Viernes 22 de noviembre de 2024

La Iglesia recordó a 191 mártires muertos en la Revolución Francesa

  • 24 de septiembre, 2021
  • París (Francia) (AICA)
Fueron asesinados por turbas sanguinarias en las llamadas masacres de septiembre durante la Revolución Francesa.
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En este mes la Iglesia católica recuerda y honra a los 191 mártires que en septiembre de 1792 fueron asesinados por turbas sanguinarias en las llamadas masacres de septiembre durante la Revolución Francesa.

En 1790 la Revolución había aprobado la Constitución Civil del Clero, que sujetaba la Iglesia a las fuerzas del Estado. Todos los obispos de Francia rechazaron el documento –salvo 4, entre los que se encontraba Talleyrand–, rechazo que fue ratificado por la posterior condena de Pío VI, que calificó esa constitución de “hereje, contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega y contraria a los derechos de la Iglesia”.

Por oponerse a esta constitución, varios sacerdotes fueron hechos prisioneros.

Tras los éxitos de los realistas católicos en la Vendée, y el de las armas de Prusia, Austria y Suecia en Longwy, los revolucionarios acrecentaron su odio y sus prédicas anticatólicas, que motivaron la matanza de cerca de 1.500 hombres de Iglesia, laicos, mujeres y niños. De estos, 191 fueron beatificados por Pío XI en 1926 y son los que la Iglesia conmemora en septiembre.

El padre Alban Butler, en su "Vida de los Santos" hace la reseña de la vida de algunos de aquellos 191 mártires:

En la abadía de Saint-Germain-des-Prés
En las primeras horas de la tarde del 2 de septiembre de 1792, varios cientos de rebeldes atacaron la “Abbaye” (Abadía), antiguo monasterio donde sacerdotes, soldados leales y otras personas estaban presos. La horda de maleantes, dirigidos por un rufián llamado Maillard, exigieron a los sacerdotes que juraran la nueva constitución; todos se negaron y fueron muertos ahí mismo. Después se formó un tribunal para condenar al resto de los prisioneros. En este segundo grupo de mártires se hallaba el exjesuita (la Compañía de Jesús estaba suprimida) beato Alejandro Lenfant. Había sido confesor del rey y un fiel amigo de la familia real. Eso bastó para que, no obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese condenado y martirizado.

En el convento de Carmelitas
El alcalde de París alentó con dinero a un grupo de vagabundos para que atacaran la iglesia de los carmelitas en la “Rué de Rennes”. Ahí se hallaban presos más de 150 eclesiásticos y un laico, el beato Carlos De La Calmette, conde de Valfons, un oficial de caballería que había acompañado voluntariamente al cura de su parroquia a la prisión cuando se lo llevaron preso. Aquella compañía de valientes hidalgos, encabezada por el beato Juan María De Lau, arzobispo de Arlés, por el beato Francisco José De La Rochefoucauld, obispo de Beauvais y su hermano, el beato Pedro Louis, obispo de Saintes, llevaba en la prisión una vida monástica y asombraba a sus carceleros por su alegría y su buen humor.

En una sombría tarde de domingo, con ráfagas de vientos helados y amenaza de tempestad, cuando los prisioneros tomaban aire en el jardín y los obispos y otros clérigos rezaban las vísperas en la capilla, una horda de asesinos irrumpió en el jardín y mató a puñaladas al primer sacerdote que se cruzó en su camino. Al ruido del tumulto, monseñor de Lau salió tranquilamente de la capilla. “¿Eres tú el arzobispo?”, le preguntó alguno de los rufianes. “Si, señores. Yo soy el arzobispo”. Fue derribado con un golpe de espada sobre el hombro y, ya en el suelo, se le atravesó el pecho, de parte a parte con una pica. Entre aullidos de excitación, horror y salvajismo, comenzaron a tronar las salvas de los disparos; las balas cayeron en lluvia cerrada; la pierna del obispo de Beauvais quedó destrozada. En un instante, algunos murieron y otros cayeron heridos.

Seguidamente se nombró un “juez” que instaló su tribunal entre la iglesia y la sacristía. Los acusados comparecían ante él que les instaba a jurar la Constitución pero todos lo rechazaron. Entonces, el condenado descendía por la estrecha escalera que conducía al exterior y, al salir, la muchedumbre lo hacía pedazos.

El obispo de Bauvais, desde el rincón donde yacía inmovilizado, repuso: “No me niego a morir con los demás, pero no puedo andar. Ruego que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de ir”. No podía haberse hecho una demostración más clara de aquella monstruosa injusticia que la réplica breve y cortés del obispo. Pero no le salvó la vida y fue asesinado como los demás junto con el beato Jacobo Calais.

El beato Jacobo Friteyre-Durvé, exjesuita, fue apuñalado por un vecino suyo a quien conocía desde que eran pequeños; también fueron asesinados otros tres exjesuitas y cuatro sacerdotes seglares ancianos sacados de una casa de descanso en Issy y encerrados en la iglesia de los carmelitas; el conde de Valfon y su confesor, el beato Juan Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos perecieron hasta no quedar ninguno. A estos mártires se les llama “des Carmes” (del Carmen) por el lugar donde padecieron. Ahí mismo había otras cuarenta personas, más o menos, que conservaron la vida gracias a que no fueron vistas, o pudieron escapar ante guardias complacientes o compadecidos.

Entre las víctimas se hallaba también el beato Ambrosio Agustín Chevreux, superior general de los benedictinos mauristas y otros dos monjes; el Beato Francisco Luis Hebert, confesor de Luis XVI; tres franciscanos, 14 exjesuitas, 6 vicarios generales diocesanos, 38 estudiantes o exalumnos del seminario de San Sulpicio, 3 diáconos, un acólito y un hermano maestro.

Los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio de Veaugirard, aunque muchos fueron arrojados a un pozo en el jardín de la iglesia del Carmen.

En el seminario de San Fermín
El 3 de septiembre, la horda de asesinos irrumpió en el seminario lazarista de San Fermín, convertido también en prisión, donde su primera víctima fue el beato Pedro Guérin Du Rocher, un exjesuita de 60 años. Se le pidió que eligiera entre el juramento y la muerte y como rehusó someterse a la constitución, fue arrojado por la ventana y, al caer al patio, fue acribillado a puñaladas. Su hermano, el beato Roberto Du Rochei, fue también una de las víctimas, y hubo otros tres exjesuitas entre los 91 clérigos que se hallaban presos ahí, de los cuales sólo cuatro escaparon con vida. El superior del seminario era el beato Luis José François, quien advirtió a su comunidad que el juramento era ilegal para los clérigos. Era un hombre de tanta fama por su bondad y tan querido en París que, pese a los riesgos, un oficial del ejército le avisó el peligro que corría y se ofreció a ayudarlo a escapar. Por supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de prisión, muchos de los cuales habían llegado voluntariamente a San Fermín, confiados en salvarse. Entre los que murieron con él se hallaban el beato Enrique Gruyer y otros lazaristas; y el beato Yves Guillon De Keranrun, vicecanciller de la Universidad de París y tres laicos.

En la prisión de La Force
La prisión de La Force fue una cárcel francesa que había sido la residencia particular de Jacques-Nompar de Caumont, Duque de la Force, y fue convertida en prisión en 1780. Allí los prisioneros tuvieron alguna comodidad al principio, aunque los sacerdotes tenían prohibido celebrar misa. El 3 de septiembre llegó el asalto a esta prisión, de los martirizados allí tan sólo se rescataron tres nombres, los de los beatos Juan Bautista Bottex, Miguel María Francisco de la Gardette y Francisco Jacinto le Livec de Trésurin. En la prisión de La Force, en la “Rue Saint-Antoine”, no quedó ningún sobreviviente para describir los últimos momentos de cualquiera de sus compañeros de infortunio.

La causa de beatificación fue promovida en 1901 por el arzobispo de París, cardenal François Marie Richard, pedida en 1906 por el obispado francés, ratificada en 1916 por Benedicto XV. Finalmente fue Pío XI quien beatificó a los 191 mártires el 17 de octubre de 1926.+