Jueves 2 de mayo de 2024

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Como cada año, una vez más, ya a las puertas de la gran celebración pascual, la Misa Crismal nos reúne como pueblo de Dios, Iglesia peregrina en Avellaneda-Lanús.

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios en estas lecturas que hablan de Cristo, el Ungido por el Espíritu del Señor, y hablan también de nosotros, su comunidad.

Nunca insistiremos lo suficiente en esto: nuestra identidad y nuestra misión como Iglesia, como comunidad cristiana, como pueblo creyente, sólo se ilumina a la luz de la misión del propio Jesús, el Cristo, el Ungido.

Atendería aquí cualquier tentación tramposa de querer mirarnos, vernos o proponernos como una suerte de «solución mesiánica» a los males de estos tiempos; porque no somos eso, sino discípulos de Cristo. No somos «sociedad perfecta», ni tampoco somos «los puros» que «salvarán» a la raza humana: Somos discípulos de Jesús.

Quiénes somos y qué estamos llamados a vivir hoy sólo se ilumina mirándolo a él, escuchándolo a él, dejándonos renovar por él y como él, a su imagen y a su modo.

No son los grandes enunciados, ni los voluminosos programas pastorales que podamos hacernos por nuestra cuenta -con buena voluntad y sincera preocupación por la misión, ciertamente-, mucho menos las últimas tendencias y técnicas de marketing o de «liderazgo» al estilo empresarial… Nada, fuera del propio Cristo puede llevarnos a redescubrir quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser en este momento de la historia.

Esta Misa Crismal nos prepara, entonces, para «reavivar nuestra vocación de pueblo de la alianza», como dice un bello prefacio de Cuaresma[1], y para renovar nuestro «sí» en la gran celebración pascual.

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¿Qué hemos escuchado, entonces? ¿Qué dicen, qué nos dicen, qué dicen sobre nosotros y para nosotros aquí, hoy, estas lecturas bíblicas que juntos acabamos de oír?

Hablan de un pueblo, un pueblo con una misión. Hablan de un pueblo que, «en medio de los pueblos», es «estirpe bendecida por el Señor», señal y testimonio de su salvación (Is 61, 9): «Ustedes serán llamados “sacerdotes del Señor”, se les dirá “ministros de nuestro Dios”» (Is 61, 6).

Un pueblo sacerdotal: pueblo amado, ungido y enviado.

Un pueblo amado; ante todo, amado: «Él [Cristo] nos amó… e hizo de nosotros un pueblo sacerdotal para Dios, su Padre» (Ap 1, 5-6), escuchamos en la segunda lectura.

Un pueblo ungido, marcado, revestido, habitado por el Espíritu del Señor: «El Espíritu del Señor está sobre mí…», dice el profeta y proclama Jesús (Is 61, 1; Lc 4, 18).

La unción habla de una marca, un don que, como el aceite, penetra hasta lo más profundo, llena desde lo más hondo, fortalece desde lo más íntimo.

A la liturgia le gusta hablar de esta unción como aquella que recibieron sacerdotes, reyes, profetas y mártires[2]. Esta es la unción que recibimos, este es el Espíritu que nos habita:

Espíritu de santidad, que nos hace ser de Dios y para él; Espíritu de sabiduría y de luz, que guía nuestro discernimiento para servir mejor, con la mayor entrega, a nuestro pueblo; Espíritu de la palabra profética, que nos hace humildes servidores (no soberbios poseedores, sino humildes servidores) de un anuncio de vida y salvación; Espíritu de fortaleza, que nos permite afrontar la hostilidad mansamente, sin violencias, al estilo de Jesús.

Y así, finalmente, un pueblo enviado. Lo escuchamos del profeta y en el Evangelio: «Me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor…, a consolar a todos los que están de duelo…» (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).

Para esto nos unge el Espíritu. Para esta misión, para esta tarea de ir al encuentro de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, comenzando por los últimos, por los que sufren, los que están de duelo, los que están heridos, los pobres… ¡Y cuántos son en Lanús y Avellaneda, que esperan de nosotros cercanía, escucha, paciencia, servicio…!

Para esto, para esta misión, estamos hoy aquí. Como Jesús, también nosotros quisiéramos poder decir: «Hoy se cumple este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4, 21).

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En Pentecostés del año pasado, memoria y actualización del don del Espíritu, les escribí una carta pastoral en la que les proponía una prioridad (la llamamos «orientación pastoral»), que guíe nuestro camino en común durante los próximos años: revitalizar y fortalecer las comunidades locales.

Les hablé de tres acentos, recogidos de estos diez años de ministerio del Papa Francisco, pero que, en realidad, nacen del corazón mismo del Evangelio. Son tres acentos que quisieran ayudarnos a concretar ese propósito, para revitalizar y fortalecer nuestras comunidades a la luz del Evangelio de Jesús, para no dispersar energías en acciones tal vez hermosas pero secundarias, para ir a lo verdaderamente esencial de la misión de Jesús, el Ungido, y la nuestra:

la centralidad del Evangelio vivido, celebrado y anunciado; la cercanía misericordiosa con quienes sufren, y la conversión misionera de nuestras comunidades en clave sinodal, de camino compartido, camino de comunión, participación y corresponsabilidad.

En esta Misa Crismal, quisiera invitarlos, invitarnos (también me incluyo), a dejarnos convocar por la Palabra de Dios a esta renovación. Somos el pueblo amado, ungido y enviado. Nuestra sociedad, sumergida en una crisis que crece día tras día y atravesada por discursos de odio y de violencia que parecen replicarse indefinidamente, necesita más que nunca este testimonio nuestro: comunidades que de verdad llevan la buena noticia a los pobres, vendan corazones heridos, proclaman la liberación a los cautivos, consuelan a quienes están de duelo, hablan -con sus gestos más que con sus palabras- del tiempo de la gracia, la misericordia, la ternura de nuestro Dios.

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A nosotros, sacerdotes, ministros, que en el marco de esta asamblea renovamos el compromiso de nuestra ordenación, nos tocan de manera especial estas palabras. No por privilegios, ni porque estemos de algún modo por encima. Sencillamente porque para servir a este pueblo sacerdotal, pueblo amado, ungido y enviado, necesitamos contagiarnos nosotros mismos del estilo de Jesús y hacerlo carne en nuestro ministerio.

Dar centralidad al Evangelio, renovar nuestra cercanía con los pobres y los últimos -mucho más en este tiempo-, aprender pacientemente el arte de animar sinodalmente a nuestras comunidades: estos acentos no son sólo «para la actividad pastoral»; quieren enriquecer nuestra espiritualidad de pastores, son una invitación a renovarnos en este «oficio de caridad», como llamaba san Agustín a nuestro ministerio.

En medio de este pueblo convocado por el Evangelio, somos hombres de la Palabra de Dios, que se alimentan de ella cada día y, como nos dijeron el día de nuestra ordenación diaconal, creen lo que leen, anuncian lo que creen y practican lo que anuncian[3].

En medio de este pueblo llamado a vivir la cercanía misericordiosa con quienes sufren, somos hombres de nuestro pueblo y entregados a él, que eligen, como Jesús, estar al lado de los últimos. Antes de ser ordenado, al obispo se le hace esta pregunta: «¿Quieres mostrarte afable y bondadoso, en el nombre del Señor, con los pobres, con los que no tienen casa y con todos los necesitados?»[4]. Este compromiso ni comienza con el episcopado ni es exclusivo de un obispo; es una expresión irrenunciable de toda genuina espiritualidad sacerdotal.

En medio de este pueblo todo él enviado, somos hombres de la comunión, que saben abrir espacios, crear lugar, favorecer la escucha, dar la palabra, animar a los más tímidos, acoger la diversidad de vocaciones, promover la riqueza de servicios y ministerios, alentar una misión siempre compartida, siempre en camino, siempre generosa…

Hombres del Evangelio, hombres de nuestro pueblo y entregados a él, hombres de la comunión: desde aquí vivimos nuestra misión de pastores en el seno de este pueblo sacerdotal, pueblo santo, servidor y creyente.

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Pidamos al Espíritu Santo, que nos ha reunido, que nos haga capaces de responder con generosidad y humildad a nuestra vocación de pueblo amado, ungido y enviado, y que él mismo renueve sus dones en todos nosotros, pastores y comunidades, para ser, en medio de nuestro pueblo, servidores y testigos de la buena noticia.

Padre Obispo Maxi Margni, obispo de Avellaneda-Lanús


Notas:
[1]Misal Romano, Ordinario de la Misa, Prefacio de Cuaresma V.
[2]Pontifical Romano, Ritual de la Bendición del óleo de los catecúmenos, del óleo de los enfermos y Consagración del Crisma, 25: primera oración para la Consagración del santo Crisma.
[3]Pontifical Romano, Ordenación de los diáconos, 210.
[4]Pontifical Romano, Ordenación de un Obispo, 40.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción.
Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres…”
(Lc. 4, 18 cfr. Is. 61, 1)

El Espíritu Santo es quien congrega a la Iglesia de Dios, como hoy estamos reunidos en la Catedral de Mar del Plata para celebrar la Misa Crismal, donde renovaremos como ministros nuestras promesas dichas en el día de nuestra ordenación: hemos sido consagrados por la unción, por ello consagraremos los óleos santos, que serán destinados para ungir al Pueblo de Dios. El óleo Santo para fortalecer y liberar, el Santo Crisma para la unción real en el servicio humilde a ejemplo de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.

El óleo de los enfermos para llevar alivio y consuelo a quienes sufren la enfermedad.

También somos enviados a llevar la Buena Noticia, el anuncio de la liberación que nos trae Jesús, en primer lugar, a los pobres, pobres de corazón y pobres materiales que nadie atiende, como buenos samaritanos. También somos enviados a “sanar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19).

En esta Misa Crismal, mi primera misa Crismal que presido con ustedes, quisiera detenerme en la oración sacerdotal de Jesús, elevada al Padre en el contexto de la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní y en la cruz. Como nos enseña el Papa Francisco es la oración pascual del Señor por nosotros.

Quiero compartir con ustedes la catequesis del Papa Francisco acerca de esta oración de Jesús, en el contexto de este año de oración preparándonos para el próximo jubileo del año 2025.

Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y resurrección –como un rayo– arroja luz sobre todo el resto de la historia de Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las enfermedades humanas: fue y es mucho más. En Él no hay solamente bondad: hay algo más, está la salvación, y no una salvación episódica –la que me salva de una enfermedad o de un momento de desánimo– sino la salvación total, la mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.

En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús, plenamente inmerso en la oración.

Él reza de forma dramática en el huerto de Getsemaní —lo hemos escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús, precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo “Abbà”, Papá (cfr. Mc 14,36). Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa intimidad, expresa confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà, Papá.

Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra “Padre”. Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el intercesor absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En medio del drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús reza con las palabras de los salmos; con los pobres del mundo, especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v. 2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir se cumple nuestra salvación. Y también, una vez, lo llama “Dios mío”, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”: es decir, todo, todo es oración, en las tres horas de la Cruz.

Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte también en el modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado también por mí, por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir: “Jesús, en la cruz, ha rezado por mí”. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: “He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz”. Incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La oración de Jesús está con nosotros. “Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros?”. Sí, sigue rezando para que Su palabra nos ayude a ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por nosotros.

Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido “rezados”, ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del Espíritu Santo.

Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el corazón, no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo. Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte y resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús reza por mí. (Papa Francisco, 16 de junio de 2021).

Cuando llegué a Mar del Plata le pedí a los sacerdotes y diáconos que rezáramos, un poco más de lo que rezamos habitualmente, porque es el Señor quién guía esta barca, en medio de las tormentas y una vez calmada nos invita a navegar mar adentro y echar las redes, como lo representan los dos frontis del altar mayor de nuestra catedral. Confiemos en Jesús, él es nuestro Buen Pastor resucitado.

Hace un poco más de tres meses celebramos con alegría la beatificación del cardenal Eduardo Francisco Pironio, quien fuera obispo de esta Iglesia diocesana. Quisiera terminar esta reflexión con una oración compuesta por nuestro Beato, así llamada “Ser presencia” que cantamos el día de su beatificación en Luján. Ser presencia es expandir el buen aroma de Jesús, su fragancia en medio de nosotros, como el perfume del Santo Crisma que vamos a consagrar:

“Ser Presencia” (Beato Card. Eduardo Pironio)
Ser presencia, Señor, es hablar de Ti sin nombrarte; callar cuando es preciso que el gesto reemplace la palabra. Ser luz que ilumina el lenguaje del silencio y voz, que, surgiendo de la vida, no habla.

Es decirle a los demás que estamos cerca, aunque sea grande la distancia que separa. Es intuir la esperanza de los otros y simplemente, llenarla. Es sufrir con el que sufre y desde dentro, mostrarle que Dios cura nuestras llagas. Es reír con el que ríe y alegrarse del gozo del hermano porque ama.

Es gritar con la fuerza del Espíritu la verdad que desde Dios siempre nos salva. Es vivir expuestos y sin armas, confiando ciegamente en Tu Palabra. Es llevar el «desierto» a los hermanos, compartir Tu Misterio y decirles que los amas.

Es saber escuchar Tu lenguaje en silencio. Y «ver» por ellos cuando la Fe pareciera que se apaga. «Ser presencia», Señor, es saber esperar Tu tiempo sin apresuramientos y con calma.

Es dar serenidad con una paz muy honda. Es vivir la tensión del desconcierto en una Iglesia que, porque crece, cambia. Es abrirse a los «signos de los tiempos» manteniéndose fiel a Tu Palabra.

Es, en fin, Señor, ser caminante en el camino poblado de hermanos, gritando en silencio que estás vivo y que nos tienes tomados de la mano. Amén, que así sea.

Mons. Ernesto Giobando SJ, administrador apostólico de Mar del Plata

Queridos hermanos:

Transitando este año dedicado a profundizar en la oración, la experiencia más hermosa y más alta de intimidad y diálogo con Aquel que sabemos nos ama y a quien amamos por sobre todas las cosas, resuena con fuerza el pedido de los discípulos a Jesús: “Enséñanos a orar” (Lc. 11,1). Ese pedido, se reitera hoy a la Iglesia y a sus pastores. Enséñennos a orar. La súplica revela una necesidad fundamental, encontrar el camino de encuentro con Dios. Es una dimensión primordial en la misión de toda la Iglesia y sobre todo, en la vida de los pastores del Pueblo de Dios.

En el afán por ser hombres de acción, tratando de llegar a todos y resolver todos los problemas pastorales que a diario se nos presentan, nos olvidamos que somos también y ante todo hombres de oración.

La oración nos construye, nos centra en lo fundamental. Es nuestro eje primordial, que nos permite el equilibrio necesario para no desbordarnos en un activismo vacío y pelagiano que pone en la voluntad y en los métodos la fuente de la eficacia pastoral.

Aprender a orar, fue una búsqueda de los discípulos que lo piden expresamente al Señor. Seguramente motivados, por un lado, por la experiencia que tuvieron algunos de ellos con Juan el Bautista: “enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos”… pero sobre todo, estaban inspirados en el ejemplo de Jesús que constantemente buscaba estar a solas con su Padre. Ver a un sacerdote en oración hace mucho bien y contagia.

El sacerdote está llamado a ser un hombre de oración, porque la vida interior del sacerdote repercute en toda la iglesia, empezando por sus fieles. “Rezar es la primera tarea del obispo y del sacerdote. De esta relación de amistad con Dios se recibe la fuerza y la luz necesaria para afrontar cualquier apostolado y misión, pues el que ha sido llamado se va identificando cada vez más con los sentimientos del Señor y así sus palabras y hechos rezuman ese sabor puro del amor de Dios”.

La oración es el principio vital en la vida del sacerdote. La fuerza motora que nos impulsa. El tiempo dedicado a la oración es el mejor momento, el más alto y más profundo. El de mayor inspiración. Es la oxigenación espiritual que nos revitaliza.

La oración es también, consuelo en medio de las dificultades. Cargados con un sinnúmero de situaciones, el sacerdote puede salir a buscar compensaciones humanas y materiales lejos del Señor. Entonces es cuando comenzamos a medir los logros pastorales y espirituales con una métrica meramente humana. Ya no nos alegramos por el bien espiritual del pueblo que se nos ha confiado porque tampoco lo anhelamos ni deseamos. Cedemos entonces a la mundanidad espiritual de la que tanto nos habla el Santo Padre.

La oración, es un ámbito de intimidad y de diálogo con Aquel que sabemos nos ama y por quién hemos consagrado la vida. En la oración cultivamos la amistad con Jesús, y desde esa amistad superamos la tentación a reducir el ministerio sacerdotal a un nivel de funcionarios de lo sagrado

La oración, es también, fuente de creatividad pastoral. En la oración de los sacerdotes están todos aquellos que se les ha confiado. Nadie más creativo que Dios a la hora de responder a los desafíos pastorales.

Jesús responde a los discípulos enseñándoles la oración del Padre Nuestro. Es una oración sencilla que sintetiza y está en el corazón del Evangelio. Es una escuela de oración. La primera enseñanza es que somos hijos en el Hijo. Elevamos nuestra oración como un hijo que habla a su padre. Eso nos ayuda a superar la tentación de creernos dueño de la viña, que es el origen del clericalismo. No somos dueños, somos simples servidores. En el sufrimiento Jesús aprendió a obedecer, algo que es propio del hijo.

La segunda enseñanza que quiero resaltar es que oramos siempre como Iglesia. Y en esta Misa Crismal es muy bueno hacer notar que nuestra oración presbiteral debe ser hecha en comunión con los hermanos sacerdotes. El camino de la fraternidad comienza con el aprender a ser hijos, lo cual se traduce en fraternidad. Si no nos sentimos hermanos, es porque en el fondo, no nos sentimos hijos. La comunión presbiteral es un camino de filiación y fraternidad.

Lo tercero que quiero subrayar, es que las tres primeras peticiones del Padre Nuestro acentúan los intereses de Dios. Santificado sea Tu Nombre, Venga a nosotros Tu Reino y hágase tu Voluntad, son los deseos y aspiraciones más altas. En ello están sintetizadas incluso nuestras necesidades, porque la Gloria de Dios es nuestra felicidad. De ese modo, priorizamos la Voluntad de Dios sobre la nuestra, con la certeza de que no sabemos pedir lo que conviene, pero si se cumple lo que Dios quiere siempre será lo más conveniente para nosotros.

Toda nuestra labor pastoral debe ser hecha para Gloria de Dios, según su Voluntad y para instaurar su Reino. Lo demás viene por añadidura.

En cuarto lugar, el pan cotidiano y el Pan eucarístico sintetizan lo más básico de nuestras necesidades. Pedir el pan cotidiano es también trabajar por los que no tienen lo necesario para vivir. Estamos atravesando un momento muy difícil en nuestra Patria. Múltiples factores nos trajeron hasta aquí. Lo cierto es que la pobreza se está acentuando y profundizando. El Señor sabe de la importancia de tener un pan en la mesa para compartir. Que eso suceda, no es fruto solo de factores técnicos de la economía, es también, y sobre todo, fruto de la sensibilidad y solidaridad de todo el pueblo y en especial de quienes nos gobiernan.

Pedir el Pan Eucarístico también implica trabajar por facilitar a todos la participación en la Eucaristía. Somos pocos los sacerdotes en nuestra Diócesis y a veces el afán por multiplicar celebraciones va en detrimento de la calidad de las mismas. La Eucaristía debe ser el centro, la fuente y el culmen de toda nuestra vida parroquial y diocesana. Y eso debe notarse en su cuidado y preparación. Pero a la vez, nada justifica que pongamos límites a la participación de los fieles, ni por razón de los estipendios ni por la estratificación y acepción de personas.

En quinto lugar, la petición que Jesús quiso resaltar de modo particular. “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quiénes nos ofenden”. No solo debemos estar reconciliados, también debemos trabajar por la Reconciliación de nuestro Pueblo. Nosotros tenemos en nuestras manos el Sacramento de la Reconciliación. Cuánto tiempo le dedicamos? Muchas personas viven presas del rencor y el resentimiento, sin poder perdonar. Es de las mayores fuentes de amargura e infelicidad. Abramos y acerquemos la posibilidad de experimentar el amor y la misericordia del Señor a nuestros hermanos. No hacerlo sería un pecado de omisión grave de lo cual se nos pedirá cuentas.

En sexto lugar, las últimas dos peticiones. En la oración sacerdotal Jesús decía: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17, 15). La importancia de la oración para no caer en tentación y vernos libres de todo mal se hace visible en la constatación de nuestra fragilidad. Constatamos con frecuencia los contrastes entre nuestra buena voluntad y buenos propósitos y a la vez la facilidad con la que volvemos a caer. Le pasó a los apóstoles y en especial a Pedro que prometía con entusiasmo dar la vida por Jesús pero lo termina negando ante una sirvienta. A Pedro no le faltó amor, le sobró fragilidad y presunción, dice un autor. Por eso lloró amargamente. Se vió superado por su fragilidad. Llorar nuestros pecados con dolor nos hace bien. Es signo de verdadero arrepentimiento. Judas en cambio no soportó su error y se autodestruyó.

En Gaudete et Exultate el Papa Francisco nos dice. “La corrupción espiritual es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras el gran pecador David supo remontar su miseria. En un relato, Jesús nos advirtió acerca de esta tentación engañosa que nos va deslizando hacia la corrupción: menciona una persona liberada del demonio que, pensando que su vida ya estaba limpia, terminó poseída por otros siete espíritus malignos (cf. Lc 11,24-26). Otro texto bíblico utiliza una imagen fuerte: «El perro vuelve a su propio vómito» (2 P 2,22; cf. Pr 26,11)”.

Lo más grave no es caer, sino acostumbrarnos a vivir en pecado.

En la lucha contra el malo, aquel que quiere dispersar el rebaño, es indispensable la fortaleza y la integridad del pastor. En gran medida, la creciente indiferencia religiosa, que deriva en un marcado sincretismo religioso, se inicia en un proceso de desautorización del pastor. Ceder a la tentación de vivir en pecado, sin luchar ni resistirnos, es caer en una vida vacía de comunión con Dios y de autenticidad pastoral.

Vivamos en profundidad este año dedicado a la oración, oremos mas y enseñemos a orar a nuestro pueblo.

Que nuestra Madre Inmaculada nos proteja y acompañe.

Mons. José Antonio Díaz, obispo de Concepción

Queridas hermanas y queridos hermanos.
De manera particular queridos presbíteros:

En la alegría del Evangelio celebramos hoy la Misa Crismal. La primera que presido como arzobispo de La Plata. Me dirijo a todo el Pueblo de Dios, pero, de modo particular a los queridos presbíteros que hoy renovarán sus promesas sacerdotales. Teniendo presente el sentido y los signos de esta celebración, propongo tres breves puntos para reflexionar sintetizados en tres palabras: gracias, crisma, oración.

1. Acción de gracias
2. Renovar el crisma
3. Animadores de la oración de nuestro Pueblo

1. Acción de gracias
En esta Eucaristía, acción de gracias por excelencia, ya estamos pregustando el Jueves Santo. Miramos con espíritu agradecido la condescendencia de Dios que se hace presente en medio de su Pueblo como Pan Vivo bajado del Cielo. Damos gracias por el don del sacerdocio ministerial que sin merecer hemos recibido para alimentar a nuestro Pueblo. Alimentarlo con la presencia sacramental del Señor que da la gracia necesaria para poder vivir el mandamiento del amor en las diversas circunstancias de la vida a lo largo del tiempo.

Ya han pasado más de seis meses que asumí como arzobispo y he recorrido muchas comunidades en contexto de acción de gracias: celebrando la Eucaristía y compartiendo diversos momentos con personas, familias y grupos. En muchos casos he podido percibir con gran alegría la acción de gracias de nuestro Pueblo por la entrega y el servicio de sus sacerdotes. Realmente me reconforta escuchar de parte de laicos y consagrados el agradecimiento a sus pastores. Por eso, le doy gracias a Dios y a cada uno de ustedes, queridos sacerdotes, por su pastoreo fiel a imagen de Jesús. Gracias por su entrega generosa día a día, a veces en circunstancias adversas, con incomprensiones y con fragilidad en la salud, con cruces y frustraciones que pueden venir de diversos ámbitos. Gracias por entregarse en la evangelización y la catequesis; gracias por santificar a nuestro Pueblo con los sacramentos; gracias por los servicios caritativos y de misericordia en parroquias, capillas, escuelas, cárceles y distintos ámbitos de la vida. Agradezco especialmente a los presbíteros que están a cargo de diversas áreas arquidiocesanas. No siempre es fácil animar y sostener las tareas de toda la comunidad, por eso: ¡gracias de corazón! Contemplando la vida de muchos de ustedes no puedo decir más que, orgulloso de ser su padre y pastor:

¡Gracias, gracias, muchas gracias, queridos presbíteros!

Dentro de unos instantes, en la renovación de sus promesas, una de las preguntas volverá a conectar sus vidas con la Eucaristía, con la acción de gracias perfecta:

¿Quieren ser fieles administradores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y cumplir fielmente el sagrado deber de enseñar, imitando a Cristo, Cabeza y Pastor, movidos, no por la codicia de los bienes terrenos, sino sólo por el amor a las almas? ¡Queridos sacerdotes que puedan seguir siendo profundamente eucarísticos, que siempre vivan en acción de gracias a Dios, muchas gracias por su entrega pastoral! ¡Muchas gracias por ser colaboradores directos del arzobispo en el pastoreo de toda nuestra Iglesia Particular de La Plata!

2. Renovar el crisma
Jesús en el Evangelio, retomando la intervención profética de la primera lectura, se nos define como el consagrado por la unción (cf. Is 61,1; Lc 4,18). La raíz griega crió, ungir, termina transformándose en nombre propio del Salvador del mundo: cristós, el Mesías, el Ungido. De aquí que crisma se deriva de Cristo y adquiere su profundo sentido desde Cristo. El santo crisma nos consagra en el Bautismo y la Confirmación y, a los pastores del Pueblo, de modo eminente en la ordenación ministerial. Tal es la importancia del crisma que, esta misma Misa que estamos celebrando, recibe el título de Misa crismal. Dentro de unos instantes voy a consagrar con ustedes el santo crisma para santificar nuestro Pueblo.

En este contexto, queridos hijos y hermanos, les propongo y les pido que puedan renovar en sus vidas el santo crisma que los ha consagrado presbíteros. En un tiempo en el que percibimos que las cosas se complejizan, en el mundo, la Iglesia y nuestro propio país, el Señor nos vuelve a invitar a renovar nuestro sí a Dios para el servicio a los hermanos, en cada una de nuestras tareas, en cada uno de nuestros ambientes. El Señor me ha ungido decimos con el profeta; el Señor me ha consagrado por la unción decimos con Jesucristo. Como ministros de Dios, el santo crisma ha tocado nuestras manos el día de la ordenación presbiteral mientras el obispo nos decía: Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio. Somos crismados para crismar… Somos consagrados para consagrar nuestro Pueblo a Dios. De alguna manera, somos cristificados para cristificar. ¡Ese es el sentido de nuestra vida y de nuestra vocación!

Llevemos nuestra mente y nuestro corazón al día de la ordenación. Con más o menos años de servicio a Dios, con el peso de la vida y de la historia, hoy podemos renovar existencialmente el crisma que nos santificó dejando cristificar nuestra vida. Lo hacemos juntos en esta Eucaristía, ante el Pueblo y el arzobispo, sostenidos por la gracia de Dios y con la alegría de haber sido llamados para ser pastores en nombre de Cristo.

3. Animadores de la oración de nuestro Pueblo
Nos estamos preparando para el Jubileo del año 2025. El Papa Francisco ha propuesto que este año previo esté marcado por el tema de la oración. La oración es vital para nuestra existencia de pastores. En primer lugar, por nuestro vínculo con Dios en la vida de oración cotidiana. Este año también nosotros, preparándonos para el Jubileo cristológico, debemos revisar y acrecentar nuestra vida de oración. El hecho de haber recibido el orden no implica que seamos hombres de oración. Tenemos que volver a la fuente inagotable de la presencia de Dios en la oración una y mil veces a lo largo de nuestra vida. ¡Qué seamos pastores que siempre disfrutemos de nuestros encuentros con el Señor en la oración!

En segundo lugar, la oración toca nuestro servicio ministerial de lleno, en cuanto que tenemos que animar a nuestro Pueblo para que siempre se abra a Dios en la belleza de la oración. En medio del secularismo en el que nos encontramos, existe también una fuerte corriente de búsqueda espiritual, hallamos hambre de Dios que reclama de nosotros, pastores en nombre de Cristo, que seamos verdaderos pedagogos de oración. ¡Qué como pastores, enseñemos a nuestro querido Pueblo a orar, a buscar siempre entrar en intimidad con Dios en la vida de oración!

El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda, apropiándose de una reflexión de San Agustín: …Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (núm. 2560). Queridos presbíteros, que este año de preparación al Jubileo, podamos volver siempre a la experiencia de la oración como encuentro de nuestra sed con la sed de Dios. Que podamos acompañar y animar a nuestro Pueblo para que cada persona se abra de corazón al misterio insondable del Dios vivo que resplandece en el encuentro de la oración.

Para concluir
Es el primer año que celebramos la Misa Crismal con la gracia de la beatificación del Cardenal Eduardo Francisco Pironio. Muchos de nosotros hemos sido nutridos por sus reflexiones sacerdotales. Muchos de nosotros seguiremos creciendo en el servicio ministerial a la luz de su legado pastoral y espiritual. Comparto, para terminar, un texto del nuevo beato. Unas líneas donde nos ilumina, en clave pascual, para que podamos seguir madurando en nuestro ser y quehacer pastoral como ministros ordenados:

La caridad pastoral nace en el silencio, madura en la cruz, se expresa en la alegría pascual. La verdadera fuente de la caridad pastoral es Cristo, el buen pastor, quien a través de la acción transformadora de su Espíritu de amor nos va configurando consigo mismo, nos transmite sus propios sentimientos de perfecta obediencia al Padre, de serena inmolación en la cruz y de alegre y fecunda donación a los hombres. Hace falta ser contemplativos y saborear en silencio la cruz para tener un alma serena y grande de buen pastor (Queremos ver a Jesús, pág. 204).

Mons. Gabriel Mestre, arzobispo de La Plata

Isaías 61,1-3a.6a.8b-9
Sal 88, 21-22.25.27
Apocalipsis 1,4b-8 Lucas 4,16-21

La misa crismal, que nos reúne cada año en este día, es la principal manifestación de nuestra Iglesia diocesana, porque el obispo celebra la Eucaristía en la catedral rodeado por el presbiterio de la Diócesis y otros ministros, con la plena y activa participación de todo el pueblo santo de Dios (cfr. Ceremonial de los Obispos, n. 119), representado por los que estamos aquí presentes.

En esta celebración estamos cerrando el Año Vocacional Diocesano que habíamos comenzado el miércoles santo del año pasado. Hemos rezado por nuestra propia vocación y por la vocación de los otros, pedimos que haya más vocaciones de especial consagración en nuestra Diócesis y en toda la Iglesia; hemos reflexionado en distintos ámbitos; hemos anunciado el evangelio de la vocación; hemos celebrado de diversas maneras el don de la vocación. Fue un año cargado de acontecimientos. Será para nosotros un verdadero tiempo de gracia si dejara una huella importante en nuestra vida diocesana.

Nos habíamos propuesto en este año “recuperar la cultura vocacional”. Una nueva -o recuperada- cultura vocacional es lo que quedará en la vida ordinaria después de este acontecimiento extraordinario. El papa Francisco en su exhortación apostólica Laudate Deum (n. 70) nos decía: “no hay cambios duraderos sin cambios culturales”, y los cambios culturales se dan a través de “una maduración en la forma de vida y en las convicciones de las sociedades” -de las comunidades -. Pero los cambios culturales requieren de “cambios en las personas”. Es el camino de la conversión, que como sabemos es largo, a veces trabajoso y exige un compromiso serio y sostenido; pero debemos recorrerlo... ¡Es necesario que sigamos recorriéndolo!

Confiamos a María, madre y modelo de todas las vocaciones, los esfuerzos y los frutos de este año para que ella los acompañe con su cercanía materna.

Un gesto típico de esta celebración crismal, que tiene una profunda resonancia vocacional, es la renovación de las promesas realizadas el día de nuestra ordenación, tanto por parte de los presbíteros como de los diáconos. Este no es un gesto meramente formal o ritual, sino un acontecimiento de gracia, llamado a calar profundamente en nuestra experiencia espiritual y existencial. En este gesto estamos invitados a reavivar -como acogida de una gracia y como compromiso ante una responsabilidad- la frescura y la profundidad del don que recibimos por la imposición de las manos de nuestro obispo (cfr. IITim 1,6). El nuestro es el don de una vocación concreta, la del ministerio ordenado; y está llamado a configurar toda nuestra vida y hasta nuestra propia personalidad al estilo de Jesús Buen Pastor; es un modo concreto de vivir el compromiso apostólico y de orientar nuestro servicio al pueblo de Dios.

Aquel día -el de nuestra ordenación presbiteral- prometimos ser colaboradores del obispo en actitud de disponible obediencia, pastorear con diligencia el santo pueblo de Dios, ser ministros cuidadosos de la Palabra de Dios, celebrar los sacramentos -particularmente la Eucaristía y la Reconciliación- con la intención de hacer lo que hace y siempre hizo la Iglesia, configurarnos con Jesús que es al mismo tiempo sacerdote y víctima sacrificial, implorar la misericordia divina en favor del pueblo de Dios.

Esto me inspira algunas reflexiones sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes, que quiero compartir con ustedes. ¡Cuánto quisiera que estas reflexiones sirvieran a los sacerdotes de nuestra Diócesis! Pero me gustaría que las aprovecharan también los jóvenes seminaristas que van madurando su vocación al ministerio ordenado en la oración, en la vida comunitaria, el apostolado y en el estudio; sirvieran para los diáconos que son los más estrechos colaboradores de los presbíteros, y los chicos (adolescentes y jóvenes) que están trabajando su proyecto de vida. Ojalá sirvieran, incluso, para todo el pueblo cristiano, que quiere aprender a valorar, amar, acompañar y cuidar a sus sacerdotes.

En la tercera propuesta de mi carta antes de finalizar el Año Vocacional, sugería particularmente a los sacerdotes, que tengamos presente la necesidad de establecer un orden de prioridades en nuestras ocupaciones ministeriales de modo que nos quede tiempo para cuidar el don de nuestra vocación y la fidelidad al mismo..., porque solamente cuando la vivimos con plenitud podremos testimoniar gozosamente [dos cosas]:

  • la radicalidad evangélica por la que hemos optado, y
  • nuestro compromiso por el anuncio del Evangelio de Jesucristo.

Cuidar el don de nuestra vocación
Nadie puede cuidar por nosotros -sobre todo si nosotros no lo permitimos- el don de nuestra propia vocación. Es responsabilidad primerísima de cada uno. Aunque es verdad que también es responsabilidad fraterna de los hermanos sacerdotes ayudarnos unos a otros a cuidar ese precioso don; y también responsabilidad del obispo acompañar a los sacerdotes en ese cuidado. Debe ser un compromiso de todo el pueblo de Dios cuidar la vida y la vocación de nuestros sacerdotes.

Las promesas sacerdotales que hoy renovaremos tienen cuatro coordenadas; se resumen en cuatro relaciones. El papa Francisco suele hablar de cuatro “cercanías” que atraviesan la vida de todo sacerdote: la cercanía a Dios, la cercanía al obispo, la cercanía entre los sacerdotes, la cercanía al pueblo.

Cercanía a Dios
En realidad, es al revés la cosa: Él es un Dios cercano, compasivo y tierno (cfr. Sl 34,19; 16,8; 119,151; 145,18; St 4,8). Nosotros sólo podemos dejarnos encontrar y abrazar por su cercanía.

Cuando hablo de cercanía, me refiero a esa relación de intimidad con el Padre y con Jesús.

Cada uno de nosotros, sacerdotes, estamos invitados a trabajar primeramente esta cercanía; ser capaces de cultivar un trato cordial, de corazón a corazón con ellos, como lo hacía Moisés, que conversaba con el Señor “cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo” (Ex 33,11); y no solo dedicar un tiempito -corto o más largo- a recitar oraciones que leemos o sabemos de memoria, o que quede reducido a una mera práctica religiosa, sin atractivo, sin entusiasmo, sin alegría. A veces la oración se vive sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse desde fuera, sino que debe cultivarse como una elección fundamental del corazón.

Creo que la clave es poder preguntarme por mi experiencia de la cercanía de Dios: si recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme, sobre todo en los momentos oscuros; si fue decisiva para encontrar las fuerzas necesarias para mi vida y para mi ministerio.

Esta intimidad que se cultiva de diversos modos: en la oración, en otras dimensiones de la vida espiritual, en la escucha atenta de la Palabra, en la celebración de la Eucaristía, en el silencio de la adoración, en la piedad mariana, en el acompañamiento prudente de un director espiritual, en el sacramento de la Reconciliación. Necesitamos acostumbrarnos a tener espacios de silencio y soledad en nuestro día. A veces es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador. ¡Cuántas veces la actividad, los compromisos incluso pastorales pueden ser una fuga, porque cuando dejamos de estar ocupados nos viene como una ansiedad que nos quita la paz! ¡Cuántas veces el trabajo, el no parar nunca, es una distracción para no entrar en la intimidad del encuentro conmigo mismo o con el Señor!

Es necesario que nos dejemos llevar al desierto; ese es único el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos mil maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón", dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16). Debemos preguntarnos frecuentemente si somos capaces de dejarnos llevar al desierto o preferimos quedarnos en tantos oasis que siempre son más atractivos.

Cercanía con el obispo
Es la segunda cercanía que debemos cultivar los sacerdotes, y está marcada por la obediencia.

Lamentablemente muchas veces hemos entendido la obediencia de una manera bastante restrictiva y lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es una cuestión meramente voluntarista, sino la característica más fuerte de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer significa aprender a escuchar, y recordar que nadie puede pretender ser poseedor o intérprete único y unívoco de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede identificarse a través del discernimiento. La actitud de escucha que implica la obediencia -de hecho la palabra obediencia significa literalmente “estar a la escucha”, “salir de uno mismo para escuchar a otro”- permite madurar la experiencia de que cada uno no puede ser la única mirada para interpretar su la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Por eso mismo esta cercanía invita a recurrir a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

“La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que, a veces, puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero que no se rompe." (Francisco)

Por ahí pasa la paternidad del obispo: es la misión de quien ayuda a cada presbítero y a toda la comunidad diocesana a discernir la voluntad de Dios. Ahora bien, para poder realizar esta misión, es necesario que también él se ponga a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado, con el otro oído puesto en el corazón de Dios. Por eso les agradezco de corazón que me permitan realizar esa vocación a la paternidad que tenemos todos los varones, y les pido que recen por mí, y que no tengan miedo a expresarme su parecer y su mirada, con libertad, con respeto, con valor y sinceridad.

Cercanía con los hermanos sacerdotes
Tener un padre exige también tener hermanos, estar metidos en un cuerpo presbiteral.

En esta cercanía hablamos de fraternidad. Es verdad que no necesariamente será amistad, pero sí fraternidad; es la experiencia de ser hermanos, pertenecer a la misma familia, tener la misma sangre.

La fraternidad siempre es un don, que hay que acoger agradecidos, pero también es una tarea que nos compromete. La fraternidad se construye, se trabaja; y la construimos entre todos. Nadie, ninguno de los hermanos puede sentirse dispensado de trabajar por la fraternidad; por tanto, ninguno puede ausentarse o quedarse al margen del camino que hacen los otros.

Recordamos aquel conocido capítulo 13 de la primera carta a los corintios; es una hoja de ruta sencilla pero luminosa para construir la fraternidad desde la preeminencia del amor: la paciencia, la servicialidad, no permitirse la envidia o los celos, no agrandarse por sobre los otros ni hablar mal de los demás, no permitirse ironizar o ridiculizar a los otros, ni buscar el propio interés, aprender a manejar maduramente el enojo y la bronca, saber minimizar y no tener tanto en cuenta el mal recibido, y alegrarse por el bien del otro, por su éxito y sus logros, saber compartir la alegría de la verdad... Una hoja de ruta luminosa para construir la fraternidad.

Muchas veces hemos considerado la fraternidad sacerdotal como una utopía inalcanzable, que está bien para los discursos o las exhortaciones espirituales, pero irrealizable en la realidad. Es verdad que es un camino arduo, trabajoso y nunca acabado; pero desde nuestra propia experiencia podemos tener la certeza de que hay metas alcanzables y cuyo logro nos llenan de alegría y nos proporcionan mucha paz.

Cercanía con el santo pueblo de Dios
Aquí quiero hacer mías algunas expresiones del papa Francisco: “/a relación con el pueblo santo de Dios no es para cada uno de nosotros un deber sino una gracia... Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo.”

“Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo... Jesús quiere servirse de los sacerdotes para estar más cerca del santo pueblo fiel de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia'’” (EG n. 268)

“A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo” (EG n. 270)

La cercanía con el Pueblo de Dios, enriquecida con las “otras tres cercanías”, nos permite desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura, siendo capaces de reconocer las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que intentan silenciar toda esperanza. Es una cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2). Y el pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús.

Mis hermanos, estamos llamados a ser testigos gozosos de nuestra opción vocacional. Llamados a vivir nuestra propia vocación como un evangelio, como buena noticia que podemos ofrecer a los demás. El testimonio alegre de una vida configurada con Jesús Buen Pastor y puesta totalmente al servicio del pueblo de Dios.

¡Cuánta alegría nos dará si supiéramos de algún joven que se entusiasma con nuestro testimonio, sencillo y pobre, y comienza a pensar la posibilidad de seguir nuestro camino sacerdotal!

Y a ustedes jóvenes, a ustedes que están madurando el proyecto de vida -acariciando entre sueño y realidad lo que tienen por delante- les pido que dejen, aunque sea un poquito la puerta abierta para que el Señor, si quiere, los llame a consagrar su vida al servicio del pueblo de Dios en el ministerio sacerdotal. Vale la pena invertir la vida, gastarla totalmente en esta vocación. Sepan que se puede ser inmensamente felices, vivir en plenitud, entregando la vida a Dios y a los hermanos.

Mons. Héctor Luis Zordán M.SS.CC., obispo de Gualeguaychú

Querida Iglesia de Mercedes-Luján
Queridos hermanos sacerdotes,

La Palabra del Señor nos habla del Espíritu que viene y nos unge para la misión.

Deseo meditar sobre esa Presencia de Dios en nuestras vidas y, además, quisiera decir una palabra sobre nuestra respuesta al Padre de Jesús, que toma forma de oración. Muchas veces será pobre y escasa, pero es nuestra oración.

Estoy seguro de que la presencia del Espíritu en todas las cosas y, nuestra oración humilde, son dos realidades que necesitamos sostener juntas en la vida cotidiana, tanto en los momentos difíciles, como así también, cuando las cosas nos salen bien y estamos serenos y alegres.

Experimentar que Dios nos ama entrañablemente, provoca en nosotros como una llamada interior a intentar mostrarle que también lo amamos. La oración en definitiva es una cuestión de amor y por eso, nunca será un acto solitario, sabemos que estamos habitados por su Espíritu que misteriosamente nos hace sentir que la oración es un acto profundo de amistad.

En la oración confirmamos nuestra amistad con Jesús a quien le dimos todo, por lo tanto, lo que está en juego es nuestra relación con Dios y, si dejásemos de percibir Su presencia, esa ausencia nos desalentaría profundamente a rezar, pero es también cierto que sin oración, nos volvemos incrédulos y podríamos dejar de percibir que Dios está siempre y en todo.

Dejar de rezar un poco todos los días es como una trampa en la que todos podemos caer que va secando lentamente la fe y sin darnos cuenta, un día, Dios se hizo lejano, o ya no seduce como al principio cuando el primer amor, o simplemente, ya no está. Si Dios desapareciese del horizonte de la vida, si dudásemos de su presencia, eso quiere decir que ya caímos en la trampa, y somos víctimas de perder el gusto por el Evangelio, o de ponerle piloto automático a la vida y a la misión, e incluso, de sopesar la posibilidad de dejar el ministerio.

Quiero decirles que por experiencia sé muy bien que no necesariamente en una crisis profunda se deja de rezar, tal vez, por el contrario, uno intensifica los tiempos para estar con Dios. Sin embargo, puede suceder que la oración se haya convertido en un monologo, porque en las crisis, "el yo" toma toda la vida de tal manera, que se va perdiendo el diálogo con el Amigo, amigo que siempre nos abre la puerta para una amistad sincera y transparente que nos invita a abandonarnos total y confiadamente en ÉL. Queridos hermanos sacerdotes, déjenme que les comparta humildemente que también sé por experiencia, que la oración es para nosotros el único y privilegiado lugar en el que podemos transitar toda situación difícil de la vida, porque en la oración permanecemos con Él en la Cruz y allí alcanzamos a percibir Su presencia y escuchar esa Voz que nos habla directamente al corazón y nos vuelve a enamorar como el primer día.

Dice la Palabra que hemos proclamado, que Jesús en la sinagoga de Nazaret asume que lo dicho por el profeta Isaías se cumple en Él: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción".

Necesitamos una y otra vez, tomar conciencia de esa presencia silenciosa, invisible pero determinante del Espíritu que nos unge también a nosotros, nos toma y consagra para siempre. Queridos hermanos, el Espíritu nos consagra uniéndonos a Jesús y a su misión, para siempre.

En el "hoy" de la vida de nuestro clero, deseo destacar la presencia del Espíritu del Señor en cuatro lugares.

Quisiera destacar en primer lugar, Su Presencia en el Pueblo Santo y fiel de Dios, como le gusta decir el Papa Francisco, haciendo eco de lo que ya decía el Concilio en su Constitución, Lumen Gentium. Aquí, en esta celebración, está el Pueblo de Dios, "la caravana" de Dios y, aunque lo sabemos, lo recuerdo, nosotros sacerdotes y obispos, junto a las religiosas y religiosos y con los laicos, somos Su Pueblo. Todos somos Pueblo de Dios, y es importante tomarle el gusto a ser Pueblo de Dios, porque entreverado entre nosotros vive el Señor. Hay una expresión en el Libro de los Números que he leído en estos días que me pareció muy bella: "Toda la comunidad es sagrada y en medio de ella está el Señor" (Nm. 16,3). Qué hermoso es saber que ningún pecado que alguno de nosotros podamos cometer, aún el más horroroso, hace que el Señor se retire de estar en medio nuestro. Si por un momento lo hiciese, si se alejase, perderíamos identidad, seríamos una organización importante, pero no el Pueblo de Dios. Necesitamos re- encantarnos de esa pertenencia que nos da una enorme seguridad, especialmente en los momentos difíciles de la historia en la que nosotros, sacerdotes, debemos dejarnos llevar por el Pueblo, al que muchas veces llevamos nosotros. Queridos hermanos amemos al Pueblo del que somos parte. Amemos a la Iglesia porque en ella habita el Señor. Gustemos de ser Pueblo de Dios y de Su Presencia en medio de nuestras comunidades. Experimentar y gustar del Amor que Dios tiene por su Pueblo, nos ayudará siempre a encontrarle el sentido a todo. A lo largo de este año, celebremos nuestros 90 años de Iglesia Particular y 40 de seminario. Celebremos con gusto todo lo que el Señor nos ha regalado y viene haciendo en tantos años.

Necesitamos descubrir también la presencia del Espíritu del Señor en la calle, entre la vida de nuestra gente. Es cierto que su manifestación puede ser por momentos más o menos invisible, pero, también es cierto que, al descubrirlo, uno se da cuenta que el Amor y la Misericordia de Dios está dando Vida en Abundancia. ¿Cómo explicar sino la fuerza que tienen las personas, las familias y todos para pelear la vida? ¿Sería posible vivir bajo el peso de cruces tan pesadas como la enfermedad, la falta de trabajo, la pobreza, la frágil y lastimada ancianidad, el padecimiento de las madres y tantos dolores humanos lacerantes, sería posible sostener la vida sin la presencia del Espíritu Santo? La fe nos hace ver que detrás de la lucha cotidiana de nuestro pueblo está el Espíritu del Señor sosteniendo la vida, "la vida como viene". La impotencia que sentimos frente a la realidad de la Argentina y de nuestros barrios, está sostenida en el Dios que vive en las calles acompañando a nuestro pueblo y, eso nos ayuda a renovar nuestra entrega por nuestros hermanos y trabajar con Él y con ellos por su Reino.

El Espíritu de Dios también está entre nosotros que hemos sido ungidos como sacerdotes para la misión y, es bueno mirar a los hermanos sacerdotes y descubrir la riqueza de la diversidad y cómo el Espíritu se vale de todos en una misma fraternidad presbiteral y eclesial. Como le gusta decir a Francisco, que "el Espíritu es la misma armonía y la crea", y ese es un modo delicado de la presencia del Espíritu. Para nosotros, será más o menos fatigoso trabajar por una fraternidad en serio, pero Dios siempre está creando armonía en el cuerpo presbiteral que toma el rostro de una fraternidad necesaria y porque no decirlo, también buscada. La buscamos y la necesitamos. Y aunque a veces nos desilusionamos y alejamos de los hermanos, el Espíritu nos hace y hará volver siempre a la fraternidad. Queridos hermanos, les repito lo que ya les dije: "la amistad entre nosotros la elegimos, pero la fraternidad la eligió Jesús para nosotros al llamarnos a ser parte del mismo Cuerpo Presbiteral, co-responsable de la misma misión". Dios quiera que podamos ser conscientes de lo que el Espíritu Santo hace en nosotros y con nosotros, y así alabar, agradecer y alegrarnos de corazón.

El Espíritu está en cada celebración litúrgica que convocada por Él mismo se vuelve Asamblea Santa, como hoy, aquí, en esta liturgia llena de gestos: en la proclamación de la Palabra; en nuestras manos sobre los aceites y sobre la ofrenda del pan y del vino; en el soplo del obispo sobre el óleo en la consagración del crisma; en las suplicas; en el canto y en tanta diversidad de símbolos. Su presencia está viva especialmente en el pan consagrado al que adoramos con el alma y el corazón. Su modo histórico y dinámico que nos hace celebrar día a día para renovar la Alianza con Él en todo momento del año y en un continuo "ayer, hoy y siempre". Nuestro ser sacerdotes nos une en la liturgia cotidiana de un modo especialísimo al Misterio Pascual y es una oportunidad para que descubriendo una vez más, aquí Su presencia, podamos renovar nuestra propia alianza total y para siempre con el Señor. Hoy lo pondrán también de manifiesto renovando las promesas sacerdotales.

Entonces, cuando vamos a rezar en silencio, en soledad, en intimidad, queridos hermanos sacerdotes, estamos en esa presencia del Espíritu, que está en todo y en todos. Necesitamos gustar de esa presencia y dejarnos llevar como un botecito en la corriente de un río. Es muy bella esa imagen. La oración es como estar en un bote en el que muchas veces remamos con esfuerzo para intentar alcanzar la experiencia de Dios y otras tantas nos dejamos llevar, confiando absolutamente que todo está habitado por el Espíritu que de diversa manera va llevando la vida.

Y aunque muchas veces pasamos por momentos de soledad, no estamos solos, el Espíritu está ayudándonos a permanecer fieles como lo hace el Pueblo Dios que permanece fiel a pesar de tantas contradicciones e incoherencias, de las que nosotros muchas veces somos responsables. En la oración, debemos tomar conciencia de ese sentido de fe de nuestro Pueblo y en los momentos difíciles seguir aprendiendo de la fe del Pueblo y dejarnos llevar por él.

Una vez, hace unos cuantos años, en un momento difícil de mi vida, donde la fe estaba como oscurecida, rezando en la capilla de mi casa, Dios me dio la gracia de apoyarme en la fe de otros a los que iba recordando y también en la fe de la Virgen. Eso me llevo a decir algo más o menos así: "Señor estoy en oscuridad, se me enfrió la fe, no tengo fuerzas y no sé si tengo ganas de seguir. Si sigo con Vos, es por la fe de esa persona y de aquella y de la otra que me conmueven. Me apoyo en ellos y en el Magnificat de la Virgen, más que en mi propia fe". Les confieso que no salí más consolado de ese momento de oración, pero aquí estoy.

Necesitamos ir a la oración, para descubrir su permanente presencia y tomar fuerza para la lucha de todos los días.

Agradecidos por el testimonio de vida de nuestro Pueblo, debemos rezar con perseverancia para sostener la propia fe y la del Pueblo Santo de Dios de Mercedes-Luján y la fe de nuestras comunidades. Son tiempos históricos en los que muchas veces el Padre de Jesús aparece con un rostro difuso y es puesto a prueba y con Él, todos nosotros. Son tiempos de prueba en la que estamos fuerte y sutilmente tentados a apoyarnos en muchas cosas que no son el Dios de Jesucristo y por eso, necesitamos rezar para que la fe este centrada en el Padre que nos ha revelado Jesús. Yo creo firmemente que el Espíritu está en las calles, en las casas, entre la vida de todas las personas. Creo que hay semillas de fe esparcidas por el Sembrador en todas las realidades. Pero debemos rezar con perseverancia para que cada persona y cada comunidad, se apoye más fuertemente en el Padre del Señor y no en tantos ídolos que se ofrecen como dioses falsos que le mienten a la gente y lejos de salvarla la esclavizan. Nuestra misión de pastores comienza frente al Señor en el silencio de la oración pidiéndole por la fe de nuestro pueblo.

Debemos rezar por nuestro Pueblo, por "la evangelización y la catequesis hoy", para sostener la misión al modo de Jesús.

Experimento una enorme alegría al leer el Cuarto Documento del Sínodo, fruto de lo que nuestra Iglesia de Mercedes-Luján va conversando y manifestando. Creo que, en medio de las dificultades, de la pobreza de medios y de la falta de trabajadores para el Reino, siento que nuestra Iglesia está en profunda sintonía con el Espíritu del Señor y con la misión de dilatar el Reino de Dios.

Deseo que el Sínodo sea muy importante para todos nosotros querido Pueblo de Dios, porque en verdad, es un acontecimiento del Espíritu.

Necesitamos también rezar con fuerza y perseverancia para estar más cerca de los que sufren y de los más pobres. Siempre será un desafío vivir como dice el Evangelio que proclamamos hoy, llegar y estar con los pobres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos. Que pequeño me siento frente a los pobres. Les confieso que muchas veces recurro a la misericordia de Dios en el Sacramento del Perdón acusándome de mi distancia con los pobres, los enfermos, los oprimidos. Quisiera vivir de verdad y en concreto la misión de Jesús y al modo de Jesús.

Debemos rezar fuertemente por los trabajadores del Reino, laicos, religiosos, y por los hermanos sacerdotes. A nadie se le escapa que tenemos sacerdotes que viven momentos de mucha fragilidad. La fragilidad de ellos es también nuestra fragilidad y es como un llamado a intensificar la oración de los unos para con los otros. Recemos por los hermanos sacerdotes, no nos cansemos de hacerlos.

El Santo Padre Francisco ha convocado para el año que viene a un año Jubilar con el lema "Peregrinos de la Esperanza" y para prepararnos ha querido que este sea un año en el que la oración sea algo especial en nuestras vidas.

Todos estamos invitados a "sentir con la Iglesia", la universal, la que peregrina en la Argentina, la nuestra de Mercede-Luján, en fin, caminamos juntos en esta caravana que tiene tanta vida y tantas expresiones.

¿Hay alguien entre nosotros que haya experimentado la presencia del Espíritu como lo hizo María, la Madre del Señor? ¿Alguien sabrá rezar mejor que Ella? Acudamos a Ella. Volvamos siempre a María de las Mercedes y de Luján para que nos enseñe a descubrir la Presencia del Espíritu del Señor. Acudamos siempre a Ella, nuestra Madre amada y Santa para que nos ayude a perseverar en la fe y en la oración.

Queridos hermanos, volvamos a sumergirnos con todo el ser en la Pascua para morir y resucitar con Cristo, para andar con Jesús en todo y siempre, hasta el final de nuestras vidas.

Mons. Jorge Eduardo Scheinig, arzobispo de Mercedes-Luján

Querida comunidad, estamos celebrando esta liturgia de la Misa crismal, en la que se bendecirán los santos óleos para los catecúmenos y para los enfermos y también se consagrará el santo crisma, usado para administrar el sacramento de la confirmación y la sagrada ordenación. Además, en esta Eucaristía, los sacerdotes renovaremos nuestras promesas sacerdotales, las que hicimos el día en que fuimos ordenados sacerdotes. Por eso, gracias por estar y por rezar por nosotros. Los sacerdotes necesitamos siempre de la oración, del cariño, de la corrección fraterna y del aliento de todos Uds., que en las comunidades son nuestra familia.

Ahora quiero compartir algunas reflexiones con Uds., queridos hermanos sacerdotes, primeros colaboradores del Obispo, en el día en que renovarán el don de Dios que han recibido en la ordenación sacerdotal.

Hoy es el día en que resuena fuerte en nuestro interior el mandato de san Pablo: “Reaviva el don de Dios que has recibido” (2 Tim 1,6). En esta celebración se nos invita a reavivar el fuego del amor de Cristo que nos ha llamado al sacerdocio para ser siempre servidores de los hermanos. Nuestra vocación es imitar al Buen Pastor que nos ha elegido para que vivamos la vida con Él y lo hagamos presente en las comunidades, anunciando la Palabra y regalando el milagro de los sacramentos.

Inspirado en una homilía del papa Francisco[1], les comparto tres “caminos” para reavivar siempre el don del sacerdocio:

El primero es custodiar siempre la alegría del Evangelio en el propio corazón. En el corazón de cada uno de nosotros está el recuerdo del llamado al sacerdocio. Está el recuerdo de ese amor que nos ha seducido y cautivado y nos impulsó a responder con generosidad aun con miedos e inseguridades. Custodiar la alegría del Evangelio en el corazón es gustar interiormente la buena noticia que nos acompaña desde siempre: somos llamados por un Dios que nos ama con ternura y misericordia. Con el testimonio de una vida sencilla, generosa, profundamente sacerdotal y que expresa aquella alegría profunda que da sentido a nuestra vida, podremos ayudar a que muchos descubran la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado (cf.Evangelii gaudium, 36). Porque ser testigos del amor de Dios, es lo único que importa. Y solo custodiando la alegría del Evangelio, que es la alegría de nuestra vocación, podremos llevar este gozo a los demás.

Un segundo camino es pertenecer cordialmente (con el corazón) al pueblo que nos

toca pastorear. Amen a la comunidad que les toca servir y sean instrumentos de comunión: el pueblo de Dios son todos. En la comunidad hay diversidad de grupos, carismas, servicios pastorales, diversas espiritualidades, también diversas clases sociales... Amen a todos, no se cierren en sus propias preferencias, opciones pastorales o gustos espirituales. Están al servicio de todos y tienen que animar una espiritualidad de comunión que los haga, a todos juntos, comunidad misionera. Caminen junto a todo el pueblo al que sirven, pero también unidos al obispo y al presbiterio. No descuiden nunca la fraternidad sacerdotal.

El tercer camino es ser generadores de vida cristiana en el servicio pastoral. “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto”[2] nos enseña Jesús. Se trata de desgastar la vida en el trabajo pastoral. Se trata de “desvivirnos” para que otros tengan vida, a imagen de Jesús, que no vino para ser servido sino para servir y dar la vida en rescate de una multitud[3]. El sacerdote formado en la escuela de Jesús, se pone al servicio de todos, está cerca de la gente, acompaña los procesos de cada uno y promueve todos los carismas que el Espíritu suscite y que pueden fructificar en diversos ministerios laicales al servicio de la comunidad. Cuando no somos nosotros el centro de todo, sino que nos ponemos al servicio de los demás, generamos la vida cristiana, porque llevamos “el agua viva del Evangelio al terreno del corazón humano y del tiempo presente”[4].

Antes de que renueven sus promesas sacerdotales les recuerdo estas tres ideas, que ojalá les sirvan para renovar el don de Dios: alimentar siempre la alegría del Evangelio; pertenecer cordialmente al pueblo que les toca pastorear y ser generadores de vida cristiana en el servicio pastoral.

Que nuestra Madre, la Inmaculada de la Concordia los cuide siempre y les enseñe a vivir un fecundo ministerio sacerdotal en comunión con Jesús, el Buen Pastor. Muchas gracias.

Mons. Gustavo Gabriel Zurbriggen, obispo de Concordia


Notas
[1] Francisco, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre la Formación Permanente de los Sacerdotes, el 8 de febrero de 2024.
[2] Cfr. Jn. 12, 24.
[3] Cfr. Mc. 10,45.
[4] Francisco, ídem.

Antes de compartir con ustedes la Homilía sobre este día y sobre la Palabra de Dios que hemos escuchado quisiera agradecer la presencia de las autoridades que hoy nos acompañan, el Sr. Titular de la Unidad de Gabinete de Asesores del Ministerio de Seguridad, Dr. Carlos Manfroni, el Sr. Secretario de Culto en rango de Embajador, Francisco Sánchez, Director Nacional de Culto Católico, Dr. Agustín Ezequiel Caulo, a las autoridades de las Fuerzas Armadas y Fuerzas Federales de Seguridad.

Nuestros estatus Diocesanos castrenses, dicen que los Capellanes estamos en donde están nuestros fieles, a nosotros nos llena de alegría cuando tenemos algunas celebraciones propias en nuestra Catedral, nuestros fieles puedan estar con nosotros, sumarse y celebrar juntos, así que gracias por el esfuerzo no solo una mera realidad institucional sino también de gratitud.

Gracias a los Padre, a los Capellanes de un modo representando a los cerca de los 200 capellanes que a lo largo y ancho del país están en nuestra Diócesis, alguno de ustedes ha hecho el esfuerzo de viajar desde lejos para sumarse a esta celebración tan importante para nosotros. Gracias a las religiosas que también con su presencia en los hospitales militares de nuestro Obispado Castrense son el rostro en la misericordia de Dios con nuestros hermanos enfermos, gracias a cada uno de ustedes por estar. 

Con mucha alegría celebro junto a parte de nuestro clero, religiosas y religiosos, seminaristas y representantes del pueblo de Dios que se me han confiado, -como son las Autoridades Nacionales, Ministros y jefes y miembros de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas Federales de Seguridad y sus familias-, la Misa Crismal en esta particular Diócesis Castrense.

La celebración de esta Santa Misa, en la cual concelebramos los sacerdotes, es manifestación del Único y Mismo Sacerdocio de Jesús y también es manifestación de pertenencia y comunión del Obispo con su presbiterio. Es poner en práctica la enseñanza conciliar que dice: “…conviene que todos tengan un gran aprecio por la vida litúrgica de la Diócesis en torno al Obispo, es aquí donde se hace la principal manifestación de la Iglesia…”. Al decir en castrense, “este es un modo privilegiado, – como me compartió en una oportunidad un General del Ejército – para palpar y ver la “conjuntes”, porque están presente los Capellanes de las distintas Fuerzas, pero de la misma Diócesis, podríamos decir que aquí es donde se hace la principal manifestación de la Iglesia Castrense”.

Aprovecho para dar la bienvenida a Capellanes que se suman a nuestro Obispado y a nuestra misión, especialmente le damos la bienvenida al padre Luis Villafañe, sacerdote diocesano ordenado en la fiesta del Santo Cura Brochero, nuestro Patrono, en esta Iglesia Catedral.

Gracias a Dios y a Alejandro Jeandet y la Delegación de Comunicación, podemos sumar a nuestros hermanos que desde lo ancho y largo del país también están presentes y se suman por las redes a esta celebración. Las banderas de nuestras provincias y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que hemos puesto en nuestra Catedral es para recordarnos siempre que estamos presente en todo el país, y queremos servir y cuidar a los que nos sirven y también nos cuidan a los largo y ancho de nuestra querida y golpeada Patria.

Es una gracia grande, como les he compartido en otras oportunidades que una vez al año podamos tener esta oportunidad de encontrarnos y experimentar que caminamos juntos para servir a nuestros fieles que el Señor y la Iglesia nos confían. Estamos viviendo tiempos muy difíciles, lo sabemos, pero también sabemos que son tiempos de serena y renovada esperanza.

El Evangelio que nos propone la liturgia de la Misa Crismal nos presenta a Jesús en el inicio de su ministerio público, cuando en la sinagoga de Nazareth manifiesta su plena conciencia de saberse llamado por el Padre a cumplir una misión, sostenido y fortalecido por la certeza de la presencia del Espíritu Santo.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió a llevar la buena Noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros…a consolar a los que están de duelo, a cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza…”, esto acabamos de escuchar en la lectura del profeta Isaías. Frente a este texto y lo actualizado en el Evangelio por el mismo Jesús a quien seguimos, no puedo dejar de pensar en aquellos fieles nuestros que más están sufriendo. Aquellos que, enfermos y con años de prisiones preventivas, siguen sufriendo la cárcel y lo que es peor, siguen sufriendo muchos de ellos, por causa de miradas parciales e ideologizadas. Constatamos muchas injusticias, y sin duda lo más parecido a la venganza. El Papa Francisco nos invitó a no dejarnos ganar por la ideología de un lado y de otro. Nos dijo el Santo Padre que estar privado de libertad no es estar privado de dignidad. No podemos dejar de pensar en tantas familias que sufren estas dolorosas situaciones. No podemos dejar de pensar en tantas familias que, sufriendo en tiempos de democracia, violencias y atentados, hoy se los sigue silenciando o etiquetando, sin recibir ningún reconocimiento. No podemos dejar de renovar con esperanza, la certeza que otro modo de vivir es posible en nuestra Patria. Es Providencial recordar las palabras del Santo Padre en su Carta Encíclica Fratelli Tutti:

Cuando hubo injusticias mutuas, cabe reconocer con claridad que pueden no haber tenido la misma gravedad o que no son comparables. La violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no está en el mismo nivel de la violencia de grupos particulares. De todos modos, no se puede pretender que sólo se recuerden los sufrimientos injustos de una sola de las partes” (n° 253).

¡Cómo nos interpela el Evangelio! Siempre, si lo recibimos desde la fe, el Evangelio interpela y compromete. Jesús anuncia y proclama, libera y hace ver. Por esto es que, confiados en el Evangelio y desde el Evangelio debemos hablar y obrar.

Necesitamos que el Evangelio que sana y libera se encarne más en nuestra Nación. Nación cuya identidad sea la pasión por la verdad. ¡Qué bien nos hará la verdad!

Confiamos en que en estos nuevos tiempos todos los poderes del Estado busquen con sincero esfuerzo los caminos de la verdad, en la justicia y en el amor. Que sean tiempos de verdadero encuentro para que busquemos caminos a transitar que no nos avergüencen en el hoy y en el futuro. Que la memoria no opaque la verdadera historia, ni aún desde aquellos que han tenido en nuestra Patria mayores responsabilidades, pues nunca se deben silenciar o negar situaciones violentas y dramáticas que hemos vivido de uno u otro lado, insisto, aunque haya mayor responsabilidad por parte de quienes nos gobiernan. La impunidad de donde venga, siempre prepara nuevos delitos. Quiera Dios que la historia triste y violenta de nuestra Patria no se repita y que nosotros, como Iglesia diocesana, seamos instrumento para sanar, reconociendo aquellas cosas que no han sido caminos evangélicos y las que sirvan para el encuentro y para la Paz.

Hemos sido ungidos, -lo sabemos- para sanar, vendar, acompañar y para hablar con coraje y valentía. La verdad muchas veces nos duele, pero nos hace libres. La verdad asumida engrandece, aunque parezca humillación. Verdad supone también entonces, asumir los propios errores. Jesús vino a sanarnos, vendarnos y curarnos. Esto es motivo de profundo gozo.

Este Espíritu que está sobre el Señor y al cual Él obedece dejándose conducir, está también sobre nosotros, guiándonos y conduciéndonos internamente. No es la carne ni la sangre lo que guía nuestro caminar de pastores. No es la prudencia humana ni el interés propio lo que nos mueve. El Espíritu es quien inspira nuestras acciones y lo hace para alabanza y gloria del Padre y para el bien del pueblo fiel.

Nosotros, sabemos que fuimos llamados por Jesús para llevar la Buena Noticia: La Buena Noticia es que Dios envió a su Hijo Jesús. La Buena Noticia es Jesús quien nos “Ama hasta el extremo, hasta el fin” que ama sin límites, siempre y a todos.

Hemos escuchado también en el Evangelio, que “Todos en la Sinagoga tenían puestos los ojos en El”. En esta Eucaristía los sacerdotes y yo, vamos a renovar nuestro ministerio. Quisiera que todos pongamos nuestra mirada en Jesús, nuestra mirada en Él.

Es fuente de renovada espiritualidad saber que Él, nos llamó. Él, es el que “nos amó hasta el extremo”. Él, es el que nos mira siempre amando. Él, es el que nos renueva.

Él, es el que nos espera. Él, es el que nos busca. Él, es el que nos sana. Él, es el “Dios con nosotros”. Él, es el que nos perdona. Él, es el rostro de la Misericordia. Él, es el que murió por nuestra Salvación.

Nosotros, debemos ser, sobre todo, hombres de oración. Lo necesitamos para saber ver y para obrar con entrega generosa y valiente y el pueblo de Dios, nos necesita orantes y santos. La oración nos ayudará a discernir y andar por los caminos del Evangelio sin ambigüedades, firmes y seguros, frágiles pero fuertes como les he compartido en otra oportunidad. Así nos llamó Jesús.

Los invito hoy, y lógico también me sumo, a renovar las promesas sacerdotales en clave de conversión y disponibilidad para poder ser santos sacerdotes. Pastores con verdadero ardor evangélico, que no nos pueda la función, ni las adversidades, ni los miedos, ni los años.

Nosotros somos sacerdotes como todos los sacerdotes católicos, pero tenemos una misión especial que nos distingue. Estamos entre nuestro pueblo, como todo sacerdote, pero nuestra misión castrense es estar allí donde nuestros fieles están.

Lo nuestro es un claro “ministerio de la presencia”, la presencia, no pocas veces silenciosa, lo sabemos, habla de Dios. La presencia, a veces oscurecida o no tenida en cuenta que nos habla de “aparente fracaso”, pero sabemos que no lo es y sabemos también del tanto bien que hace y nos hace. Somos los sacerdotes Castrenses ministros y puentes de tantos dolores y oídos que escuchan tantos sufrimientos y angustias.

Somos, -debemos serlo-hombres del consuelo y de la esperanza. Hombres que damos los que somos, nuestro ser “sacerdote”, nuestra vida y la Eucaristía, para lo cual hemos sido un día ordenados sacerdotes para siempre.

Queridos hermanos sacerdotes, Dios y la Iglesia nos han confiado a los hombres y mujeres de las Fuerzas, ellos tienen la misión de preservar o restablecer la paz, una paz que se construya con el respeto a la dignidad humana, la libertad, la justicia y la verdad, ellos están para defender nuestra Constitución y las leyes, ellos son permanentes servidores del bien común, que sólo se da, cuando a todos los ciudadanos se les reconocen y se les garantizan plenamente sus derechos, favoreciendo y defendiendo la democracia participativa, únicamente posible “en un Estado de derecho y sobre la base de la recta concepción de la persona humana”, como nos ha recordado San Juan Pablo II. En estos particulares tiempos renovamos nuestro servicio de acompañar, iluminar y servir a los que nos sirven y cuidan.

Queridos Padres, un día fuimos ungidos para vivir como sacerdotes y ser felices desempeñando este gran ministerio. Hoy queremos renovar esa Unción del Espíritu Santo, que selló nuestra amistad con Cristo y nos insertó profundamente en la Iglesia.

Renovar una vez más nuestro sacerdocio nos debe llenar de gozo, porque Dios vuelve a mirarnos con amor y nos invita a dejar todo para seguirlo. Renovar supone “carga ligera” para dejar atrás proyectos personales y embarcarnos en la gozosa aventura de Anunciar el Evangelio entre los hombres y mujeres de Armas.

Siempre le pido a Dios que este día sea un día de auténtica renovación. Tú nos conoces Señor, te presentamos nuestras vidas, nuestras alegrías, nuestras debilidades, nuestras fuerzas desgastadas, nuestras enfermedades, nuestros aciertos y errores, nuestras miserias y pecados. Pero por, sobre todo, ponemos bajo tu mirada nuestra vida y nuestra fe.

Esta Misa es una nueva oportunidad de la que el Señor se sirve, para hacer resonar con nueva fuerza aquel “Sígueme” que todos escuchamos hace algunos años y aquel “SÍ” que con gozo hemos expresado.

Que nuestros santos Patronos, Juan de Capistrano y José Gabriel del Rosario Brochero, nos animen y estimulen para ser firmes, fuertes y valientes creativos en el Anuncio Evangélico.

Que María, nuestra Madre de Luján nos custodie, y cuide a cada miembro de nuestra Iglesia Diocesana, que se consagra para servir a los hermanos y a la Patria, aún a costa de la entrega de la propia vida.

Transitando hacia el año jubilar diocesano de la Fe y hacia el año Santo Universal dedicado a la oración, nos confiamos a María, ella plasmó en su vida la fe, ella supo ser dócil y ponerse rápidamente en camino para servir y anunciar, porque sabía de vida interior y de oración, que Ella en las distintas Advocaciones que como Iglesia Castrense la llamamos –De Luján, de la Merced, de Loreto, De Stella Maris y del Buen Viaje- nos inspire, asista y acompañe siempre.

Mons. Santiago Olivera, obispo para las Fuerzas Armadas y Fuerzas Federales

Queridos hermanos sacerdotes del presbiterio de Santiago del Estero y todo el santo pueblo de Dios.

Nos encontramos reunidos para celebrar la Cena del Señor haciendo memoria de su entrega total al proyecto de Dios: salvar a toda la humanidad. Salvar es el acto supremo de Amor de Jesús: Jesús quiso perpetuar este acto de Amor para que lo actualicemos hasta el final de la historia haciendo presente, vivo y operante el amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesús, Hijo de Dios, hermano nuestro, Sacerdote de la Nueva Alianza. Al celebrar este misterio de Amor, recordamos la institución del Sacerdocio ministerial que Jesús dejó a su Iglesia, para anunciar la Palabra, santificar con los sacramentos, guiarlo como pastores con el corazón y actitudes de Jesús. Como cuerpo Presbiteral renovarán las promesas que un día hicieron en la ordenación.

Consolados y ungidos por el Señor para consolar a nuestro pueblo
Celebrar en tiempos de grandes penurias, de grandes pruebas y sufrimiento de nuestro pueblo. La historia del pueblo de Dios atravesó por infinidad de momentos y experiencias de profundo dolor, desarraigo, exilio, esclavitud y sufrimientos de todo tipo. En esos tiempos eran enviados los profetas en nombre de Dios para trasmitir mensaje de cercanía y misericordia.

Isaías, en su mensaje le habla a su pueblo comunicando la buena noticia del Amor de Dios, y ya anuncia un año de gracia. Jesús retoma este pasaje que encarna en su vida y en su misión redentora de toda la humanidad. También habla del año de gracia. se dirige a personas que pasaron por un período oscuro, que han sufrido una prueba muy difícil; pero ahora ha llegado el tiempo de la consolación. “La tristeza y el miedo pueden dejar lugar a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo por sendas de liberación y salvación. ¿En qué modo se realizará todo esto? Con el cuidado y la ternura de un pastor que cuida su rebaño. Él dará unidad y seguridad al rebaño, lo hará pastar, los reunirá en su redil seguro las ovejas dispersas, prestará especial atención a las más frágiles y débiles (v. 11). Así actúa Dios con nosotros ya que somos sus criaturas, sus hijos y ovejas del rebaño. De ahí que el profeta invita al oyente – incluyendo nosotros hoy – a difundir entre la gente este mensaje de esperanza.

La invitación de Isaías –"Consolad, consolad a mi pueblo"– resuene en nuestro corazón en este día Sacerdotal. Hoy necesitamos ser personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacude los resignados, reanima los desalentados, enciende el fuego de la esperanza. Muchas situaciones requieren nuestro testimonio consolador. Pienso en aquellos que están oprimidos por el sufrimiento, la injusticia, la pobreza cada vez más grande y extendida, los que están en vulnerabilidad absoluta, el abuso de poder; a los que son esclavos del dinero, del poder, del éxito, de la mundanidad.

Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos en una actitud de escucha atenta y respetuosa, testimoniando el amor de Dios, que puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales. Implica la actitud de mucha escucha. Con mucha perseverancia y con renovados métodos para llegar a todos.

Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros mismos no experimentamos la alegría de ser consolado y amado por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su palabra, cuando permanecemos en la oración silenciosa en su presencia, cuando nos encontramos con Él en la Eucaristía o en el Sacramento del Perdón.

A todos nos sirven aquellas sentidas palabras de san Pablo a sus comunidades: «Les pido, por tanto, que no se desanimen a causa de las tribulaciones» (Ef 3,13); «Mi deseo es que se sientan animados» (Col 2,2), y así poder llevar adelante la misión que cada mañana el Señor nos regala: transmitir «una buena noticia, una alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). Pero, eso sí, no ya como teoría o conocimiento intelectual o moral de lo que debería ser, sino como hombres que en medio del dolor fueron transformados y transfigurados por el Señor. Esto no es cuestión de voluntarismo e improvisación, es compartir una gracia que alcanzamos fruto del trato cotidiano con el Señor en tiempos fuertes de oración. Sin esta experiencia fundante, todos nuestros esfuerzos nos llevarán por el camino de la frustración y el desencanto.

Cercanía al pueblo
En tiempos de tantas crisis, y desolaciones hay una tentación que padecemos nosotros los sacerdotes: aislarnos, refugiarnos en los espacios de seguridad, alejarnos de los lugares de conflicto, de inquietudes familiares y sociales muy amplios. Es quedarnos tranquilos en nuestro propio mundo, o mezquinando tiempo de servicio y atención. Pensamos con estilo derrotista “que puedo hacer solo”, “imposible cambiar situaciones de opresión, violencia, injusticia, marginación más absoluta”, impotencia, miedo, pasividad, cierta indiferencia, falta de audacia o parresia apostólica. Aun la oración desencarnada puede ser un escape a nuestras responsabilidades.

Ante esto volvemos a sobre la enseñanza de Francisco en EG: un remedio para estas tentaciones y abandonos es la cercanía al pueblo, que van unida a la cercanía con Dios, con los hermanos sacerdotes y con el obispo. ilumina el estilo de Jesús: es una cercanía especial, compasiva y tierna. Estas son las tres palabras que definen la vida de un sacerdote, y también de un cristiano, porque están tomadas precisamente del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura.

Cercanía al pueblo no como deber sino una gracia. «El amor al pueblo es una fuerza espiritual que favorece el encuentro en plenitud con Dios» (Evangelii gaudium, 272). Por eso el lugar de todo sacerdote es en medio del pueblo, en una relación de cercanía con el pueblo. Cuando estamos frente a Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y sostiene, pero al mismo tiempo, si no estamos ciegos, empezamos a percibir que la mirada de Jesús se ensancha y se vuelve llena de afecto y ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que quiere servirse de nosotros para acercarse cada vez más a su amado pueblo. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para acercarse al pueblo fiel de Dios. Nos lleva en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de modo que nuestra identidad no puede entenderse sin esta pertenencia» (n. 268). Cuando hacemos esto, la vida siempre es maravillosamente complicada y vivimos la intensa experiencia de ser un pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd., 270 Una cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia del Señor (cf. Is 61,2). También hoy la gente nos pide que seamos pastores del pueblo y no clérigos «profesionales de lo sagrado»; pastores que conozcan la compasión y la oportunidad; hombres valientes, capaces de detenerse ante los heridos y tenderles la mano; hombres contemplativos que, en su cercanía a su pueblo, puedan proclamar sobre las heridas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.

Una de las características cruciales de nuestra sociedad «en red» es que abunda el sentimiento de orfandad; es un fenómeno actual. Conectados a todo y a todos, nos falta la experiencia de pertenencia, que es mucho más que una conexión. Con la cercanía del pastor, podemos convocar a la comunidad y fomentar el crecimiento de pertenencia. Pero si el pastor se extravía, si el pastor se aleja, las ovejas también se dispersarán y estarán al alcance de cualquier lobo. Esta cercanía con el pueblo cuando la vivimos con conciencia y entrega sincera no hace experimentar “que Soy una misión en esta tierra, y por eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse marcado por esta misión de iluminar, bendecir, vivificar, elevar, sanar, liberar» (Evangelii Gaudium, 273). Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios con la cercanía a Dios, ya que la oración del pastor se alimenta y se encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando reza, el pastor lleva las marcas de las heridas y las alegrías de su pueblo, que presenta en silencio al Señor para que lo unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor bendiga a su pueblo.

Como Iglesia que peregrina en Santiago del Estero no podemos pasar por alto la gracia que vivimos en el mes de febrero la canonización de Nuestra querida Mama Antula. Mujer fuerte, experimentada en el amor de Dios que la impulso a salir al encuentro de tantos hermanos/as que aún no conocían el amor de Dios. Fue hacia ellos para guiarlos a esa experiencia que iba a cambiar sus vidas. Hoy que inspiradora e intercesora en nuestra misión de ser consoladores de los sufrientes y cercanos a nuestro pueblo.

Mons. Vicente Bokalic CM, obispo de Santiago del Estero

Queridos hermanos:

La Misa Crismal, que hoy presido acompañado por el presbiterio, tiene un doble propósito: *consagrar el Santo Crisma y bendecir los Óleos para los Enfermos y Catecúmenos y *solicitar a los presbíteros la Renovación de sus Promesas Sacerdotales, como una manifestación pública de comunión entre ellos y con el propio obispo. Con el Santo Crisma serán ungidos los recién bautizados; los confirmados recibirán la fuerza del Espíritu Santo; se ungirán las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos; y, los templos dedicados y los altares consagrados. Con el Óleo de los Catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el Óleo de los Enfermos, éstos reciben el alivio en su debilidad y enfermedad. Por tanto, hoy, manifestamos nuestra fiel disposición para que la fuerza de la Gracia de Dios llegue a todo su Pueblo como un manantial de gracias divinas.

Otro elemento importante de esta celebración está relacionado con la Oración. Recordemos que el Papa nos propuso todo este año profundizar en ella, no tanto en lo teórico, sino en lo práctico, pues a rezar se aprende rezando. Dios Padre que nos dio la vida, nos enseñó a relacionarnos con Él por medio de la Oración y nos dejó maestros de oración que somos los sacerdotes; sin embargo, puede que debamos hacer un mea culpa delante de todos los que nos han sido confiados para introducirlos en el bello mundo de la Oración. Quizás debamos aplicarnos el ¡‘médico cúrate a ti mismo’! Les recuerdo que escribí una carta pastoral sobre la oración.

Para nosotros los sacerdotes es el oxígeno de nuestro ser y quehacer diario, no una mera práctica para ‘cuando tengo tiempo o ganas’, pues fuimos llamados para ser la presencia de Jesucristo en medio de la comunidad. En esa intimidad con el Señor, se fortalece el deseo de seguirlo y se renueva el compromiso con la misión recibida.

Obispos, Sacerdotes, Diáconos, Consagrados y fieles laicos formamos el único Pueblo de Dios y estamos llamados a vivir procesos de conversión y transformación personal y comunitaria. Por eso, necesitamos permitir que el Espíritu Santo obre libremente en nuestras vidas, guiándonos para una entrega fiel y generosa, sobre todo, con aquéllos que más necesitan de acompañamiento y apoyo.

Sí, hermanos sacerdotes, renovemos y fortalezcamos nuestros corazones con la oración diaria y fervorosa para que cada bautizado pueda llegar a ser santo como más necesitados y marginados.

En la primera lectura de Isaías (61,1-3) y en el Evangelio de Lucas (4,16-21) hemos escuchado: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar un año de gracia del Señor...; Ustedes se llamarán Sacerdotes del Señor; y dirán que son Ministros de Dios”. Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesucristo y, desde Él a nosotros sus sacerdotes, que las ilumina a perpetuidad, proclamando: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de oír” (Lc 4,21).

Recordemos las palabras de Jesús a sus apóstoles: “No son ustedes quienes me han elegido, soy Yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca” (Jn 15,16). Toda vocación sacerdotal es una gracia, un don que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos aún, que lo justifique.

Es Jesús mismo quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre envió para anunciar la Buena Nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Él es el Heraldo de la Buena Nueva que ha sido ungido por Dios y ha sido enviado para anunciarla a todos y especialmente, a los más sencillos y necesitados.

Como elegidos y ungidos por el Señor, hoy, se nos pide también a nosotros ser portadores de este mensaje de salvación que muchos intentan sofocar. No es fácil ser mensajeros de la Verdad, pero las personas a quienes hemos sido enviados, quieren ver nuestro testimonio de vida sacerdotal y oír de nuestros labios las enseñanzas que vienen directamente de Jesucristo, a través de su Iglesia, quién entregó su vida en la cruz por nosotros para hacernos libres y dichosos. 

Qué grande para nosotros poder ser instrumentos útiles en las manos de Dios. Qué grande e inmerecido es el don que hemos recibido: ser sacerdotes de Jesucristo. Hemos de sentirnos alegres y esperanzados, pues todo lo podemos en Aquél que nos conforta y nos ha elegido y llamado (cf. Filp 4,13) Por ello, conscientes del don recibido y de la misión encomendada, hemos cantado: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88). Como sacerdotes no somos “dueños” de los fieles, sino servidores, para que cada uno de ellos, en comunión con la Iglesia, gocen del hecho de ser testigos de Jesucristo, el Testigo Fiel, como lo es Él del Padre (cf. Ap 1,4b-8).

Estoy más que convencido, por propia experiencia, no por teoría, que, si perdemos entusiasmo, caemos en la rutina de hacer lo sagrado, de estar descontentos, de volvernos susceptibles, de querernos justificar siempre, de no estar disponibles, de caer en la doble vida, de buscar seguridades y compensaciones, de no ser transparentes, de desconfiar, de mentir, de ser mal hablados, groseros, etc., es porque empezamos a rezar sin ganas o mecánicamente, a dedicarle poco tiempo a estar con el Señor, a profesionalizar nuestro ministerio, a soslayar la Palabra de Dios, a mirar más a la tierra que al cielo, donde Cristo ya nos tiene junto al Padre (Col 3,2-3).

O, si no, ¿qué significa el “no conozco a ese hombre… no sé de qué hablas” (cf. Mt 26,72) que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena? No es sólo ‘una defensa instintiva’, sino una confesión de ignorancia espiritual: Tanto Pedro como los otros quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pues aún no percibían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Espíritu Santo. Y fue, precisamente, esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en misioneros.

También, hoy, los sacerdotes tenemos una “primera unción” que es la llamada de amor por la que pedimos ser consagrados. Pero, también hoy, llega para cada uno “la etapa pascual”, un momento de crisis que reviste diversas formas: A todos, antes o después, nos pasa que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Se trata de una etapa de tentación, "de prueba" que todos hemos tenido, tenemos o tendremos, y que representa un momento crucial para quienes hemos sido ungidos, y del que se puede “salir mal parado”. Un momento en el que se insinúan “tres tentaciones peligrosas”: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. 

Y aquí está el peligro: mientras las apariencias permanecen intactas, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto. El sacerdocio se desliza lentamente hacia el clericalismo, y el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un funcionario.

No obstante, esta crisis puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso. Es el momento “de una segunda unción”, de acoger al Espíritu Santo “en la fragilidad" de la propia realidad. Es el kairós en el que descubrir que las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir, con la ayuda del Espíritu Santo, hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad.

Por tanto, si alguno de los aquí presentes, sea sacerdote o fiel laico, que reconoce que está en crisis, que no sabe qué hacer o como retomar el camino de la segunda unción del Espíritu Santo, sencillamente te digo: ánimo, el Señor es más grande que tus debilidades, que tus pecados. Permite al Señor que te llame por segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirarlo todo por la ventana, tampoco. Mira hacia delante, déjate acariciar por la unción del Espíritu.

Hermanos, Hermanas, tengan por bien sabido que, para madurar en serio y superar las crisis, debemos “admitir la verdad de la propia debilidad”, necesitamos mirar hasta el fondo de cada uno de nosotros y preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo que tengo, de las loas que recibo, de la carrera que hago, de los superiores o colaboradores que tengo, de las comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida? 

No les quepa la menor duda que si somos dóciles al Espíritu Santo, todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras, también los pecados, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservas, a Aquél que nos impregnó de su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros. 

Hermanos, Hermanas redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas haciendo remiendos, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu Santo y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio común o ministerial no crece remendándolo, sino desbordándose, recreándose al crisol de la oración y la caridad! 

Qué bueno recordar lo que enseñaba san Gregorio Magno: “Quien predica la palabra de Dios considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar…; que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el interior”. El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu Santo, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir… Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones”. 

Al renovar nuestras promesas sacerdotales, recemos los unos por los otros para que no sean nuestros intereses particulares los que nos muevan, sino que sean los deseos queridos por Dios y, aun cuando debamos entregar lo mejor de nosotros, estemos seguros de que Dios nos premiará y será simiente de nuevos testigos del evangelio, de nuevos seminaristas y nuevas familias cristianas, de nuevos misioneros, consagrados y consagradas y de nuevos laicos comprometidos.

Permítanme que les haga tomar conciencia que es urgente para nuestra Diócesis de Catamarca rezar y hacer rezar, promover y sostener la promoción de las vocaciones a la vida sacerdotal. Es preciso suscitar, llamar y acompañar a niños y jóvenes de nuestras parroquias, de familias cristianas, de grupos parroquiales juveniles, de colegios, institutos, universidad, para que sean seminaristas y, un día, bien formados, puedan incorporarse a nuestra diócesis como sacerdotes.

No hay Palabra de Dios si no hay un apóstol, un misionero, un sacerdote, un cristiano que la proclame y transmita. No hay Bautismo ordinario si no hay un sacerdote que bautice y haga cristianos, miembros de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios. No hay Eucaristía, ni sacramento de la Reconciliación sin un sacerdote que los celebre. No hay, por decirlo de alguna manera, rebaño del Señor, Iglesia, si no hay un pastor al frente de ella. En todo esto son muy importantes nuestras personas. Los niños y jóvenes necesitan ver en nosotros un modelo a imitar, personas enamoradas de Jesucristo, rebosantes de gracias divinas y agradecidas al don que Cristo nos ha regalado gratuitamente: el sacerdocio.

Con esta reflexión no los hice de menos a ustedes, queridos laicos, pues también ustedes participan por su bautismo del sacerdocio de Jesucristo y de la tarea evangelizadora. Cada uno en la Iglesia y en el mundo tiene su vocación y su misión. Por eso, tenemos que pedir al Señor que existan también matrimonios cristianos, bautizados comprometidos en su Iglesia, laicos que se santifican y crecen espiritualmente en la vida ordinaria, como fermento en la masa, misioneros y apóstoles de Cristo en el mundo.

Para concluir, quiero hacer pública mi gratitud a cada uno de los sacerdotes de esta Iglesia Particular de Catamarca, incardinados o no, por su buena disposición a trabajar juntos y en comunión con el obispo. Dejemos que sea Cristo quién camine a nuestro lado y delante de nosotros. Sigámoslo e imitémoslo. Que su Espíritu infunda vida en las nuestras y en las actividades pastorales. Que la caridad sea nuestra señal y guía. Roguemos por nuestros hermanos sacerdotes fallecidos, por los que sufren la enfermedad o la ancianidad, por los tres seminaristas que se están formando en Tucumán y por los jóvenes que el Señor sigue llamando para que sean generosos en la respuesta y se incorporen con nosotros en la misión evangelizadora de la Iglesia.

De verdad les agradezco por el testimonio y el servicio escondido que hacen, por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo y poco reconocimiento.

Que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de la escucha, el diálogo y el servicio, forjando una Iglesia Sinodal.

Que María Inmaculada, Nuestra Madre del Valle, siga sosteniendo nuestras vidas sacerdotales, nos ayude siempre a ver a su Hijo Jesucristo y a sentir como dirigida a nosotros la petición que les hizo a los servidores de las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5) y que como Ella siempre estemos al pie de la Cruz (Jn 19,26-27). 

Mons. Luis Urbanc, obispo de Catamarca