Viernes 15 de agosto de 2025

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Palabras del arzobispo de Mendoza y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Marcelo Colombo al recibir, en ocasión de la 200ª reunión de la Comisión Permanente del Episcopado, la visita del Rabino Ariel Stofenmacher, rector del Seminario Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer, en el marco del 60º aniversario de Nostra Aetate, uno de los documentos más significativos del Concilio Vaticano II, que aborda las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Por la comunidad musulmana estuvo presente Omar Abboud.

Hace 60 años, el Papa San Pablo VI promulgó la luminosa declaración del Concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Para los católicos, se trató de una declaración necesaria y audaz que nos comprometió a trazar un nuevo camino en las relaciones con otras religiones.

Si bien en sus orígenes el móvil del documento fue la tragedia del antisemitismo, esa semilla de cizaña que infectaba de odio y violencia el campo sembrado con la semilla de la fe, la declaración se convirtió en un faro que sentó las bases para que los cristianos católicos, a la luz del evangelio de Jesucristo, en quién Dios quiso reconciliar consigo todas las cosas (cf. 2Co 5,18-19), reprueben como ajena a su espíritu y contenido cualquier forma de discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión (cf. NA 5).

Reconocemos con gratitud la obra de Dios en nosotros en este sentido, e imploramos que nos ayude a seguir dando pasos fecundos.

La declaración nos recuerda que los hombres buscan en nuestras religiones la respuesta a los enigmas más recónditos de la condición humana: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor?... Sobre todo, quieren encontrarse con aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos. (cf. NA 1).

La respuesta a esas búsquedas no se encuentra inmediatamente ni solamente en nuestros dogmas, sino en nuestro estilo de vida, en nuestras comunidades, en nuestros santos y testigos, en el modo sereno y convencido como buscamos la verdad, la justicia y la paz, y nos ayudamos mutuamente a encontrarla.

Muchos creemos en un Dios que ha querido presentarse como el Dios de Abraham y de sus hijos. Un Dios que asume el riesgo en la historia de hacerse conocer por el testimonio de sus creyentes. El modo como vivimos manifiesta al Dios en quien creemos.

La santidad, la verdad y la justicia que anida en nuestras religiones nos une a Dios y nos une entre nosotros, y da un testimonio más claro para conducir a Dios a los hombres que aún no creen. (cf NE 2).

Por eso el Concilio Vaticano II exhorta a los católicos a que, con caridad y prudencia, mediante el diálogo y la colaboración con los hermanos de otras religiones, reconozcamos, guardemos y promovamos aquellos bienes espirituales y morales que tenemos en común, y que lo hagamos sobre todo con nuestro testimonio de fe y vida cristiana (NE 2).

Con nuestros hermanos mayores, el pueblo de Israel, reconocemos a Dios como un Padre. Moisés lo expresó diciendo al Faraón: “Esto dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito” (Ex 4,22) y el profeta anhela los tiempos en que se les dirá: “Hijos del Dios viviente” (Os 2,1). Jesucristo, une sus discípulos a Dios de un modo único, dando a los creyentes el Espíritu Santo que los hace clamar “Abba”, Padre (Gal 4,6).

Con los creyentes del Islam, invocamos el nombre de Dios como “el clemente y misericordioso”. Así reza aquella “Basmala” que no solo encabeza casi la totalidad de suras del Corán, sino que también es recitada para invocar la bendición de Dios sobre las tareas importantes de la vida. “Adonay, Adonay, Dios misericordioso y compasivo”, dice el Señor a Moisés en la Montaña de la Alianza, y por boca de los profetas repetirá “quiero misericordia más que sacrificios” (Os 6,6). Los cristianos confesamos que Jesucristo ha revelado esa misericordia y perdón, y como buen samaritano, se ha hecho cargo del hombre herido. (Lc 10)

El hinduismo, el budismo y las demás religiones que se encuentran por todo el mundo, también se esfuerzan por responder a las inquietudes del corazón humano (NA 2). No podemos desconocer tampoco la sabiduría, las intuiciones y las expresiones religiosas los pueblos originarios de América y otros continentes que también deben ser lugares de diálogo y encuentro. “Si uno cree que el Espíritu Santo puede actuar en el diferente, entonces intentará dejarse enriquecer con esa luz, pero la acogerá desde el seno de sus propias convicciones y de su propia identidad” (Exhortación Querida Amazonía 106).

A todos nos une la responsabilidad de ser testimonio viviente de la misericordia y de la compasión que profesamos de Dios, porque como dice un discípulo amado de Jesús ¿quién puede decir que ama a Dios a quien no ve, si no ama a su hermano a quien ve? (cf. Jn 4,20-21).

Lo recuerda la declaración conciliar: La relación del hombre con Dios Padre y la relación del hombre para con los hombres, sus hermanos, están de tal forma unidas que, como dicen las Escrituras (cristianas), el que no ama, no ha conocido a Dios. (cf. NA 5).

En la última década, el querido papa Francisco ha sido un testigo valiente y audaz del diálogo interreligioso. Me permito recordar sus palabras en la encíclica Evangelii Gaudium.

Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida humana […]. Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. […]

En este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos. Un sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno». No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente. (EG 250-251)

El Papa caminó siempre con este espíritu y un hito luminoso fue la firma del “Documento sobre la paz mundial y la convivencia común” con el gran Imán y rector de la universidad de Al Azhar en Abu Dabi en 2019, por el que se instauró luego el 4 de febrero como el día internacional de la fraternidad humana.

En nuestra época (Nostra Aetate), nuevos desafíos nos urgen al diálogo y el encuentro. Nuevos modos de discriminación entre los hombres y los pueblos afectan la dignidad humana y los derechos que de ella dimanan. Ellos interpelan a los creyentes de todos los credos.

- La relación creciente y los vínculos entre los seres humanos y los pueblos, que ya se advertían en tiempos del Concilio (cf. NA 1), acontece ahora también en el escenario del así llamado “continente digital”. Junto a las ricas posibilidades de progreso y de encuentro que el mismo ofrece, advertimos que han fermentado en él peligrosas levaduras al servicio del odio, de la cancelación, de la manipulación… Ellas pueden asfixiar esas posibilidades y desatar fuerzas de deshumanización incontrolables.

- Cada vez son más notorias e impunes la insensibilidad y la ambición de los que, negando el destino universal de los bienes, proponen modelos de progreso que cobran víctimas humanas a través de la pobreza planificada o aprovechada. “No es sostenible la pretensión de un crecimiento económico infinito materialmente en un mundo que es finito”, “Tampoco lo es el hecho que en el afán de generar riquezas materiales se sacrifiquen las condiciones de vida de pueblos enteros”.[1]

- Es necesario además promover la paz, contribuyendo al fin de los horrores de la guerra y a la verdadera justicia social, denostada por algunos y corrompida por otros, principio fundamental de familia humana, y base moral de nuestras creencias.

Por eso invito a hacer nuestras las palabras del Papa León en su discurso a las delegaciones ecuménicas que lo saludaron en el comienzo de su pontificado:

A todos ustedes, representantes de las demás tradiciones religiosas, les expreso mi gratitud por su participación en este encuentro y por su contribución a la paz. En un mundo herido por la violencia y los conflictos, cada una de las comunidades aquí representadas aporta su sabiduría, su compasión y su compromiso con el bien de la humanidad y el cuidado de la casa común. Estoy convencido de que, si estamos unidos y libres de condicionamientos ideológicos y políticos, podremos ser eficaces al decir “no” a la guerra y “sí” a la paz, “no” a la carrera armamentista y “sí” al desarme, “no” a una economía que empobrece a los pueblos y a la tierra y “sí” al desarrollo integral.

El testimonio de nuestra fraternidad, que espero podamos manifestar con gestos concretos, sin duda contribuirá a construir un mundo más pacífico, como lo desean en lo más profundo de su corazón todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Mons. Marcelo Colombo, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina


Nota
[1] Pastoral Social Mendoza, Minería… ¿Cómo? Aportes para la participación responsable de todos. Mendoza, 5 agosto 2025.

Mis queridos hermanos:

En la primera lectura, en el Libro de la Sabiduría, se nos hace presente la historia del pueblo de Israel, el pueblo de la promesa, el pueblo portador de la luz de Dios que dio el paso hacia la libertad, saliendo de la esclavitud y encaminándose hacia la tierra prometida. Esta lectura, que hace memoria del paso de Dios por la vida de su pueblo para que éste fuera libre, es una memoria iluminada por la fe, una memoria que no es un mero recuerdo, sino que, gracias a la fe, conoce lo que Dios quiere para su pueblo: Que sean libres y vivan en comunión fraterna.

Por esa misma fe, la Carta a los Hebreos nos hace notar las elecciones de vida que guiaron a Abraham, a su descendencia, a Moisés y a todos los que forman parte del pueblo de Dios. La fe, para los creyentes, sostiene las existencias de las personas, orientándolas hacia el encuentro con su Dios, iluminando la elección y la toma de cada una de sus decisiones. Nosotros somos hijos de la fe de nuestros mayores; en general, es la historia de nuestra familia y de sus opciones creyentes la que nos permite reconocernos hoy en este camino. En algunos casos, no es a través de los padres directamente; puede ser a través de los abuelos, o también de personas muy influyentes, que vamos dando pasos de fe para saber cómo vivir, cómo amar y cómo encaminarnos por la vida.

De esto nos habla el Evangelio, cuando nos presenta la historia del regreso del dueño de casa, que espera que sus servidores estén atentos. Esa historia nos hace pensar cómo también nosotros tenemos que estar preparados para el día en que el Señor nos llame. No es una llamada solamente del más allá; es una llamada de cada día, de cada momento: estar preparados para dar respuesta de nuestra fe en las distintas elecciones de nuestra vida.

Este Evangelio nos propone, entonces, reconocer que somos administradores, destinatarios de un regalo que guardamos y cuidamos para cuando tengamos que restituirlo a su dueño, que es el Señor. Estar disponibles, estar atentos, estar vigilantes con nuestras disposiciones para responder con un corazón verdaderamente libre a lo que Dios nos pide.

Hoy celebramos en la Argentina el Día del Niño, y esta celebración no es solamente una recurrencia comercial: nos propone poner a los niños en el centro de la mirada de una sociedad que envejece, de una sociedad que prefiere olvidar ese deber de llamar a la vida, de convocar a la vida a nuevas generaciones.

Los niños no sólo alegran la existencia de una familia, sino que son el don preciado de una sociedad que se presume voluntariosa, decidida a la felicidad de todos sus miembros. Recemos por los niños, recemos por sus padres, y pidamos que el Señor suscite mayor generosidad en aquellos que pueden ser sus socios en la comunicación de la vida.

De esto nos hablaba el Papa Francisco en la bula con la que convocó el Año Jubilar de la Esperanza: una invitación a descubrir el impulso de vida que brota, que vive, que nutre el amor de las parejas y de todas las familias.

Mons. Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza

Queridos hermanos:

Hoy hemos venido a orar juntos, a encontrarnos con Jesús resucitado. Cada vez que nos juntamos a orar es por Cristo, en Cristo, que nos ponemos en presencia de nuestro Padre movido por el Espíritu. Y lo primero que me nace es un agradecimiento enorme a todos los que se han acercado. Pueblo de Dios, consagrados, consagradas, diáconos, sacerdotes, obispos, hermanos que se han tomado el esfuerzo de venir, algunos de lejos, a compartir esta súplica y esta acción de gracias que siempre dirigimos al Padre cuando celebramos la presencia viva de Jesús resucitado.

Y es importante que vivamos esto con una mirada profunda de fe. La Carta a los Hebreos nos decía qué es la Fe, ¿no? Es la certeza de los bienes que se esperan. Y Jesús cuando nos habla hoy de pequeño rebaño, se da cuenta que los que lo siguen por el camino de la cruz, de la entrega, del servicio, son pocos. Pero Jesús tiene una mirada de fe, porque es como la levadura en la masa. No se pone la misma cantidad de levadura que de harina, o la semilla, como decía él, del reino, ¿no? Que, sin embargo, empieza a dar fruto.

Entonces, lo primero es, en este clima, oración, suplicarle a Dios y darle gracias por el camino que han venido haciendo, el sínodo que ustedes han celebrado. Y como decía Jorge, yo quiero acompañarlos para poder esto que el Espíritu inspiró en todos, llevarlo adelante.

Le quiero dar un gracias enorme por el cariño, la ternura y el corazón abierto que me recibió el Padre Jorge. Le vamos a dar un fuerte aplauso por su ministerio y su servicio. Gracias Jorge. Qué hermoso. Hemos compartido estos días. Hemos orado juntos, hemos celebrado juntos la Eucaristía, rezábamos laudes. Y hemos compartido, y la verdad que yo se lo quiero agradecer de corazón, porque me recibió como un hermano y un padre.

Y por tanto cariño que le ha puesto en estos años de ministerio a la diócesis. Gracias de corazón, no me voy a cansar de decírtelo. Gracias Jorge. Gracias también los consagrados que nos reunimos a preguntar, bueno, cómo se sienten en la diócesis y cómo podemos avanzar en implementar las conclusiones del sínodo. Cortito pero fue lindo…. Bueno, seguiremos reuniéndonos. Y bueno, empezaremos, Dios quiera, a visitar las comunidades, a patear la diócesis, como decía Jorge García Cuerva.

Soy de estar poco en la curia, pero bueno, no importa. Algo voy a pasar, lo necesario. Pero sí estar cerca de ustedes. En lo que decía Francisco, ¿no? La cercanía. Y les decía, tener esa mirada de fe de los que estamos viviendo. Algunos me decían, ¿cuándo es la toma de posesión? Yo no tomo posesión de esta diócesis. Yo vine a servir acá. La diócesis no es mía. Eso me tranquiliza.

Por eso hace un ratito dormí en la siesta, estaba re tranquilo. Estaba. ¿Por qué? Porque, cortita, ¿no? Pero, ¿por qué estoy tranquilo? Porque la diócesis es de Jesús. Jesús me dice y nos dice, apacienta mis ovejas. Ustedes son de Jesús. Lo tengo muy claro, no son míos. Son de Jesús. Y eso a mí me ayudó allá en Alto Valle y espero que me ayude acá. A que lo mire mucho a Jesús y vea como Él apacentó a sus ovejas. Con ese cariño, con esa ternura, con esa mansedumbre. Que no me sale, pero la pido. Pídanla, por favor.

Entonces, son de Jesús. Y yo vengo, ¿eh? Apacienta mis ovejas. Ustedes son de Jesús. Son bautizados. Y con esa actitud yo vengo a acompañar, a servir, a lavar los pies.

Es hermoso el camino que han hecho del sínodo. Y yo sueño poder ayudarlos a que los sueños y las propuestas que hicieron, acompañarlos para llevarlas adelante. Aunque seamos pocos, no tengamos muchas fuerzas. No temas pequeño rebaño. No olvidemos esa mirada de fe de Jesús. Jesús mira la realidad desde unos ojos de Dios. Y nosotros le pedimos a Dios mirar la realidad desde Jesús. Ese es el don de la fe. Y por eso la esperanza que nos anima a ser peregrinos de esperanza. No temas pequeño rebaño, es porque el Señor nos sostiene.

Estos días leíamos en el libro de los números que Moisés le decía al Señor: ¿por qué me has cargado con el peso de todo este pueblo? Yo solo no puedo soportar el peso de todo este pueblo. Mis fuerzas no dan para tanto. Y cuando oraba pensaba lo mismo. Y entonces decía, bueno Señor, confío en Vos. Y confío en que todos vamos a poner el hombro.

Por eso hablamos de comunión en el sínodo. Comunión, misión y participación. Que nos queden grabadas estas palabras. (el pueblo repite las palabras) Bien grabadas. ¿Por qué? Porque somos bautizados. Y esta tarea no es del obispo, es de todos. Anunciar a Jesús, la alegría de habernos encontrado con Jesús. No lo podemos callar. Por más que seamos pequeños, pobres, limitados.

Me viene al corazón la primera vez que conocí la diócesis. ¿Saben cuándo fue? Hace 50 años. Y venía caminando con cuatro compañeros míos del colegio, de Manuel Belgrano, de los maristas, que les estoy agradecido por lo que hemos recibido. Y veníamos, dijeron, che, ¿por qué no vamos a Luján caminando? Y bueno, y nos mandamos.

Y la primera vez que pateé la diócesis fue cuando vine, allá hace 50 años, caminando con mis compañeros del primario que me acompañan y del secundario. Y entramos y pasamos por acá. Esa fue mi primera entrada hace 50 años a la diócesis. Nunca imaginé que Dios me iba a pedir que venga aquí como pastor a caminar de otro lugar y de otro modo. Y le agradezco a Dios que me acompañen. Y le agradezco que hayan tenido las ganas de venir, de ir caminando a Luján.

Esta diócesis que está bendecida por nuestra Madre del Buen Viaje, la Virgen del Buen Viaje, que siempre está recibiendo a los que pasan por aquí, que recibe a todos los que van con fe caminando a Luján, que es un lugar de descanso, qué hermoso… Un hospital de campaña, porque a veces llegamos acá medio reventados cuando venimos caminando, y qué hermoso ver una diócesis que recibe y que abre las puertas a todos.

Cada vez que pasé por acá me recibieron. Y el Padre Jorge siempre estaba bendiciendo y los sacerdotes confesando. Qué hermoso, qué bendición venir a vivir a esta diócesis en la cual tenemos la gracia de que los peregrinos de Luján pasen por aquí. Es una bendición de Dios. Que nuestra Madre del Buen Viaje nos acompañe.

Viene a mi corazón también otro evangelio que hemos leído estos días. Y al preguntar a Jesús, que Jesús quién dicen que es, le dice, bueno, soy el Mesías, pero que es necesario padecer y se resucitar. Y confirma que su camino y nuestro camino es la cruz. Y este también es el camino de la gloria. Por eso el camino nuestro no es del éxito. El camino nuestro es de la cruz, pero la cruz redentora. La cruz del amor. La cruz del que es capaz de sacrificarse por el otro. Porque es capaz de dar la vida por los demás. Como el pastor por sus ovejas. Y como ustedes por los que aman. El Evangelio de hoy nos decía algo hermoso. Estén preparados, ceñidos y las lámparas encendidas. No permitir que se enfríe y se apague la llama de la fe que hemos recibido en el bautismo.

Nuestros padrinos cuando éramos chiquitos, ellos recibieron esa luz. Sean como los hombres que esperan el regreso de su Señor. Felices a quienes el Señor los encuentra velando a su llegada. Pidamos esa gracia al Señor. Ser como los que en el fondo tienen la fe encendida, la esperanza en llamas. Peregrinos de esperanza en este año jubilar. Queremos que esa fe se manifiesta en que caminamos, en que anunciamos a Cristo, en que servimos a los necesitados.

Por eso la invitación que nos hacía de que estemos preparados porque el Hijo del Hombre llegará a la hora menos pensada. Pidamos al Señor entonces la gracia de poder vivir el gozo del encuentro con el Señor. Hemos venido a eso acá.

No hemos venido a una ceremonia. Hemos venido a encontrarnos con Cristo. Y que este gozo y el misterio de caminar juntos. Y yo diría, demos un paso más. No solo caminemos juntos, sino caminemos en comunión. Seamos capaces juntos, con todos los que buscan el bien común, con las autoridades que acá nos acompañan y con todos los que buscan el bien de nuestro pueblo en estos tiempos tan difíciles.

Seamos capaces de llevar esta buena noticia con inmensa alegría y esperanza. He venido a acompañar a este Dios que tiene tantos años. A acompañar el camino de la fe, la esperanza y la caridad.

Recen por mí para que lo pueda hacer con todo cariño y con profunda esperanza.

Amén. Que así sea.

Mons. Alejandro Pablo Benna, obispo de Morón

Queridos hermanos y hermanas en Cristo: 

Hoy nos congrega la fe y el afecto para despedir a nuestro hermano y pastor, el Cardenal Estanislao Esteban Karlic, que ha partido a la Casa del Padre. La muerte, aunque siempre dolorosa, para un creyente no es el final, sino el paso a la vida plena prometida por Cristo: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Jn 11,25). Como decía San Agustín "La muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite llegar a Aquel que amamosy San Alberto Hurtado nos recordaba que "la vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo, la eternidad para poseerlo"; por eso podemos hacer nuestras las palabras del Apocalipsis y exclamar con gozo: "Bienaventurados los que mueren en el Señor". 

Con insistencia, el Cardenal, nos recordaba que la Eucaristía es la acción de gracias de Jesucristo por el don de la creación, de la recreación en Jesucristo, de la santificación y de la prenda de la vida eterna. En esta tarde esta Eucaristía adquiere un sentido muy profundo para nosotros, porque nos asociamos a la Pascua del querido Cardenal dando gracias por su vida y por su servicio Cuánto para agradecer a Dios!!! 

La homilía de un funeral no es para hacer un panegírico de la persona pero si para agradecer Dios todo los que nos regaló por medio de ella, Los regalos de Dios son personas, como el gran regalo es Jesucristo. 

Cuánto regaló Dios a la Iglesia por medio del Cardenal, en sus primeros años en su querida Córdoba, como docente que enseñaba lo que vivía y lo hacía amar, Desde entonces, dedicó su vida al ministerio pastoral y a la enseñanza teológica, formando a generaciones de sacerdotes y laicos en la fe y la doctrina de la Iglesia. También en Buenos Aires y en Paraná.

Cuánto regaló Dios a la Iglesia por medio de su persona como Obispo Auxiliar de Córdoba y luego Arzobispo de Paraná. 

Cuánto a la Iglesia Argentina como vicepresidente primero y segundo y luego como presidente en dos periodos de la Conferencia Episcopal. Como presidente de varias Comisiones Episcopales, Delegado a varios Sínodos y tantas otras tareas. 

Cuanto regaló a la Iglesia Universal como miembro del Comité para la Redacción del catecismo de la Iglesia católica, como Consejero de la Comisión Pro América Latina y Expositor de la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo. 

Y cuánto regalo Dios nuestra querida Argentina, en momentos difíciles, como hombre de diálogo, de pacificación durante la tremenda crisis del 2001, especialmente como artífice de la mesa de Diálogo. 

Y cuánto regalo Dios a nuestra Provincia, animando la mesa por el trabajo en esos años de desencuentro, tratando de mediar y pacificar corazones. En su testamento dejo escrito: "Al pueblo que peregrina en la Argentina le digo que he querido servir a mi bendita patria con toda el alma, soñando para ella una vida de auténtica fraternidad, como hijos del mismo Padre, basada en el genuino respeto y diálogo para dar a todos la oportunidad de vivir la vida a la altura de la generosidad que el Señor ha tenido con esta tierra a la que ha colmado de tantos y tan espléndidos dones. Comprometo mi oración para que todos los argentinos seamos capaces de ponernos de pie y salir con sabiduría, valentía y de verdad de la pobreza material y espiritual en que lamentablemente nos hemos sumergido con el paso de los años. Quiera el Señor perdonar nuestros muchos pecados y darnos la gracia de una auténtica conversión moral para hacerlo posible". 

Cuánto nuestra Arquidiócesis. Fue un soñador y gracias a ello, Paraná pudo tener la gracia inmensa e histórica de la visita del Santo Padre San Juan Pablo II. Por sus sueños se hizo realidad el COMLA VI CAM I que llenó de entusiasmo misionero a nuestra Diócesis. 

Cuántas otras acciones animando las pastorales, promoviendo la iniciación cristiana, la formación para los Seminaristas, consagrados y laicos y tantas otras, imposible de enumerar que nos llevan a exclamar un enorme MAGNIFICAT!!! Pastor y maestro en la fe.

Y haciendo síntesis de su vida podríamos decir que fue una vida entregada al servicio de Dios, de la Iglesia y de nuestra patria. 

1. Hombre de Eucaristía
La Eucaristía fue el centro y la fuente de su vida sacerdotal y episcopal. Cada Misa que celebró, cada hora de adoración, cada homilía en torno al Pan de Vida, fue un acto de amor al Señor presente en el Santísimo Sacramento. Él sabía que allí se alimenta la Iglesia, allí se renueva el sacrificio redentor y allí el pastor encuentra fuerza para cuidar a su rebaño. Quienes lo conocieron saben que no sólo hablaba de la Eucaristía: la vivía, la respiraba, y nos invitaba a todos a ponerla en el centro de nuestras vidas. Con cuanta pasión citaba aquella frase del concilio "La Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia" Celebró la misa diariamente, incluso en sus últimos tiempos aun en medio de las dificultades más grandes. Con sus 99 años, da cada día daba gracias a Dios por su sacerdocio para siempre. Como repetía una y otra vez: hijo de Dios, sacerdote para siempre. Su fidelidad a la celebración diaria continúo hasta su última enfermedad. 

2. Hombre de Iglesia
Su amor a la Iglesia fue incondicional, sin reservas ni cálculos. La sirvió en los tiempos de gozo y en las horas de prueba, con lealtad al Papa y comunión fraterna con los obispos, sacerdotes, consagrados y laicos. Tenía un profundo sentido de pertenencia: no concebía la fe como algo aislado, sino como comunión viva en el Cuerpo de Cristo. Su ministerio episcopal en Paraná fue un constante esfuerzo por unir, sanar heridas y conducir con firmeza y mansedumbre a la grey que el Señor le confió. 

Sintió con la la Iglesia, sufrió con sus dificultades, gozo con sus logros evangelizadores. 

3. Hombre de la Verdad 
En un mundo tentado por la confusión y la ambigüedad, el Cardenal Karlic fue un testigo valiente de la verdad del Evangelio. No buscó agradar a los hombres, sino ser fiel a Dios. Anunció la Palabra sin recortes ni acomodos, pero con caridad pastoral, convencida de que sólo la verdad libera. Ese amor a la verdad lo encaminaba a buscarla en cada cosa que veía y que le tocaba hacer. Su predicación y sus escritos quedaron marcados por la claridad doctrinal y la luz de la fe con el deseo que fuera conocida y gozada por todos y su gran preocupación pasaba por qué más podíamos hacer para que sus hermanos pudieran disfrutarla. Este amor por la verdad estaba en el corazón del teólogo. Toda conversación se terminaba hablando de Dios. Hay que hacer teología hasta de los zapatos, solía decir citando a otro gran sacerdote. Todo hablaba de Dios, todo llevaba a Dios.

Anoche una monjita recordaba que él le decía con fuerza y reiteradamente "al cielo se va con la Verdad", "por sólo permanecer en la verdad".

A lo largo de su vida, el Cardenal Karlic se destacó por su humildad, su capacidad de diálogo y su compromiso con la unidad de la Iglesia. Fue un hombre de oración, de escucha atenta y de profunda sensibilidad pastoral, siempre dispuesto a servir con generosidad y entrega. Escuchó a todos.

Siempre manifestó una sencilla espiritualidad mariana, confiándole todas sus misiones. Desgranaba las cuentas del Rosario en sus viajes a pesar que el sueño lo vencía. 

Cuando uno llega a la madurez espiritual va simplificando el Evangelio y sus ideas fundamentales. Hay algunas ideas reiteradas que descubre su alma: 

"No tengo otra razón de la que soy, sino una participación del misterio del sacerdocio de Jesús, eso me ha hecho muy feliz siempre... Ser un sacramento, participación real del misterio del misterio de Jesús para gloria suya porque quiero manifestar su amor al mundo... Lo más lindo de mi sacerdocio es el misterio de servir a los hombres y mostrarles el camino hacia Dios." 

Recordaba su infancia y decía "cuando mis padres me gestaron comenzó mi eternidad y nos jugamos la vida en cada acto de libertad". 

"El tiempo no es algo que pasa sino Alguien que viene” Ya se encontraron Cardenal... 

No quiero terminar sin agradecer a Haydee Copati, su secretaria fiel, a la Comunidad de la Benedictinas, que lo hicieron anticipar el cielo, como solía decir y en estos tres meses a la Residencia Buen Pastor que lo cuido con tanto amor. 

Encomendamos su alma al Señor, confiando en que ya goza de la plenitud de la vida eterna. Descanse en paz, querido Cardenal. Tu vida entregada, tu amor a la Eucaristía, a la Iglesia y a la Verdad, serán siempre semilla fecunda para nuestra comunidad A la Virgen del Rosario, Madre y Patrona de nuestra arquidiócesis, le confiamos su alma. Que Ella lo reciba como madre, lo conduzca al encuentro con Cristo y lo presente ante el Padre como ofrenda agradable.

Mons. Juan Alberto Puiggari, arzobispo emérito de Paraná

Cuando vamos a ver nuestros lagos, hay días en los que se pesca mucho y otros en los que, como dijo uno, “saqué una barbaridad”. Y, al preguntar “¿cuánto?”, respondió: “Uno solo... le puse nombre a ‘barbaridad’”. Un solo pescado.

Esa es la experiencia. Lo viví: una noche entera trabajando, con la sensación de frustración. Entonces, el Señor los anima: “Vamos mar adentro y echen las redes de nuevo”. Y Pedro, que tenía un carácter fuerte, le dice: “Señor, se ve que no estuviste con nosotros toda la noche, ¿no? Hemos trabajado toda la noche y no hemos sacado nada”.

El Señor le responde: “Pedro, confía. Pedro, no tengas miedo. Anímate”. Y él, quizás interiormente, pensó: “Si fuera por mí, no salgo, pero porque me lo pedís vos, salgo”. Y se llevó la hermosa sorpresa de que casi se les da vuelta la barca de la cantidad de peces.

De alguna manera, esto expresa también nuestra propia experiencia. El trabajo -gracias a Dios, cuando se lo tiene- muchas veces es arduo, otras veces mal remunerado, y muchas veces, aunque digan lo que digan, no alcanza para “cubrir la olla”. Es también la experiencia de quien trabaja y de quien busca trabajo: de aquel que recorre nuestra ciudad buscando empleo y que, al llegar la noche, con los pies cansados, debe decirle a su esposa y a sus hijos: “No hay nada”.

Sepan que eso no le quita dignidad a la persona. La dignidad no se pierde. Aunque tengamos que pasar muchas necesidades, aunque algunos supongan o pretendan herir nuestra dignidad o pensar que algunos son más dignos que otros, un hombre o una mujer que busca trabajo con empeño, que llega quizás cansado a casa, secándose las lágrimas antes de entrar, pisa tierra sagrada.

La dignidad del corazón humano que quiere para su gente trabajo, el plato de cada día, no solo un almuerzo y después “que coman los chicos y nosotros un mate cocido”, sino poder sentarse juntos a la mesa como merece toda familia, no se pierde jamás. Aunque algunos pretendan lo contrario.

Por eso, siéntanse muy dignos en su trabajo, sea el más sencillo o el más complicado. Y siéntanse también muy dignos, hombres y mujeres que cada día salen a buscar trabajo, renovando la esperanza y dejándose decir por el Señor: “No temas. Anímate”.

El Señor nos concede esta gracia y, sobre todo, la de poder revisar: ¿a qué se debe esta falta de trabajo? A veces, a nuestra propia lentitud; otras, a la falta de solidaridad; otras, a deplorables egoísmos.

Ayer -y sin querer meterme en ámbitos que no son los míos- escuché a una diputada nuestra, a quien le preguntaban qué iba a decidir a la hora de votar sobre el tema de los jubilados y de las personas con discapacidad. Respondió: “Yo soy representante del bloque”. Que sepan que han sido elegidos no para ser representantes de un bloque, sino para ser representantes de su pueblo, y sobre todo de su pueblo necesitado. No para ser esclavos de un bloque, sino representantes de su gente.

Este es el trabajo de todos. Tenemos una triple obligación: primero, sensibilizarnos -no el “sálvese quien pueda”-; segundo, estimularnos en las crisis para una acción inteligente y práctica; y tercero, el desafío de intervenir, de que cada uno ponga de su parte.

Esto puede darse en el barrio: el vecino que sabe que otro está en penuria y le alcanza algo, aun en medio de su propia necesidad. Nuestro pueblo, en esto, es una maravilla de solidaridad. Es capaz de compartir “el cuchante” de arroz. En ese aspecto, el pueblo más sencillo es maestro. No para idealizarlo, porque también tenemos defectos, pero en ese punto, uno se saca el sombrero.

La verdadera compasión no brota solo de un sentimiento, sino que se realiza en comunión. No es un calorcito en el corazón, sino una mano que ayuda. Dar trabajo también es no despedir al que ya lo tiene. La caridad comienza por ahí.

La dignidad en el trabajo también se vive en lo cotidiano: saludar al entrar a la empresa o al lugar laboral, preguntar “¿cómo anda?” a quien abre la puerta, sabiendo que detrás de ese rostro hay familia, enfermedades o hambre. No es un paquete: es un ser humano.

A veces el desafío es sostener un puesto, aunque implique no cambiar el auto, no sacar un cero kilómetro, no hacer un viaje merecido. Quizás, en vez de ir a Cancún, darse una vuelta por Brochero... que capaz resulta más lindo.

Cuidémonos entre nosotros. No nos desanimemos cuando nos sintamos ninguneados o no respetados. Pensemos en nuestros abuelos, todos venimos de abuelos trabajadores que se deslomaron por darnos un plato de comida, muchos por darnos educación. La memoria de ese criollo trabajador, de ese tano que vino en un barco y se puso a trabajar, de ese turco que la luchó, de ese gallego que abrió una carnicería. Todos venimos de esas familias que se han roto el lomo para darnos dignidad. Y ustedes lo hacen hoy por sus hijos.

Si a veces no encontramos trabajo, eso no quita nada a la dignidad ni a la grandeza del corazón.

Hoy sintamos esa gracia linda, poniéndonos bajo la mirada de la Virgen, de Jesús y de nuestros santos, especialmente de San Cayetano. Uno piensa: quizás hay pocos ojos por los que pasen más rostros que por los de San Cayetano, y tal vez le ganen solo la Virgen y, por supuesto, Jesús.

El Evangelio dice: “Levantemos la mirada”. Miremos al Señor en la cruz. Miremos a la Virgen, que maternalmente nos abre los brazos. Miremos a nuestros santos, que supieron de trabajo y que atesoraron en sus ojos y en su corazón las alegrías y agradecimientos de quienes hoy vienen a dar gracias por tener, mantener o conseguir trabajo. Otros vienen a depositar lágrimas por lo que no salió como esperaban.

Los santos no se desanimaron ni se escandalizaron por nuestras fragilidades. Ponemos bajo la mirada de San Cayetano es recibir de él a su Hijo, el pan, el grano de trigo, signo de esperanza.

Que hoy volvamos a casa con ánimo, sintiendo que el Señor nos vuelve a decir: “No temas. Anímate. Mar adentro otra vez”: mar adentro en la esperanza, mar adentro en la alegría, aun en medio de la tristeza; mar adentro mirando a quien sufre más, cuidando a nuestros mayores, atendiendo a quienes tocan nuestra puerta y nuestro corazón.

Dejemos de orillar la vida y vayamos mar adentro. Esa es la gracia que les propongo ahora. Ya no me miren a mí: miremos a San Cayetano y díganle cada uno una palabra. No lo reprochen. Algunos dirán: “Gracias”. Otros: “No doy más”. Otros volverán a casa con alegría. Otros pondrán el nombre de un familiar que necesita especialmente la caricia del Señor, de la Virgen y de los Santos. Otros dirán: “Vamos a empezar de nuevo”. Otros: “Aunque no tengamos fuerzas, vamos mar adentro y echamos las redes otra vez”.

Pidámosle que cuide a los que nos cuidan, que perdone a quienes nos desprecian y que nos dé muchas fuerzas. Quedémonos un momento en silencio, mirándolo al Santo y diciéndole lo que salga del corazón.

Card. Ángel Sixto Rossi SJ, arzobispo de Córdoba

En el evangelio que escuchamos recién, el hijo menor dice: Ahora mismo volveré a la casa de mi padre(Lc 15, 18). Seguramente experimenta frustración y dolor por su pecado, siente la nostalgia de estar lejos y la vergüenza de haberse equivocado. Y vuelve, vuelve a la casa de su padre porque debía extrañar los abrazos, la mesa donde todos se reunían, los diálogos familiares y apasionados por el futbol y la política, pero sin romper nunca la fraternidad y el cariño de hermanos.

Debía recordar que siempre en la casa del padre hay lugar para uno más, y también debía hacer memoria de cómo se trabaja en la casa del padre; cómo los jornaleros ponían todo su esfuerzo en hacer las cosas bien, cómo el trabajo organizaba la vida de esa familia, que era una gran comunidad de hermanos.

La casa del padre es casa de reconciliación: el padre no pide explicaciones al hijo que vuelve, el padre abraza, perdona, se alegra con su regreso, se emociona al verlo volver y no quedarse embarrado entre los cerdos. Por eso le pedimos hoy a san Cayetano que haga de nuestra Patria una casa de reconciliación; que podamos abrazarnos, que podamos pedirnos perdón, porque como decía San Juan Pablo II “No hay paz sin justicia, y no hay justica sin perdón”.[1]

Le rogamos a nuestro Santo patrono que podamos recapacitar como ese hijo de la parábola, salir del chiquero de las descalificaciones y del odio, ponernos de pie, y animarnos a dar el paso hacia la reconciliación entre los argentinos. Sólo desde allí podremos gestar una sociedad más humana.

La casa del Padre también es casa de encuentro y de trabajo: el padre de la parábola organiza una fiesta por el regreso del hijo, quiere que todos festejen y se sienten a su mesa, quiere forjar la cultura del encuentro. El Papa Francisco decía que el aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro. El aislamiento, no; cercanía, sí. Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí.[2] Eso se vive en la casa del padre; y eso es lo que nos falta a nosotros como país: encontrarnos,

sentirnos cerca unos de otros, sentarnos a una misma mesa para pensar juntos, para generar consensos, para dialogar, para llorar nuestros fracasos, sin estar siempre buscando culpables por lo que está mal, y hacer fiesta con los pequeños o grandes logros, sin querer figurar u obtener reconocimientos personales por los esfuerzos de todos.

Y es casa de trabajo, los jornaleros trabajan, y tienen pan en abundancia (Lc 15, 17) porque seguramente tienen un trabajo digno que es bien remunerado, nadie se muere de hambre en la casa del Padre. El trabajo es un gran ordenador social, el trabajo dignifica a las personas. Pedimos una vez más a San Cayetano por todos los trabajadores de nuestra Patria, por todos, porque como Iglesia, valoramos todas las formas de trabajo: el empleo formal, los emprendimientos familiares, la economía popular, el reciclado, las changas. Toda actividad que, con esfuerzo, lleva dignamente el pan a la mesa merece ser reconocida, acompañada y protegida.[3]

También la casa del padre es casa de fraternidad, él no quiere que nadie quede afuera, quiere a sus hijos reunidos, no quiere que se distancien, quiere que se reconozcan hermanos, responsables unos de otros. Por eso duele tanto la frase del hijo mayor “ese hijo tuyo”(Lc 15, 30); (no lo reconoce como hermano); o la de Caín en la primera lectura de hoy ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? (Gen. 4, 9). Y la respuesta es sí, somos custodios y guardianes de la vida de los demás, de los más pobres, de los más débiles, de los ancianos que siguen esperando una jubilación digna, somos custodios de los discapacitados y los enfermos; no podemos desentendernos de los que sufren, de los que revuelven los tachos de basura buscando algo para comer, como el hijo menor de la parábola, que deseaba comer las bellotas que comían los cerdos. Y no lo hacen porque les gusta...

San Cayetano, ayúdanos a hacer de la Argentina una casa de reconciliación, en la que dejemos de descalificarnos, de odiarnos, de tratarnos mal, y de usar palabras que lastiman mucho. Como nos dice el Papa León XIV, la paz comienza por cada uno de nosotros, por el modo en el que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás; y, en este sentido, el modo en que comunicamos tiene una importancia fundamental; debemos decir “no” a la guerra de las palabras y de las imágenes.[4]

San Cayetano, ayúdanos a hacer de la Argentina, una casa de encuentro y de trabajo, que podamos dialogar, que podamos encontrarnos para buscar soluciones a los problemas que aquejan a nuestro pueblo. Que se revalorice el trabajo porque como nos decía el recordado y querido Francisco, lo que te da dignidad es ganar el pan, y si nosotros no damos a nuestra gente, a nuestros hombres y a nuestras mujeres, la capacidad de ganar el pan, esto es una injusticia social. Los gobernantes deben dar a todos, la posibilidad de ganar el pan, porque esta ganancia les da dignidad. El trabajo es una unción de dignidad y esto es importante. Muchos jóvenes, muchos padres y muchas madres viven el drama de no tener un trabajo que les permita vivir serenamente, viven al día. Y muchas veces la búsqueda se vuelve tan dramática que los lleva hasta el punto de perder toda esperanza y deseo de vida.[5]

San Cayetano, ayúdanos a hacer de la Argentina una casa de hermanos, donde nos preocupemos por los demás, donde nos duela profundamente lo que sufren los desocupados, los marginados, los excluidos. No nos salvamos solos. San Cayetano, animanos a desterrar la cultura de la indiferencia y a vivir la fraternidad. Porque, así como bajó la inflación que es el impuesto de los pobres y que desde hace años perjudica a las familias, también le pedimos a san Cayetano que interceda por nosotros para que, nos comprometamos a bajar los niveles de agresión, de indiferencia, de individualismo, de crueldad.

Quisiera terminar con palabras del Papa León, que el domingo pasado dirigió a los jóvenes del mundo, y que creo son muy precisas para nosotros también, para los devotos de san Cayetano y para todos los argentinos: la plenitud de nuestra existencia no depende de lo que acumulamos ni de lo que poseemos, más bien, está unida a aquello que sabemos acoger y compartir con alegría. Comprar, acumular, consumir no es suficiente. Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las cosas celestiales, para darnos cuenta de que todo tiene sentido, entre las realidades del mundo, sólo en la medida en que sirve para unirnos a Dios y a los hermanos en la caridad, haciendo crecer en nosotros sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de paciencia, de perdón y de paz como los de Cristo.[6]

Digamos fuerte: Con San Cayetano, todos hermanos.(3 veces)

Mons. Jorge Ignacio García Cuerva, azobispo de Buenos Aires
7 de agosto 2025


Notas:
[1] San Juan Pablo II, Mensaje XXXV Jornada Mundial de la Paz, Ciudad del Vaticano enero 2002.
[2] Francisco, encíclica Fratelli Tutti 30, Asís octubre 2020.
[3] Comisión ejecutiva de la Conferencia Episcopal Argentina, Comunicado, Buenos Aires agosto 2025.

[4]León XIV, Discurso a los representantes de los medios de comunicación, Ciudad del Vaticano mayo 2025.
[5]Francisco, Audiencia general, Ciudad del Vaticano enero 2022.
[6]León XIV, Jubileo de los jóvenes, Homilía, Tor Vergata agosto 2025.

“Yo soy acaso el guardián de mi hermano” (Gn 4, 9)
“En esto conocerán que son mis discípulos, en el amor que se manifiesten” (Jn 13, 35)

Queridos capellanes:

Hace poco el Papa León nos compartía:

En un mundo marcado por tensiones crecientes, incluso dentro de las familias y de las comunidades eclesiales, el sacerdote está llamado a promover la reconciliación y generar comunión. Ser constructores de unidad y de paz significa ser pastores capaces de discernimiento, hábiles en el arte de recomponer los fragmentos de vida que se nos confían, para ayudar a las personas a encontrar la luz del Evangelio dentro de las tribulaciones de la existencia; significa ser sabios lectores de la realidad, yendo más allá de las emociones del momento, de los miedos y de las modas; significa ofrecer propuestas pastorales que generen y regeneren la fe, construyendo relaciones buenas, vínculos solidarios, comunidades donde brille el estilo de la fraternidad. Ser constructores de unidad y de paz no significa imponerse, sino servir. En particular, la fraternidad sacerdotal se convierte en signo creíble de la presencia del Resucitado entre nosotros cuando caracteriza el camino común de nuestros presbíteros.[1]

En este día que celebramos al santo cura de Ars, patrono de todos los sacerdotes, me pareció una providencial oportunidad, además de saludarlos con renovada gratitud, volver a hacer presente estas sabias y profundas palabras del querido Papa.

Su mensaje, de un padre para sus hijos sacerdotes, estás marcadas por una clara preocupación en darnos un horizonte para la vida sacerdotal que es fundamental: unidad, paz y fraternidad.

Quisiera llevar esas dimensiones, con el desafío que eso implica, en ámbito de nuestro propio presbiterio. Hacer una reflexión serena y una propuesta renovada de examinarnos en estos aspectos. Fortalezas y debilidades que nos muestran la realidad de dónde estamos parados y como estamos viviendo, esto que el Papa nos recuerda de nuestra identidad sacerdotal

Unidad. Soy consciente que el don de la unidad sufre muchos ataques, y siempre el diablo- el que divide- acecha la morada del corazón para fragmentarnos, en el ámbito personal y, por ende, al ámbito comunitario. Sabemos que la unidad hace creíble el mensaje, el anuncio que nos confió Jesús para comunicarlos a los demás. Ante este desafío urge seguir entablando lazos que se fortalecen en el encuentro, en la Eucaristía compartida, en el esfuerzo de salir de nosotros mismos, con el mismo celo pastoral que nos suele mover a viajar por un bautismo, casamiento, despliegue, ida al terreno, etc. Tareas que tanto bien nos hacen y hacemos. Ese mismo celo y más, nos debe movilizar para aceptar o generar encuentros que favorezcan la unidad como presbiterio. Es muy grato y siempre lo agradezco, ver la generosa respuesta a las propuestas de encontrarnos “con gratuidad”, sea para un festejo en común, para una Eucaristía, etc. Los sigo y nos seguimos animando para concretar el deseo de Jesús en su oración sacerdotal “Qué sean uno para que el mundo crea” (Jn 17, 21)

Paz. Servimos a los que nos sirven. A quienes servimos, los llamamos centinelas de la paz. El corazón del cura castrense debe ser un “experto” de la paz. La bienaventuranza que mejor nos identifica- en este sentido- , es la que nos asegura ser llamados “hijos de Dios” (Mt. 5, 9). La paz se gesta en el corazón y se muestra en nuestras palabras y obras. Estamos cansados de la violencia, no solamente la de las Guerras de “lejos”, sino las de “casa”, la de nuestra Patria, violencia de gestos, de palabras. Violencia que hiere, debilita y mata. El sacerdote debe portar la paz. Debemos portar la paz y darla a los demás. Es el pedido y mandato de Jesús “Príncipe de la paz”. La paz es la “unión de todos los instantes en Jesús”, nos dice san Agustín. Si hay un vínculo, cada vez mayor, con el Señor, habrá paz en el corazón. Si es Él el alimento primero y final de cada una de mis jornadas, eso será posible. El corazón se fortaleza de lo que lo nutrimos. Tiene que ser de Jesús, Pan de Vida, Palabra de Vida. ¿A quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Es como decirle, sólo Tú tienes palabras de paz, porque eres la Paz misma. (Ef. 2, 14)

Fraternidad. El último rasgo que nos trae el Papa y que es también vital para nuestro sacerdocio. Así como en el Seminario o la Casa donde realizamos nuestra Formación inicial, no “elegimos” a quienes compartimos ese tiempo, ni tampoco fuimos elegidos por ellos; sino que hubo una Persona que nos eligió y nos “convocó” ahí: Jesús. De igual modo es Él quien nos ha unido por un don en común, el sacerdocio. Y nos une con un vínculo de hermanos. A diferencia de Caín, sí sabemos al otro, a nuestro resguardo; “Yo soy el guardián de mi hermano”, porque el amor solícito fraterno será el “carnet” de identidad de que somos discípulos misioneros de Jesús. En el amor que se tengan, sabrán que son mis discípulos. La clave que puso Jesús, para ser reconocidos discípulos de Él, no fueron los “éxitos” pastorales, la concurrencia a la catequesis, la adhesión a la fe, los milagros, etc. Sino el amor, la caridad: clave y corazón del evangelio. La caridad fraterna, la fraternidad sacerdotal debe ser querida, en primer lugar, por cada uno de nosotros. Solo desde ahí, se podrá fortalecer y enriquecer. Solo así será posible. Aislarnos, separarnos, desentendernos de toda propuesta de encuentro. Creer que “lo mío”- entiéndase la labor pastoral confiada- es más importante e impostergable, y, sin discernimiento con el obispo, se elige rechazar dichas propuestas. Puede haber, y de hecho creo que lo hay, una buena intención en la elección que hago, pero será plenamente de Dios, si tengo la capacidad de discernirla, de preguntar el parecer y de decidir en comunión con el obispo. Obispo que tiene la misión de padre, y que sabe de la necesidad de reunir a sus hijos sacerdotes que se le confiaron. Hace poco se “viralizó” la muerte de un joven sacerdote italiano. Nos impactó mucho y generó muchas reflexiones. Muchos interrogantes y, otros tantos, desafíos. Rogamos no llegar a tales extremos, pero debemos tener ese cuidado solícito de hermanos. Soy hermano, saberme hermano, reconocernos como hermanos. “¡Qué maravilloso y agradable es cuando los hermanos conviven en armonía!” (Sal. 133, 1)

En este día volvamos a aquel día, donde “Me postré consciente de mi nada y me levanté sacerdote para siempre”, experiencia tan profunda y compartida del santo Cura de Ars, para renovar con profunda alegría y gratitud nuestro sacerdocio, sabernos elegidos por Jesús, saber de hermanos sacerdotes que caminan conmigo, agradecer la amistad sacerdotal, unirnos en la oración por nuestro presbiterio junto al obispo. Que san Juan María Vianney siga intercediendo por cada uno de nosotros.

Con renovada gratitud, y por intercesión de la Virgen María, Madre de Jesús, el Pastor Bueno y Madre de todos los sacerdotes, les dejo mi paternal bendición.

Mons. Santiago Olivera, obispo castrense


Nota:
[1] Mensaje del Santo Padre a los sacerdotes en ocasión de la jornada de la santificación sacerdotal (27 de junio de 2025 - Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús)

Mis queridos hermanos,

La Palabra de Dios de hoy nos propone una mirada sobre el conjunto de la vida, para concentrar nuestro corazón en lo importante: nuestra elección de Dios como sumo y eterno Bien. En la primera lectura escuchábamos esa expresión sapiencial, "vanidad de vanidades", para considerar cómo la existencia humana transcurre entre proyectos, valoraciones, escalas de intereses e inquietudes que muchas veces carecen de profundidad y solo buscan el propio bienestar con sentido egoísta e inclusive egocéntrico, sin valorar a los otros para entrar en diálogo con ellos y buscar en la gratuidad de la vida aquellas cosas simples que Dios nos regala.

Este texto del Eclesiastés, un poco pesimista, nos hace notar que muchas veces estamos atrapados por esa mirada mezquina que busca darles importancia a cosas que no la tienen y prescinde de valorar lo bueno, lo noble, lo bello que Dios nos ha dejado para nuestro bien.

Al Eclesiastés le falta la experiencia fuerte de Cristo resucitado. Por eso, en la carta a los colosenses, Pablo dice: "Ustedes han resucitado; por eso, busquen los bienes de arriba". Busquen las cosas que realmente valen, busquen aquello que tiene que ver con ustedes, que han sido elegidos y amados por Cristo. Porque, resucitados con Él, ustedes son hombres y mujeres nuevos. Esta respuesta de Pablo a aquella mirada pesimista del Eclesiastés nos hace tomar conciencia de que debemos volver sobre las cosas verdaderamente importantes y darnos cuenta de que nuestro único gran tesoro es Cristo.

De eso nos habla el Evangelio. En la historia que propone Jesús, ese hombre que ha estado juntando plata, almacenando granos, queriendo asegurarse la vida, cuando menos lo pensaba ?cuando ya estaba tranquilo y consideraba que lo había conseguido todo?, tuvo que partir porque le llegó la hora de la muerte. Recuerdo esa expresión tan lúcida del papa Francisco: "la mortaja no tiene bolsillos", para decir que nadie puede llevarse el dinero cuando se muere. Y, en ese caso, todo lo que había juntado, todo lo que pensaba que eran sus bienes, no le serviría de nada. Por eso Jesús nos hace notar: busquen los tesoros verdaderos, pongan su corazón en tesoros de verdad.

La Palabra de Dios nos pide que pensemos cómo vivimos, cómo optamos, cómo elegimos. Y si en nuestras decisiones, opciones y modo de vivir no están, a veces, la mirada, el corazón y las decisiones oscurecidas por esa superficialidad y codicia que Jesús denuncia.

Queridos hermanos: de la mirada pesimista del Antiguo Testamento, a la respuesta convencida y persuasiva de Pablo, y a la mirada de Jesús, que nos hace notar que nuestros bienes están allí donde está el Señor, Nunca seremos ricos si no optamos por Él.

Mañana, 4 de agosto, celebramos el Día del Sacerdote. Asociamos la memoria litúrgica de san Juan María Vianney, con el ministerio presbiteral. Cuando rezamos por los sacerdotes, también queremos pedirle a Dios que nunca falten, que siempre haya vocaciones sacerdotales en su Iglesia.

Mañana, entonces, cuando celebremos el Día del Sacerdote y saludemos a aquellos que conocemos -a nuestro párroco o a nuestros amigos sacerdotes- no dejemos de elevar una plegaria por aquellos que hoy mismo están siendo llamados por Dios para desempeñar ese ministerio. Un ministerio indispensable para la paternidad espiritual de la comunidad, para la fracción del Pan eucarístico, para la concesión de ese perdón tan necesario e imprescindible que Dios quiere conferir a través del sacerdote. Unamos nuestros corazones y nuestras plegarias por el ministerio de nuestros sacerdotes, y pidamos por aquellos que, llamados a esa misión, puedan decir con un corazón libre que sí, con toda la vida y con toda su disponibilidad.+

Una vez más nos reunimos en torno a Santiago apóstol, para celebrar junto a él nuestra condición de discípulos misioneros del Maestro que nos eligió para anunciarlo. Arraigados en la fe de los apóstoles, queremos caminar en esperanza frente a los rigores del camino que muchas veces nos afligen y los desafíos personales y comunitarios que nos interpelan, conscientes de la fuerza de Dios que nos unge para la misión, como lo hizo con nuestro Santo Patrono.

Con Pablo nos reconocemos portadores de un tesoro, la vida nueva del Reino de Dios; aunque nuestras limitaciones nos hagan vulnerables, frágiles y quebradizos, como vasijas de barro, con la gracia de Dios afrontamos nuestros temores y asumimos el misterio del dolor y del fracaso. Con la ayuda divina somos consolados y fortalecidos para vivir, amar y servir.

En la escena evangélica, Santiago y su hermano Juan se declaran capaces de entregarse como Jesús por todos los hombres; lo hacen quizás temerariamente o mejor, animados por una mirada inmadura sobre la misión del Maestro y de su Iglesia. Tienen todavía los ojos nublados por una lógica del poder humano que nada tiene que ver con la llamada del Señor. En esa perspectiva, Jesús despliega una catequesis sobre el servicio de la autoridad. La fuerza conmovedora de la Pascua del Señor y la venida del Espíritu Santo, aclararán la confusión de los apóstoles y harán de ellos referencia segura en el seguimiento de Cristo para ser hombres apasionados por el Evangelio.

La temprana protección del Santo Patrono nos unió a numerosos pueblos y ciudades que quisieron tenerlo como seguro intercesor ante Dios. Entre nosotros, esa intervención se relacionaría durante el desarrollo histórico de nuestra comunidad, respecto a los temblores, tan frecuentes como devastadores. Pero también es necesario que pidamos a Santiago que nos ayude a afrontar los temblores de hoy, esos que ponen en riesgo nuestra convivencia y la solidez del camino común que hemos emprendido como sociedad.

a. El temblor de la indiferencia
La cruda realidad económica que atravesamos nos interpela. Podemos mirar para otro lado, quizá decir que esto viene desde hace mucho tiempo, desentendernos y negarnos a participar de corazón para atenuar el dolor de tantos hermanos.

En Mendoza, con el esfuerzo compartido por parte de las Iglesias, las instituciones políticas y sociales, y algunos empresarios, se pudo afrontar al menos en parte, la dolorosa problemática de las personas en situación de calle, aunque todavía nos queda mucho por andar para dar respuestas estables y duraderas en este campo.

La Colecta de Cáritas 2025, convocada con el lema Sigamos organizando la esperanza, puso de manifiesto un segundo lugar nacional para Cáritas Mendoza, gracias a la creatividad y generosidad de nuestros voluntarios, equipos y donantes. Esto nos compromete a seguir fortaleciendo esos espacios solidarios a lo largo del año para que no falte la cercanía a quien nos necesita.

Pero como sociedad nos preocupa mucho el temblor de la indiferencia que retumba frente a los jubilados, condenados a la necesidad después de haber trabajado toda la vida, o ante la situación de numerosas familias agobiadas por problemáticas complejas como la discapacidad o enfermedades prologadas que requieren tratamientos médicos caros donde el Estado no puede sustraerse de su misión.

Dios ha creado el mundo con bienes suficientes para todos. Esa es la primera verdad de toda dinámica económica propiamente humana. Si a algunos les falta lo imprescindible o necesario, no es culpa de Dios sino de la acumulación y la codicia humana. Conviene partir del sentido de los bienes, de otra manera los mecanismos al servicio de la codicia y la avidez económica, predominarán sobre el bien común de una humanidad hambreada o postergada.

b. El temblor del clamor de la tierra
Como creyentes estamos interpelados por la exigencia del cuidado de la Casa común. No nos pueden resultar indiferentes su degradación ni el maltrato de los recursos naturales tan necesarios para la vida. Por esa razón, estamos urgidos a dialogar con apertura sobre todo lo que se refiere al cuidado de la tierra, del aire y del agua. Lejos de fundamentalismos que clausuran los debates y se encierran frente a los avances de la ciencia o de la técnica, y lejos también de toda codicia o prepotencia para imponer los propios intereses a toda costa, los creyentes debemos crecer en nuestro compromiso por el cuidado de la Creación y el uso inteligente y responsable de todos sus dones.

c El temblor de toda violencia
Con el paso del tiempo, han crecido las oportunidades para que los hombres nos manifestemos. Las redes sociales y el uso de la inteligencia artificial constituyen espacios ganados para el desarrollo comunicacional. Pero, dolorosamente, también han crecido los ámbitos para que se ofenda, se mienta, se agravie a los otros. La violencia se ha hecho presente en nuestra comunicación y campea escandalosamente la denigración de quien piensa diferente o de quien está en una posición ideológica o conceptual distinta a la nuestra. Ningún dirigente político, social o religioso debería recurrir a la violencia como forma y contenido de su expresión. Mucho menos servirse de lo religioso para justificar o legitimar su violencia.

Los cristianos tenemos la misión de expresarnos con respeto y honestidad sobre todos los temas. No podemos estar ausentes de los grandes debates que comprometen la marcha de la humanidad en la vida de todos los días, en los medios y en el mundo digital. Pero queremos hacerlo animados por la luz propia que nos aportan el Evangelio y la fe que enciende nuestros corazones, que nos hace portadores de un mensaje de fraternidad humana abierto a todos los hombres de buena voluntad.

El temblor de la humanidad destrozada por la crueldad devastadora de las armas no puede sernos ajeno. La causa de la paz, traicionada sobre todo en las guerras sangrientas que vive hoy el mundo y que destruyen poblaciones inocentes, merece todos nuestros esfuerzos de creyentes. Además de la oración por la paz, no dejemos de apostar con nuestras expresiones y modos de obrar, por una vida humana más digna y fraterna. Educar para la paz desde la familia y la escuela, constituye una herramienta poderosa para desarmar un mundo que camina irresponsablemente hacia su autodestrucción. Me alegran y esperanzan mucho los esfuerzos de nuestros espacios catequísticos parroquiales y educativos de colegios diocesanos y religiosos por la sublime causa de la paz. Hay que seguir por ese camino y profundizar esas iniciativas.

Queridos hermanos, una vida digna según Dios es el programa del Evangelio por el que Santiago dio la vida. Que él nos ayude con su intercesión para que ningún temblor apague nuestra esperanza ni oscurezca nuestra condición humana. Iglesia de Mendoza, servidora de todos, no dejes de estar presente cuidando de tus hijos en estas encrucijadas de la historia. Como María, nuestra Madre del Rosario, seas siempre Casa que acoge a todos y Escuela de vida que enseña y esperanza.

Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza

Queridos hermanos y hermanas:

El Jubileo que estamos viviendo nos ayuda a descubrir que la esperanza siempre es fuente de alegría, a cualquier edad. Asimismo, cuando esta ha sido templada por el fuego de una larga existencia, se vuelve fuente de una bienaventuranza plena.

La Sagrada Escritura presenta varios casos de hombres y mujeres ya avanzados en años, a los que el Señor invita a participar en sus designios de salvación. Pensemos en Abraham y Sara; siendo ya ancianos, permanecen incrédulos ante la palabra de Dios, que les promete un hijo. La imposibilidad de generar parecía haberles quitado su mirada de esperanza respecto al futuro.

La reacción de Zacarías ante el anuncio del nacimiento de Juan el Bautista no es diferente: «¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada» (Lc 1,18). La ancianidad, la esterilidad y el deterioro parecen apagar las esperanzas de vida y de fecundidad de todos estos hombres y mujeres. También la pregunta que Nicodemo hace a Jesús, cuando el Maestro le habla de un “nuevo nacimiento”, parece puramente retórica: «¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?» (Jn 3,4). Sin embargo, en cada ocasión, frente a una respuesta aparentemente obvia, el Señor sorprende a sus interlocutores con un acto de salvación.

Los ancianos, signos de esperanza
En la Biblia, Dios muestra muchas veces su providencia dirigiéndose a personas avanzadas en años. Así ocurre no sólo con Abrahám, Sara, Zacarías e Isabel, sino también con Moisés, llamado a liberar a su pueblo siendo octogenario (cf. Ex 7,7). Con estas elecciones, Dios nos enseña que, a sus ojos, la ancianidad es un tiempo de bendición y de gracia, y que para Él los ancianos son los primeros testigos de esperanza. «¿Qué significa en mi vejez? -se pregunta al respecto san Agustín- Cuando me falten las fuerzas, no me abandones. Y aquí Dios te responde: Al contrario, que desfallezca tu vigor, para que esté presente el mío en ti, y así puedas decir con el Apóstol: “Cuando me debilito, entonces soy fuerte”» (Comentarios a los Salmos 70, 11). El hecho de que el número de personas en edad avanzada esté en aumento se convierte entonces para nosotros en un signo de los tiempos que estamos llamados a discernir, para leer correctamente la historia que vivimos.

La vida de la Iglesia y del mundo, en efecto, sólo se comprende en la sucesión de las generaciones, y abrazar a un anciano nos ayuda a comprender que la historia no se agota en el presente, ni se consuma entre encuentros fugaces y relaciones fragmentarias, sino que se abre paso hacia el futuro. En el libro del Génesis encontramos el conmovedor episodio de la bendición dada por Jacob, ya anciano, a sus nietos, los hijos de José. Sus palabras los animan a mirar al futuro con esperanza, como en el tiempo de las promesas de Dios (cf. Gn 48,8-20). Si, por tanto, es verdad que la fragilidad de los ancianos necesita del vigor de los jóvenes, también es verdad que la inexperiencia de los jóvenes necesita del testimonio de los ancianos para trazar con sabiduría el porvenir. ¡Cuán a menudo nuestros abuelos han sido para nosotros ejemplo de fe y devoción, de virtudes cívicas y compromiso social, de memoria y perseverancia en las pruebas! Este hermoso legado, que nos han transmitido con esperanza y amor, siempre será para nosotros motivo de gratitud y de coherencia.

Signos de esperanza para los ancianos
El Jubileo, desde sus orígenes bíblicos, ha representado un tiempo de liberación: los esclavos eran liberados, las deudas condonadas, las tierras restituidas a sus propietarios originarios. Era un momento de restauración del orden social querido por Dios, en el cual se reparaban las desigualdades y las opresiones acumuladas con los años. Jesús renueva estos acontecimientos de liberación cuando, en la sinagoga de Nazaret, proclama la buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos, la liberación a los cautivos y la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4,16-21).

Considerando a las personas ancianas desde esta perspectiva jubilar, también nosotros estamos llamados a vivir con ellas una liberación, sobre todo de la soledad y del abandono. Este año es el momento propicio para realizarla; la fidelidad de Dios a sus promesas nos enseña que hay una bienaventuranza en la ancianidad, una alegría auténticamente evangélica, que nos pide derribar los muros de la indiferencia, que con frecuencia aprisionan a los ancianos. Nuestras sociedades, en todas sus latitudes, se están acostumbrando con demasiada frecuencia a dejar que una parte tan importante y rica de su tejido sea marginada y olvidada.

Frente a esta situación, es necesario un cambio de ritmo, que atestigue una asunción de responsabilidad por parte de toda la Iglesia. Cada parroquia, asociación, grupo eclesial está llamado a ser protagonista de la “revolución” de la gratitud y del cuidado, y esto ha de realizarse visitando frecuentemente a los ancianos, creando para ellos y con ellos redes de apoyo y de oración, entretejiendo relaciones que puedan dar esperanza y dignidad al que se siente olvidado. La esperanza cristiana nos impulsa siempre a arriesgar más, a pensar en grande, a no contentarnos con el statu quo. En concreto, a trabajar por un cambio que restituya a los ancianos estima y afecto.

Por eso, el Papa Francisco quiso que la Jornada Mundial de los Abuelos y los Mayores se celebrase sobre todo yendo al encuentro de quien está solo. Y por esa misma razón, se ha decidido que quienes no puedan venir a Roma este año, en peregrinación, «podrán conseguir la Indulgencia jubilar si se dirigirán a visitar por un tiempo adecuado a los […] ancianos en soledad, […] como realizando una peregrinación hacia Cristo presente en ellos (cf. Mt 25, 34-36)» (Penitenciaría Apostólica, Normas sobre la Concesión de la Indulgencia Jubilar, III). Visitar a un anciano es un modo de encontrarnos con Jesús, que nos libera de la indiferencia y la soledad.

En la vejez se puede esperar
El libro del Eclesiástico afirma que la bienaventuranza es de aquellos que no ven desvanecerse su esperanza (cf. 14,2), dejando entender que en nuestra vida -especialmente si es larga- pueden existir muchos motivos para volver la vista atrás, más que hacia el futuro. Sin embargo, como escribió el Papa Francisco durante su último ingreso en el hospital, «nuestro físico está débil, pero, incluso así, nada puede impedirnos amar, rezar, entregarnos, estar los unos para los otros, en la fe, señales luminosas de esperanza» (Ángelus, 16 marzo 2025). Tenemos una libertad que ninguna dificultad puede quitarnos: la de amar y rezar. Todos, siempre, podemos amar y rezar.

El amor por nuestros seres queridos -por el cónyuge con quien hemos pasado gran parte de la vida, por los hijos, por los nietos que alegran nuestras jornadas- no se apaga cuando las fuerzas se desvanecen. Al contrario, a menudo ese afecto es precisamente el que reaviva nuestras energías, dándonos esperanza y consuelo.

Estos signos de vitalidad del amor, que tienen su raíz en Dios mismo, nos dan valentía y nos recuerdan que «aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día» (2 Co 4,16). Por eso, especialmente en la vejez, perseveremos confiados en el Señor. Dejémonos renovar cada día por el encuentro con Él, en la oración y en la Santa Misa. Transmitamos con amor la fe que hemos vivido durante tantos años, en la familia y en los encuentros cotidianos; alabemos siempre a Dios por su benevolencia, cultivemos la unidad con nuestros seres queridos, que nuestro corazón abarque al que está más lejos y, en particular, a quien vive en una situación de necesidad. Seremos signos de esperanza, a cualquier edad.

Vaticano, 26 de junio de 2025
León XIV