas, servicios pastorales, diversas espiritualidades, también diversas clases sociales... Amen a todos, no se cierren en sus propias preferencias, opciones pastorales o gustos espirituales. Están al servicio de todos y tienen que animar una espiritualidad de comunión que los haga, a todos juntos, comunidad misionera. Caminen junto a todo el pueblo al que sirven, pero también unidos al obispo y al presbiterio. No descuiden nunca la fraternidad sacerdotal.

El tercer camino es ser generadores de vida cristiana en el servicio pastoral. “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto”[2] nos enseña Jesús. Se trata de desgastar la vida en el trabajo pastoral. Se trata de “desvivirnos” para que otros tengan vida, a imagen de Jesús, que no vino para ser servido sino para servir y dar la vida en rescate de una multitud[3]. El sacerdote formado en la escuela de Jesús, se pone al servicio de todos, está cerca de la gente, acompaña los procesos de cada uno y promueve todos los carismas que el Espíritu suscite y que pueden fructificar en diversos ministerios laicales al servicio de la comunidad. Cuando no somos nosotros el centro de todo, sino que nos ponemos al servicio de los demás, generamos la vida cristiana, porque llevamos “el agua viva del Evangelio al terreno del corazón humano y del tiempo presente”[4].

Antes de que renueven sus promesas sacerdotales les recuerdo estas tres ideas, que ojalá les sirvan para renovar el don de Dios: alimentar siempre la alegría del Evangelio; pertenecer cordialmente al pueblo que les toca pastorear y ser generadores de vida cristiana en el servicio pastoral.

Que nuestra Madre, la Inmaculada de la Concordia los cuide siempre y les enseñe a vivir un fecundo ministerio sacerdotal en comunión con Jesús, el Buen Pastor. Muchas gracias.

Mons. Gustavo Gabriel Zurbriggen, obispo de Concordia


Notas
[1] Francisco, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre la Formación Permanente de los Sacerdotes, el 8 de febrero de 2024.
[2] Cfr. Jn. 12, 24.
[3] Cfr. Mc. 10,45.
[4] Francisco, ídem.