Viernes 3 de mayo de 2024

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Antes de compartir con ustedes la Homilía sobre este día y sobre la Palabra de Dios que hemos escuchado quisiera agradecer la presencia de las autoridades que hoy nos acompañan, el Sr. Titular de la Unidad de Gabinete de Asesores del Ministerio de Seguridad, Dr. Carlos Manfroni, el Sr. Secretario de Culto en rango de Embajador, Francisco Sánchez, Director Nacional de Culto Católico, Dr. Agustín Ezequiel Caulo, a las autoridades de las Fuerzas Armadas y Fuerzas Federales de Seguridad.

Nuestros estatus Diocesanos castrenses, dicen que los Capellanes estamos en donde están nuestros fieles, a nosotros nos llena de alegría cuando tenemos algunas celebraciones propias en nuestra Catedral, nuestros fieles puedan estar con nosotros, sumarse y celebrar juntos, así que gracias por el esfuerzo no solo una mera realidad institucional sino también de gratitud.

Gracias a los Padre, a los Capellanes de un modo representando a los cerca de los 200 capellanes que a lo largo y ancho del país están en nuestra Diócesis, alguno de ustedes ha hecho el esfuerzo de viajar desde lejos para sumarse a esta celebración tan importante para nosotros. Gracias a las religiosas que también con su presencia en los hospitales militares de nuestro Obispado Castrense son el rostro en la misericordia de Dios con nuestros hermanos enfermos, gracias a cada uno de ustedes por estar. 

Con mucha alegría celebro junto a parte de nuestro clero, religiosas y religiosos, seminaristas y representantes del pueblo de Dios que se me han confiado, -como son las Autoridades Nacionales, Ministros y jefes y miembros de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas Federales de Seguridad y sus familias-, la Misa Crismal en esta particular Diócesis Castrense.

La celebración de esta Santa Misa, en la cual concelebramos los sacerdotes, es manifestación del Único y Mismo Sacerdocio de Jesús y también es manifestación de pertenencia y comunión del Obispo con su presbiterio. Es poner en práctica la enseñanza conciliar que dice: “…conviene que todos tengan un gran aprecio por la vida litúrgica de la Diócesis en torno al Obispo, es aquí donde se hace la principal manifestación de la Iglesia…”. Al decir en castrense, “este es un modo privilegiado, – como me compartió en una oportunidad un General del Ejército – para palpar y ver la “conjuntes”, porque están presente los Capellanes de las distintas Fuerzas, pero de la misma Diócesis, podríamos decir que aquí es donde se hace la principal manifestación de la Iglesia Castrense”.

Aprovecho para dar la bienvenida a Capellanes que se suman a nuestro Obispado y a nuestra misión, especialmente le damos la bienvenida al padre Luis Villafañe, sacerdote diocesano ordenado en la fiesta del Santo Cura Brochero, nuestro Patrono, en esta Iglesia Catedral.

Gracias a Dios y a Alejandro Jeandet y la Delegación de Comunicación, podemos sumar a nuestros hermanos que desde lo ancho y largo del país también están presentes y se suman por las redes a esta celebración. Las banderas de nuestras provincias y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que hemos puesto en nuestra Catedral es para recordarnos siempre que estamos presente en todo el país, y queremos servir y cuidar a los que nos sirven y también nos cuidan a los largo y ancho de nuestra querida y golpeada Patria.

Es una gracia grande, como les he compartido en otras oportunidades que una vez al año podamos tener esta oportunidad de encontrarnos y experimentar que caminamos juntos para servir a nuestros fieles que el Señor y la Iglesia nos confían. Estamos viviendo tiempos muy difíciles, lo sabemos, pero también sabemos que son tiempos de serena y renovada esperanza.

El Evangelio que nos propone la liturgia de la Misa Crismal nos presenta a Jesús en el inicio de su ministerio público, cuando en la sinagoga de Nazareth manifiesta su plena conciencia de saberse llamado por el Padre a cumplir una misión, sostenido y fortalecido por la certeza de la presencia del Espíritu Santo.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena Noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros…a consolar a los que están de duelo, a cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza…”, esto acabamos de escuchar en la lectura del profeta Isaías. Frente a este texto y lo actualizado en el Evangelio por el mismo Jesús a quien seguimos, no puedo dejar de pensar en aquellos fieles nuestros que más están sufriendo. Aquellos que, enfermos y con años de prisiones preventivas, siguen sufriendo la cárcel y lo que es peor, siguen sufriendo muchos de ellos, por causa de miradas parciales e ideologizadas. Constatamos muchas injusticias, y sin duda lo más parecido a la venganza. El Papa Francisco nos invitó a no dejarnos ganar por la ideología de un lado y de otro. Nos dijo el Santo Padre que estar privado de libertad no es estar privado de dignidad. No podemos dejar de pensar en tantas familias que sufren estas dolorosas situaciones. No podemos dejar de pensar en tantas familias que, sufriendo en tiempos de democracia, violencias y atentados, hoy se los sigue silenciando o etiquetando, sin recibir ningún reconocimiento. No podemos dejar de renovar con esperanza, la certeza que otro modo de vivir es posible en nuestra Patria. Es Providencial recordar las palabras del Santo Padre en su Carta Encíclica Fratelli Tutti:

Cuando hubo injusticias mutuas, cabe reconocer con claridad que pueden no haber tenido la misma gravedad o que no son comparables. La violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no está en el mismo nivel de la violencia de grupos particulares. De todos modos, no se puede pretender que sólo se recuerden los sufrimientos injustos de una sola de las partes” (n° 253).

¡Cómo nos interpela el Evangelio! Siempre, si lo recibimos desde la fe, el Evangelio interpela y compromete. Jesús anuncia y proclama, libera y hace ver. Por esto es que, confiados en el Evangelio y desde el Evangelio debemos hablar y obrar.

Necesitamos que el Evangelio que sana y libera se encarne más en nuestra Nación. Nación cuya identidad sea la pasión por la verdad. ¡Qué bien nos hará la verdad!

Confiamos en que en estos nuevos tiempos todos los poderes del Estado busquen con sincero esfuerzo los caminos de la verdad, en la justicia y en el amor. Que sean tiempos de verdadero encuentro para que busquemos caminos a transitar que no nos avergüencen en el hoy y en el futuro. Que la memoria no opaque la verdadera historia, ni aún desde aquellos que han tenido en nuestra Patria mayores responsabilidades, pues nunca se deben silenciar o negar situaciones violentas y dramáticas que hemos vivido de uno u otro lado, insisto, aunque haya mayor responsabilidad por parte de quienes nos gobiernan. La impunidad de donde venga, siempre prepara nuevos delitos. Quiera Dios que la historia triste y violenta de nuestra Patria no se repita y que nosotros, como Iglesia diocesana, seamos instrumento para sanar, reconociendo aquellas cosas que no han sido caminos evangélicos y las que sirvan para el encuentro y para la Paz.

Hemos sido ungidos, -lo sabemos- para sanar, vendar, acompañar y para hablar con coraje y valentía. La verdad muchas veces nos duele, pero nos hace libres. La verdad asumida engrandece, aunque parezca humillación. Verdad supone también entonces, asumir los propios errores. Jesús vino a sanarnos, vendarnos y curarnos. Esto es motivo de profundo gozo.

Este Espíritu que está sobre el Señor y al cual Él obedece dejándose conducir, está también sobre nosotros, guiándonos y conduciéndonos internamente. No es la carne ni la sangre lo que guía nuestro caminar de pastores. No es la prudencia humana ni el interés propio lo que nos mueve. El Espíritu es quien inspira nuestras acciones y lo hace para alabanza y gloria del Padre y para el bien del pueblo fiel.

Nosotros, sabemos que fuimos llamados por Jesús para llevar la Buena Noticia: La Buena Noticia es que Dios envió a su Hijo Jesús. La Buena Noticia es Jesús quien nos “Ama hasta el extremo, hasta el fin” que ama sin límites, siempre y a todos.

Hemos escuchado también en el Evangelio, que “Todos en la Sinagoga tenían puestos los ojos en El”. En esta Eucaristía los sacerdotes y yo, vamos a renovar nuestro ministerio. Quisiera que todos pongamos nuestra mirada en Jesús, nuestra mirada en Él.

Es fuente de renovada espiritualidad saber que Él, nos llamó. Él, es el que “nos amó hasta el extremo”. Él, es el que nos mira siempre amando. Él, es el que nos renueva.

Él, es el que nos espera. Él, es el que nos busca. Él, es el que nos sana. Él, es el “Dios con nosotros”. Él, es el que nos perdona. Él, es el rostro de la Misericordia. Él, es el que murió por nuestra Salvación.

Nosotros, debemos ser, sobre todo, hombres de oración. Lo necesitamos para saber ver y para obrar con entrega generosa y valiente y el pueblo de Dios, nos necesita orantes y santos. La oración nos ayudará a discernir y andar por los caminos del Evangelio sin ambigüedades, firmes y seguros, frágiles pero fuertes como les he compartido en otra oportunidad. Así nos llamó Jesús.

Los invito hoy, y lógico también me sumo, a renovar las promesas sacerdotales en clave de conversión y disponibilidad para poder ser santos sacerdotes. Pastores con verdadero ardor evangélico, que no nos pueda la función, ni las adversidades, ni los miedos, ni los años.

Nosotros somos sacerdotes como todos los sacerdotes católicos, pero tenemos una misión especial que nos distingue. Estamos entre nuestro pueblo, como todo sacerdote, pero nuestra misión castrense es estar allí donde nuestros fieles están.

Lo nuestro es un claro “ministerio de la presencia”, la presencia, no pocas veces silenciosa, lo sabemos, habla de Dios. La presencia, a veces oscurecida o no tenida en cuenta que nos habla de “aparente fracaso”, pero sabemos que no lo es y sabemos también del tanto bien que hace y nos hace. Somos los sacerdotes Castrenses ministros y puentes de tantos dolores y oídos que escuchan tantos sufrimientos y angustias.

Somos, -debemos serlo-hombres del consuelo y de la esperanza. Hombres que damos los que somos, nuestro ser “sacerdote”, nuestra vida y la Eucaristía, para lo cual hemos sido un día ordenados sacerdotes para siempre.

Queridos hermanos sacerdotes, Dios y la Iglesia nos han confiado a los hombres y mujeres de las Fuerzas, ellos tienen la misión de preservar o restablecer la paz, una paz que se construya con el respeto a la dignidad humana, la libertad, la justicia y la verdad, ellos están para defender nuestra Constitución y las leyes, ellos son permanentes servidores del bien común, que sólo se da, cuando a todos los ciudadanos se les reconocen y se les garantizan plenamente sus derechos, favoreciendo y defendiendo la democracia participativa, únicamente posible “en un Estado de derecho y sobre la base de la recta concepción de la persona humana”, como nos ha recordado San Juan Pablo II. En estos particulares tiempos renovamos nuestro servicio de acompañar, iluminar y servir a los que nos sirven y cuidan.

Queridos Padres, un día fuimos ungidos para vivir como sacerdotes y ser felices desempeñando este gran ministerio. Hoy queremos renovar esa Unción del Espíritu Santo, que selló nuestra amistad con Cristo y nos insertó profundamente en la Iglesia.

Renovar una vez más nuestro sacerdocio nos debe llenar de gozo, porque Dios vuelve a mirarnos con amor y nos invita a dejar todo para seguirlo. Renovar supone “carga ligera” para dejar atrás proyectos personales y embarcarnos en la gozosa aventura de Anunciar el Evangelio entre los hombres y mujeres de Armas.

Siempre le pido a Dios que este día sea un día de auténtica renovación. Tú nos conoces Señor, te presentamos nuestras vidas, nuestras alegrías, nuestras debilidades, nuestras fuerzas desgastadas, nuestras enfermedades, nuestros aciertos y errores, nuestras miserias y pecados. Pero por, sobre todo, ponemos bajo tu mirada nuestra vida y nuestra fe.

Esta Misa es una nueva oportunidad de la que el Señor se sirve, para hacer resonar con nueva fuerza aquel “Sígueme” que todos escuchamos hace algunos años y aquel “SÍ” que con gozo hemos expresado.

Que nuestros santos Patronos, Juan de Capistrano y José Gabriel del Rosario Brochero, nos animen y estimulen para ser firmes, fuertes y valientes creativos en el Anuncio Evangélico.

Que María, nuestra Madre de Luján nos custodie, y cuide a cada miembro de nuestra Iglesia Diocesana, que se consagra para servir a los hermanos y a la Patria, aún a costa de la entrega de la propia vida.

Transitando hacia el año jubilar diocesano de la Fe y hacia el año Santo Universal dedicado a la oración, nos confiamos a María, ella plasmó en su vida la fe, ella supo ser dócil y ponerse rápidamente en camino para servir y anunciar, porque sabía de vida interior y de oración, que Ella en las distintas Advocaciones que como Iglesia Castrense la llamamos –De Luján, de la Merced, de Loreto, De Stella Maris y del Buen Viaje- nos inspire, asista y acompañe siempre.

Mons. Santiago Olivera, obispo para las Fuerzas Armadas y Fuerzas Federales

Queridos hermanos sacerdotes del presbiterio de Santiago del Estero y todo el santo pueblo de Dios.

Nos encontramos reunidos para celebrar la Cena del Señor haciendo memoria de su entrega total al proyecto de Dios: salvar a toda la humanidad. Salvar es el acto supremo de Amor de Jesús: Jesús quiso perpetuar este acto de Amor para que lo actualicemos hasta el final de la historia haciendo presente, vivo y operante el amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesús, Hijo de Dios, hermano nuestro, Sacerdote de la Nueva Alianza. Al celebrar este misterio de Amor, recordamos la institución del Sacerdocio ministerial que Jesús dejó a su Iglesia, para anunciar la Palabra, santificar con los sacramentos, guiarlo como pastores con el corazón y actitudes de Jesús. Como cuerpo Presbiteral renovarán las promesas que un día hicieron en la ordenación.

Consolados y ungidos por el Señor para consolar a nuestro pueblo
Celebrar en tiempos de grandes penurias, de grandes pruebas y sufrimiento de nuestro pueblo. La historia del pueblo de Dios atravesó por infinidad de momentos y experiencias de profundo dolor, desarraigo, exilio, esclavitud y sufrimientos de todo tipo. En esos tiempos eran enviados los profetas en nombre de Dios para trasmitir mensaje de cercanía y misericordia.

Isaías, en su mensaje le habla a su pueblo comunicando la buena noticia del Amor de Dios, y ya anuncia un año de gracia. Jesús retoma este pasaje que encarna en su vida y en su misión redentora de toda la humanidad. También habla del año de gracia. se dirige a personas que pasaron por un período oscuro, que han sufrido una prueba muy difícil; pero ahora ha llegado el tiempo de la consolación. “La tristeza y el miedo pueden dejar lugar a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo por sendas de liberación y salvación. ¿En qué modo se realizará todo esto? Con el cuidado y la ternura de un pastor que cuida su rebaño. Él dará unidad y seguridad al rebaño, lo hará pastar, los reunirá en su redil seguro las ovejas dispersas, prestará especial atención a las más frágiles y débiles (v. 11). Así actúa Dios con nosotros ya que somos sus criaturas, sus hijos y ovejas del rebaño. De ahí que el profeta invita al oyente – incluyendo nosotros hoy – a difundir entre la gente este mensaje de esperanza.

La invitación de Isaías –"Consolad, consolad a mi pueblo"– resuene en nuestro corazón en este día Sacerdotal. Hoy necesitamos ser personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacude los resignados, reanima los desalentados, enciende el fuego de la esperanza. Muchas situaciones requieren nuestro testimonio consolador. Pienso en aquellos que están oprimidos por el sufrimiento, la injusticia, la pobreza cada vez más grande y extendida, los que están en vulnerabilidad absoluta, el abuso de poder; a los que son esclavos del dinero, del poder, del éxito, de la mundanidad.

Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos en una actitud de escucha atenta y respetuosa, testimoniando el amor de Dios, que puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales. Implica la actitud de mucha escucha. Con mucha perseverancia y con renovados métodos para llegar a todos.

Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros mismos no experimentamos la alegría de ser consolado y amado por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su palabra, cuando permanecemos en la oración silenciosa en su presencia, cuando nos encontramos con Él en la Eucaristía o en el Sacramento del Perdón.

A todos nos sirven aquellas sentidas palabras de san Pablo a sus comunidades: «Les pido, por tanto, que no se desanimen a causa de las tribulaciones» (Ef 3,13); «Mi deseo es que se sientan animados» (Col 2,2), y así poder llevar adelante la misión que cada mañana el Señor nos regala: transmitir «una buena noticia, una alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). Pero, eso sí, no ya como teoría o conocimiento intelectual o moral de lo que debería ser, sino como hombres que en medio del dolor fueron transformados y transfigurados por el Señor. Esto no es cuestión de voluntarismo e improvisación, es compartir una gracia que alcanzamos fruto del trato cotidiano con el Señor en tiempos fuertes de oración. Sin esta experiencia fundante, todos nuestros esfuerzos nos llevarán por el camino de la frustración y el desencanto.

Cercanía al pueblo
En tiempos de tantas crisis, y desolaciones hay una tentación que padecemos nosotros los sacerdotes: aislarnos, refugiarnos en los espacios de seguridad, alejarnos de los lugares de conflicto, de inquietudes familiares y sociales muy amplios. Es quedarnos tranquilos en nuestro propio mundo, o mezquinando tiempo de servicio y atención. Pensamos con estilo derrotista “que puedo hacer solo”, “imposible cambiar situaciones de opresión, violencia, injusticia, marginación más absoluta”, impotencia, miedo, pasividad, cierta indiferencia, falta de audacia o parresia apostólica. Aun la oración desencarnada puede ser un escape a nuestras responsabilidades.

Ante esto volvemos a sobre la enseñanza de Francisco en EG: un remedio para estas tentaciones y abandonos es la cercanía al pueblo, que van unida a la cercanía con Dios, con los hermanos sacerdotes y con el obispo. ilumina el estilo de Jesús: es una cercanía especial, compasiva y tierna. Estas son las tres palabras que definen la vida de un sacerdote, y también de un cristiano, porque están tomadas precisamente del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura.

Cercanía al pueblo no como deber sino una gracia. «El amor al pueblo es una fuerza espiritual que favorece el encuentro en plenitud con Dios» (Evangelii gaudium, 272). Por eso el lugar de todo sacerdote es en medio del pueblo, en una relación de cercanía con el pueblo. Cuando estamos frente a Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y sostiene, pero al mismo tiempo, si no estamos ciegos, empezamos a percibir que la mirada de Jesús se ensancha y se vuelve llena de afecto y ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que quiere servirse de nosotros para acercarse cada vez más a su amado pueblo. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para acercarse al pueblo fiel de Dios. Nos lleva en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de modo que nuestra identidad no puede entenderse sin esta pertenencia» (n. 268). Cuando hacemos esto, la vida siempre es maravillosamente complicada y vivimos la intensa experiencia de ser un pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd., 270 Una cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia del Señor (cf. Is 61,2). También hoy la gente nos pide que seamos pastores del pueblo y no clérigos «profesionales de lo sagrado»; pastores que conozcan la compasión y la oportunidad; hombres valientes, capaces de detenerse ante los heridos y tenderles la mano; hombres contemplativos que, en su cercanía a su pueblo, puedan proclamar sobre las heridas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.

Una de las características cruciales de nuestra sociedad «en red» es que abunda el sentimiento de orfandad; es un fenómeno actual. Conectados a todo y a todos, nos falta la experiencia de pertenencia, que es mucho más que una conexión. Con la cercanía del pastor, podemos convocar a la comunidad y fomentar el crecimiento de pertenencia. Pero si el pastor se extravía, si el pastor se aleja, las ovejas también se dispersarán y estarán al alcance de cualquier lobo. Esta cercanía con el pueblo cuando la vivimos con conciencia y entrega sincera no hace experimentar “que Soy una misión en esta tierra, y por eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse marcado por esta misión de iluminar, bendecir, vivificar, elevar, sanar, liberar» (Evangelii Gaudium, 273). Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios con la cercanía a Dios, ya que la oración del pastor se alimenta y se encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando reza, el pastor lleva las marcas de las heridas y las alegrías de su pueblo, que presenta en silencio al Señor para que lo unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor bendiga a su pueblo.

Como Iglesia que peregrina en Santiago del Estero no podemos pasar por alto la gracia que vivimos en el mes de febrero la canonización de Nuestra querida Mama Antula. Mujer fuerte, experimentada en el amor de Dios que la impulso a salir al encuentro de tantos hermanos/as que aún no conocían el amor de Dios. Fue hacia ellos para guiarlos a esa experiencia que iba a cambiar sus vidas. Hoy que inspiradora e intercesora en nuestra misión de ser consoladores de los sufrientes y cercanos a nuestro pueblo.

Mons. Vicente Bokalic CM, obispo de Santiago del Estero

Queridos hermanos:

La Misa Crismal, que hoy presido acompañado por el presbiterio, tiene un doble propósito: *consagrar el Santo Crisma y bendecir los Óleos para los Enfermos y Catecúmenos y *solicitar a los presbíteros la Renovación de sus Promesas Sacerdotales, como una manifestación pública de comunión entre ellos y con el propio obispo. Con el Santo Crisma serán ungidos los recién bautizados; los confirmados recibirán la fuerza del Espíritu Santo; se ungirán las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos; y, los templos dedicados y los altares consagrados. Con el Óleo de los Catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el Óleo de los Enfermos, éstos reciben el alivio en su debilidad y enfermedad. Por tanto, hoy, manifestamos nuestra fiel disposición para que la fuerza de la Gracia de Dios llegue a todo su Pueblo como un manantial de gracias divinas.

Otro elemento importante de esta celebración está relacionado con la Oración. Recordemos que el Papa nos propuso todo este año profundizar en ella, no tanto en lo teórico, sino en lo práctico, pues a rezar se aprende rezando. Dios Padre que nos dio la vida, nos enseñó a relacionarnos con Él por medio de la Oración y nos dejó maestros de oración que somos los sacerdotes; sin embargo, puede que debamos hacer un mea culpa delante de todos los que nos han sido confiados para introducirlos en el bello mundo de la Oración. Quizás debamos aplicarnos el ¡‘médico cúrate a ti mismo’! Les recuerdo que escribí una carta pastoral sobre la oración.

Para nosotros los sacerdotes es el oxígeno de nuestro ser y quehacer diario, no una mera práctica para ‘cuando tengo tiempo o ganas’, pues fuimos llamados para ser la presencia de Jesucristo en medio de la comunidad. En esa intimidad con el Señor, se fortalece el deseo de seguirlo y se renueva el compromiso con la misión recibida.

Obispos, Sacerdotes, Diáconos, Consagrados y fieles laicos formamos el único Pueblo de Dios y estamos llamados a vivir procesos de conversión y transformación personal y comunitaria. Por eso, necesitamos permitir que el Espíritu Santo obre libremente en nuestras vidas, guiándonos para una entrega fiel y generosa, sobre todo, con aquéllos que más necesitan de acompañamiento y apoyo.

Sí, hermanos sacerdotes, renovemos y fortalezcamos nuestros corazones con la oración diaria y fervorosa para que cada bautizado pueda llegar a ser santo como más necesitados y marginados.

En la primera lectura de Isaías (61,1-3) y en el Evangelio de Lucas (4,16-21) hemos escuchado: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar un año de gracia del Señor...; Ustedes se llamarán Sacerdotes del Señor; y dirán que son Ministros de Dios”. Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesucristo y, desde Él a nosotros sus sacerdotes, que las ilumina a perpetuidad, proclamando: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de oír” (Lc 4,21).

Recordemos las palabras de Jesús a sus apóstoles: “No son ustedes quienes me han elegido, soy Yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca” (Jn 15,16). Toda vocación sacerdotal es una gracia, un don que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos aún, que lo justifique.

Es Jesús mismo quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre envió para anunciar la Buena Nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Él es el Heraldo de la Buena Nueva que ha sido ungido por Dios y ha sido enviado para anunciarla a todos y especialmente, a los más sencillos y necesitados.

Como elegidos y ungidos por el Señor, hoy, se nos pide también a nosotros ser portadores de este mensaje de salvación que muchos intentan sofocar. No es fácil ser mensajeros de la Verdad, pero las personas a quienes hemos sido enviados, quieren ver nuestro testimonio de vida sacerdotal y oír de nuestros labios las enseñanzas que vienen directamente de Jesucristo, a través de su Iglesia, quién entregó su vida en la cruz por nosotros para hacernos libres y dichosos. 

Qué grande para nosotros poder ser instrumentos útiles en las manos de Dios. Qué grande e inmerecido es el don que hemos recibido: ser sacerdotes de Jesucristo. Hemos de sentirnos alegres y esperanzados, pues todo lo podemos en Aquél que nos conforta y nos ha elegido y llamado (cf. Filp 4,13) Por ello, conscientes del don recibido y de la misión encomendada, hemos cantado: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88). Como sacerdotes no somos “dueños” de los fieles, sino servidores, para que cada uno de ellos, en comunión con la Iglesia, gocen del hecho de ser testigos de Jesucristo, el Testigo Fiel, como lo es Él del Padre (cf. Ap 1,4b-8).

Estoy más que convencido, por propia experiencia, no por teoría, que, si perdemos entusiasmo, caemos en la rutina de hacer lo sagrado, de estar descontentos, de volvernos susceptibles, de querernos justificar siempre, de no estar disponibles, de caer en la doble vida, de buscar seguridades y compensaciones, de no ser transparentes, de desconfiar, de mentir, de ser mal hablados, groseros, etc., es porque empezamos a rezar sin ganas o mecánicamente, a dedicarle poco tiempo a estar con el Señor, a profesionalizar nuestro ministerio, a soslayar la Palabra de Dios, a mirar más a la tierra que al cielo, donde Cristo ya nos tiene junto al Padre (Col 3,2-3).

O, si no, ¿qué significa el “no conozco a ese hombre… no sé de qué hablas” (cf. Mt 26,72) que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena? No es sólo ‘una defensa instintiva’, sino una confesión de ignorancia espiritual: Tanto Pedro como los otros quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pues aún no percibían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Espíritu Santo. Y fue, precisamente, esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en misioneros.

También, hoy, los sacerdotes tenemos una “primera unción” que es la llamada de amor por la que pedimos ser consagrados. Pero, también hoy, llega para cada uno “la etapa pascual”, un momento de crisis que reviste diversas formas: A todos, antes o después, nos pasa que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Se trata de una etapa de tentación, "de prueba" que todos hemos tenido, tenemos o tendremos, y que representa un momento crucial para quienes hemos sido ungidos, y del que se puede “salir mal parado”. Un momento en el que se insinúan “tres tentaciones peligrosas”: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. 

Y aquí está el peligro: mientras las apariencias permanecen intactas, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto. El sacerdocio se desliza lentamente hacia el clericalismo, y el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un funcionario.

No obstante, esta crisis puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso. Es el momento “de una segunda unción”, de acoger al Espíritu Santo “en la fragilidad" de la propia realidad. Es el kairós en el que descubrir que las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir, con la ayuda del Espíritu Santo, hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad.

Por tanto, si alguno de los aquí presentes, sea sacerdote o fiel laico, que reconoce que está en crisis, que no sabe qué hacer o como retomar el camino de la segunda unción del Espíritu Santo, sencillamente te digo: ánimo, el Señor es más grande que tus debilidades, que tus pecados. Permite al Señor que te llame por segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirarlo todo por la ventana, tampoco. Mira hacia delante, déjate acariciar por la unción del Espíritu.

Hermanos, Hermanas, tengan por bien sabido que, para madurar en serio y superar las crisis, debemos “admitir la verdad de la propia debilidad”, necesitamos mirar hasta el fondo de cada uno de nosotros y preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo que tengo, de las loas que recibo, de la carrera que hago, de los superiores o colaboradores que tengo, de las comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida? 

No les quepa la menor duda que si somos dóciles al Espíritu Santo, todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras, también los pecados, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservas, a Aquél que nos impregnó de su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros. 

Hermanos, Hermanas redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas haciendo remiendos, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu Santo y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio común o ministerial no crece remendándolo, sino desbordándose, recreándose al crisol de la oración y la caridad! 

Qué bueno recordar lo que enseñaba san Gregorio Magno: “Quien predica la palabra de Dios considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar…; que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el interior”. El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu Santo, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir… Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones”. 

Al renovar nuestras promesas sacerdotales, recemos los unos por los otros para que no sean nuestros intereses particulares los que nos muevan, sino que sean los deseos queridos por Dios y, aun cuando debamos entregar lo mejor de nosotros, estemos seguros de que Dios nos premiará y será simiente de nuevos testigos del evangelio, de nuevos seminaristas y nuevas familias cristianas, de nuevos misioneros, consagrados y consagradas y de nuevos laicos comprometidos.

Permítanme que les haga tomar conciencia que es urgente para nuestra Diócesis de Catamarca rezar y hacer rezar, promover y sostener la promoción de las vocaciones a la vida sacerdotal. Es preciso suscitar, llamar y acompañar a niños y jóvenes de nuestras parroquias, de familias cristianas, de grupos parroquiales juveniles, de colegios, institutos, universidad, para que sean seminaristas y, un día, bien formados, puedan incorporarse a nuestra diócesis como sacerdotes.

No hay Palabra de Dios si no hay un apóstol, un misionero, un sacerdote, un cristiano que la proclame y transmita. No hay Bautismo ordinario si no hay un sacerdote que bautice y haga cristianos, miembros de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios. No hay Eucaristía, ni sacramento de la Reconciliación sin un sacerdote que los celebre. No hay, por decirlo de alguna manera, rebaño del Señor, Iglesia, si no hay un pastor al frente de ella. En todo esto son muy importantes nuestras personas. Los niños y jóvenes necesitan ver en nosotros un modelo a imitar, personas enamoradas de Jesucristo, rebosantes de gracias divinas y agradecidas al don que Cristo nos ha regalado gratuitamente: el sacerdocio.

Con esta reflexión no los hice de menos a ustedes, queridos laicos, pues también ustedes participan por su bautismo del sacerdocio de Jesucristo y de la tarea evangelizadora. Cada uno en la Iglesia y en el mundo tiene su vocación y su misión. Por eso, tenemos que pedir al Señor que existan también matrimonios cristianos, bautizados comprometidos en su Iglesia, laicos que se santifican y crecen espiritualmente en la vida ordinaria, como fermento en la masa, misioneros y apóstoles de Cristo en el mundo.

Para concluir, quiero hacer pública mi gratitud a cada uno de los sacerdotes de esta Iglesia Particular de Catamarca, incardinados o no, por su buena disposición a trabajar juntos y en comunión con el obispo. Dejemos que sea Cristo quién camine a nuestro lado y delante de nosotros. Sigámoslo e imitémoslo. Que su Espíritu infunda vida en las nuestras y en las actividades pastorales. Que la caridad sea nuestra señal y guía. Roguemos por nuestros hermanos sacerdotes fallecidos, por los que sufren la enfermedad o la ancianidad, por los tres seminaristas que se están formando en Tucumán y por los jóvenes que el Señor sigue llamando para que sean generosos en la respuesta y se incorporen con nosotros en la misión evangelizadora de la Iglesia.

De verdad les agradezco por el testimonio y el servicio escondido que hacen, por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo y poco reconocimiento.

Que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de la escucha, el diálogo y el servicio, forjando una Iglesia Sinodal.

Que María Inmaculada, Nuestra Madre del Valle, siga sosteniendo nuestras vidas sacerdotales, nos ayude siempre a ver a su Hijo Jesucristo y a sentir como dirigida a nosotros la petición que les hizo a los servidores de las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5) y que como Ella siempre estemos al pie de la Cruz (Jn 19,26-27). 

Mons. Luis Urbanc, obispo de Catamarca

En cada la Misa Crismal, regresamos al eterno presente de esta escena, en la que Lucas resume simbólicamente todo el ministerio de nuestro Señor. Como en torno a una fuente, nos reunimos para escuchar al Señor que nos dice: Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy (Lc 4, 21). El Señor hace suyo el texto de Isaías para iluminarnos acerca de su persona y su misión. Tiene la humildad de no utilizar palabras propias; simplemente asume lo que profetiza este hermosísimo texto que es continuación del libro de la Consolación. Nosotros, como sacerdotes, participamos de la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo y por eso, en cada Misa Crismal, venimos a renovar la misión; a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de Santidad que nuestra Madre la Iglesia nos comunicó por la imposición de las manos. Es el mismo Espíritu que se posaba sobre Jesús, el Sumo Sacerdote e Hijo amado, y que hoy se posa sobre todos nosotros sacerdotes; nos renueva su unción y nos envía, y misiona en medio del pueblo fiel de Dios.

Todos sabemos cómo continúa y culmina esta escena y que no recoge el texto litúrgico. Al principio, las palabras de Jesús parecen que gustan. Luego comienzan las discusiones acerca de su identidad y de su actividad. Y esa primera impresión que parecía favorable comienza a resquebrajarse. La atmósfera se vuelve hostil. Jesús responde a las expectativas de sus paisanos con los ejemplos de Elías y la viuda de Sarepta y de Eliseo y Naamán el sirio. A este punto, la emoción llega al colmo y todo se derrumba: sacan a Jesús fuera de la ciudad con el fin de matarlo. Daría la impresión que su ministerio ha fracasado.

Les confieso que cuando me pongo delante de este texto evangélico no puedo dejar de sorprenderme y preguntarme: ¿Por qué Lucas ha querido comenzar así su Evangelio? Lucas presenta la actividad pública de Jesús con un fracaso. Esta es la primera imagen que se nos presenta de Jesús, el Ungido y el Enviado: derrotado, expulsado, no escuchado. En realidad es una escena misteriosa. Emerge, por una parte, Jesús amenazado y la frustración de la gente porque no responde a sus expectativas. Por otro, se pone de manifiesto la extrema libertad de Jesús para continuar su misión y seguir evangelizando.

Nosotros, que compartimos la unción y la misión de Jesús, si queremos vivir nuestro sacerdocio como lo vivió Él, debemos aprender de esta escena: por más que suene duro y poco atractivo, debemos ser conscientes de que nuestro ministerio, como el de Jesús, conlleva fracaso, crisis, sufrimiento, incomprensión y cruz.

“Los sacerdotes -decía el Papa Benedicto XVI- tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender la necesidad de la crisis”. Está claro que ejercemos nuestro ministerio sacerdotal en tiempos que son difíciles pero que Dios puede transformalos en tiempo de gracia: secularización e indiferencia; tensiones y miserias dentro de la Iglesia; disminución de vocaciones; avasallamiento de los medios de comunicación con una oferta de facilismo que va de lo sublime a lo denigrante; debilitamiento de la cultura cristiana. En lo pastoral, la dificultad de tender puentes entre la ley y la misericordia; entre la teoría y la práctica; entre la exigencia y la comprensión. Los planteos son cada vez más complicados: problemas que antes los resolvían los teólogos, ahora cada sacerdote se los encuentra casi cotidianamente. A todo esto debemos sumarle los obstáculos personales que nos hacen experimentar hondamente nuestra fragilidad y que nos llevan al desánimo y a vivir una sensación de impotencia y de inutilidad que se manifiestan en agobio, desazón y desconsuelo. Ante todo esto, corremos el peligro de adquirir un tono derrotista, de rendición, y vivir nuestro ministerio desde una trinchera que nos proteja.

Ser sacerdote implica sufrimiento porque el trabajo sacerdotal conoce fracasos. Quien es obrero del Reino más de una vez experimenta el fracaso. Y así como para la gente el límite de la sensibilidad al sufrimiento es bajo, también lo es para nosotros, sacerdotes. El sufrimiento y el fracaso, muchas veces, se nos vuelve un misterio incomprensible.

A estas alturas, podrían preguntarse: Pero… ¿Qué le pasa al obispo? ¿Se volvió masoquista? ¿Por qué esta descripción tan pesimista? ¿No tendría que alentarnos a ser alegres en la esperanza? Precisamente esa es mi intención. Como Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía, quiero darles una palabra de ánimo (cfr. Hch 13, 15) para que, cuando nos visite la cruz y mordamos el fracaso, no nos aplaste y se diluya nuestra unción.

¿Pero sobre qué descansa nuestro ánimo? ¿Podría consistir tan sólo en una palmada ami­gable sobre la espalda?; ¿O un simple gesto de un optimismo psicológi­co? ¿Podría ser el fruto de una sabiduría munda­na que diría: “no llegamos hasta allí”, o “un día todo se arreglará”, o también “con un poco más de ardor habremos remontado la pendiente”? No. Nuestro ánimo no se apoya, ni en consideraciones humanas, ni en hallazgos o técnicas inéditas en pastoral, sino que tiene sus raíces únicamente en la esperanza teologal. No descansa más que sobre la promesa de Dios y su fidelidad: “Yo estoy con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Sé que no es fácil soportar el peso de sostener nuestro ministerio como una vela encendida en medio de la noche, fundados únicamente en la esperanza. Frente a la fragilidad, uno tiende a huir a un terreno aparentemente más firme como es la eficacia. Porque la esperanza evangélica implica confesar que el que puede es Otro, no nosotros. No se funda sobre expectativas razonables sino sobre el fracaso de las expectativas humanas que nos hacen sentir la necesidad de ser salvados.

Que haya resistencia a entrar en el camino de la cruz es absolutamente normal, razonable, previsible. Sólo la gracia puede hacernos vislumbrar que la cruz no es locura o necedad sino sabiduría. “Pedir la cruz es temeridad: desearla por sí misma es estoicismo; tener hambre de ella por amor es suprema sabiduría”.

Decía el Beato Pironio: “Podemos fracasar en apariencias. Pero fundamentalmente nunca fracasamos. Podemos fracasar como individuos, pero nunca como miembros de la Iglesia y del Cuerpo sacerdotal de Cristo. Puede fallar una tarea o un método, pero nunca el apostolado mismo o el sacerdocio. Todo lo hace Cristo en nosotros para la edificación de su Cuerpo”.

Dios quiere que seamos fecundos, no exitosos. Podemos llegar a confundirnos, como les ocurrió a los discípulos de Emaús, cuando creyeron que lo de Jesús era estéril porque acababa en la cruz. Frente al aparente fracaso, su reacción fue el desencanto. Dios no pretende que seamos los mejores sino que demos lo mejor de nosotros para el crecimiento del Reino. El horizonte de la fecundidad está siempre más allá de nosotros mismos.

Por otra parte, la fecundidad sigue un proceso bien distinto al del éxito, porque mientras el éxito brilla en la superficie, la fecundidad se va gestando imperceptiblemente en la oscuridad, bajo tierra, en el silencio. Por eso requiere fidelidad. Para ser fecundos para el Reino es preciso estar unidos a Dios. Es más, de allí, de esa unión, proviene la mayor fecundidad. Más que condición, es causa de ella. Y no nos olvidemos que Jesús presenta, como condición para la fecundidad, la poda. La poda duele, lastima, hiere, pero nos hace fecundos.

Dentro de unos pocos días contemplaremos a Jesús crucificado y resucitado. Es significativo que las llagas de Jesús crucificado no fueran borradas por su Resurrección. Ellas son el signo de la donación de sí, las huellas de su amor por nosotros, de su fidelidad hasta el final en el amor. Las llagas siguen siendo visibles porque son propiamente ellas las que indican la identidad del Resucitado y el camino que debemos recorrer nosotros como discípulos y sacerdotes. Son el símbolo que expresan no solamente cuánto Dios ha sufrido por nosotros sino, primera y principalmente, de cuánto nos ama.

Si en nuestro ministerio sacerdotal nos entregamos por entero y amamos al Pueblo de Dios de verdad, seguramente tendremos cicatrices. No se puede amar sin heridas. Quien huye de las heridas será incapaz de amar y entregarse. Y la unción se irá evaporando. Mostrándonos sus heridas, el Resucitado nos revela que no promete eliminar la cruz en nuestro ministerio. Pero esas heridas nos recodarán siempre que nuestra vocación no es al sufrimiento sino al amor que siempre tendrá, para ser vivido con gratuidad, un precio de cruz.

Queridos sacerdotes: Si muchas veces nos ha tocado chocarnos con el fracaso en nuestro ministerio, ¡ánimo! Jesús pasó por lo mismo pero no se detuvo. Es Él quien sufre en nosotros para la comunidad. Pensar esto nos debe llenar de alegría más que de pesar. Nuestro sacerdocio está fundado en una persona viviente: Cristo. Él es nuestra esperanza. “Tengan valor. Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). 

Mons. fray Carlos María OAR, obispo de San Rafael

Mis queridos hermanos,

En el camino hacia la Pascua, el Señor nos reúne para celebrar esta fiesta de la sacramentalidad de la Iglesia, signo del amor de Cristo derramado en favor de los hombres. En cada misa crismal, hacemos presente el testimonio de una Iglesia toda ministerial, al servicio de la buena Noticia del Reino de Dios.

Lo hacemos llenos de gratitud al Padre a los noventa años de la constitución de Mendoza como Iglesia particular en la Argentina. Queremos celebrarlos en perspectiva vocacional y misionera, descubriendo la llamada del Señor a vivir su proyecto de amor para los hombres, un amor valiente y fiel que nos rescata y nos destina a dar mucho fruto.

1. El Ungido es el servidor
En la primera lectura, el profeta Isaías nos presenta las figuras del Ungido y del pueblo sacerdotal.

El Mesías es enviado a servir a los hombres, a sanar sus corazones y a proclamar con su vida, el restablecimiento de la alegría y la esperanza de su pueblo, portador en adelante de una alianza nueva.

En continuidad con este misterioso designio salvífico, está la Iglesia, pueblo peregrino, familia de todos los bautizados, ungidos y consagrados por el mismo Espíritu y unidos al Señor, enviada a anunciar el Evangelio a todos los hombres de todos los tiempos.

En esta misión común se da la dinámica de la diversidad y complementariedad de las distintas vocaciones, ministerios, carismas, funciones, servicios y responsabilidades. El Espíritu es el principio de comunión y unidad como también de diversidad y variedad. Así, la dimensión sinodal de la Iglesia, hace referencia a ese “caminar juntos” como pueblo de Dios, peregrino y misionero, en el que todos en comunión y una misma dignidad bautismal somos corresponsables y participamos de los dones del Espíritu para llevar a cabo la misión de la Iglesia, encomendada por nuestro Señor.

2. El Ungido es el Testigo fiel
En el texto del Apocalipsis se nos enseña que Jesucristo, el Ungido nos purifica por la entrega de su sangre y nos hace un pueblo de hermanos. El Señor es siempre buena noticia para nosotros los hombres, alentando nuestra propia misión. Pero también lo es para los que lo rechazaron y rechazan, insistiendo en su conversión, con la entrega de su amor constante, con la veracidad de su decir y la coherencia de su hacer.

Los que hemos creído en el Señor, queremos hacernos cargo de ese testimonio en nuestra vida eclesial, vivida como un camino que se recorre juntos. Como nos dice el Informe de Síntesis de la Asamblea sinodal de octubre de 2023,

“(…) hemos comprendido que caminar juntos como bautizados, desde la diversidad de carismas, de vocaciones, de ministerios, es importante no sólo para nuestras comunidades, sino también para el mundo. La fraternidad es, de hecho, como una lámpara, que no debe meterse debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que dé luz a toda la casa (cfr., Mt 5,15). Más que nunca, el mundo necesita hoy de este testimonio, Como discípulos de Jesús, no podemos sustraernos a la tarea de manifestar y transmitir a la humanidad herida el amor y la ternura de Dios.”[1]

3. El Ungido cumple la Palabra del Padre
San Lucas retoma el texto del Profeta Isaías, pero agrega la importante afirmación de Jesús que expresa el cumplimiento de las promesas del Padre. No es un cumplimiento meramente formal, ni tampoco la ostentación de la propia condición de Dios, sino el testimonio vital de su entrega en favor del pueblo, en los comienzos mismos de su ministerio público, para instaurar el Reino de Dios. En esta perspectiva, la Iglesia con su vida y misión entre los hombres, quiere participar de él.

“Desde los orígenes, el camino sinodal de la Iglesia está orientado hacia el Reino, que tendrá su pleno cumplimiento, cuando Dios lo sea todo en todos. El testimonio de la fraternidad eclesial y la dedicación misionera al servicio de los últimos no estarán nunca a la altura del Misterio del que son, sin embargo, signo e instrumento. La Iglesia no reflexiona sobre su propia naturaleza sinodal para ponerse ella misma en el centro del anuncio, sino para cumplir lo mejor posible, teniendo en cuenta su falta constitutiva de plenitud, el servicio a la llegada del Reino.”[2]

4. Todos llamados, todos enviados…
La celebración de los noventa años de Iglesia mendocina constituye una oportunidad para fortalecer nuestra identidad como Iglesia pascual, fraternal y misionera. Nacida para anunciar a Jesucristo, Señor de la historia, esta vid mendocina quiere hacerlo presente en sus comunidades e instituciones, en sus iniciativas apostólicas y solidarias, especialmente en su servicio a los más pobres.

En el horizonte de este aniversario, queremos dar gracias por cuanto hemos vivido, conscientes de la intensidad que ha caracterizado la vida del pueblo argentino en este tiempo. Nos sentimos desafiados a seguir anunciándolo en una sociedad fuertemente secularizada, que muchas veces quiere prescindir del aporte de la Iglesia a la comunidad humana. Nos sabemos portadores de un tesoro, más allá de errores y fragilidades, y no queremos guardarnos esa riqueza sin ofrecerla y compartirla para la vida de nuestro pueblo.

Esta mañana, en la reunión de presbiterio en la que nos preparábamos juntos para vivir la semana santa, repasamos los grandes momentos de la historia de la Iglesia de Mendoza y pudimos contemplar la presencia de Dios acompañando su desarrollo y apoyándola en los tiempos difíciles, de crisis y desorientación, porque Él siempre conduce la historia humana.

Si este año jubilar lo celebramos en clave vocacional, no lo hacemos como repliegue religioso hacia adentro, como un abandono de los desafíos de la evangelización o de la realidad; al contrario, lo vivimos como miembros de la Iglesia en salida que nos pide el Señor. Animamos el discernimiento vocacional por su estrecha relación con la misión, con el anuncio del Reino, con la búsqueda de la voluntad de Dios para todos y cada uno de sus hijos.

Por eso, nos llena de alegría la viva ministerialidad de esta Iglesia en Mendoza puesta de manifiesto en el número creciente de inscriptos en las nuevas sedes de la Escuela de Ministerios eclesiales, en el Este y en el Valle de Uco, en la Escuela de Pastoral Bíblica y en los diez centros de formación de Catequistas, extendidos a lo largo de toda la geografía arquidiocesana. Dios sigue llamando y hay muchos dispuestos a poner su mano en el arado.

5. Todos celebrando
En este clima de fiesta de familia, deseo reiterar la convocatoria para celebrar juntos los 90 años de vida de la Iglesia mendocina. En una única gran celebración eucarística vespertina, el próximo sábado 20 de abril a las 20 hs, en el estadio del Arena Aconcagua, daremos gracias a Dios por la vida y la misión de esta Arquidiócesis, y renovaremos nuestro propio sí al seguimiento del Señor.

Ese día queremos pedirle al Señor que nos siga animando a caminar juntos, en comunión y participación, según su estilo, apasionado y fiel; que suscite en nosotros la disponibilidad al diálogo y al discernimiento personal y comunitario de la voz del Espíritu Santo y los signos de los tiempos, junto a María, nuestra Madre del Rosario, del Carmen de Cuyo, de la Carrodilla, de Lourdes, de Luján y de cada lugar donde Ella ha querido quedarse con nosotros como madre y compañera de camino.

Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza


Notas
[1] Sínodo de Obispos, Informe de Síntesis, Introducción.
[2]Sínodo de Obispos, Informe de Síntesis, 1° parte, 2b.

El relato de la pasión que acabamos de escuchar, según San Marcos, nos va mostrando de distintos modos mucha violencia, nos va mostrando de distintos modos mucho dolor, mucho sufrimiento, mucha injusticia.

Los sumos sacerdotes que confabulan entre ellos la condena de Jesús, Pilato que no termina de definir qué es lo que quiere hacer con Jesús y por eso, ante la presión, termina entregándolo para que fuese crucificado, los soldados que son terriblemente violentos con él, los que pasan cuando ya Jesús está crucificado y se burlan y se ríen de él y lo insultan.

¡Cuánta violencia, cuánta injusticia, cuánto dolor!

Y de algún modo, en las últimas palabras de Jesús desde la cruz, se expresa todo ese dolor, todo ese sufrimiento, cuando grita con voz potente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Pensaba, de alguna manera, en los crucificados de hoy, en tantos hermanos que también son víctimas de la injusticia, de la violencia, de la burla, de los insultos, de la complicidad del poder y entonces, hacer nuestras también hoy las palabras de Jesús y gritar como un clamor al cielo, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Porque hay un montón de sufrimiento que es un clamor al cielo de tantos hermanos crucificados de hoy, aquellos que están siendo más excluidos ante la situación crítica de la economía nacional, aquellos jóvenes y adolescentes atravesados por la droga, por el alcohol, por la violencia, que como digo siempre, su futuro parecería estar determinado con la letra C de la calle, de la cárcel o del cementerio.

Pienso en aquellos hermanos que están sin trabajo, desesperados por llevar el pan a sus mesas, en aquellos que viven la más profunda soledad, angustiados, quizá encerrados en su departamento, disimulando una sonrisa, pero en realidad con una tristeza que carcome el alma.

Pienso en aquellas madres que perdieron a sus hijos y que también reclaman y buscan justicia, si bien saben que ese dolor será para siempre.

Pienso en los abuelos, a veces olvidados, los abuelos en los geriátricos.

Pienso en los presos, cuántos hermanos que la están pasando mal, cuántos crucificados de hoy que actualizan el misterio de la cruz de Jesús y hacer entonces nuestras aquellas palabras, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Nosotros sabemos por la fe que la historia no termina en el relato de la pasión de hoy. Nosotros sabemos que no termina todo con un Jesús muerto en la cruz, sino que creemos verdaderamente en la resurrección. Pero más allá de la resurrección que será el motivo de nuestra celebración pascual, hoy, Domingo de Ramos, quisiera invitarlos a todos a solidarizarnos con los crucificados de hoy, muchos de los que seguramente nos están siguiendo en este momento por los medios de comunicación.

Tantos hermanos que con estas o con otras palabras, pero reclaman al cielo por más justicia, reclaman al cielo por más fraternidad, reclaman al cielo por una economía más justa, reclaman al cielo por mejores condiciones de vida, reclaman al cielo por paz, por salud, por trabajo.

En un momento del relato de la pasión aparece Simón de Cirene, un hombre trabajador del campo, padre de Alejandro y Rufo. No tenemos muchos datos biográficos de él, pero sabemos que en algún momento hizo más llevadero el camino de la cruz de Jesús, porque fue el que cargó la cruz, fue el que hizo que el peso de la cruz no cayese ya sobre aquel hombre que no daba más.

Quizá también puede ser un compromiso de hoy, no solamente hacer nuestra la voz y el clamor de tantos hermanos crucificados, sino también poder animarnos a cargar sus pesadas cruces. Para eso, fomentar y crecer en la solidaridad, en la generosidad, en dejar de lado la cultura de la indiferencia, en hacernos cargo que el dolor del hermano es mío, que su cruce es mi cruz y gritar juntos al cielo, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Que podamos, igual que Simón de Cirene, comprometernos a hacer más llevadera la cruz de los hermanos crucificados hoy, visitando a un enfermo, visitando a un anciano, haciendo más llevadera la soledad de alguien que está quebrado en su dolor y en su depresión, acompañando o visitando a un preso, asistiendo desde Cáritas o desde el compromiso y la generosidad a los que más sufren, participando de las noches de caridad en nuestras parroquias con la gente que está en situación de calle.

Muchos son los crucificados, por lo tanto, muchas son las oportunidades que tenemos para, igual que Simón de Cirene, hacer un poquito más llevadera su cruz. Mientras tanto, hagamos nuestra la oración de Jesús y gritemos al cielo, porque no nos conformamos con el dolor y la injusticia. Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?

Y que la respuesta la vayamos teniendo en la solidaridad y el domingo de Pascua, cuando veamos que Jesús, desde la cruz, venció a la muerte para siempre. Amén.

Mons. Jorge Ignacio García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires

Hermanas y hermanos:

Estamos participando de la Misa con la que iniciamos la Semana Santa. Al comenzar, conmemoramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, días antes de su muerte y resurrección. Entrada que está llena de contrastes. La ciudad está llena de gente venida de todas partes para celebrar la Pascua de los judíos. Esta celebración despertaba cada año ese sueño de la venida de un mesías nacionalista que con poder los liberara del poder opresor. Así es que reciben a Jesús con todos los honores y desbordantes de alegría cantan: “¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito que ya viene el Reino de nuestro padre David! ¡Hosana en las alturas!”

Parece que Jesús acepta estos homenajes, pero hay manifestaciones suyas despegándose de ese mesianismo. Él ha enviado al pueblo a sus discípulos a buscar un asno. Da precisiones: “un asno atado cerca de una puerta, en la calle”. No hace como los reyes de entonces que montaban a caballo, con aire de conquistador, como jefe de un ejército triunfador luego de dar muerte a los enemigos. Todo lo contrario, el asno en esos tiempos era signo de vida. Era el animal compañero del hombre en su trabajo, vivía en la misma casa de su amo y lo ayudaba en sus tareas. Era su transporte para los viajes. El “asno atado y que nadie ha montado” es un signo de verdadera novedad. Jesús viene con una misión. Hasta entonces ningún jefe en Israel había entrado en la ciudad de Jerusalén como Jesús. Nadie había hecho la opción de hacer el camino de la humildad y de servicio a la vida, como Jesús que va a ofrecer su vida por el pueblo. Las autoridades religiosas sólo conocían el camino del interés, del poder, de las vanaglorias de los honores, de la explotación y de la violencia. El pueblo quería algo así, un rey o mesías poderoso. Cuando se dan cuenta que Jesús tiene otro proyecto distinto, lo rechazan y abandonan. Se dejarán engañar y muy pronto, al mismo que aclamaron como liberador estarán pidiendo al poder romano que lo crucifique. Será tratado como un delincuente y llevado a morir fuera de la ciudad, colgado en la cruz como un esclavo. No van a creer, salvo algunos, que esa era la máxima manifestación del amor, una vida entregada para que todo el mundo tenga vida, y vida en abundancia.

Comenzamos la Semana Santa. Las celebraciones de estos días, particularmente las del Triduo Pascual, son ocasión para que cada uno de nosotros renovemos nuestra vida de fe, contemplando el gran misterio de amor manifestado en Jesús muerto y resucitado. Es el núcleo vital de nuestra fe. Esto es lo que celebramos en cada Eucaristía, en cada Misa y de modo especial, el domingo. A todos los fieles cristianos de la diócesis los invito, en la medida de sus posibilidades, a participar de las celebraciones que se han organizado en las parroquias y capillas. Participemos en familia. Necesitamos todos unirnos como pueblo cristiano a celebrar y expresar nuestra fe. Los momentos difíciles que vive la Patria y el mundo entero requiere que fortalezcamos nuestro espíritu. No nos dejemos llevar por el odio, la desesperanza, el inmovilismo del individualismo que nos tienta a pensar y decir: que cada uno se las arregle: sálvese quien pueda. Jesús nos ha salvado, pero nadie se salva solo. Es la hora de la solidaridad, de la lucha por la justicia que es el camino de la paz. La hora de hacernos prójimo, mirando al costado del camino y socorrer al que necesita ayuda y consuelo. Atrevámonos a transitar la senda de la ternura para vencer la insensibilidad, el cinismo y la crueldad, tan en boga en muchos discursos y conversaciones. Ese es el camino del bien, de la verdad, de la justicia y la paz. No es el camino de los poderosos y comerciantes de la muerte.

Sepamos estar junto a las víctimas de la injusticia, de la ambición, de la prepotencia y soberbia de aquellos que sólo buscan servir al dios dinero y no tienen en cuenta el bien común de la sociedad. 

Este domingo de Ramos coincide con una fecha que ya ocupa un lugar en nuestra historia argentina, es el “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”, conmemorando el trágico golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Fueron años de oscuridad, dolor y muerte para los argentinos. El miedo cundió en la sociedad como pocas veces en los doscientos años de la vida de la Patria. Del seno de la Iglesia nacieron voces proféticas, como también de otros sectores de la sociedad. Fueron luces en medio de las tinieblas. Nuestra Diócesis de Quilmes fue creada en ese mismo año, y tuvo como primer pastor al Padre Obispo Jorge Novak, quien recibiera la ordenación episcopal en nuestra Catedral el 19 de septiembre de 1976. Ya en los primeros días de su ministerio empezaron a golpear a su puerta aquellas personas que nadie quería recibir ni escuchar: los familiares de las personas detenidas y muchas desaparecidas hasta el día de hoy. Hay cientos de testimonios escritos del accionar de nuestro obispo junto a esas familias, buscando saber algo de sus hijos e hijas. Esa actitud no era la de la mayoría de los dirigentes, más bien, muy pocos fueron los que se comprometieron a riesgo de sus propias vidas. 

He traído para tener en este altar hoy, una carta del Padre Obispo Jorge dirigida a los detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, respondiendo a cartas que los presos le habían hecho llegar. Es un saludo que les hace con motivo del comienzo de la Semana Santa, fechada el 12 de abril de 1981. Leeré algunos párrafos.

“Queridos hermanos:

En la imposibilidad de escribirles a cada uno de ustedes, extendiéndome como quisiera en consideraciones que fueran respuesta a las inquietudes expresadas en sus cartas, les hago este saludo, que ojalá les llegue para la Pascua.

Ustedes me agradecen la preocupación que les he exteriorizado en mi acción pastoral como obispo de esta diócesis de Quilmes. Al respecto, hay que tener presente que todo Obispo es ordenado, en primer lugar, para demostrar inequívocamente una actitud de paternal afecto hacia los necesitados…

Que estas líneas que les escribo a una semana de la Pascua, interpreten mis deseos de que ustedes gocen de salud, de la visita de sus seres queridos y de un trato acorde a su condición de hijos de Dios y hermanos nuestros por la fe en el Señor Jesucristo…

El criterio que me guía es el del Apóstol Pablo que escribió: “¿Quién es débil, sin que yo me sienta débil? ¿Quién está a punto de caer, sin que yo me sienta sobre ascuas? (1 Cor. 11, 29) ….

Siempre que me otorguen el permiso las autoridades responsables, los visitaré personalmente. Porque no se me borran del corazón las graves sentencias de Jesús: ´Estaba preso, y me vinieron a ver´ (Mt. 25, 36), en base a lo cual como a las otras correlativas, seremos juzgados todos, sin excepción alguna.

Nada mejor para concluir esta carta pascual que una fórmula que nos llega de la primera comunidad cristiana (2 Cor. 13, 11-13)

´Finalmente, hermanos, estén alegres, trabajen para ser perfectos, anímense, tengan un mismo sentir y vivan en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes. Salúdense mutuamente con el beso santo. Todos los hermanos les envían saludos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes.

Afmo.
+ J.N.
Quilmes, 12 de abril de 1981, comienzo de la Semana Santa”

Hermanas y hermanos, es un verdadero regalo que tengamos tan cerca de nuestro corazón el testimonio de este Siervo de Dios, que muchos han conocido y que tantas veces celebró la Eucaristía en este templo principal de Florencio Varela. Él vivió su seguimiento de Jesús en un momento preciso de la historia de nuestro pueblo argentino. Hoy nosotros, a más de cuarenta años, en otro siglo, somos protagonistas de otro momento histórico.

Comencemos esta Semana Santa con los ojos fijos en Jesús. Nos preguntamos: ¿cuáles serán mis actitudes en estos días? Como sugerencia, diría:

- Imitar el silencio y la humildad de Jesús, como hoy lo presenta la Palabra que escuchamos. ¿Cómo puedo hacer este silencio? ¿En qué situaciones podré vivir esa humildad? ¿En qué momentos puedo estar a solas y comunitariamente con Jesús?

- Contemplando el mayor servicio de Jesús, al entregar su propia vida por amor a mí ¿Cuáles serán mis decisiones para servir mejor a los demás? En este momento de nuestra vida ¿cómo puedo ser reflejo del amor de Jesús? ¿Qué veo a mi alrededor? ¿Agradezco las muestras de amor hacia mi persona? ¿Cómo retribuyo a Dios y a los demás lo que recibo cada día? Ante la crisis alimentaria que vivimos ¿sé compartir con los más necesitados lo que tengo y puedo dar? 

- Mirando a Jesús que también me mira, me animo a dejar que Él me pregunte ¿qué puedo hacer por ti? ¿Qué le pediría en estos días a Jesús que me muestra su corazón traspasado?

Que María nos conceda tener también sus sentimientos de Madre para estar con Jesús, para estar de pie junto a los crucificados de hoy. Que San Juan Bautista nos conceda ser profetas de este Reino de justicia, de amor y de paz que Jesús inauguró para siempre en su misterio pascual.

Mons. Carlos José Tissera, obispo de Quilmes
Florencio Varela, 24 de marzo de 2024

Queridos jóvenes:

¡Cristo vive y quiere que ustedes vivan! Esta es una certeza que siempre colma de alegría mi corazón y que me impulsa ahora a escribirles este mensaje, al cumplirse cinco años de la publicación de la Exhortación apostólica Christus vivit, fruto de la Asamblea del Sínodo de los Obispos que tuvo como tema “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”.

Quisiera ante todo que mis palabras reavivaran en ustedes la esperanza. En el actual contexto internacional, marcado por tantos conflictos y sufrimientos, es de imaginar que muchos de ustedes se sientan desanimados. Por eso les propongo que partamos juntos desde el anuncio que está en el fundamento de la esperanza para nosotros y para toda la humanidad: “¡Cristo vive!”.

Lo digo a cada uno de ustedes en particular: Cristo vive y te ama infinitamente. Y su amor por ti no está condicionado por tus caídas o tus errores. Él, que dio su vida por ti, no aguarda a que llegues a la perfección para amarte. Mira sus brazos abiertos en la cruz y «déjate salvar una y otra vez»[1], camina con Él como con un amigo, acógelo en tu vida y hazle partícipe de las alegrías y las esperanzas, los sufrimientos y las angustias de tu juventud. Verás que tu camino se iluminará y que también las cargas más grandes se volverán menos pesadas, porque será Él quien las lleve contigo. Por eso, invoca cada día al Espíritu Santo, que «te hace entrar cada vez más en el corazón de Cristo para que te llenes siempre más de su amor, de su luz y de su fuerza»[2].

¡Cuánto quisiera que este anuncio llegase a cada uno de ustedes, y que cada uno lo percibiese vivo y verdadero en su propia vida y sintiera el deseo de compartirlo con sus amigos! Sí, porque ustedes tienen esta gran misión: testimoniar a todos la alegría que nace de la amistad con Cristo.

Al comienzo de mi Pontificado, durante la JMJ de Río de Janeiro, les dije con fuerza: háganse escuchar, “¡hagan lío!”. Y hoy de nuevo vuelvo a pedirles: háganse oír, griten esta verdad, no tanto con la voz sino con la vida y con el corazón: ¡Cristo vive! Para que toda la Iglesia se siente impulsada a levantarse, a ponerse una y otra vez en camino y a llevar su anuncio al mundo entero.

El próximo 14 de abril recordaremos los 40 años del primer gran encuentro de jóvenes que, en el contexto del Año Santo de la Redención, fue el germen de las futuras Jornadas Mundiales de la Juventud. Al final de aquel año jubilar, en 1984, san Juan Pablo II entregó la cruz a los jóvenes con la misión de llevarla a todo el mundo, como signo y recuerdo de que sólo en Jesús muerto y resucitado hay salvación y redención. Como ustedes bien saben, es una cruz de madera sin el Crucificado, pensada así para recordarnos que celebra ante todo el triunfo de la Resurrección, la victoria de la vida sobre la muerte, y para decirles a todos: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6). Y ustedes contemplen a Jesús de esta manera: vivo y desbordante de gozo, vencedor de la muerte, amigo que los ama y que quiere vivir en ustedes.[3]

Sólo de este modo, a la luz de su presencia, la memoria del pasado será fecunda y tendrán la valentía de vivir el presente afrontando el futuro con esperanza. Podrán asumir con libertad la historia de sus familias, de sus abuelos, de sus padres, las tradiciones religiosas de sus países, para ser a su vez constructores del mañana y “artesanos” del futuro.

La Exhortación Christus vivit es fruto de una Iglesia que quiere caminar unida y que por eso se pone a la escucha, en diálogo y en constante discernimiento de la voluntad del Señor. Por esta razón, hace más de cinco años, con miras al Sínodo de los jóvenes, se les pidió a muchos de ustedes, de distintas partes del mundo, que compartieran sus esperanzas y sus deseos. Cientos de jóvenes vinieron a Roma y trabajaron juntos durante algunos días, recopilando y proponiendo ideas. Gracias a su trabajo los obispos pudieron conocer y ahondar en una visión más amplia y profunda del mundo y de la Iglesia. Fue un verdadero “experimento sinodal” que dio muchos frutos y que también preparó el camino para un nuevo Sínodo -el que estamos viviendo ahora, en estos años-, precisamente sobre la sinodalidad. Como leemos en el Documento Final del 2018, en efecto, «la participación de los jóvenes ha contribuido a “despertar” la sinodalidad, que es una “dimensión constitutiva de la Iglesia”»[4]. Y ahora, en esta nueva etapa de nuestro itinerario eclesial, necesitamos más que nunca la creatividad de ustedes para explorar nuevos caminos, siempre en fidelidad a nuestras raíces.

Queridos jóvenes, ustedes son la esperanza viva de una Iglesia en camino. Por eso les agradezco su presencia y su contribución a la vida del Cuerpo de Cristo. Y les pido: no permitan que nos falte nunca el lío bueno que ustedes hacen; el empuje que tienen, como el de un motor limpio y ágil; su modo original de vivir y anunciar la alegría de Jesús Resucitado. Rezo por ello; y ustedes también, por favor, recen por mí.

Roma, San Juan de Letrán, 25 de marzo de 2024, Lunes Santo.

Francisco


Notas:
[1] Exhort. ap. postsin. Christus vivit, n. 123.
[2]Ibíd., n. 130.
[3] Cf. ibíd., n. 126.
[4] Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria. Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Documento Final, n. 121.

“Muchos extendían sus mantos sobre el camino; otros, lo cubrían con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y los que seguían a Jesús, gritaban: «¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!»” (Mc 11, 8-10).

Con el Domingo de Ramos, entramos en la Semana Santa. Su punto culminante será la celebración anual de la Pascua.

Montado en un asno, Jesús entra en Jerusalén, despertando la esperanza en el pueblo que lo aclama como Mesías. Poco después, ese fervor se volverá furia y el Mesías terminará en una cruz. Sin embargo, un soldado pagano, al verlo morir así exclamará: “¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15, 39).

Al iniciar esta Semana Santa somos invitados a esta misma confesión de fe: reconocer el rostro de Dios en el Crucificado y a decirle “amén” con nuestra plegaria. Comparto la mía:

Guardo en la memoria del corazón, Señor, un hecho de mi niñez. Un viernes santo, alguien me indicó que tenía que sumarme a la fila de los que se acercaban a besar tu cruz. Con la docilidad y simplicidad de un niño lo hice.

Ahora que soy un hombre adulto, empiezo a comprender que, de ese gesto de niño, nacieron muchas cosas decisivas, las que echan raíces en el corazón y dan sustento a mi propia vida.

Señor, no puedo dejar de hacer mi personal confesión de fe, como aquel centurión pagano al pie de la cruz.

Creo en Vos, Dios crucificado, que me has amado hasta entregarte por mí.

Creo en Vos, Dios humilde, que, de esa forma has venido a buscarme y me has redimido.

Creo y espero en Vos. Amén.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco

Queridos hermanos, aunque sea un poco larga y a veces la atención se nos disperse, qué bien que nos hace escuchar la pasión de Jesús. 

Nos hace bien, no porque seamos masoquistas que queramos regodearnos en el sufrimiento del Señor, sino que nos hace bien porque, por lo menos, tendría que suscitarnos asombro. Porque ante lo que acabamos de escuchar, este relato, llama la atención porque daría la sensación que Jesús cada vez va disminuyendo su poder hasta quedar sometido exclusivamente a los actos de los que lo querían condenar, que decía bien concretamente Marcos, era por envidia. 

El asombro que nos mueve
¿Dónde está el Maestro que hablaba como no hablaba cualquiera? Ahora está callado. ¿Dónde está aquel que hacía milagros, sanaba enfermos, multiplicaba el pan, calmaba la tempestad? ¿Por qué no hizo eso durante su pasión y todo hubiera sido diferente? ¿Dónde está aquel que con paciencia educaba a sus discípulos? ¿Dónde está el Maestro que tenía el poder de perdonar y que era la misericordia en persona? Todas estas cosas, estas preguntas nos asombran, o nos deberían asombrar, o por lo menos nos admiran. Admiramos todo lo que le pasó a Jesús, pero la admiración es algo que nos llama la atención en alguien, pero que no nos cambia la vida. El texto que acabamos de leer decía que Pilato admiraba a Jesús, pero no dudó en seguir condenándolo, en seguir su juicio, por más que tuviese intención de liberarlo. La pasión nos tiene que hacer pasar de la admiración al asombro. El asombro es algo que nos cambia la vida. Y fíjense cómo esta gente que nosotros representamos en la plaza, pero sabemos qué pasó, aclamaba a Jesús una semana antes diciendo, bendito el que viene en el nombre del Señor, Hosanna al Hijo de David. ¿Qué hizo que unos días después gritasen crucifícalo? Es que ellos esperaban, admirados, a un Mesías guerrero, poderoso. 

La Pasión es un relato de amor
Sin embargo, la pasión nos muestra que el Dios omnipotente se rebaja, hasta la nada casi. Que aquel que podría haber entrado en caballo después de una victoria triunfal para liberar al pueblo de la esclavitud, entra en un asno humilde. Aquel que podría entrar con la espada, está en un madero, colgado como un maldito. Y es porque el pueblo admiraba a este Jesús, pero no se dejó asombrar, ni sorprender, por la nueva manera que Jesús, o la inaudita manera que Jesús tenía de ser Mesías. Entonces el asombro nos tiene que llevar a preguntarnos, ¿y todo esto por qué? Y la pasión es un relato de amor, aunque haya situaciones de crueldad, aunque veamos ese ensañamiento con Jesús, todo eso es por amor. Y el asombro nos tiene que llevar a preguntarnos, ¿pero para qué? Para salvarnos, para nuestra salvación. Por tanto la pasión tiene dos ingredientes inseparables, es una pasión de amor y es una pasión de salvación. 

El quiebre del Getsemaní
Pero me quiero detener un instante en un detalle, porque uno de los momentos más fuertes y más impactantes de la pasión es el Getsemaní, aunque a nosotros nos llame la atención o nos surja la admiración, y la admiración es acomodar las cosas como nosotros pensamos que tienen que ser, la flagelación, la crucifixión, la muerte, etc. Pero el Getsemaní es un quiebre fundamental en la pasión de Jesús. Jesús angustiantemente le pide al Padre que pase de él ese cáliz, pero hay un pero, y ese pero es lo que hace que Jesús adquiera la mayor fuerza y la mayor libertad. Cuando dice, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. 

Los discípulos hasta ahora no saben nada de todo lo que está pasando en el alma de Jesús, la angustia que él está viviendo. Pero da la sensación que después que él se abandona en las manos del Padre queriendo hacer su voluntad, Jesús recobre una fortaleza admirable. Vamos, levántense, ya está, esto está hecho. Y sucede que los discípulos, aquellos que en boca de Pedro valientemente dijeron, Señor aunque todos te abandonen, yo no te voy a abandonar, empieza a hacer lo contrario. Jesús del temor pasa a la valentía por confiarse en las manos del Padre, y los discípulos del coraje infundado pasan al miedo, de tal manera, que lo dejan.

El último suspiro de amor
Cuando uno pasa un momento de dificultad, de angustia, de cruz, un momento límite, necesita de apoyos, aunque sea humanamente hablando, necesita de alguien con el que compartir la preocupación, alguien que aunque no diga nada esté al lado. A Jesús le huyeron, le escaparon por miedo todos sus amigos, quedó solo. Pero esa soledad fue acrecentando su fortaleza y su libertad. Daría la sensación de que a Jesús le llevaban de un lado para otro, ya no pudiendo hacer lo que él quisiera. No, era Jesús, aunque calladamente no decía nada, el que manejaba los hilos de los acontecimientos. Siempre en el Evangelio de Marcos Jesús hace callar a aquellos que proclaman que él es el Mesías, y ahora por primera vez sale de su boca delante del sumo sacerdote cuando le preguntan ¿sos el Mesías? Sí, yo lo soy. Ya está, Jesús revela su identidad más profunda, es el Mesías. Pero después hay un detalle que es conmovedor y es asombroso.

Saborear desde el asombro
Cuando muere, un pagano, el centurión, un soldado romano, dice “verdaderamente este era el Hijo de Dios.” ¿Por qué se asombra, no se admira, se asombra el centurión? Porque se da cuenta que Jesús a pesar de todo eso, su último suspiro fue de amor. Murió amando, murió amando hasta el extremo, y eso sacudió el corazón del centurión. Este era el Hijo de Dios. Por eso dejemos que nuestra vida vaya a la pasión decantando, para que también saboriemos, desde el asombro que cambia la vida, no desde la admiración que acomoda las cosas según nuestros criterios. Desde el asombro que nos cambia la vida, dejemos que Jesús nos vaya mostrando cuánto nos ha amado, para que esto ya no sea una frase hecha, sino que sea una frase que la vivamos de corazón. Para que también nosotros ante este signo tan elocuente del amor de Dios, la pasión de Jesús, también nosotros, como el centurión, dejemos que el asombro nos cambie la vida y proclamemos también, este es el Hijo de Dios y también Señor, sos mi Dios. Que así sea.

Mons. fray Carlos María Domínguez OAR, obispo de San Rafael