Mons. Castagna: 'Está con el Padre y entre los hombres'
- 30 de mayo, 2025
- Corrientes (AICA)
"Únicamente por la fe es posible trascender aquellos signos y reconocerlo a Él, realmente presente", recordó el arzobispo emérito en su sugerencia para la homilía de la Ascensión del Señor.

En su sugerencia para la homilía de la solemnidad de la Ascensión del Señor, monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, recordó que "la convicción de que Jesús se queda -aunque de otra manera- entre sus discípulos y en el mundo, genera un gozo indescriptible".
"Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios", citó el pasaje evangélico.
"Nadie regresa, al haber despedido para siempre a un ser querido, con gozo, más bien, gracias a la fe, lo saben más presente que antes".
El arzobispo destacó que durante las diversas apariciones -como resucitado- Cristo enseña a discernir su presencia, a través de los signos que Él mismo crea".
"Únicamente por la fe es posible trascender aquellos signos y reconocerlo a Él, realmente presente", concluyó.
Texto de la sugerencia
1. Cristo, imagen de la ternura del Padre. Concluyendo el tiempo pascual, la Iglesia recuerda el final de la presencia visible de Jesús entre los hombres: su Ascensión a los cielos. No es un momento triunfal, es legado y mandato para ser custodiado y desarrollado a través de la historia humana, aunque en proceso. Jesús resucitado se oculta, pero no se va. Está a la derecha del Padre y entre nosotros. Nuestras heridas fueron inicialmente curadas por sus heridas. Sigue aplicando el bálsamo de su perdón sobre los pecadores. Continúa revelando la infinita ternura del Padre, a quienes han pecado. Es preciso decidir el cambio de imagen de Dios, orientados por las enseñanzas de Jesús. El Padre es, como Jesús dice que es: infinitamente paciente, siempre dispuesto al perdón, pronto a adoptar a los hombres como hijos, con tal que decidan regresar a sus brazos. Es bueno, manso y dulce, está siempre dispuesto a facilitar el encuentro, sin traicionar la verdad. Cristo muestra al Padre como es. La imaginación es incapaz de representarlo pero, la contemplación ofrece la oportunidad de acercarse al silencio de las nocturnas oraciones de Jesús. El esfuerzo que corresponde es estar con Él, no inventar una imagen de Él. El único que puede decir cómo es Dios es quien viene de Dios. Su salto de la Trinidad a la Encarnación escapa a toda imaginación. ¡Qué pobre e inexpresivo es el lenguaje humano para manifestar tan sublime Misterio! Sólo es posible llegar a Él amándolo con un corazón pobre y despojado. Los pobres de corazón -y los niños- gozan de un acceso directo al amor de Dios, únicamente posible mediante la humildad y el silencio. En la fiesta de la Ascensión, el tiempo de Pascua logra su culminación. El mensaje que expresa es aleccionador. A partir de entonces Jesús lleva su humanidad, que es la nuestra, a ocupar su lugar propio "a la derecha del Padre". Es el destino final al que se orientan los mayores anhelos del corazón humano. Su trascendencia marca profundamente toda búsqueda honesta de la felicidad. Corresponde a los creyentes hacer una lectura inteligente de la historia, en el principal de sus acontecimientos. Desde entonces Cristo no deja de estar presente entre los hombres.
2. Señor de la historia. Cristo se convierte en Señor de la historia y comanda su movimiento hacia la perfección angélica. La Palabra de Dios, que Jesús deja como legado a quienes creen en Él, está destinada a cambiar la vida y otorgarle su verdadero sentido. El secreto de su éxito está en escucharla, de labios de sus autorizados testigos, y obedecerla. El esfuerzo misionero se enfoca a la confrontación: fe y cultura, Palabra y nueva vida. La Iglesia -Cuerpo místico de Cristo- se hace responsable, por mandato expreso del mismo Señor, de la difusión de la Palabra, para que todo el mundo tenga la ocasión de escucharla y obedecerla. Ello exige no esconderla, ni ocultarla por temor al ruido ensordecedor del mundo. La Ascensión abre el sendero final y definitivo de la Pascua. Es preciso recorrerlo con el coraje que infunde el Espíritu de Pentecostés. La Ascensión no es una despedida sino la instalación definitiva de Cristo resucitado en el mundo. Lo hace a través de su Iglesia, hasta el final de los tiempos. El mismo Evangelista San Juan lo intuye sobrenaturalmente en su Apocalipsis. Pero, más allá de toda especulación filosófica, está el misterio de Dios, creando y redimiendo a los hombres. Cristo constituye la síntesis "del universo material" y ofrece el modelo perfecto del hombre que: "En la unidad de cuerpo y alma, por su misma condición corporal, es síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador". (Gaudium et Spes (14) - Concilio Vaticano II) Queda así despejado el horizonte de la Verdad que el mundo necesita aprender. Jesús transmite a sus discípulos la Noticia Nueva de su divinidad. Simeón, al referirse a Él, afirma que será principio de contradicción, y que el mundo se fragmentará entre quienes se adhieran a Él y quienes lo rechacen: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel, será signo de contradicción?" (Lucas 2, 34) Lo que ha ocurrido con su pueblo alcanza a todo el mundo. Somos testigos, a veces espantados, de las más sofisticadas y crueles persecuciones, contra quienes se adhieren a Él. Hasta el fin son replicados - en sus discípulos - los padecimientos de Cristo. Así lo entiende San Pablo, enamorado de Cristo, que ha perseguido a su Iglesia, con empeño destructor; pero que, ya convertido en Damasco, deja que la gracia del Divino Perseguido realice su obra reconciliadora y santificadora en él y desde él.
3. No nos deja huérfanos. La Ascensión cierra la intervención de Dios en la historia humana, depositando la semilla de la inmortalidad en la entraña espiritual del mundo. La Pascua es la reconciliación y la nueva Vida que genera el Misterio del amor de Dios en los hombres. Aquella despedida no es tal. El Señor no deja a sus discípulos, y a quienes crean en Él a partir de ellos. Así cumple su promesa: "No los dejare huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán" (Juan 14, 18-19). La fe proporciona la capacidad de ver lo que el mudo ignora. Corresponde, por parte de los creyentes, aceptar la Palabra y vivir de ella. Comprende "una forma de vida". El ministerio apostólico, a cuyo servicio está la Iglesia, suscita y alimenta la fe del pueblo cristiano, mediante la predicación y la práctica de los sacramentos. Es de tal importancia -para la Iglesia- depender de la gracia de Cristo, que, si descuidara la celebración y alimentación de esa dependencia sobrenatural, pondría en riesgo su verdadera identidad. Es decir, daría la razón a sus objetores, declarándose innecesaria. El Espíritu que la anima, es el garante de su indefectibilidad. De todos modos, corresponde a su consentimiento -por el compromiso de sus miembros (Pastores y fieles)- la actualización de su capacidad transmisora de la gracia que convoca e interpela. Obliga a intensificar el amor a Dios y a los hermanos. La vivencia de la caridad logra fortalecer la voluntad, para que el Espíritu pueda realizar su exclusiva obra de santificación. Los santos adquieren una conciencia viva de que la santidad es obra de Dios: nadie puede hacerse santo, ni la Iglesia hace santos, únicamente Dios, supuesto un activo consentimiento en la acción artesanal del Espíritu. Él quiere que los hombres sean santos: "Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta de acuerdo con lo que está escrito: "Sean santos, porque yo soy santo" (1 Pedro 1, 15-16). Ciertamente el logro de la santidad no proviene del esfuerzo humano -aunque lo suponga- sino de Dios. Es riesgoso y engañoso, diseñar proyectos de santidad al margen de la voluntad de Dios. El empeño en soledad de un plan de perfección, opuesto a la voluntad de quien es el autor legítimo de la santidad, constituye el mayor desacierto.
4. Está con el Padre y entre los hombres. La convicción de que Jesús se queda -aunque de otra manera- entre sus discípulos y en el mundo, genera un gozo indescriptible: "Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios" (Lucas 24, 52-53). Nadie regresa, al haber despedido para siempre a un ser querido, con gozo, más bien, gracias a la fe, lo saben más presente que antes. Durante las diversas apariciones -como resucitado- Cristo enseña a discernir su presencia, a través de los signos que Él mismo crea. Únicamente por la fe es posible trascender aquellos signos y reconocerlo a Él, realmente presente.+