Viernes 4 de julio de 2025

Mons. Castagna: 'El don inestimable de la paz'

  • 4 de julio, 2025
  • Corrientes (AICA)
El arzobispo afirmó que "para hacer efectiva esta paz se requiere preparar los corazones mediante el esfuerzo generoso de neutralizar todo tipo de violencia" y profundizó: "La paz es un don de Dios".
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Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, recordó que la Iglesia recibió el mandato de transmitir la paz y citó el Evangelio de Lucas: "Al entrar en una casa, digan primero: '¡Que descienda la paz sobre esta casa!' Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes".

"La violencia, manifestada en guerras, delitos y en toda injusticia, se muestra impermeable a la paz que Cristo desea transmitir por su Iglesia", expresó. 

"Para hacer efectiva esta paz se requiere preparar los corazones mediante el esfuerzo generoso de neutralizar todo tipo de violencia", puntualizó y profundizó: "La paz es un don de Dios, que exige una necesaria predisposición, en las personas y en sus comunidades. En ella, todos los hombres de buena voluntad deben aportar su personal compromiso". 

El arzobispo destacó que el papa san Juan XXIII regaló una encíclica profética: Pacem in terris. La paz en todos los pueblos". 

"Con mucha frecuencia el don de la paz no encuentra corazones dignos de ella. La Iglesia conserva en su interior la paz que debe transmitir. Sin dudas quienes ofrecen la paz, en nombre de Jesús, deben ser ellos -nosotros- seres pacificados", concluyó.

Texto de la sugerencia
1. La pobreza enriquece a la Iglesia. Jesús amplía el número de sus discípulos y los envía a distintos pueblos para que preparen su visita. Les ofrece indicaciones prácticas que trascienden sus aplicaciones. Les revela que el secreto del éxito, en la misión que les encomienda, está en la pobreza de recursos humanos y en una total confianza en el poder del mandato mismo y, como consecuencia, en la gracia que el mismo Señor genera: "Yo los envío como ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado y no se detengan a saludar a nadie en el camino" (Lucas 10, 3). El poder de la gracia es superior a toda disponibilidad de poder y de fortuna. El famoso anticlerical francés F.Voltaire prevenía a los perseguidores de la Iglesia: "Teman a los obispos que escriben sus pastorales sobre mesas de pino". La pobreza y la persecución enriquecen a la Iglesia, y la vuelven imbatible. Su poder proviene de la Palabra de Dios, ofrecida por quienes tienen la misión de exponerla al mundo. Jesús confirma y expande esa verdad al promover todas las implicancias de la evangelización. Sus santos enviados han observado rigurosamente estas indicaciones y su trasfondo teológico. El texto evangélico que hemos escuchado nos invita a que aquellas directivas se cumplan hoy, para que la Palabra resuene en nuestras actuales circunstancias. Las metodologías deben responder a una actitud de total obediencia a las orientaciones de Jesús, que la Iglesia, en sus evangelizadores, necesita siempre actualizar: absoluta confianza en la gracia de la Palabra y un saludable despojo de toda afección a la fortuna y a los artilugios promovidos por el mundo. Aquellos "enviados" caminan sin apego a las seguridades que hacen perder el sueño a nuestros contemporáneos. De esa manera se produce una transparencia que abre senderos nuevos, simples y directos. Es preciso superar las complejidades que invaden nuestro intelecto y el léxico comunicacional que debiera acercarnos unos a otros. Jesús alienta la actividad de sus enviados, a convertir la pobreza en un medio o estilo, para que los interlocutores de la Iglesia sepan aceptar la gracia del Evangelio. 

2. La gracia de la Palabra. La confianza ilimitada en la gracia de la Palabra, es el distintivo que define la actividad pastoral de la Iglesia. Cristo no vino a debatir con el mundo sino a ofrecer la Verdad que Él personifica. Los discípulos, que deben exponerla, no se agotan en una esgrima dialéctica. Son testigos de la Verdad que - en Cristo - el Padre formula para quienes se disponen a recibirla. En camino hacia su aceptación están la teología y la apologética. La Palabra no se presta al debate de los intelectuales de turno. Su Encarnación visualiza la Verdad y la Vida. Por ello, los auténticos evangelizadores -presentadores de la Palabra- son los santos. Jesús indica a sus enviados que el despojo y la pobreza constituyen la más acertada metodología evangelizadora. Intelectuales de envergadura, como Spinoza, han perdido el camino, con su racionalismo a ultranza. No han hallado la Palabra en la algarabía de sus argumentaciones filosóficas. Nuestra fe está cimentada en la Palabra, y en las enseñanzas de los Apóstoles y del Magisterio. No dudamos porque entendemos con la mente, sino por lo que creemos y la Iglesia enseña. Cuando pretendemos releer los contenidos de la fe, desde la óptica que las especulaciones de la ciencia filosófica adopta, sin discernimiento adecuado, nuestro vuelo intelectual resulta de muy poco alcance. La misión de la Iglesia es suscitar la fe. Por ello, no se apega a los bienes materiales y a una estabilidad social que asegure su permanencia prestigiosa entre los hombres. Nuestro pensamiento se ilumina ante el texto de San Lucas: "¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino" (Lucas 10, 3-4). Es preciso leer entre líneas el texto del evangelista. Es la palabra de Jesús, portadora de una revelación práctica que requiere, para ser entendida, de la simplicidad de corazones pobres. La exhortación al desapego, de lo que habitualmente defienden los acreedores del pensamiento ateo, incluye una ascética, que practican los sabios y los santos. Aquellos discípulos no objetan al Maestro. Registran cada mensaje, y sus simples expresiones parabólicas, a las que el mismo Señor recurre para que entiendan sus más pobres seguidores. Si no son pobres, tendrán que serlo para entenderlo. La conversión es adoptar la pobreza de corazón (humildad), para captar la revelación, que hace Dios de Sí, a los hombres. 

3. Preparar los corazones para la paz. Cristo es la revelación que Dios hace de Sí mismo a los hombres, que buscan honestamente la coherencia proporcionada por la Verdad. San Agustín se prepara a encontrarse con Cristo, enfocado su coeficiente intelectual en la búsqueda de la Verdad. Es así como -el santo Obispo- llega a la Verdad, que Cristo encarna. La misión de los setenta y dos es preparar los corazones para que Cristo llegue. Es hoy la misión de la Iglesia, mediante todos sus miembros: anunciar la cercanía del Reino y ser portadora de Cristo Rey. Toda su Liturgia está orientada al cumplimiento exacto de esa misión. Para ello, tendrá que aplicar sus energías institucionales, con la imprescindible acción de la gracia. Aquellos setenta y dos, aspirantes a misioneros, comprueban que, sin la gracia que procede de Cristo resucitado, es inútil la ejecución de la llamada "pastoral" de la Iglesia. La vigencia de esa verdad cobra más importancia ante el desafío de un mundo, como el actual, que parece no emerger de la incredulidad y de la corrupción. Los sucesivos Sumos Pontífices, del siglo pasado y del actual, han insistido en recordar que el mundo contemporáneo se está construyendo alejado de la fe. El gran desafío y suplica de la modernidad a la Iglesia, consiste en que recupere la animación que causa el Espíritu de Pentecostés. Lo entienden muy bien los santos de cada época y de todas las edades. El Papa León XIV canonizará a un adolescente -el Beato Carlo Acutis- por su aporte a la Iglesia, desde su amor entrañable a Jesús Eucaristía. De Él, el joven santo, extrae su entusiasmo sobrenatural y su creatividad asombrosa. Jesús, el divino Maestro, no se detiene en la instrucción de sus discípulos, los expone a la acción santificadora del Santo Espíritu. De esta manera, funda y gobierna a su Iglesia naciente: con doce santos. No con doce genios o socialmente poderosos. En la santidad estriba el poder de la gracia que conduce, mediante la conversión y la pobreza, a la plena adhesión al Salvador. Es lo que el mundo necesita: "El mundo necesita de los cristianos, el testimonio de la santidad" (San Juan Pablo II). Por cierto, y gracias a Dios, el Espíritu suscita santos -canonizados o no- seleccionados de un mundo sin rumbo aparente y espiritualmente en decadencia. Quién está con nosotros, "hasta el fin de los tiempos", garantiza la victoria del bien sobre el mal. Una Iglesia pobre, continuamente crucificada con su Señor y Maestro, es testigo de la salvación, aún en circunstancias de oscuridad y de conflicto.

4. El don inestimable de la paz. Al concluir nuestra reflexión, es preciso recordar que la Iglesia ha recibido el mandato de transmitir la paz: "Al entrar en una casa, digan primero: "¡Que descienda la paz sobre esta casa!" Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes" (Lucas 10, 5-6). La violencia, manifestada en guerras, delitos y en toda injusticia, se muestra impermeable a la paz que Cristo desea transmitir por su Iglesia. Para hacer efectiva esa paz se requiere preparar los corazones mediante el esfuerzo generoso de neutralizar todo tipo de violencia. La paz es un don de Dios, que exige una necesaria predisposición, en las personas y en sus comunidades. En ella, todos los hombres de buena voluntad deben aportar su personal compromiso. El Papa San Juan XXIII nos regaló una profética Encíclica: "Pacem in terris". "La paz en todos los pueblos". Con mucha frecuencia el don de la paz no encuentra corazones dignos de ella. La Iglesia conserva en su interior la paz que debe transmitir. Sin dudas quienes ofrecen la paz, en nombre de Jesús, deben ser ellos -nosotros- seres pacificados.+