Viernes 3 de mayo de 2024

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En cada la Misa Crismal, regresamos al eterno presente de esta escena, en la que Lucas resume simbólicamente todo el ministerio de nuestro Señor. Como en torno a una fuente, nos reunimos para escuchar al Señor que nos dice: Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy (Lc 4, 21). El Señor hace suyo el texto de Isaías para iluminarnos acerca de su persona y su misión. Tiene la humildad de no utilizar palabras propias; simplemente asume lo que profetiza este hermosísimo texto que es continuación del libro de la Consolación. Nosotros, como sacerdotes, participamos de la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo y por eso, en cada Misa Crismal, venimos a renovar la misión; a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de Santidad que nuestra Madre la Iglesia nos comunicó por la imposición de las manos. Es el mismo Espíritu que se posaba sobre Jesús, el Sumo Sacerdote e Hijo amado, y que hoy se posa sobre todos nosotros sacerdotes; nos renueva su unción y nos envía, y misiona en medio del pueblo fiel de Dios.

Todos sabemos cómo continúa y culmina esta escena y que no recoge el texto litúrgico. Al principio, las palabras de Jesús parecen que gustan. Luego comienzan las discusiones acerca de su identidad y de su actividad. Y esa primera impresión que parecía favorable comienza a resquebrajarse. La atmósfera se vuelve hostil. Jesús responde a las expectativas de sus paisanos con los ejemplos de Elías y la viuda de Sarepta y de Eliseo y Naamán el sirio. A este punto, la emoción llega al colmo y todo se derrumba: sacan a Jesús fuera de la ciudad con el fin de matarlo. Daría la impresión que su ministerio ha fracasado.

Les confieso que cuando me pongo delante de este texto evangélico no puedo dejar de sorprenderme y preguntarme: ¿Por qué Lucas ha querido comenzar así su Evangelio? Lucas presenta la actividad pública de Jesús con un fracaso. Esta es la primera imagen que se nos presenta de Jesús, el Ungido y el Enviado: derrotado, expulsado, no escuchado. En realidad es una escena misteriosa. Emerge, por una parte, Jesús amenazado y la frustración de la gente porque no responde a sus expectativas. Por otro, se pone de manifiesto la extrema libertad de Jesús para continuar su misión y seguir evangelizando.

Nosotros, que compartimos la unción y la misión de Jesús, si queremos vivir nuestro sacerdocio como lo vivió Él, debemos aprender de esta escena: por más que suene duro y poco atractivo, debemos ser conscientes de que nuestro ministerio, como el de Jesús, conlleva fracaso, crisis, sufrimiento, incomprensión y cruz.

“Los sacerdotes -decía el Papa Benedicto XVI- tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender la necesidad de la crisis”. Está claro que ejercemos nuestro ministerio sacerdotal en tiempos que son difíciles pero que Dios puede transformalos en tiempo de gracia: secularización e indiferencia; tensiones y miserias dentro de la Iglesia; disminución de vocaciones; avasallamiento de los medios de comunicación con una oferta de facilismo que va de lo sublime a lo denigrante; debilitamiento de la cultura cristiana. En lo pastoral, la dificultad de tender puentes entre la ley y la misericordia; entre la teoría y la práctica; entre la exigencia y la comprensión. Los planteos son cada vez más complicados: problemas que antes los resolvían los teólogos, ahora cada sacerdote se los encuentra casi cotidianamente. A todo esto debemos sumarle los obstáculos personales que nos hacen experimentar hondamente nuestra fragilidad y que nos llevan al desánimo y a vivir una sensación de impotencia y de inutilidad que se manifiestan en agobio, desazón y desconsuelo. Ante todo esto, corremos el peligro de adquirir un tono derrotista, de rendición, y vivir nuestro ministerio desde una trinchera que nos proteja.

Ser sacerdote implica sufrimiento porque el trabajo sacerdotal conoce fracasos. Quien es obrero del Reino más de una vez experimenta el fracaso. Y así como para la gente el límite de la sensibilidad al sufrimiento es bajo, también lo es para nosotros, sacerdotes. El sufrimiento y el fracaso, muchas veces, se nos vuelve un misterio incomprensible.

A estas alturas, podrían preguntarse: Pero… ¿Qué le pasa al obispo? ¿Se volvió masoquista? ¿Por qué esta descripción tan pesimista? ¿No tendría que alentarnos a ser alegres en la esperanza? Precisamente esa es mi intención. Como Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía, quiero darles una palabra de ánimo (cfr. Hch 13, 15) para que, cuando nos visite la cruz y mordamos el fracaso, no nos aplaste y se diluya nuestra unción.

¿Pero sobre qué descansa nuestro ánimo? ¿Podría consistir tan sólo en una palmada ami­gable sobre la espalda?; ¿O un simple gesto de un optimismo psicológi­co? ¿Podría ser el fruto de una sabiduría munda­na que diría: “no llegamos hasta allí”, o “un día todo se arreglará”, o también “con un poco más de ardor habremos remontado la pendiente”? No. Nuestro ánimo no se apoya, ni en consideraciones humanas, ni en hallazgos o técnicas inéditas en pastoral, sino que tiene sus raíces únicamente en la esperanza teologal. No descansa más que sobre la promesa de Dios y su fidelidad: “Yo estoy con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Sé que no es fácil soportar el peso de sostener nuestro ministerio como una vela encendida en medio de la noche, fundados únicamente en la esperanza. Frente a la fragilidad, uno tiende a huir a un terreno aparentemente más firme como es la eficacia. Porque la esperanza evangélica implica confesar que el que puede es Otro, no nosotros. No se funda sobre expectativas razonables sino sobre el fracaso de las expectativas humanas que nos hacen sentir la necesidad de ser salvados.

Que haya resistencia a entrar en el camino de la cruz es absolutamente normal, razonable, previsible. Sólo la gracia puede hacernos vislumbrar que la cruz no es locura o necedad sino sabiduría. “Pedir la cruz es temeridad: desearla por sí misma es estoicismo; tener hambre de ella por amor es suprema sabiduría”.

Decía el Beato Pironio: “Podemos fracasar en apariencias. Pero fundamentalmente nunca fracasamos. Podemos fracasar como individuos, pero nunca como miembros de la Iglesia y del Cuerpo sacerdotal de Cristo. Puede fallar una tarea o un método, pero nunca el apostolado mismo o el sacerdocio. Todo lo hace Cristo en nosotros para la edificación de su Cuerpo”.

Dios quiere que seamos fecundos, no exitosos. Podemos llegar a confundirnos, como les ocurrió a los discípulos de Emaús, cuando creyeron que lo de Jesús era estéril porque acababa en la cruz. Frente al aparente fracaso, su reacción fue el desencanto. Dios no pretende que seamos los mejores sino que demos lo mejor de nosotros para el crecimiento del Reino. El horizonte de la fecundidad está siempre más allá de nosotros mismos.

Por otra parte, la fecundidad sigue un proceso bien distinto al del éxito, porque mientras el éxito brilla en la superficie, la fecundidad se va gestando imperceptiblemente en la oscuridad, bajo tierra, en el silencio. Por eso requiere fidelidad. Para ser fecundos para el Reino es preciso estar unidos a Dios. Es más, de allí, de esa unión, proviene la mayor fecundidad. Más que condición, es causa de ella. Y no nos olvidemos que Jesús presenta, como condición para la fecundidad, la poda. La poda duele, lastima, hiere, pero nos hace fecundos.

Dentro de unos pocos días contemplaremos a Jesús crucificado y resucitado. Es significativo que las llagas de Jesús crucificado no fueran borradas por su Resurrección. Ellas son el signo de la donación de sí, las huellas de su amor por nosotros, de su fidelidad hasta el final en el amor. Las llagas siguen siendo visibles porque son propiamente ellas las que indican la identidad del Resucitado y el camino que debemos recorrer nosotros como discípulos y sacerdotes. Son el símbolo que expresan no solamente cuánto Dios ha sufrido por nosotros sino, primera y principalmente, de cuánto nos ama.

Si en nuestro ministerio sacerdotal nos entregamos por entero y amamos al Pueblo de Dios de verdad, seguramente tendremos cicatrices. No se puede amar sin heridas. Quien huye de las heridas será incapaz de amar y entregarse. Y la unción se irá evaporando. Mostrándonos sus heridas, el Resucitado nos revela que no promete eliminar la cruz en nuestro ministerio. Pero esas heridas nos recodarán siempre que nuestra vocación no es al sufrimiento sino al amor que siempre tendrá, para ser vivido con gratuidad, un precio de cruz.

Queridos sacerdotes: Si muchas veces nos ha tocado chocarnos con el fracaso en nuestro ministerio, ¡ánimo! Jesús pasó por lo mismo pero no se detuvo. Es Él quien sufre en nosotros para la comunidad. Pensar esto nos debe llenar de alegría más que de pesar. Nuestro sacerdocio está fundado en una persona viviente: Cristo. Él es nuestra esperanza. “Tengan valor. Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). 

Mons. fray Carlos María OAR, obispo de San Rafael

Mis queridos hermanos,

En el camino hacia la Pascua, el Señor nos reúne para celebrar esta fiesta de la sacramentalidad de la Iglesia, signo del amor de Cristo derramado en favor de los hombres. En cada misa crismal, hacemos presente el testimonio de una Iglesia toda ministerial, al servicio de la buena Noticia del Reino de Dios.

Lo hacemos llenos de gratitud al Padre a los noventa años de la constitución de Mendoza como Iglesia particular en la Argentina. Queremos celebrarlos en perspectiva vocacional y misionera, descubriendo la llamada del Señor a vivir su proyecto de amor para los hombres, un amor valiente y fiel que nos rescata y nos destina a dar mucho fruto.

1. El Ungido es el servidor
En la primera lectura, el profeta Isaías nos presenta las figuras del Ungido y del pueblo sacerdotal.

El Mesías es enviado a servir a los hombres, a sanar sus corazones y a proclamar con su vida, el restablecimiento de la alegría y la esperanza de su pueblo, portador en adelante de una alianza nueva.

En continuidad con este misterioso designio salvífico, está la Iglesia, pueblo peregrino, familia de todos los bautizados, ungidos y consagrados por el mismo Espíritu y unidos al Señor, enviada a anunciar el Evangelio a todos los hombres de todos los tiempos.

En esta misión común se da la dinámica de la diversidad y complementariedad de las distintas vocaciones, ministerios, carismas, funciones, servicios y responsabilidades. El Espíritu es el principio de comunión y unidad como también de diversidad y variedad. Así, la dimensión sinodal de la Iglesia, hace referencia a ese “caminar juntos” como pueblo de Dios, peregrino y misionero, en el que todos en comunión y una misma dignidad bautismal somos corresponsables y participamos de los dones del Espíritu para llevar a cabo la misión de la Iglesia, encomendada por nuestro Señor.

2. El Ungido es el Testigo fiel
En el texto del Apocalipsis se nos enseña que Jesucristo, el Ungido nos purifica por la entrega de su sangre y nos hace un pueblo de hermanos. El Señor es siempre buena noticia para nosotros los hombres, alentando nuestra propia misión. Pero también lo es para los que lo rechazaron y rechazan, insistiendo en su conversión, con la entrega de su amor constante, con la veracidad de su decir y la coherencia de su hacer.

Los que hemos creído en el Señor, queremos hacernos cargo de ese testimonio en nuestra vida eclesial, vivida como un camino que se recorre juntos. Como nos dice el Informe de Síntesis de la Asamblea sinodal de octubre de 2023,

“(…) hemos comprendido que caminar juntos como bautizados, desde la diversidad de carismas, de vocaciones, de ministerios, es importante no sólo para nuestras comunidades, sino también para el mundo. La fraternidad es, de hecho, como una lámpara, que no debe meterse debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que dé luz a toda la casa (cfr., Mt 5,15). Más que nunca, el mundo necesita hoy de este testimonio, Como discípulos de Jesús, no podemos sustraernos a la tarea de manifestar y transmitir a la humanidad herida el amor y la ternura de Dios.”[1]

3. El Ungido cumple la Palabra del Padre
San Lucas retoma el texto del Profeta Isaías, pero agrega la importante afirmación de Jesús que expresa el cumplimiento de las promesas del Padre. No es un cumplimiento meramente formal, ni tampoco la ostentación de la propia condición de Dios, sino el testimonio vital de su entrega en favor del pueblo, en los comienzos mismos de su ministerio público, para instaurar el Reino de Dios. En esta perspectiva, la Iglesia con su vida y misión entre los hombres, quiere participar de él.

“Desde los orígenes, el camino sinodal de la Iglesia está orientado hacia el Reino, que tendrá su pleno cumplimiento, cuando Dios lo sea todo en todos. El testimonio de la fraternidad eclesial y la dedicación misionera al servicio de los últimos no estarán nunca a la altura del Misterio del que son, sin embargo, signo e instrumento. La Iglesia no reflexiona sobre su propia naturaleza sinodal para ponerse ella misma en el centro del anuncio, sino para cumplir lo mejor posible, teniendo en cuenta su falta constitutiva de plenitud, el servicio a la llegada del Reino.”[2]

4. Todos llamados, todos enviados…
La celebración de los noventa años de Iglesia mendocina constituye una oportunidad para fortalecer nuestra identidad como Iglesia pascual, fraternal y misionera. Nacida para anunciar a Jesucristo, Señor de la historia, esta vid mendocina quiere hacerlo presente en sus comunidades e instituciones, en sus iniciativas apostólicas y solidarias, especialmente en su servicio a los más pobres.

En el horizonte de este aniversario, queremos dar gracias por cuanto hemos vivido, conscientes de la intensidad que ha caracterizado la vida del pueblo argentino en este tiempo. Nos sentimos desafiados a seguir anunciándolo en una sociedad fuertemente secularizada, que muchas veces quiere prescindir del aporte de la Iglesia a la comunidad humana. Nos sabemos portadores de un tesoro, más allá de errores y fragilidades, y no queremos guardarnos esa riqueza sin ofrecerla y compartirla para la vida de nuestro pueblo.

Esta mañana, en la reunión de presbiterio en la que nos preparábamos juntos para vivir la semana santa, repasamos los grandes momentos de la historia de la Iglesia de Mendoza y pudimos contemplar la presencia de Dios acompañando su desarrollo y apoyándola en los tiempos difíciles, de crisis y desorientación, porque Él siempre conduce la historia humana.

Si este año jubilar lo celebramos en clave vocacional, no lo hacemos como repliegue religioso hacia adentro, como un abandono de los desafíos de la evangelización o de la realidad; al contrario, lo vivimos como miembros de la Iglesia en salida que nos pide el Señor. Animamos el discernimiento vocacional por su estrecha relación con la misión, con el anuncio del Reino, con la búsqueda de la voluntad de Dios para todos y cada uno de sus hijos.

Por eso, nos llena de alegría la viva ministerialidad de esta Iglesia en Mendoza puesta de manifiesto en el número creciente de inscriptos en las nuevas sedes de la Escuela de Ministerios eclesiales, en el Este y en el Valle de Uco, en la Escuela de Pastoral Bíblica y en los diez centros de formación de Catequistas, extendidos a lo largo de toda la geografía arquidiocesana. Dios sigue llamando y hay muchos dispuestos a poner su mano en el arado.

5. Todos celebrando
En este clima de fiesta de familia, deseo reiterar la convocatoria para celebrar juntos los 90 años de vida de la Iglesia mendocina. En una única gran celebración eucarística vespertina, el próximo sábado 20 de abril a las 20 hs, en el estadio del Arena Aconcagua, daremos gracias a Dios por la vida y la misión de esta Arquidiócesis, y renovaremos nuestro propio sí al seguimiento del Señor.

Ese día queremos pedirle al Señor que nos siga animando a caminar juntos, en comunión y participación, según su estilo, apasionado y fiel; que suscite en nosotros la disponibilidad al diálogo y al discernimiento personal y comunitario de la voz del Espíritu Santo y los signos de los tiempos, junto a María, nuestra Madre del Rosario, del Carmen de Cuyo, de la Carrodilla, de Lourdes, de Luján y de cada lugar donde Ella ha querido quedarse con nosotros como madre y compañera de camino.

Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza


Notas
[1] Sínodo de Obispos, Informe de Síntesis, Introducción.
[2]Sínodo de Obispos, Informe de Síntesis, 1° parte, 2b.

El relato de la pasión que acabamos de escuchar, según San Marcos, nos va mostrando de distintos modos mucha violencia, nos va mostrando de distintos modos mucho dolor, mucho sufrimiento, mucha injusticia.

Los sumos sacerdotes que confabulan entre ellos la condena de Jesús, Pilato que no termina de definir qué es lo que quiere hacer con Jesús y por eso, ante la presión, termina entregándolo para que fuese crucificado, los soldados que son terriblemente violentos con él, los que pasan cuando ya Jesús está crucificado y se burlan y se ríen de él y lo insultan.

¡Cuánta violencia, cuánta injusticia, cuánto dolor!

Y de algún modo, en las últimas palabras de Jesús desde la cruz, se expresa todo ese dolor, todo ese sufrimiento, cuando grita con voz potente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Pensaba, de alguna manera, en los crucificados de hoy, en tantos hermanos que también son víctimas de la injusticia, de la violencia, de la burla, de los insultos, de la complicidad del poder y entonces, hacer nuestras también hoy las palabras de Jesús y gritar como un clamor al cielo, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Porque hay un montón de sufrimiento que es un clamor al cielo de tantos hermanos crucificados de hoy, aquellos que están siendo más excluidos ante la situación crítica de la economía nacional, aquellos jóvenes y adolescentes atravesados por la droga, por el alcohol, por la violencia, que como digo siempre, su futuro parecería estar determinado con la letra C de la calle, de la cárcel o del cementerio.

Pienso en aquellos hermanos que están sin trabajo, desesperados por llevar el pan a sus mesas, en aquellos que viven la más profunda soledad, angustiados, quizá encerrados en su departamento, disimulando una sonrisa, pero en realidad con una tristeza que carcome el alma.

Pienso en aquellas madres que perdieron a sus hijos y que también reclaman y buscan justicia, si bien saben que ese dolor será para siempre.

Pienso en los abuelos, a veces olvidados, los abuelos en los geriátricos.

Pienso en los presos, cuántos hermanos que la están pasando mal, cuántos crucificados de hoy que actualizan el misterio de la cruz de Jesús y hacer entonces nuestras aquellas palabras, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Nosotros sabemos por la fe que la historia no termina en el relato de la pasión de hoy. Nosotros sabemos que no termina todo con un Jesús muerto en la cruz, sino que creemos verdaderamente en la resurrección. Pero más allá de la resurrección que será el motivo de nuestra celebración pascual, hoy, Domingo de Ramos, quisiera invitarlos a todos a solidarizarnos con los crucificados de hoy, muchos de los que seguramente nos están siguiendo en este momento por los medios de comunicación.

Tantos hermanos que con estas o con otras palabras, pero reclaman al cielo por más justicia, reclaman al cielo por más fraternidad, reclaman al cielo por una economía más justa, reclaman al cielo por mejores condiciones de vida, reclaman al cielo por paz, por salud, por trabajo.

En un momento del relato de la pasión aparece Simón de Cirene, un hombre trabajador del campo, padre de Alejandro y Rufo. No tenemos muchos datos biográficos de él, pero sabemos que en algún momento hizo más llevadero el camino de la cruz de Jesús, porque fue el que cargó la cruz, fue el que hizo que el peso de la cruz no cayese ya sobre aquel hombre que no daba más.

Quizá también puede ser un compromiso de hoy, no solamente hacer nuestra la voz y el clamor de tantos hermanos crucificados, sino también poder animarnos a cargar sus pesadas cruces. Para eso, fomentar y crecer en la solidaridad, en la generosidad, en dejar de lado la cultura de la indiferencia, en hacernos cargo que el dolor del hermano es mío, que su cruce es mi cruz y gritar juntos al cielo, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Que podamos, igual que Simón de Cirene, comprometernos a hacer más llevadera la cruz de los hermanos crucificados hoy, visitando a un enfermo, visitando a un anciano, haciendo más llevadera la soledad de alguien que está quebrado en su dolor y en su depresión, acompañando o visitando a un preso, asistiendo desde Cáritas o desde el compromiso y la generosidad a los que más sufren, participando de las noches de caridad en nuestras parroquias con la gente que está en situación de calle.

Muchos son los crucificados, por lo tanto, muchas son las oportunidades que tenemos para, igual que Simón de Cirene, hacer un poquito más llevadera su cruz. Mientras tanto, hagamos nuestra la oración de Jesús y gritemos al cielo, porque no nos conformamos con el dolor y la injusticia. Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?

Y que la respuesta la vayamos teniendo en la solidaridad y el domingo de Pascua, cuando veamos que Jesús, desde la cruz, venció a la muerte para siempre. Amén.

Mons. Jorge Ignacio García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires

Hermanas y hermanos:

Estamos participando de la Misa con la que iniciamos la Semana Santa. Al comenzar, conmemoramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, días antes de su muerte y resurrección. Entrada que está llena de contrastes. La ciudad está llena de gente venida de todas partes para celebrar la Pascua de los judíos. Esta celebración despertaba cada año ese sueño de la venida de un mesías nacionalista que con poder los liberara del poder opresor. Así es que reciben a Jesús con todos los honores y desbordantes de alegría cantan: “¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito que ya viene el Reino de nuestro padre David! ¡Hosana en las alturas!”

Parece que Jesús acepta estos homenajes, pero hay manifestaciones suyas despegándose de ese mesianismo. Él ha enviado al pueblo a sus discípulos a buscar un asno. Da precisiones: “un asno atado cerca de una puerta, en la calle”. No hace como los reyes de entonces que montaban a caballo, con aire de conquistador, como jefe de un ejército triunfador luego de dar muerte a los enemigos. Todo lo contrario, el asno en esos tiempos era signo de vida. Era el animal compañero del hombre en su trabajo, vivía en la misma casa de su amo y lo ayudaba en sus tareas. Era su transporte para los viajes. El “asno atado y que nadie ha montado” es un signo de verdadera novedad. Jesús viene con una misión. Hasta entonces ningún jefe en Israel había entrado en la ciudad de Jerusalén como Jesús. Nadie había hecho la opción de hacer el camino de la humildad y de servicio a la vida, como Jesús que va a ofrecer su vida por el pueblo. Las autoridades religiosas sólo conocían el camino del interés, del poder, de las vanaglorias de los honores, de la explotación y de la violencia. El pueblo quería algo así, un rey o mesías poderoso. Cuando se dan cuenta que Jesús tiene otro proyecto distinto, lo rechazan y abandonan. Se dejarán engañar y muy pronto, al mismo que aclamaron como liberador estarán pidiendo al poder romano que lo crucifique. Será tratado como un delincuente y llevado a morir fuera de la ciudad, colgado en la cruz como un esclavo. No van a creer, salvo algunos, que esa era la máxima manifestación del amor, una vida entregada para que todo el mundo tenga vida, y vida en abundancia.

Comenzamos la Semana Santa. Las celebraciones de estos días, particularmente las del Triduo Pascual, son ocasión para que cada uno de nosotros renovemos nuestra vida de fe, contemplando el gran misterio de amor manifestado en Jesús muerto y resucitado. Es el núcleo vital de nuestra fe. Esto es lo que celebramos en cada Eucaristía, en cada Misa y de modo especial, el domingo. A todos los fieles cristianos de la diócesis los invito, en la medida de sus posibilidades, a participar de las celebraciones que se han organizado en las parroquias y capillas. Participemos en familia. Necesitamos todos unirnos como pueblo cristiano a celebrar y expresar nuestra fe. Los momentos difíciles que vive la Patria y el mundo entero requiere que fortalezcamos nuestro espíritu. No nos dejemos llevar por el odio, la desesperanza, el inmovilismo del individualismo que nos tienta a pensar y decir: que cada uno se las arregle: sálvese quien pueda. Jesús nos ha salvado, pero nadie se salva solo. Es la hora de la solidaridad, de la lucha por la justicia que es el camino de la paz. La hora de hacernos prójimo, mirando al costado del camino y socorrer al que necesita ayuda y consuelo. Atrevámonos a transitar la senda de la ternura para vencer la insensibilidad, el cinismo y la crueldad, tan en boga en muchos discursos y conversaciones. Ese es el camino del bien, de la verdad, de la justicia y la paz. No es el camino de los poderosos y comerciantes de la muerte.

Sepamos estar junto a las víctimas de la injusticia, de la ambición, de la prepotencia y soberbia de aquellos que sólo buscan servir al dios dinero y no tienen en cuenta el bien común de la sociedad. 

Este domingo de Ramos coincide con una fecha que ya ocupa un lugar en nuestra historia argentina, es el “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”, conmemorando el trágico golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Fueron años de oscuridad, dolor y muerte para los argentinos. El miedo cundió en la sociedad como pocas veces en los doscientos años de la vida de la Patria. Del seno de la Iglesia nacieron voces proféticas, como también de otros sectores de la sociedad. Fueron luces en medio de las tinieblas. Nuestra Diócesis de Quilmes fue creada en ese mismo año, y tuvo como primer pastor al Padre Obispo Jorge Novak, quien recibiera la ordenación episcopal en nuestra Catedral el 19 de septiembre de 1976. Ya en los primeros días de su ministerio empezaron a golpear a su puerta aquellas personas que nadie quería recibir ni escuchar: los familiares de las personas detenidas y muchas desaparecidas hasta el día de hoy. Hay cientos de testimonios escritos del accionar de nuestro obispo junto a esas familias, buscando saber algo de sus hijos e hijas. Esa actitud no era la de la mayoría de los dirigentes, más bien, muy pocos fueron los que se comprometieron a riesgo de sus propias vidas. 

He traído para tener en este altar hoy, una carta del Padre Obispo Jorge dirigida a los detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, respondiendo a cartas que los presos le habían hecho llegar. Es un saludo que les hace con motivo del comienzo de la Semana Santa, fechada el 12 de abril de 1981. Leeré algunos párrafos.

“Queridos hermanos:

En la imposibilidad de escribirles a cada uno de ustedes, extendiéndome como quisiera en consideraciones que fueran respuesta a las inquietudes expresadas en sus cartas, les hago este saludo, que ojalá les llegue para la Pascua.

Ustedes me agradecen la preocupación que les he exteriorizado en mi acción pastoral como obispo de esta diócesis de Quilmes. Al respecto, hay que tener presente que todo Obispo es ordenado, en primer lugar, para demostrar inequívocamente una actitud de paternal afecto hacia los necesitados…

Que estas líneas que les escribo a una semana de la Pascua, interpreten mis deseos de que ustedes gocen de salud, de la visita de sus seres queridos y de un trato acorde a su condición de hijos de Dios y hermanos nuestros por la fe en el Señor Jesucristo…

El criterio que me guía es el del Apóstol Pablo que escribió: “¿Quién es débil, sin que yo me sienta débil? ¿Quién está a punto de caer, sin que yo me sienta sobre ascuas? (1 Cor. 11, 29) ….

Siempre que me otorguen el permiso las autoridades responsables, los visitaré personalmente. Porque no se me borran del corazón las graves sentencias de Jesús: ´Estaba preso, y me vinieron a ver´ (Mt. 25, 36), en base a lo cual como a las otras correlativas, seremos juzgados todos, sin excepción alguna.

Nada mejor para concluir esta carta pascual que una fórmula que nos llega de la primera comunidad cristiana (2 Cor. 13, 11-13)

´Finalmente, hermanos, estén alegres, trabajen para ser perfectos, anímense, tengan un mismo sentir y vivan en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes. Salúdense mutuamente con el beso santo. Todos los hermanos les envían saludos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo permanezcan con todos ustedes.

Afmo.
+ J.N.
Quilmes, 12 de abril de 1981, comienzo de la Semana Santa”

Hermanas y hermanos, es un verdadero regalo que tengamos tan cerca de nuestro corazón el testimonio de este Siervo de Dios, que muchos han conocido y que tantas veces celebró la Eucaristía en este templo principal de Florencio Varela. Él vivió su seguimiento de Jesús en un momento preciso de la historia de nuestro pueblo argentino. Hoy nosotros, a más de cuarenta años, en otro siglo, somos protagonistas de otro momento histórico.

Comencemos esta Semana Santa con los ojos fijos en Jesús. Nos preguntamos: ¿cuáles serán mis actitudes en estos días? Como sugerencia, diría:

- Imitar el silencio y la humildad de Jesús, como hoy lo presenta la Palabra que escuchamos. ¿Cómo puedo hacer este silencio? ¿En qué situaciones podré vivir esa humildad? ¿En qué momentos puedo estar a solas y comunitariamente con Jesús?

- Contemplando el mayor servicio de Jesús, al entregar su propia vida por amor a mí ¿Cuáles serán mis decisiones para servir mejor a los demás? En este momento de nuestra vida ¿cómo puedo ser reflejo del amor de Jesús? ¿Qué veo a mi alrededor? ¿Agradezco las muestras de amor hacia mi persona? ¿Cómo retribuyo a Dios y a los demás lo que recibo cada día? Ante la crisis alimentaria que vivimos ¿sé compartir con los más necesitados lo que tengo y puedo dar? 

- Mirando a Jesús que también me mira, me animo a dejar que Él me pregunte ¿qué puedo hacer por ti? ¿Qué le pediría en estos días a Jesús que me muestra su corazón traspasado?

Que María nos conceda tener también sus sentimientos de Madre para estar con Jesús, para estar de pie junto a los crucificados de hoy. Que San Juan Bautista nos conceda ser profetas de este Reino de justicia, de amor y de paz que Jesús inauguró para siempre en su misterio pascual.

Mons. Carlos José Tissera, obispo de Quilmes
Florencio Varela, 24 de marzo de 2024

“Muchos extendían sus mantos sobre el camino; otros, lo cubrían con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y los que seguían a Jesús, gritaban: «¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!»” (Mc 11, 8-10).

Con el Domingo de Ramos, entramos en la Semana Santa. Su punto culminante será la celebración anual de la Pascua.

Montado en un asno, Jesús entra en Jerusalén, despertando la esperanza en el pueblo que lo aclama como Mesías. Poco después, ese fervor se volverá furia y el Mesías terminará en una cruz. Sin embargo, un soldado pagano, al verlo morir así exclamará: “¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15, 39).

Al iniciar esta Semana Santa somos invitados a esta misma confesión de fe: reconocer el rostro de Dios en el Crucificado y a decirle “amén” con nuestra plegaria. Comparto la mía:

Guardo en la memoria del corazón, Señor, un hecho de mi niñez. Un viernes santo, alguien me indicó que tenía que sumarme a la fila de los que se acercaban a besar tu cruz. Con la docilidad y simplicidad de un niño lo hice.

Ahora que soy un hombre adulto, empiezo a comprender que, de ese gesto de niño, nacieron muchas cosas decisivas, las que echan raíces en el corazón y dan sustento a mi propia vida.

Señor, no puedo dejar de hacer mi personal confesión de fe, como aquel centurión pagano al pie de la cruz.

Creo en Vos, Dios crucificado, que me has amado hasta entregarte por mí.

Creo en Vos, Dios humilde, que, de esa forma has venido a buscarme y me has redimido.

Creo y espero en Vos. Amén.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco

Queridos hermanos, aunque sea un poco larga y a veces la atención se nos disperse, qué bien que nos hace escuchar la pasión de Jesús. 

Nos hace bien, no porque seamos masoquistas que queramos regodearnos en el sufrimiento del Señor, sino que nos hace bien porque, por lo menos, tendría que suscitarnos asombro. Porque ante lo que acabamos de escuchar, este relato, llama la atención porque daría la sensación que Jesús cada vez va disminuyendo su poder hasta quedar sometido exclusivamente a los actos de los que lo querían condenar, que decía bien concretamente Marcos, era por envidia. 

El asombro que nos mueve
¿Dónde está el Maestro que hablaba como no hablaba cualquiera? Ahora está callado. ¿Dónde está aquel que hacía milagros, sanaba enfermos, multiplicaba el pan, calmaba la tempestad? ¿Por qué no hizo eso durante su pasión y todo hubiera sido diferente? ¿Dónde está aquel que con paciencia educaba a sus discípulos? ¿Dónde está el Maestro que tenía el poder de perdonar y que era la misericordia en persona? Todas estas cosas, estas preguntas nos asombran, o nos deberían asombrar, o por lo menos nos admiran. Admiramos todo lo que le pasó a Jesús, pero la admiración es algo que nos llama la atención en alguien, pero que no nos cambia la vida. El texto que acabamos de leer decía que Pilato admiraba a Jesús, pero no dudó en seguir condenándolo, en seguir su juicio, por más que tuviese intención de liberarlo. La pasión nos tiene que hacer pasar de la admiración al asombro. El asombro es algo que nos cambia la vida. Y fíjense cómo esta gente que nosotros representamos en la plaza, pero sabemos qué pasó, aclamaba a Jesús una semana antes diciendo, bendito el que viene en el nombre del Señor, Hosanna al Hijo de David. ¿Qué hizo que unos días después gritasen crucifícalo? Es que ellos esperaban, admirados, a un Mesías guerrero, poderoso. 

La Pasión es un relato de amor
Sin embargo, la pasión nos muestra que el Dios omnipotente se rebaja, hasta la nada casi. Que aquel que podría haber entrado en caballo después de una victoria triunfal para liberar al pueblo de la esclavitud, entra en un asno humilde. Aquel que podría entrar con la espada, está en un madero, colgado como un maldito. Y es porque el pueblo admiraba a este Jesús, pero no se dejó asombrar, ni sorprender, por la nueva manera que Jesús, o la inaudita manera que Jesús tenía de ser Mesías. Entonces el asombro nos tiene que llevar a preguntarnos, ¿y todo esto por qué? Y la pasión es un relato de amor, aunque haya situaciones de crueldad, aunque veamos ese ensañamiento con Jesús, todo eso es por amor. Y el asombro nos tiene que llevar a preguntarnos, ¿pero para qué? Para salvarnos, para nuestra salvación. Por tanto la pasión tiene dos ingredientes inseparables, es una pasión de amor y es una pasión de salvación. 

El quiebre del Getsemaní
Pero me quiero detener un instante en un detalle, porque uno de los momentos más fuertes y más impactantes de la pasión es el Getsemaní, aunque a nosotros nos llame la atención o nos surja la admiración, y la admiración es acomodar las cosas como nosotros pensamos que tienen que ser, la flagelación, la crucifixión, la muerte, etc. Pero el Getsemaní es un quiebre fundamental en la pasión de Jesús. Jesús angustiantemente le pide al Padre que pase de él ese cáliz, pero hay un pero, y ese pero es lo que hace que Jesús adquiera la mayor fuerza y la mayor libertad. Cuando dice, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. 

Los discípulos hasta ahora no saben nada de todo lo que está pasando en el alma de Jesús, la angustia que él está viviendo. Pero da la sensación que después que él se abandona en las manos del Padre queriendo hacer su voluntad, Jesús recobre una fortaleza admirable. Vamos, levántense, ya está, esto está hecho. Y sucede que los discípulos, aquellos que en boca de Pedro valientemente dijeron, Señor aunque todos te abandonen, yo no te voy a abandonar, empieza a hacer lo contrario. Jesús del temor pasa a la valentía por confiarse en las manos del Padre, y los discípulos del coraje infundado pasan al miedo, de tal manera, que lo dejan.

El último suspiro de amor
Cuando uno pasa un momento de dificultad, de angustia, de cruz, un momento límite, necesita de apoyos, aunque sea humanamente hablando, necesita de alguien con el que compartir la preocupación, alguien que aunque no diga nada esté al lado. A Jesús le huyeron, le escaparon por miedo todos sus amigos, quedó solo. Pero esa soledad fue acrecentando su fortaleza y su libertad. Daría la sensación de que a Jesús le llevaban de un lado para otro, ya no pudiendo hacer lo que él quisiera. No, era Jesús, aunque calladamente no decía nada, el que manejaba los hilos de los acontecimientos. Siempre en el Evangelio de Marcos Jesús hace callar a aquellos que proclaman que él es el Mesías, y ahora por primera vez sale de su boca delante del sumo sacerdote cuando le preguntan ¿sos el Mesías? Sí, yo lo soy. Ya está, Jesús revela su identidad más profunda, es el Mesías. Pero después hay un detalle que es conmovedor y es asombroso.

Saborear desde el asombro
Cuando muere, un pagano, el centurión, un soldado romano, dice “verdaderamente este era el Hijo de Dios.” ¿Por qué se asombra, no se admira, se asombra el centurión? Porque se da cuenta que Jesús a pesar de todo eso, su último suspiro fue de amor. Murió amando, murió amando hasta el extremo, y eso sacudió el corazón del centurión. Este era el Hijo de Dios. Por eso dejemos que nuestra vida vaya a la pasión decantando, para que también saboriemos, desde el asombro que cambia la vida, no desde la admiración que acomoda las cosas según nuestros criterios. Desde el asombro que nos cambia la vida, dejemos que Jesús nos vaya mostrando cuánto nos ha amado, para que esto ya no sea una frase hecha, sino que sea una frase que la vivamos de corazón. Para que también nosotros ante este signo tan elocuente del amor de Dios, la pasión de Jesús, también nosotros, como el centurión, dejemos que el asombro nos cambie la vida y proclamemos también, este es el Hijo de Dios y también Señor, sos mi Dios. Que así sea.

Mons. fray Carlos María Domínguez OAR, obispo de San Rafael

Durante la Semana Santa que iniciamos actualizaremos en nuestras celebraciones litúrgicas lo que aconteció hace casi dos mil años en Jerusalén. Muchas veces creemos que nuestro momento es el peor, pero en la historia cada situación vivida ha tenido sus graves problemas. No era fácil el contexto en donde se vivió la Pascua del Señor. Tanto por la dominación del Imperio Romano, como por la complejidad de la religiosidad de los judíos y los paganos. En Jerusalén transcurrieron los días y hechos cruciales de nuestra fe. Jerusalén nos evoca el pasado histórico y el futuro escatológico. Aunque lamentablemente siempre abundan los conflictos, Jerusalén nunca dejó de ser una tierra cargada de historia, misterio y sobre todo fe. Es ahí en Jerusalén donde Jesucristo va a vivir la Pascua. Esta va a ser su Pascua, nuestra Pascua y la Pascua de la humanidad.

En este domingo celebramos la entrada mesiánica a Jerusalén (Mc 11,1-10). Jesús montado sobre un pobre burro, es el rey humilde que contradice el poder romano y religioso de los judíos que no entendían la presencia de Dios. Leeremos también la pasión del Señor. Con la lectura de estos textos nos prepararemos para las diversas celebraciones de la Semana Santa. El jueves a las 9 h. nos reuniremos en la Catedral de Posadas, con todos los sacerdotes de la Diócesis y el pueblo de Dios que viajará hasta allí para acompañarnos, y celebrar la Misa Crismal. Esta Misa lleva este nombre porque realizaremos la bendición de los distintos óleos y el Santo Crisma, aceites sagrados que usamos en la distribución de los Sacramentos durante el año. También en esta Eucaristía los sacerdotes renovaremos nuestras promesas sacerdotales. Renovamos el agradecimiento por el llamado que Dios nos ha hecho a ser Apóstoles y amigos. Ese mismo día por la noche celebraremos la Santa Misa en la Cena del Señor. Allí los cristianos nos reunimos a celebrar la institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del servicio con el gesto del lavatorio de los pies. Como tradicionalmente lo hacemos, en la plaza de las antiguas reducciones de San Ignacio celebraremos la Misa Popular de las Misiones recuperando la memoria y conjugando la cultura y la espiritualidad de nuestro pueblo. Después siguiendo los textos de la Palabra de Dios nos encaminamos a participar en el «Vía Crucis», en el juicio y la muerte del que fue crucificado el Viernes Santo. El sábado por la noche la Misa empezará en la oscuridad y el cirio encendido será la luz de Cristo, la esperanza y la vida que ilumina las tinieblas. Los aleluyas expresarán el triunfo de la vida, sobre la muerte, porque Cristo, el que murió, ¡Resucitó! La liturgia Pascual nos invita a que nosotros también subamos a Jerusalén para vivir nuestra Pascua.

Muchos al escuchar: Semana Santa o Pascua, lo asocian solamente a vacaciones o a diversión. Como muchos contemporáneos de Jesús, no captan ni entienden el sentido profundo y la posibilidad que Dios quiere regalarnos de vivir la conversión y la Pascua. Hoy corremos el riesgo que el secularismo nos lleve a vaciar de contenido aquello que celebramos. El secularismo es una forma de ateísmo práctico. No discute la existencia de Dios, la omite y vacía de valores que son fundamentales a la dignidad humana. No está mal que algunos quieran tomarse un descanso de la rutina diaria, pero esto debe convivir con nuestro compromiso cristiano de participar y vivir la Pascua y las celebraciones, para renovar la fe.

Quiero subrayar la necesidad de participar en todas las celebraciones de Semana Santa. Esto llenará de sentido nuestras vidas y nos animará a renovarnos como hombres y mujeres «pascuales», para que renovados en la fe podamos ser fermento de transformación social y globalizar la solidaridad.

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo!

Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

En este pórtico de nuestra Semana Santa, el Domingo de Ramos, escuchamos dos pasajes del Evangelio según san Marcos: la entrada de Jesús en Jerusalén y, ahora, el relato de su pasión. Marcos ha querido resaltar la humanidad de Jesús, la valentía de su humildad y su confianza en Dios, al escribir su evangelio precisamente para una comunidad que, como Jesús, estaba sufriendo la hostilidad y la violencia. Así, también ahora, estas páginas pueden ofrecernos una mirada que ilumine nuestra propia vida de fe y, sobre todo, que nos aliente en el seguimiento de Jesús al afrontar la adversidad, especialmente en este tiempo.

Los gritos de hosanna, que acompañaron al Señor como un canto de triunfo durante su entrada en Jerusalén, son el primer gran malentendido de la última semana en la vida de Jesús. Lo aplauden porque esperan que este Mesías les devuelva el poder perdido del reino de David. Parecería que no pueden reconocer que el Mesías, al que están animando con sus cantos, no viene para ejercer ninguna violencia ni ningún acto de fuerza; al contrario, se ofrecerá a sí mismo como sacrificio para que todos puedan experimentar una nueva libertad, que ningún reino de este mundo ofrece.

Sin embargo, entrar montado en burro debe haber despertado preguntas y alentado esperanzas. La profecía de Zacarías habló claramente: «Mira: tu rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna» (Zc 9, 9).

El Mesías Jesús no trae guerras para ganar, sino paz para afirmar. Avanza a paso sereno sobre un animal de carga, no montado sobre un imponente carro de guerra. Aquellos que, como él, eligen el camino de la mansedumbre y cargan con el peso de una realidad herida por la injusticia, antes que ceder a la violencia, experimentan una nueva forma de vivir y abren caminos nuevos. No es la posesión, sino el don de sí mismo, la entrega en la libertad y el amor, el que hace la felicidad. Quien está obligado a servir es sólo un esclavo, pero quien elige servir es, en cambio, otro Cristo.

La historia de la pasión y la muerte de Jesús en el Evangelio según Marcos nos ayudan a ir todavía más a fondo en esta perspectiva.

Llama la atención la actitud pacífica de Jesús ante su arresto y los episodios de violencia que lo rodean, mostrándolo como un modelo de entrega y de no violencia. No es un signo de debilidad o de falta de coraje, menos aún es un silencio enfermizo que quiere tapar la injusticia. Es el silencio corajudo, sanísimo, ese que no reacciona con la agresión o la hostilidad frente a las provocaciones, el silencio que no se descompone frente a la arrogancia, a la provocación, al insulto y a la calumnia. Es el silencio noble que testimonia lealtad y rectitud, y la confianza de que la causa noble por la que se entrega finalmente triunfará. Con la misma lucidez de Jesús, el cristiano no es alguien que se resigna, sino aquel que ama la verdad y la justicia más que su propia vida, y sabe que la mentira y la injusticia no tendrán la última palabra.

Pero el Jesús de quien nos habla el Evangelio no es un héroe incapaz de conmoverse. Marcos ha querido mostrarnos el rostro humano de Jesús ante su pasión. Lo vemos experimentar el miedo y la angustia, lo contemplamos sufriente y cargado de dolor. Es un rostro que lo hace infinitamente cercano y accesible a nosotros, los creyentes. Más todavía, Marcos nos presenta un Jesús que enfrenta su pasión en completa soledad. Esa experiencia de abandono y desolación que enfrentan creyentes y justos en las horas difíciles.

Allí, el silencio de Jesús cobra toda su fuerza. Ante las acusaciones y provocaciones, Jesús guarda silencio. No pierde aquella mansedumbre que eligió al entrar en Jerusalén montado en un humilde asno. La fuerza de Jesús reside precisamente en ese testimonio de mansedumbre, en esa humilde fidelidad de quien no cede a la violencia.

Al final, viéndolo morir de este modo, viéndolo entregar su vida de este modo, un centurión pagano confesará: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!» (Mc 15, 39). La mansedumbre de Jesús es capaz de tocar el corazón y cambiar la vida de todo hombre y mujer que se anime a contemplarlo muriendo así, desarmado, manso, entregado. Es un mensaje más elocuente que cualquier palabra, capaz de ser comprendido por todo ser humano, cualquiera sea su lengua o su pueblo de origen. Porque precisamente para esto ha venido: para conducir a la humanidad entera por el camino de la paz. Cuando, a la hora de su muerte, se rasga el velo del Templo, es señal de que su misión se ha cumplido: la entrega de Jesús nos ha abierto el «camino nuevo y vivo» (Hb 10, 20) que nos acerca al Padre y nos reconcilia entre nosotros.

Preguntémonos en un momento de silencio: Al contemplar así a Jesús, entrando manso y humilde en la Ciudad santa, entregando su vida desarmado de toda violencia, ¿qué nos invita a vivir el Evangelio? ¿Qué pasos estamos llamados a dar, cada uno y cada una, en su propia vida?

Tengamos el coraje de José de Arimatea. Tras la muerte violenta de este Jesús manso y pacífico, no teme identificarse como su seguidor. Es un modelo de coherencia y de valentía en el camino de la fe, del que todos –creo- podemos aprender. No se trata de grandes acciones ni de muestras de fe grandilocuentes; se trata del humilde coraje de seguir los pasos de Jesús, de abrazar su mismo camino de mansedumbre y entrega, de amar hasta el final como Aquel que nos amó hasta el final.

Y no olvidemos nunca la profesión de fe del centurión: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!», ni la oración confiada de Jesús en el huerto de la agonía: «Abba, Padre» (Mc 14, 36). En la hora desoladora de la pasión, Jesús vuelve a ponerse en las manos de un Dios en quien puede confiar, al que puede invocar como Padre, cuyo amor paternal no lo abandona jamás. Tampoco nosotros, en las horas de sufrimiento y desolación, estamos abandonados a nuestra suerte. También nosotros verdaderamente somos hijos e hijas de Dios. También nosotros, en nuestras horas oscuras, podemos ser sostenidos por esa confianza.

Mons. Maxi Margni, obispo de Avellaneda-Lanús
Iglesia Catedral, 24 de marzo de 2024.

Queridos hermanos, queridos sacerdotes:

El 2024 ES UN AÑO PARA ESCUCHAR, para re-aprender a escuchar. QUE BUENO DEJAR RESONAR EN EL CORAZÓN: “El Señor me ha ungido. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres y a darles el óleo de la alegría”.

Que el Espíritu de la gracia y la paz nos permita conocer a Jesús, seguir a Jesús, amarlo y hacerlo amar. Esta es la oración colecta de esta Eucaristía: “Dios nuestro, que al ungir con el Espíritu Santo a tu Hijo unigénito lo hiciste Señor y Mesías, concede bondadosamente a quienes participamos de su misma consagración, ser ante el mundo testigos de la Redención”.

  • HACE UNOS AÑOS un pedagogo argentino decía que necesitábamos volver de BABEL. Era aquella ciudad que se construyó después de la corrupción del pecado creciente, después del diluvio; hombres que se querían salvar sin Dios y contra Dios. Violentos, (como Nimbrot, Gn 10,9); y Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica “Reconciliación y Penitencia” decía “el mundo está enfermo con el síndrome de Babel, pueblos que terminaron en la incomunicación, la dispersión.”
  • CUANTO MÁS HOY CONSTATANDO nuestras heridas y vulnerabilidades, la violencia es signo de incomunicación; y que crece donde no hay diálogo y encuentro sino soledad y desconfianza.
  • NOSOSTROS Hoy estamos aquí porque Dios nos HABLÓ PRIMERO, nos llamó a la vida, a servir a su pueblo. Dios es comunión, comunicación, su Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y asumió también nuestra historia transformándola, abriéndola a la eternidad.
  • COMUNICÁNDOSE, nos capacita para comunicarnos y desde el bautismo, abriendo nuestros oídos como a sordos (con el gesto del EFFATÁ: <ábrete>), nos invita a escuchar, con los oídos y con el corazón, a superar las apariencias y el instante: amando, comprendiendo, acompañando.
  • Pablo, SAN PABLO, modelo de Apóstol, en el camino escuchó la voz (Hch 9,4ss), se descubrió interpelado sobre su obrar. Él enseñará que la fe viene de la audición (Rm 10,17-18), y poco después propone un camino de ofrenda que va empapado de humildad y sobre todo de caridad (Romanos 12) que implica: escuchar antes de proponer, amando, compartiendo, reconociéndonos todos peregrinos.
  • Con gestos, como el gesto curativo y suave de ungir, para el que prepararemos hoy los santos óleos.

Me parece compartirlo como una propuesta para nosotros para esta semana santa: ROMANOS, Capítulo 12:

“1 Por lo tanto, hermanos, yo los exhorto por la misericordia (POR ESTE CARIÑO DE DIOS) de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer. 2 No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente (transfigúrense) renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

3 En virtud de la gracia que me fue dada, le digo a cada uno de ustedes: no se estimen más de lo que conviene; pero tengan por ustedes una estima razonable, según la medida de la fe que Dios repartió a cada uno. 4 Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros con diversas funciones, 5 también todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo, y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros. 6 Conforme a la gracia que Dios nos ha dado, todos tenemos aptitudes diferentes. El que tiene el don de la profecía, que lo ejerza según la medida de la fe. 7 El que tiene el don del ministerio, que sirva. El que tiene el don de enseñar, que enseñe. 8 El que tiene el don de exhortación, que exhorte. El que comparte sus bienes, que dé con sencillez. El que preside la comunidad, que lo haga con solicitud. El que practica misericordia, que lo haga con alegría.

9 Amen con sinceridad. Tengan horror al mal y pasión por el bien. 10 Ámense cordialmente con amor fraterno, estimando a los otros como más dignos. 11 Con solicitud incansable y fervor de espíritu, sirvan al Señor. 12 Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración. 13 Consideren como propias las necesidades de los santos y practiquen generosamente la hospitalidad.

14 Bendigan a los que los persiguen, bendigan y no maldigan nunca. 15 Alégrense con los que están alegres, y lloren con los que lloran. 16 Vivan en armonía unos con otros, no quieran sobresalir, pónganse a la altura de los más humildes. No presuman de sabios. 17 No devuelvan a nadie mal por mal. Procuren hacer el bien delante de todos los hombres. 18 En cuanto dependa de ustedes, traten de vivir en paz con todos. 19 Queridos míos, no hagan justicia por sus propias manos, antes bien, den lugar a la ira de Dios. Porque está escrito: Yo castigaré. Yo daré la retribución, dice el Señor. 20 Y en otra parte está escrito: Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Haciendo esto, amontonarás carbones encendidos sobre su cabeza. 21 No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien.”

Un venerable cura italiano (Don Tonino Bello) hacía notar que “la cuaresma va de la cabeza a los pies”, de la imposición de las cenizas al lavatorio de los pies. Que este camino pase por el corazón y renueve nuestra conciencia de hijos amados, de servidores de una Iglesia Sacramento del servicio que no saca el delantal que el Maestro se puso en la última cena. Agradecido de todo el testimonio de su entrega generosa les deseo que esta celebración y las de Semana Santa los renueven en la alegría.

Que Brochero, y Mama Antula, que escucharon los clamores y el llamado a trabajar en la viña, junto a María de Guadalupe y San José, nos sostengan en el aprendizaje de la escucha y la sinodalidad, de la humildad y la caridad. Así Sea.

Mons. Pedro Torres, obispo de Rafaela

¿De qué hablaban por el camino? Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. (Mc 9,33-34).

Serán llamados ‘sacerdotes del Señor’ Tocados para caminar en Su mismo camino y agradecidos por ello.

Retomaré algún texto de la Misa de 2023, para situarnos en este caminar sacerdotal con algunos puntos que considero son como vitales, para nuestro obrar y convivir como sacerdotes. La gratuidad y el parentesco, el honor que nos concede al poner bajo nuestro cuidado una porción de su pueblo fiel y la gloria y corona que debe ser un camino realizado en fraternidad sacerdotal cuya fuente es el momento y lugar cotidiano de nuestro encuentro con Él, con su Persona.

1. Emparentados gratuitamente con el Señor
Lo primero que surge en esta acción de gracias es la gratuidad de la elección que el Señor hizo de cada uno de nosotros, su acompañamiento fraterno, lo que ha esperado y espera el retorno para abrazarnos con misericordia y las veces que nos ha sostenido fuerte la mano para no caer si tropezábamos y más aún, levantarnos si habíamos caído.

Estamos emparentados con el Señor. Lo hace desde el primer llamado. Cada uno de nosotros puede dar cuenta de cómo fue ese llamado que nos hizo, dónde, en qué circunstancias, desde las dudas iniciales (o no) hasta el momento decisivo de dejar todo y seguirlo. Podríamos recordar con afecto y gratitud esos momentos dramáticos que por primera vez vivimos y que luego por ser tal la vocación a la que hemos sido llamados y respondido, se reitera cada vez que el mismo Señor así lo quiere.

¿Estaríamos en lo correcto si pensamos el Señor nos castiga con daños porque no hacemos las cosas bien? ¿Nos es lícito pensar que si las actividades que hemos preparado con mucho esfuerzo y orden no salen bien es porque algo habremos hecho? ¿Podremos conformarnos y encontrar la paz que tanto deseamos y pedimos con un inconformismo que surge de otro tipo de insatisfacciones, pero ciertamente no de cumplir la voluntad de Dios?

Por eso, la acción de gracias de esta misa Crismal, en la que el Señor renueva su vínculo filial con nosotros, en la que nos trae a la memoria ese día inquietante y dichoso que nos invitó a seguirlo, le diremos una vez más que sí. Que entre tropezones y caídas volvemos a decirle que creemos en Él y en Aquél que lo envió, y que no sabemos si estará muy contento con nosotros, pero que nosotros estamos muy contentos con Él.

2. Ejercemos la misión en un lugar por Él conquistado
Nos permite ejercer la misión en un lugar que Él conquistó con su sangre, una Porción de la Iglesia, su Esposa, que confía a nuestro cuidado. Vino a rescatarnos, hemos costado la sangre de un Dios, nos convoca a esta Asamblea sabiendo que como pecadores perdonados podemos cometer las mismas cosas y tener las mismas miserias que antes de su Nacimiento en Belén. Nos da su confianza a nosotros, que somos los reos rescatados. (Como si cada uno de nosotros pusiéramos el tesoro recuperado al cuidado del que lo robó). Y todo porque hemos caminado son Él y nos ha preguntado más de una vez, mejor aún, cada vez que volvimos arrepentidos y humillados ‘¿me quieres? apacienta mis ovejas’. Nos confía un universo de realidades humanas que nos enriquecen cotidianamente.

Es en la Parroquia como microcosmos, donde anida, vive y emerge en ese universo toda realidad humana. Un universo tiene una proyección infinita. Y esto vale para todas las parroquias. Porque solemos analizarlas y juzgarlas por lo que aparece o por lo que nos dicen cuatro o cinco personas que opinan y juzgan pero desde afuera.

La Parroquia es fuente, origen, culmen de nuestra espiritualidad. El Señor nos ha elegido para caminar estrechamente con Él y atenderlo en su cuerpo. Por eso lo nuestro es desde ya, caminar con Él, extremar la caridad con los que, parte de su cuerpo, están solos, descartados, tristes, pobres y enfermos, advertir a los ricos que la mortaja no tiene bolsillos y que hay hermanos que necesitan de su generosidad, escuchar a los que gritan sin hacernos los sordos, no sacarle los pobres del camino, descansar con Él, cansarnos con Él, desgastarnos por Él.

3. Nuestro centro es la eucaristía
Día tras día viene a buscarnos en la eucaristía, la expresión más alta y sublime del encuentro de los hombre con Dios y de los hombres entre sí. Desde allí que nuestro centro sea la Eucaristía, el lugar de encuentro por excelencia, el lugar en donde quiso quedarse entre nosotros para la eternidad, allí nos hermanamos y llamamos a la hermandad a todos aquellos que lo deseen. Ese lugar gratificante al que somos invitados, mucho más los pecadores, porque en ese lugar de servicio, de entrega, de diálogo y de consuelo, aprendemos, como en otro Nazaret, a vivir en familia, a conocerlo al Señor y a conocernos, a no desesperar porque no todo sale como lo planeamos, a sorprendernos con el Señor, en definitiva, a caminar por los caminos que quiere que recorramos.

Que nuestro día comience con el Señor y termine con Él, dando gracias, pidiendo perdón, pidiendo fuerzas o llorando junto al pueblo fiel para hacer nuestros los pesares de tantos hermanos que sufren, porque ellos, con vergüenza y gratitud lo digo, en su sufrimiento, hacen méritos por nosotros. Les debemos lo que somos. ¿Pido para todos nosotros una renuncia generosa? Sí. Nos ha tocado caminar con el Señor y atenderlo en su cuerpo.

En mi modo de ver estos tres ejes tomados (o re tomados) de la Misa Crismal de 2023, constituyen un gran componente de la fraternidad sacerdotal. Un corazón sacerdotal agradecido, se alegra con los compañeros que la Providencia ha puesto en su camino, discute con honestidad y acaloradamente pero sin romper vínculos porque nos ha unido el Señor, se encuentra satisfecho por lo que sin ningún mérito de su parte, ha conseguido y conocido, porque ese universo abierto y docente que es la Parroquia, le abrió un horizonte que en su vida hubiera podido ni siquiera soñar.

Somos llamados a la fraternidad sacerdotal. A recorrer los mismos caminos, a sostenernos entre todos, a acompañarnos cuando lo necesitemos, a compartir bienes naturales, sobrenaturales y materiales (de creación, de redención y de trabajo), a perdonarnos las ofensas y perdonarnos sacramentalmente...

Que a la pregunta que nos hace, ¿de qué hablaban por el camino.? La respuesta la encuentre en el mismo Pueblo de Dios, como cuando en los tiempos de los apóstoles decían: ‘...mirad cómo se aman y crean en Él.’

Mons. Hugo Manuel Salaberry SJ, obispado de Azul