Señor Presidente,
Señor Director General de la FAO,
Excelencias,
Ilustres señoras y señores:
Agradezco de corazón haberme dado la oportunidad de dirigirme por vez primera a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que este año cumple el octogésimo aniversario de su fundación. Saludo cordialmente a todos los que participan en este cuadragésimo cuarto período de sesiones de la Conferencia, su órgano rector supremo, y, en particular, al Director General, el señor Qu Dongyu, agradeciendo la labor que realiza diariamente la Organización para buscar respuestas adecuadas al problema de la inseguridad alimentaria y la malnutrición, que sigue representando uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo.
La Iglesia alienta todas las iniciativas para poner fin al escándalo del hambre en el mundo, haciendo suyos los sentimientos de su Señor, Jesús, quien, como narran los Evangelios, al ver que una gran multitud se acercaba a Él para escuchar su palabra, se preocupó ante todo de darles de comer y para ello pidió a los discípulos que se hicieran cargo del problema, bendiciendo con abundancia los esfuerzos realizados (cf. Jn 6,1-13). Sin embargo, cuando leemos la narración de lo que comúnmente se denomina la “multiplicación de los panes” (cf. Mt 14,13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,12-17; Jn 6,1-13), nos damos cuenta de que el verdadero milagro realizado por Cristo consistió en poner de manifiesto que la clave para derrotar el hambre estriba más en el compartir que en el acumular codiciosamente. Algo que quizás hoy hemos olvidado porque, aunque se hayan dado algunos pasos relevantes, la seguridad alimentaria mundial no deja de deteriorarse, lo que vuelve cada vez más improbable la consecución del objetivo de “Hambre cero” de la Agenda 2030. Esto significa que estamos lejos de que se cumpla el mandato que dio origen en 1945 a esta institución intergubernamental.
Hay personas que padecen cruelmente y ansían ver solucionadas sus muchas necesidades. Sabemos bien que por ellas mismas no pueden resolverlas. La tragedia constante del hambre y la malnutrición generalizadas, que persiste en muchos países hoy en día, es aún más triste y vergonzosa cuando nos damos cuenta de que, aunque la tierra es capaz de producir alimentos suficientes para todos los seres humanos, y a pesar de los compromisos internacionales en materia de seguridad alimentaria, es lamentable que tantos pobres del mundo sigan careciendo del pan nuestro de cada día.
Por otra parte, en la actualidad asistimos desolados al inicuo uso del hambre como arma de guerra. Matar de hambre a la población es una forma muy barata de hacer la guerra. Por eso hoy, cuando la mayoría de los conflictos no los libran ejércitos regulares sino grupos de civiles armados con pocos recursos, quemar tierras, robar ganado, bloquear la ayuda son tácticas cada vez más utilizadas por quienes pretenden controlar a poblaciones enteras inermes. Así, en este tipo de conflictos, los primeros objetivos militares pasan a ser las redes de suministro de agua y las vías de comunicación. Los agricultores no pueden vender sus productos en entornos amenazados por la violencia y la inflación se dispara. Esto conduce a que ingentes cantidades de personas sucumban al flagelo de la inanición y perezcan, con el agravante de que, mientras los civiles enflaquecen por la miseria, las cúpulas políticas engordan con la corrupción y la impunidad. Por eso es hora de que el mundo adopte límites claros, reconocibles y consensuados para sancionar estos atropellos y perseguir a los causantes y ejecutores de los mismos.
Postergar una solución a este lacerante panorama no ayudará; al contrario, las angustias y penurias de los menesterosos seguirán acumulándose, haciendo el camino aún más duro e intrincado. Por lo tanto, es perentorio pasar de las palabras a los hechos, poniendo en el centro medidas eficaces que permitan a estas personas mirar su presente y su futuro con confianza y serenidad, y no solo con resignación, dando así por zanjada la época de los eslóganes y las promesas embaucadoras. Al respecto, no debemos olvidar que tarde o temprano tendremos que dar explicaciones a las futuras generaciones, que recibirán una herencia de injusticias y desigualdades si no actuamos ahora con sensatez.
Las crisis políticas, los conflictos armados y las perturbaciones económicas juegan un papel central en el empeoramiento de la crisis alimentaria, dificultando la ayuda humanitaria y comprometiendo la producción agrícola local, negando así no solo el acceso a los alimentos sino también el derecho de llevar una vida digna y llena de oportunidades. Sería un error fatal no curar las heridas y fracturas provocadas por años de egoísmo y superficialidad. Además, sin paz y estabilidad no será posible garantizar sistemas agroalimentarios resilientes, ni asegurar una alimentación saludable, accesible y sostenible para todos. De ahí nace la necesidad de un diálogo, donde las partes implicadas tengan no solo la voluntad de hablarse, sino también de escucharse, de comprenderse mutuamente y de actuar de forma mancomunada. No faltarán los obstáculos, pero con sentido de humanidad y fraternidad, los resultados no podrán ser sino positivos.
Los sistemas alimentarios tienen una gran influencia en el cambio climático, y viceversa. La injusticia social provocada por las catástrofes naturales y la pérdida de biodiversidad debe revertirse para lograr una transición ecológica justa, que ponga en el centro al medio ambiente y a las personas. Para proteger los ecosistemas y a las comunidades menos favorecidas, entre las que se hallan los pueblos indígenas, se necesita una movilización de recursos por parte de los Gobiernos, de entidades públicas y privadas, de organismos nacionales y locales, de manera que se adopten estrategias que prioricen la regeneración de la biodiversidad y la riqueza del suelo. Sin una acción climática decidida y coordinada, será imposible garantizar sistemas agroalimentarios capaces de alimentar a una población mundial en crecimiento. Producir alimentos no es suficiente, también es importante garantizar que los sistemas alimentarios sean sostenibles y proporcionen dietas sanas y asequibles para todos. Se trata, pues, de repensar y renovar nuestros sistemas alimentarios, en una perspectiva solidaria, superando la lógica de la explotación salvaje de la creación y orientando mejor nuestro compromiso de cultivar y cuidar el medio ambiente y sus recursos, para garantizar la seguridad alimentaria y avanzar hacia una nutrición suficiente y saludable para todos.
Señor Presidente, en la hora presente, asistimos a la descomunal polarización de las relaciones internacionales por causa de las crisis y los enfrentamientos existentes. Se desvían recursos financieros y tecnologías innovadoras en aras de la erradicación de la pobreza y el hambre en el mundo para dedicarlos a la fabricación y el comercio de armas. De este modo, se fomentan ideologías cuestionables al tiempo que se registra el enfriamiento de las relaciones humanas, lo cual envilece la comunión y ahuyenta la fraternidad y la amistad social.
Nunca antes ha sido tan inaplazable como ahora que nos convirtamos en artesanos de la paz trabajando para ello por el bien común, por lo que favorece a todos y no solamente a unos pocos, por lo demás siempre los mismos. Para garantizar la paz y el desarrollo, entendido como la mejora de las condiciones de vida de las poblaciones que sufren el hambre, la guerra y la pobreza, son necesarias acciones concretas, arraigadas en planteamientos serios y con visión de futuro. Por lo tanto, hay que dejar al margen retóricas estériles para, con firme voluntad política, como dijo el Papa Francisco, allanar «las divergencias para favorecer un clima de colaboración y confianza recíprocas para la satisfacción de las necesidades comunes»[1].
Señoras y señores, para alcanzar esta noble causa, deseo asegurar que la Santa Sede estará siempre al servicio de la concordia entre los pueblos y no se cansará de cooperar al bien común de la familia de las naciones, teniendo especialmente en cuenta a los seres humanos más probados, que pasan hamAbre y sed, y también a aquellas regiones remotas, que no pueden levantarse de su postración debido a la indiferencia de cuantos deberían tener como emblema en su vida el ejercicio de una solidaridad sin fisuras. Con esta esperanza, y haciéndome portavoz de cuantos en el mundo se sienten desgarrados por la indigencia, pido a Dios Todopoderoso que vuestros trabajos se vean colmados de frutos y redunden en beneficio de los desvalidos y de la entera humanidad.
Vaticano, 30 de junio de 2025
León XIV
Nota:
[1] Discurso a los miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2023).
Homilía de monseñor
Excelencia Reverendísima, Monseñor Arzobispo,
Excelencias, Monseñores Obispos Auxiliares,
Reverendos Sacerdotes, Religiosos y Religiosas,
Hermanos y hermanas en el Señor.
En primer lugar, les transmito a todos ustedes el cordial saludo del Sr. Nuncio Apostólico, que hoy no ha podido estar aquí para compartir esta solemne celebración en honor de los Santos Pedro y Pablo.
Siempre es un momento muy significativo reunirnos aquí, en esta Solemnidad, para rezar por el Santo Padre y encomendar su ministerio a la poderosa intercesión de estas dos columnas de la Iglesia. Y nuestro primer recuerdo, lleno de afecto, no puede sino dirigirse al querido Papa Francisco, que nos ha dejado, pero que, de alguna manera, sigue presente a través de todo lo que nos ha transmitido: su calor humano y sus enseñanzas, que nos impulsan a ser una Iglesia en salida, instrumento concreto de la proximidad de Dios al hombre moderno.
Hemos escuchado en el Evangelio las solemnes palabras de Jesús, que suenan como una investidura: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¡Tú eres Pedro! Tú eres piedra... Pedro es constituido custodio, fundamento y juez de la Iglesia universal. Y sobre estas tres características me gustaría compartir algunas reflexiones.
Lo que Jesús confía a Pedro es una responsabilidad enorme, una nueva vocación. Y sabemos bien que Pedro es solo un pobre pescador, con sus impulsos de afecto, pero también con todas sus limitaciones. Es Jesús quien se compromete con él, promete fidelidad a su obra, y no por su perfección, sino por esta profunda intuición de fe, que recordemos, no es fruto «ni de la carne ni de la sangre», podríamos parafrasear, no es fruto ni de una emoción, ni de razonamientos, estudios o filosofías humanas. La solidez de Pedro radica precisamente en su capacidad para tener esta profunda perspectiva de fe: es capaz de reconocer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador, el centro y el sentido de la historia.
Es importante, entonces, que acompañemos a Pedro en su ministerio, confiado hoy al Papa León, con nuestro afecto, nuestro apoyo y nuestra oración, para que sea siempre fiel a su vocación y nos recuerde con firmeza que Jesús es el Cristo, nuestro único Salvador. Y es importante que nunca perdamos la conciencia de que nuestro vínculo con el Santo Padre no es puramente institucional o emocional, sino que tiene algo mucho más profundo, porque es la raíz a través de la cual, como Iglesia, podemos alimentarnos de la fe y de la auténtica comunión... El Papa es la guía segura, el que nos indica el camino a seguir... Es el Vicario de Cristo Buen Pastor, que sigue cuidando de sus ovejas en cada parte del mundo. El vínculo con el Santo Padre es esencial para cada uno de nosotros, para cada bautizado en la Iglesia católica, por eso se nos pide que mantengamos el corazón abierto a la sabiduría que nos llega desde la Cátedra de Pedro.
El ministerio de Pedro es esencial porque es el custodio del depósito de la fe. Pedro tiene la responsabilidad de proteger el mensaje que el Señor le ha confiado y lo que él mismo ha intuido: Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida. Por eso, nosotros los cristianos siempre debemos volver a Pedro para verificar la autenticidad de nuestro creer. Lamentablemente, lo sabemos bien, todos los días sentimos la presión de un mundo que, cada vez más, cree de manera más superficial: «Dios sí, la Iglesia no... al fin y al cabo basta con portarse bien...»; a menudo la fe es presa de los deseos o las modas, se vive casi un cristianismo «a mi propia medida», dejándose llevar «aquí y allá por cualquier viento de doctrina», como diría San Pablo, y, en consecuencia, la autenticidad de la fe deja paso a una forma de relativismo... del Evangelio elijo un poco lo que más me conviene. Entonces, precisamente para defendernos de este peligro, es importante volver a Pedro... para que nos recuerde que o radicamos nuestra vida en Jesús, único Salvador, o corremos el riesgo de equivocarnos en la orientación de nuestra vida, porque, sí, con nuestra buena voluntad podemos construirnos una vida cómoda y exitosa, pero no podemos darnos la salvación; solos, no podemos abrirnos las puertas de la vida eterna. Volvamos a Pedro, porque nos recuerda que la fe no es una traje que nos ponemos los domingos para ir a la Iglesia y ya está para el resto de la semana, sino que es la savia necesaria para que nuestra vida adquiera el sabor del amor auténtico, es la llama que hay que custodiar para que nos haga sabios y oriente nuestras elecciones, es el ancla que nos mantiene firmes y sostiene nuestra esperanza incluso en momentos de maremoto.
El ministerio de Pedro es esencial porque es el fundamento; la fe de Pedro es la roca que da solidez también a nuestra vida. Es necesario volver a Pedro para que nuestra Iglesia sea sólida, estable, sin grietas,... una Iglesia unida en la comunión, porque sin la comunión realmente no somos nada,... una Iglesia que sea un cuerpo vivo y en la que puedan encontrar consuelo, apoyo y acogida todos aquellos que buscan una familia. Unidos firmemente a Pedro, también a nosotros, de alguna manera, se nos confía la misma responsabilidad, la de ser a nuestra vez fundamento, ciertamente, no para toda la Iglesia, pero, como en la construcción de una casa, tenemos la responsabilidad de ser un apoyo sólido para el ladrillo que se colocará después de nosotros, para las personas que se nos han confiado, un padre para sus hijos, un maestro para sus alumnos, un sacerdote para su comunidad. Tenemos esta responsabilidad concreta y urgente hacia las nuevas generaciones, una responsabilidad que debemos tomarnos en serio, porque si las personas se alejan de la Iglesia, tal vez depende también por el hecho que no hemos sido lo suficientemente cuidadosos a la hora de pasar el testigo, de transmitir nuestra experiencia de Jesús, la belleza y la riqueza de lo que hemos recibido. El Papa León, en sus primeras palabras, utilizó la linda imagen del puente. Basándonos en la fe de Pedro, construimos puentes: puentes de diálogo, transparente y humilde, incluso con quienes piensan de manera diferente a nosotros, para que los malentendidos puedan aclararse y las divergencias no sean un obstáculo para caminar juntos en la búsqueda de la paz, del bien común y, más en profundidad, del sentido de la vida. Construimos puentes de solidaridad y acogida, para que quienes están necesitados o se sienten solos puedan encontrar nuestra ayuda, nuestra comprensión y nuestra cercanía. Y, citando de nuevo al Papa León, recordemos que para que estos puentes sean realmente sólidos, se nos pide que seamos creíbles, no perfectos, sino creíbles, para reconstruir «la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida».
Y como decimos al principio, el ministerio de Pedro es esencial porque está constituido también como juez: a él se le confían las llaves, el servicio de “atar y desatar”, de discernir, de indicarnos lo que corresponde al Evangelio y lo que, al contrario, lo contradice. Y este servicio petrino es particularmente delicado e importante en nuestros días, en los que corremos el riesgo de confundir lo bueno con lo agradable o lo cómodo... en los que corremos el riesgo de sentirnos atraídos por muchas formas de pensar que parecen buenas, porque gozan del consenso social, pero que en realidad no concuerdan con la enseñanza de Jesús. Es importante que apoyemos al Santo Padre precisamente en este servicio suyo, porque necesitamos un pastor sabio, que sepa animarnos, pero también desenmascarar con claridad los peligros del camino... que sepa educar nuestra libertad, para que corresponda al proyecto de Dios y no sea, como diría san Pablo, «un pretexto para vivir según la carne». En este sentido, como fieles, creo que es importante acompañar el ministerio de Pedro con nuestra humildad. ¿Por qué? Para acoger con obediencia, disponibilidad y confianza incluso aquello que quizá no comprendamos bien, nos parezca irrazonable o con lo que no estemos plenamente de acuerdo. A veces, de hecho, corremos precisamente este riesgo: aceptar solo lo que comparto... pero en nuestra adhesión a la fe, estamos llamados a dar un paso más adelante y confiar en el sabio juicio de Pedro, como un hijo confía en los consejos de su padre, porque creemos que su mirada de fe sabe ver más en profundidad de lo que nuestra mirada superficial puede comprender. Seamos humildes para reconocer que un juicio misericordioso no es el que justifica nuestros caprichos, sino el que nos ayuda a reconocer y volver al camino del bien.
Hoy, pues, recemos de manera especial por el Santo Padre, el Papa León, para que el Señor le conceda la salud del cuerpo y del espíritu, y le sostenga en este servicio tan esencial. Que le conceda una escucha profunda de su voluntad... y la firmeza para anunciarla, y le conceda esa calidez humana y cercanía que le hagan un Pastor capaz de caminar de manera sencilla y discreta con su Pueblo, como padre y hermano. Y acogemos la invitación que el mismo Papa León nos dirigió el día de su elección: «Dios nos quiere… nos ama a todos incondicionalmente… y el mal no prevalecerá…. sin miedo, unidos, tomados de la mano con Dios y entre nosotros sigamos adelante». Sigamos adelante unidos, con confianza y esperanza, bajo la guía de Pedro, para ser testigos y anunciadores de la alegría de nuestro ser cristianos, testigos y anunciadores de que el Evangelio es la sal que da un nuevo sabor a nuestra humanidad, testigos y anunciadores valientes de que las potencias de la Muerte no prevalecerán y que el amor de Cristo siempre vencerá.
Mons. Daniele Liessi, encargado de negocios a.i. de la Nunciatura Apostólica
En el Corazón Eucarístico de Jesús depositamos nuestras intenciones, súplicas y anhelos. Le encomendamos nuestras familias, la ciudad y las colonias; la patria y nuestra oración sentida por la paz en el mundo, mientras le rogamos nos conceda los mismos sentimientos de su Corazón para poder ser instrumentos de unidad y de paz...porque la paz y la guerra -como bien lo expresó el Papa León- comienzan en nuestra mirada, en nuestras palabras y en nuestras acciones... pequeñas o grandes.
En la Sagrada Escritura muchas veces encontramos la imagen del banquete. Porque desde muy antiguo siempre se ha visto en la comida algo sagrado, un medio de relacionarse con Dios y a la vez algo profundamente humano. La mesa es signo de cercanía, de amistad y de comunión.
Lo admirable es que Cristo ha llevado este signo a una altura única. ¡El mismo es esa comida! Así lo dice: ¡Yo soy el Pan de vida! El que viene a mí, jamás tendrá hambre; el que cree en mí, jamás tendrá sed.
Por tanto, para tomar mayor conciencia de este don, que es el verdadero tesoro de la Iglesia, recordemos algunas verdades de la Eucaristía:
1. La Eucaristía es la presencia permanente y real de Jesús entre sus seres queridos: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos. Esta promesa de Jesús se cumple sobre todo en la Eucaristía. (Por eso la Misa es "audiencia" con el Señor, es el "cielo en la tierra" ...San Juan Pablo II).
2. La Eucaristía es el sacrificio perpetuo de Cristo a favor nuestro. Esto es mi cuerpo y esta es mi sangre, entregados por ustedes y por todos los hombres. Esto ocurrió en la cruz y sigue ocurriendo en el altar cada vez que se celebra la Misa... ¡Qué gesto del Señor!: no quiso volver al Padre sin dejar la manera de que nosotros participemos de su sacrificio redentor como si hubiéramos estado presente en el Calvario (San Juan Pablo II). (Por eso la Misa no es un espectáculo, o un evento social, o un entretenimiento).
3. La Eucaristía -hoy prefigurada en el signo de la multiplicación de los panes- es el máximo alimento de nuestra vida espiritual. Jesús lo aseguró: el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. ¡Esto nos sorprende y nos sobrepasa! pero ¡así es! Después que Jesús dijo: esto es mi cuerpo, tomen y coman, nos alimentamos con el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús. Más aún, es el alimento sublime porque es el fármaco de la inmortalidad, el antídoto contra la muerte. El que come de este pan vivirá eternamente. Por ese motivo aquellos cristianos africanos detenidos por reunirse a celebrar la Misa, respondieron en el juicio que los llevó al martirio: sin lo Eucaristía, sin el domingo no podemos vivir. La tenían clara: no ponían la Misa al nivel de un partido, de una pesca o de una novela...
Por otra parte, el Evangelio de san Lucas que hemos proclamado, menciona dos gestos del Señor: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados... Estos gestos son una invitación del Señor que nos hace cada vez que celebramos la Misa.
1. Dejarnos hablar, enseñar por Jesús: el no vino a imponer una ideología... Pero es claro cuando afirma: Yo soy la Verdad, yo soy la Luz del mundo. ¡Miren que privilegio!, a nosotros nos llama amigos, porque todo lo que escuchó del Padre nos lo dio conocer. Por tanto, su palabra no es una opinión más entre tantas... Dejarnos enseñar por él para edificar la casa, la vida sobre roca...Dejarnos enseñar por él para ser peregrinos de esperanza y no vagabundos sin rumbo... ¡Quien lo escucha y lo sigue no se equivoca!
2. Dejarnos sanar por Jesús: ¡Que gestos del Señor en la escena de la multiplicación de los panes!... su cercanía, su compasión y su ternura ¡Cuánta necesidad tenemos de ser sanados por su misericordia! ¡Cuánta heridas y enfermedades que nos lastiman! Dejarnos sanar, no con fórmulas mágicas, sino inclinando el corazón sobre el Corazón Vivo de Jesús Eucaristía, como lo hizo Juan en la última cena... Vengan a mi todos, especialmente los afligidos y agobiados... ¡La Eucaristía no es premio, es remedio para nuestras heridas!
Una reflexión final. Tengamos presente el doble pedido de Jesús: Hagan esto en memoria mía...Denles de comer ustedes mismos. El entrega su cuerpo, derrama su sangre, se ofrece totalmente por nosotros... ¡No se guardó nada! y pide que lo imitemos: Hagan esto. No es simplemente la repetición de un "rito", sino hacer realidad en la vida cotidiana el significado último de este rito: entregarnos, hacer de la vida una ofrenda, un don, en favor de los demás, perderla para ganarla dirá el Señor...Es la misa de cada día que se celebra en el trabajo cotidiano realizado con dignidad y honestidad, en el hogar, en la chacra y en la escuela...en cada lugar donde vivimos y trabajamos procurando servir, amar, cuidar, construir y custodiar...
Hagan esto en memoria mía. Denles de comer ustedes mismos...
Al renovar hoy nuestra fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía, no separemos lo que el Señor ha unido porque si falta la fraternidad queda trunca la Eucaristía.
Comulgar con Cristo, implica comulgar con los hermanos. Un solo pan para ser un solo cuerpo.
Gradas Señor, por este misterio de amor, único, entrañable, fiel, sanador. Gracias por ser don, alimento, perdón, unidad indivisible, pan saciante por lo que vale la pena vivir y morir, ser en ti, darse a los demás y así decir: Tu pan es como el amor, cuanto más se da, más abundará. Así sea.
Mons. Damián Santiago Bitar, obispo de Oberá
En el Evangelio que acabamos de escuchar en esta solemne Misa del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, los discípulos sugieren a Jesús que despida a la multitud porque estaban en un lugar solitario y la gente estaba cansada y hambrienta. El Señor les dice: “Denles ustedes de comer”, a lo cual ellos responden que no tienen más que cinco panes y dos pescados, muy poco para esa multitud de cinco mil hombres.
En este diálogo estamos también nosotros, es muy poco lo que tenemos, si bien podemos hacer una campaña solidaria, una colecta, siempre es poco ante tantas necesidades, pero de todas formas es algo: cinco panes y dos pescados, eso es lo que tenemos para presentárselos a Jesús.
Somos nosotros quienes tenemos que dar de comer a la multitud, y ante tantas necesidades nos sentimos muy cortos de bienes y de ayuda concreta, pero está Jesús y eso cambia todo, delante de Jesús no podemos hacer cálculos ni presentar excusas.
El es nuestro Señor, Jesús es nuestro Dios. Un Dios que se hace hombre y que comprende nuestras necesidades materiales y a las cuales nos involucra: “denles ustedes de comer”, y nuestras necesidades espirituales: el perdón, la pobreza de corazón, la paz, la fraternidad, el calor de una familia y de una comunidad, el amor, la amistad, y para ello Él nos da su Pan, el Pan de la Comunión, el Pan de la Eucaristía: “Señor, danos siempre de este Pan”.
Aquí estamos como Iglesia que peregrina en Mar del Plata, tenemos muy poco que ofrecer ante tantas necesidades de una multitud, tenemos solamente cinco panes y dos pescados. Así están muchas familias en nuestra ciudad, con muy poco, casi nada. Siguiendo las indicaciones de Jesús nos queremos sentar en pequeños grupos de cincuenta, para vernos las caras, reconocernos como hermanos y hermanas, saber un poco más de nuestras historias, ver las necesidades concretas, acercarnos al vecino, al joven, a ese anciano que vive solo y compartir el pan multiplicado que nos da el Señor.
Precisamente el milagro está en compartir, recibo un poco, te doy ese pan, recibís un poco, lo compartís... el milagro es la compartida, es decir: el pan partido y compartido. El milagro de la multiplicación no es sólo la cantidad de panes y pescados multiplicados por el poder del Señor, ni los doce canastos que se juntaron con las sobras, sino que cinco mil hombres, empezando por los discípulos, se animaron a compartir. Solamente tenían cinco panes y dos pescados, pero ese poco en las manos de Jesús, después de alzar los ojos al Cielo y pronunciar sobre ellos la bendición y partirlos y dárselos a los discípulos para que los repartieran entre la gente, ese poco que es nuestra ofrenda en la Eucaristía: un poco de pan y de vino, ese poco se multiplica, por la acción de la gracia divina sacramental y se hace Comunión.
Precisamente estamos celebrando la Comunión, Corpus es Comunión, es la fiesta de la Comunión. Aquí estamos porque queremos compartir nuestra fe en Jesús Eucaristía, misterio de amor y de unidad que se renueva en cada Misa que celebramos. Aquí estamos y caminamos juntos en este Año Santo como “Peregrinos de la Esperanza”.
Un Año Jubilar en que vivimos como Iglesia la partida del Papa Francisco y la llegada del Papa León. La Iglesia tiene como signo de comunión la Eucaristía y al Pastor universal, al Papa. Así como cada diócesis tiene al Obispo, como signo y garante de la comunión y de la unidad, que no falte la Eucaristía en cada comunidad y que el Pueblo de Dios esté unido: sacerdotes, consagradas, consagrados y laicos, en donde no haya ninguna división: ¡un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un Papa, un Obispo, una Diócesis! “En el único Cristo somos uno” es el lema del escudo del Papa León XIV que pronto estará en la entrada de nuestra Catedral.
En un mundo donde hay tantas guerras y muertes, tantas agresiones y enfrentamientos, tantos odios e insultos, como Obispo de esta diócesis les invito a que nos sentemos en grupos de cincuenta, es decir pequeños grupos, pequeñas comunidades, y juntos sepamos “compartir” y “dialogar” en torno a la Palabra y a la Eucaristía. Compartir también el pan en tantas mesas escaso, el pan del trabajo, el pan de las oportunidades, el pan de las buenas palabras y acciones que achican las tan profundas diferencias y desigualdades. Duele que en la tierra bendita del pan haya tanta gente excluida y tan altos porcentajes de desnutrición, pero hay que intentar hacer algo, no nos podemos quedar solamente con el lamento o con el diagnóstico, busquemos juntos las soluciones.
Nos tenemos que sentar en grupos pequeños para repensar la Iglesia, esa Iglesia que quería Francisco y esa Iglesia que sueña el Papa León: una Iglesia cercana a las necesidades de la gente, abierta al diálogo, alejada de la descalificación y de los insultos que dividen. Una Iglesia joven para los jóvenes y para los adultos de juventud acumulada. Una Iglesia en la que los niños y adolescentes sean los preferidos de Jesús (en el Evangelio de san Juan es un niño el que arrima los cinco panes y los dos pescados que seguramente su mamá le puso en la mochila para ir a escuchar a Jesús). Una Iglesia doméstica presente en cada hogar cristiano. Una Iglesia pobre para los pobres, rica en generosidad, millonaria en sonrisas y signos de esperanza, que no cuestan mucho esfuerzo.
Una Iglesia pecadora, sí, pero también reconciliada. Una Iglesia samaritana, que no pasa de largo ante el dolor del que está tirado al borde del camino y que recibió tanto maltrato. Una Iglesia que anuncia que Jesús está vivo, que quiere llegar a las últimas casitas de nuestros barrios, pero también entrar en los edificios y en los barrios cerrados, en las Universidades y también en los hospitales y geriátricos.
Nadie puede quedar afuera. Tenemos que formar grupos de cincuenta y que pase por nuestras manos el Pan de Vida, el Pan de la Comunión. Grupos de cincuenta en los cuales encontremos nuestro lugar y plena participación, una Iglesia sinodal y misionera que lleve la esperanza a tantos que se les va apagando la ilusión y las ganas de vivir.
Nos dice el Papa León:
‘Espero que cada diócesis pueda promover caminos de educación a la no violencia, iniciativas de mediación en los conflictos locales, proyectos de acogida que transformen el miedo al otro en oportunidad de encuentro. Cada comunidad debe convertirse en una ‘‘casa de paz”, donde se aprenda a desactivar la hostilidad a través del diálogo, donde se practique la justicia y se valore el perdón” (Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, Roma, 17 de junio de 2025).
Luego de la Santa Misa nos dispondremos para iniciar nuestra procesión de Corpus, recorriendo las calles de nuestra ciudad, guiados por Jesús, dándole nuestra respuesta de fe: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Que así sea, Amén.
Mons. Ernesto Giobando SJ, obispo de Mar del Plata
Mis queridos hermanos:
Esta solemnidad de Corpus Christi que hoy celebramos se conecta estrechamente con la fiesta de la institución de la Eucaristía del Jueves Santo. Así podemos recordar la emoción que nos alcanza en el triduo sacro con la entrega de Jesús camino al Calvario, para triunfar sobre la muerte y el pecado y regalarnos su Pascua. Esta celebración de hoy, representa por tanto, para la Iglesia, una oportunidad pedagógica para volver a insistir en la centralidad de la Eucaristía para nuestra vida y para la vida del mundo.
Es Dios quien quiere alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo; es Jesús quien se entrega para nuestro bien. Y entonces, ¿cómo no evocar, en las palabras de Pablo, aquella situación tan intensamente generosa, donde Jesús se nos da para siempre? Si escuchábamos el texto de la carta a los Corintios, podemos percibir que se trata de la oración que rezamos en la misa, en el momento de la consagración.
Gracias a Pablo hemos conservado estas palabras de Jesús, que el sacerdote, al consagrar las especies sagradas, las proclama sobre el pan y sobre el vino. Me gustaría detenerme en esta ocasión en algunas expresiones. En dos oportunidades dice el texto: “Hagan esto en conmemoración mía”.
Jesús nos pide expresamente que repitamos sus gestos y lo hagamos presente en ellos. Hay un deseo de Jesús de quedarse para siempre con nosotros, y por eso ese pan y ese vino ahora nos lo expresan vitalmente y nos indican que no se ha ido, que está para cuidarnos, para acompañarnos. Si ustedes reparan en el texto, hay una expresión muy importante, que es la de partir el pan. Y es que Jesús nos indica, además, lo que tenemos que hacer en su nombre: porque Él se partió; no solo partió el pan, sino que Él se entregó, y en su entrega hemos sido salvados. Él se dio a los hombres, Él derramó su sangre para salvarnos. Así también nosotros damos la vida unos por otros cuando somos generosos, cuando amamos y servimos.
Esta representación que ahora nos hacemos mentalmente del valor de cada palabra, es la misma realidad que actuamos en cada Eucaristía, donde Jesús se hace presente en las Sagradas Especies eucarísticas.
Reparemos en el gesto de la liturgia que nos recuerda aquella ofrenda de Melquisedec, de pan y vino, para valorar que Dios quiso quedarse sencillamente entre nosotros, con unos frutos de la tierra y del trabajo del hombre, que explicitan además su deseo de que nos alimentemos, que seamos felices y que nos nutramos.
Cuando pensamos entonces en esta escena, queremos conectarla con la del Evangelio. Algunos podrán pensar que se trata de acontecimientos o hechos diferentes. Sin embargo, el Evangelio, con la multiplicación de los panes, anticipa lo que será la entrega de Jesús.
Allí también Jesús realiza gestos e indica a los apóstoles lo que harán en adelante, en esa tarde: “Denles ustedes mismos de comer”. Frente a la tentación de despedirlos —de decir “bueno, ahora nos desentendemos, ya está, ya tuvimos nuestra catequesis, nuestros milagros, nuestras enseñanzas, ahora cada uno para su casa”—, Jesús se hace cargo de las necesidades humanas más elementales para alimentarlos, y en aquel ejemplo, de una vez y para siempre, de alimentarnos a nosotros.
Qué interesante que en la solemnidad de Corpus recordemos esta escena, frente a tantas veces que nos preguntan por qué la Iglesia tiene que dar de comer, por qué la Iglesia tiene Cáritas, por qué la Iglesia hace estos gestos de preocuparse por los descartados, por los más pobres. Precisamente porque lo hizo Jesús; precisamente porque la entrega de Jesús se ha concretado en gestos de entrega permanente a lo largo de su propia vida, y que Él ha querido que la Iglesia los perpetuara para siempre.
Queridos hermanos, celebramos Corpus. No celebramos una fiesta que nos deja paralizados, sino vitalmente conectados, entusiasmados con el misterio de la entrega de Jesús. No somos espectadores; somos protagonistas de una relación de amor, donde Jesús nos expresa su entrega haciéndose pan y vino para la vida del mundo.
Mons. Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza
Hoy unimos a la celebración de la solemnidad de Corpus Christi, la celebración del Jubileo de las Parroquias de la Arquidiócesis de La Plata. Y lo hacemos bajo la consigna: "Peregrinos de la esperanza, en Cristo somos uno".
Peregrinos de la esperanza es el lema del jubileo que convocó Francisco y que estamos celebrando, y en Cristo somos unohace referencia al lema episcopal del Papa León XIV.
Hoy Jesús eucaristía salió a nuestro encuentro, al encuentro de nuestra ciudad, se expuso a nuestra mirada, y con fe lo adoramos. Y como pueblo de Dios hicimos la procesión de Corpus Christi, fuimos detrás del Cuerpo eucarístico de Jesús Resucitado. Así confesamos mientras caminamos que: ¡Vive Cristo nuestra esperanza!
En la procesión volvimos a afirmar nuestra identidad como Iglesia pueblo Dios en camino, caminamos juntos y también anunciamos juntos. Es que todo el pueblo de Dios anuncia el evangelio: cada bautizado está llamado a compartir la alegría de creer en Jesús. Y por eso afirmamos "Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo." (DA 29)
Todos podemos ser misioneros de alguna manera, aunque nos sabemos frágiles y pecadores. Y precisamente "La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles." (EG 47).
El Señor se queda realmente presente bajo la humilde apariencia del pan. Pequeño y frágil, Dios se hace alimento de su criatura. De esta manera Él prefiere no ser reconocido, hasta rechazado, en lugar de ser temido. "En la Eucaristía, Jesús no da 'algo' sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre." (SC 7) Y así, se pone en nuestras manos, para que nosotros confiadamente nos pongamos en sus manos.
En el evangelio de hoy vemos que una multitud camina buscando a Jesús, muchos de ellos para hacerse sanar de sus enfermedades, son peregrinos de la esperanza. Es un pueblo frágil que busca al Señor. Y Jesús se deja encontrar por esa multitud que pone su esperanza en Él, pasa mucho tiempo con ella, y levanta en ese lugar un hospital de campaña, su medicina es la misericordia.
Luego tiene la delicadeza de no despedirlos sin antes darles de comer. Para eso Jesús alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre los panes y los partió. No es un truco de magia, sino la revelación de la misión que el Padre le confió, la misión de ser un pan partido y repartido entre todos aquellos que hambreamos y buscamos un sentido a nuestra vida.
El apóstol Pablo nos recordaba lo que el mismo recibió como testimonio: "Que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan en sus manos, y pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre. Hagan esto en memoria mía siempre que beban de él". Es así que el partir el pan eucarístico es inseparable del amor de Jesús, que llega hasta el extremo de dar la vida en la cruz.
Desde aquella última cena, la eucaristía es ese milagro de amor que acorta las distancias, y que hace a Jesús realmente presente, para que nos alimentemos de Él, y para que lo adoremos.
En muchos lugares de nuestra arquidiócesis hay adoración eucarística. Es realmente una bendición, una gracia, pero es importante alejar algunas tentaciones que pueden aparecer. No adoramos para "cumplir" y quedar bien con nuestra conciencia, o para gozar de una armonía interior meramente estética, sino que lo hacemos para buscar y hallar la voluntad de Dios. Adoramos a Jesús en la eucaristía para sintonizar con sus sentimientos, con sus opciones, y recibir su invitación a estar al servicio de su misión. La adoración eucarística tiene así una dimensión apostólica, una dimensión misionera.
Como parroquias, como Iglesia entre las casas de los vecinos, como comunidad de comunidades, hoy en la procesión de Corpus Christi confesamos que en Cristo somos uno. Y así el amor de Cristo se hizo presente en las calles de la ciudad. De algún modo se representó una parábola de lo que como cristianos deberíamos procurar que ocurra en la vida cotidiana, en los lugares donde transcurre nuestra vida.
Es decir, si celebramos la Eucaristía, si en el templo celebramos el Amor, en la calle, en nuestra sociedad, el amor tiene que hacerse carne, visible, tocable. No podemos dejarlo encerrado en el templo. Miremos a los santos, ellos nos indican el camino: "¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de San Francisco de Asís y de Santa Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra" (EG 183) De alguna manera habla de cómo celebramos la Eucaristía, si dejamos que ésta escape del templo o no. Dicho de otro modo, la manera en que vivimos concretamente el mandamiento nuevo del amor, habla de cómo celebramos la Eucaristía.
Dios quiera que algún día podamos decir con convicción como San Alberto Hurtado: "¡Mi misa es mi vida y mi vida es una misa prolongada!". (DA 191)
Una celebración como la de hoy amerita pedir al Señor gracias especiales, les pido que me acompañen rezando por las vocaciones:
Oración por las vocaciones
Jesús
Que sientes compasión al ver la multitud como ovejas sin pastor
Suscita en nuestra Iglesia de la Arquidiócesis de La Plata
una nueva primavera de vocaciones.Te pedimos que nos envíes
Sacerdotes según tu corazón que nos alimenten con el Pan de tu Palabra
y en la mesa de tu Cuerpo y de tu Sangre;Consagradas y Consagrados que por su santidad
sean testigos de tu Reino;Laicas y Laicos que en medio del mundo
den testimonio de ti con su vida y con su palabra.Buen Pastor,
fortalece a los que elegiste
y ayúdalos a crecer en amor y santidad
para que respondan plenamente a tu llamado.María Madre de las vocaciones
ruega por nosotros. Amén.
Mons. Gustavo Carrara. arzobispo de La Plata.
21 de junio de 2025.
Queridos hermanos:
Queremos hoy elevar un himno de alabanza, adoración y acción de gracias por la más sorprendente invención divina. Es una obra en la que se manifiesta la genialidad y el poder de una sabiduría que es simultáneamente “locura de amor”, como lo decía Santa teresita del Niño Jesús.
“La fiesta del Corpus Christi, que estamos celebrando, nos ofrece la ocasión para profesar nuestra fe, manifestar nuestra adoración y amor por la Eucaristía. Es la fiesta del grandísimo don que nos hace Jesús antes de su pasión.
Este es el día que recordamos y celebramos el milagro de la presencia Divina bajo las especies del pan y del vino. Es el mismo misterio que conmemoramos el Jueves Santo, pero ahora sin el telón de fondo de la Pasión. La Iglesia, hoy cubre con el velo de su piedad la traición de Judas, para que resalte con todo su resplandor la entrega de Cristo para la vida de todos los hombres. “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Esa es nuestra esperanza: no estamos solos, Dios ha querido quedarse con nosotros en la fragilidad del pan, para ser nuestro alimento en el camino y nuestra fuerza en la debilidad.
En este año Jubilar ¿qué mejor lugar para renovar nuestra esperanza, que al pie del sagrario? No es una esperanza vacía o ilusoria, sino la esperanza cierta, fundada en la promesa del Señor, que no defrauda.
.En la Eucaristía está Cristo entero: su Pasión, su Resurrección, su Amor hasta el extremo. Quien se nutre de Él, vive ya anticipadamente la vida del cielo. Que el Pan de Vida despierte en nosotros la sed de lo eterno, la sed de misericordia,, la sed de comunión y de misión. Que la Eucaristía nos convierta en profetas de esperanza.
En el Evangelio que acabamos de escuchar podemos apreciar una vez más el amor misericordioso de Jesús. Él no se desentiende de la muchedumbre que lo sigue para escucharlo. Los discípulos le proponen una solución realista y de sentido común, como probablemente lo hubiéramos hecho nosotros, sin embargo Jesús les propone una solución completamente distinta: “Denle ustedes de comer”.
Este milagro tan conocido de la multiplicación de los panes pone en evidencia el poder de Jesús, y al mismo tiempo su misericordia. Eleva los ojos al cielo y pronuncia la bendición, porque todo don baja del cielo. Jesús está siempre unido al Padre con un amor agradecido y filial.
Pero este episodio, en realidad, es profético que anuncia otra multiplicación: la del pan eucarístico, que manifiesta mucho más el amor del corazón de Jesús. Al decir a sus apóstoles: Hagan esto en memoria mía” abrió el camino para la multiplicación del pan eucarístico para todos los tiempos y lugares, en donde un sacerdote pronuncie estas palabras sublimes.
El "pan eucarístico" se trata de una comida que nos hace entrar en comunión con el misterio de Dios, más aún, con el misterio pascual de Jesús. Recibimos, al participar en este banquete sagrado, al mismo Jesús y a los frutos de su obra redentora. "En la Eucaristía, Jesús no nos da “algo”, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre”
Esto es lo principal del misterio Eucarístico: la comunión vital con Jesús. Es su entrega personal, su amor hasta el extremo de dar la vida por nosotros. Nos salva su amor. Recibirlo a Él que se nos entrega con infinito Amor. Y al recibirlo, al comerlo, nos transforma en Él, nos cristifica; como decía San León Magno: "Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en aquello que comemos". Y San Agustín puso en boca de Cristo “No eres tú el que me convertirás en ti, sino que soy yo el que te convertiré en mí”. El Señor se hace carne de nuestra carne, la vida de nuestra vida, hace correr su sangre por nuestras venas para hacernos concorpóreos y consanguíneos suyos.
Hay muchos hambrientos en el mundo, y como nos decía el Papa Francisco en la Misa del Corpus Christi del año pasado en Roma: “hay tantos alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad; otros con el poder y el orgullo... ¡Pero el alimento que nos nutre realmente y que sacia es solamente el que nos da el Señor! El alimento que nos ofrece el Señor es diferente de los otros, y quizás no parece así tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo”.
¿Cómo no ser sorprendidos por las palabras “Esto es mi cuerpo” “Esta es Mi Sangre derramada?” (Mc,14), ¿Cómo no admirar el camino elegido por una sabiduría soberana para ofrecer una presencia de carne y de sangre como alimento y bebida para hacernos libres y participes de la vida divina?
Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía memorial de la Pascua del Señor , como lo estamos haciendo hay acá, “ se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención” .En cada Eucaristía, en la de hoy, se perpetúa por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, es el memorial de su Pascua, sacramento de piedad, signo de unidad, vinculo de amor, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura, como nos enseña el Concilio.
“Ser Eucaristía! Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento del cuerpo y de la sangre del Señor, se acompañe el sacrificio de nuestra existencia para la gloria de Dios y el servicio a nuestros hermanos..
“Hagan esto en memoria mía”. Estas palabras de Jesús resuenan en este día con una fuerza especial, son ellas las que nos convocan a celebrar este día .En este día quisiera invitarles a rezar especialmente por aquellos que han recibido especialmente este mandato del Señor: los sacerdotes.
Para revalorizar y destacar el sacerdocio no tenemos que realizar falsas alabanzas, rendir reverencias, ni nada que tenga que ver con glorias humanas. Sólo por la fe tenemos que descubrir, que gracias a su ministerio Jesucristo está en la Eucaristía desde donde sigue ofreciéndose por el mundo entero. ¿Cuánta hambre habría en el mundo sin el Pan Eucarístico, acaso habría vida? “Yo soy el Pan para la Vida del mundo”
Pidamos hoy y cada día por nuestros sacerdotes, por su santidad, por la fidelidad de los seminarista, por el aumento de las vocaciones, para que en todos los rincones de la Arquidiócesis y en el mundo entero pueda celebrarse este gran Misterio.
Que María, mujer Eucarística, nos ayude a descubrir este gran tesoro, Y a María, Mujer eucarística, que guardaba todo en su corazón, pidámosle que nos enseñe a vivir de Cristo, con Cristo y para Cristo, hasta que llegue el día sin ocaso y la esperanza se vuelva plenitud.
Señor Jesús,
Pan vivo bajado del cielo,
te adoramos,
agradecidos por tu amor que no se cansa,
por tu cercanía silenciosa que consuela,
por tu presencia fiel que nos sostiene.Tú eres nuestra esperanza,
en medio de nuestras luchas y cansancios,.
Haznos peregrinos de la esperanza,
que caminamos contigo,
que nos dejamos partir como el pan
para ser alimento en medio del mundo,
testigos de tu Reino que ya está entre nosotros.Que tu Eucaristía transforme nuestra mirada,
nuestras palabras y nuestras obras.
Haznos custodios del amor, sembradores de unidad,
compañeros de los pobres,
artesanos de una esperanza concreta y activa.¡Señor Jesús:
¡Haznos comprender que sólo mediante la participación en tu Pasión y Resurrección, el "sí" a la cruz, a la renuncia, y a la donación de nuestra vida, al servicio de nuestros hermanos nuestra vida se convierte en Ti en una verdadera Eucaristía.
¡Une a tu Iglesia, une a todos los argentinos! ¡Danos tu paz!
Mons. Juan Alberto Puiggari, arzobispo emérito y administrador apostólico de Paraná
El evangelio nos dice que Jesús devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados (Lc 9, 11). Pensemos en aquella gente: personas cansadas del camino de la vida, enfermos, heridos en el corazón por la tristeza y la angustia, frágiles, solos, cargando la culpa de sus pecados; pero, también, con ganas de estar cerca del Señor, de escuchar su Palabra, y de ser curados. Como que, a pesar de tanto sufrimiento, la multitud no baja los brazos, porque pone su esperanza en Jesús; el cimiento de su esperanza es la fidelidad de Dios, que no abandona y que anima siempre a confiar en Él.
El relato del Evangelio continúa diciendo “Al caer la tarde” (Lc 9, 12). Está oscureciendo, parece que también se están yendo las luces de la alegría, del entusiasmo, del compromiso. Con las tinieblas de la noche, avanzan las penumbras del individualismo y del sálvese quien pueda. Por eso los discípulos le piden a Jesús que despida a la multitud para que busque albergue y alimentos.
Un albergue es un lugar para resguardarse o cobijarse; todos necesitamos contención, necesitamos cobijarnos en los brazos de quienes nos quieren; sentirnos contenidos por la familia, por la comunidad, por los amigos. Y a la vez, tantas personas despojadas de un lugar digno para vivir, un lugar físico donde descansar, un techo donde guarecerse del frio y de los riesgos de la calle, por eso hoy los acompañamos con el gesto de las frazadas.
Como aquella multitud, también en este momento hay muchos hermanos con hambre que la están pasando mal, y necesitan alimentos; pero todos también tenemos hambre de Dios. Tenemos hambre de solidaridad capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito y la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar. Tenemos hambre de esperanza capaz de despertar la ternura y sensibilizar el corazón abriendo caminos de transformación y conversión.
Y lo más hermoso que sucede es que, a pesar de la sugerencia de los discípulos, Jesús no despide a la gente; se hace cargo de nuestras penurias y nos anima a todos a hacernos cargo también de las necesidades de los demás, por eso dice: “Denles de comer ustedes mismos” (Lc 9, 13)
Luego el relato del evangelio, nos cuenta que Jesús los hizo sentar en grupos de cincuenta (cfr Lc 9, 14). Parece que quiere que la gente se organice. Como decía el lema de la colecta nacional de Cáritas la semana pasada: “Sigamos organizando la esperanza”, porque no hay mejor ayuda que la que se organiza. Y entonces, aquella multitud hambrienta y necesitada, mientras se iba sentando en grupos, debe haber encendido la esperanza en sus corazones de que Dios escuchó su clamor, porque como dice León XIV no hay ningún grito que Dios no escucha, incluso cuando no somos conscientes de dirigirnos a Él.[1]
No es un detalle menor la oración que detalla que los discípulos los hicieron sentar a todos (Lc 9, 15). En la mesa de Jesús hay lugar para todos, porque todos nos sentimos frágiles, todos estamos un poco heridos, todos somos pecadores necesitados de su misericordia. En su mesa nos sentamos todos y nos animamos en la esperanza; nos animamos en el encuentro y en la fraternidad. El Papa dice que somos verdaderamente la Iglesia del Resucitado y los discípulos de Pentecostés sólo si entre nosotros no hay ni fronteras ni divisiones, si en la Iglesia sabemos dialogar y acogernos mutuamente integrando nuestras diferencias, si como Iglesia nos convertimos en un espacio acogedor y hospitalario para todos.[2] Allí celebramos la Eucaristía que es la respuesta de Dios al hambre profundo del corazón humano, al hambre de vida verdadera; en Ella Cristo mismo está realmente en medio de nosotros para nutrirnos, consolarnos y sostenernos. Como a Elías, que aquel ángel lo tocó y le dijo: “Levántate y come porque todavía te queda mucho por caminar” (1 Rey 19, 7). Así él se levantó, comió y fortalecido por ese alimento continuó su camino.
Hoy como Iglesia de Buenos Aires, estamos reunidos en torno a la Mesa del Señor; venimos a alimentarnos de Él que es el Pan de vida; en su mesa compartimos la esperanza; y también nos sostenemos en la esperanza de los amigos, de los hermanos de la vida, con los cuales seguimos peregrinando. Porque la institución eucarística no es un gesto ritual, desligado de la vida, sino que es el signo que expresa lo que tenemos que practicar los cristianos: el amor en la solidaridad y el servicio humilde a los demás.
Al final, el relato del evangelio nos dice que todos comieron hasta saciarse (Lc 9, 17). Por eso hoy te pedimos Señor que en tu mesa nos alimentes con tu Cuerpo y con tu Sangre porque te necesitamos mucho, y que volvamos a descubrir el sabor comunitario de celebrar unidos la misa en nuestras comunidades. Ya que como nos decía el Papa Francisco: La celebración dominical de la eucaristía está en el centro de la vida de la Iglesia. Nosotros cristianos vamos a misa el domingo para encontrar al Señor resucitado, o mejor, para dejarnos encontrar por Él, escuchar su palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en Iglesia, es decir, en su Cuerpo místico viviente en el mundo (...) ¿Cómo podemos practicar el Evangelio sin sacar la energía necesaria para hacerlo, un domingo después de otro, en la fuente inagotable de la eucaristía? No vamos a misa para dar algo a Dios, sino para recibir de Él aquello de lo que realmente tenemos necesidad.[3]
Querida Iglesia de Buenos Aires, queridos niños, jóvenes, adultos, queridas familias, laicos, religiosas y religiosos, diáconos, queridos hermanos sacerdotes, quisiera que hoy nos comprometamos, desde la mesa de la Eucaristía, a sostenernos en la esperanza unos a otros, impulsados a ser testigos de Jesús resucitado con mucha alegría; y a la vez, los invito a renovar el compromiso de ser peregrinos de esperanza para tantos hermanos que no dan más, que viven desalentados, sin fuerza y que ya bajaron los brazos. Así lo expresaba poéticamente Pedro Casaldáliga cuando escribía:
Unidos en el pan los muchos granos, iremos aprendiendo a ser la unida Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.
Comiéndote sabremos ser comida.[4]
Por eso, seguirán resonando en nuestros corazones las palabras del Señor que hoy nos vuelve a pedir: Denles de comer ustedes mismos.
Mons. Jorge Ignacio García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires
21 de junio 2025
Notas:
[1] León XIV, Audiencia general, Ciudad del Vaticano 11 de junio 2025.
[2] León XIV, Homilía Solemnidad de Pentecostés, Ciudad del Vaticano 8 de junio 2025.
[3] Francisco, Audiencia general, Ciudad del Vaticano 17 de diciembre 2017.
[4]Casaldáliga, Pedro, Mi cuerpo es comida, en Sonetos neobíblicos, precisamente, Buenos Aires 1996.
Queridos hermanos:
Como Iglesia que peregrina en Tucumán hoy nos reunimos a celebrar a Jesucristo, vivo y presente en el misterio de la Eucaristía.
Como peregrinos de esperanza, el Señor nos alimenta con el Pan de su Palabra, el pan de su misericordia y compasión, el pan de su Cuerpo eucarístico, con el pan de la comunión fraterna, eclesial y sinodal, con el pan de su caridad infinita; para que saciados con su misma vida sacrificada en el altar de la cruz y de la eucaristía salgamos a la misión, a dar de comer a los demás, a llevar a los hermanos con los que nos toca compartir la vida ese mismo pan que recibimos y que tanta necesidad tiene nuestra sociedad.
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
Celebramos en Corpus el misterio del inmenso amor que Jesús nos tiene y tiene por todos los hombres.
Hay muchos tucumanos que hoy necesitan el pan de la esperanza, el pan del consuelo, de la alegría, de la dignidad. Tantos hermanos que necesitan ser escuchados, aceptados, amados, atendidos, misericordeados. Somos los peregrinos que necesitamos ser curados y aliviados, necesitamos la luz de la esperanza en medio de tanta oscuridad, cuando parece que nada nos entusiasma y que ya nada podemos hacer. Hay tantos hermanos que viven en angustia porque no tienen el pan de cada día, el trabajo digno, las necesidades básicas, los que cayeron en adicciones y sus familias sufrientes que ya no saben qué hacer… cuantos necesitados de esperanza, de amor en su vida ordinaria.
El Evangelio que escuchamos nos dice que Jesús, aunque buscaba un lugar tranquilo para estar con los discípulos, atendió a la gente, no fue indiferente a la multitud necesitada y angustiada. ¿Qué hace Jesús?…
En primer lugar, les ofrece la Palabra de esperanza, hablándoles del Reino de Dios. Jesús sacia con el pan de la Palabra a la multitud y les revela que el designio amoroso de Dios es hacernos participar de su misma vida, de su gloria en la eternidad. Este misterio se nos revela en Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación. Este Misterio de la fe se actualiza permanentemente en cada Eucaristía, “prenda de la gloria futura…” que alienta nuestra esperanza en la vida para siempre junto al Señor… “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
En segundo lugar, Jesús descubre que quienes lo escuchan también tienen la necesidad de la misericordia y compasión; y él devolvió la salud a los que necesitaban ser sanados… La eucaristía nos ofrece el pan del perdón y de la misericordia. El Señor sana nuestras miserias y pecados y nos devuelve la gracia de su vida divina… Hoy el Señor a través del ministerio de la Iglesia nos ofrece el don de la Indulgencia en el Jubileo de la Esperanza y la bendición apostólica que recibiremos al final de la celebración. Porque el amor del Señor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado y la esperanza no defrauda…
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
En tercer lugar, los discípulos le propones a Jesús que despida a la multitud, porque la cercanía de la noche, de la intemperie, del desierto; la necesidad del albergue, de comida… ¿Lo hacen por compasión o por egoísmo?… Quizá nosotros mismos como los discípulos, muchas veces sufrimos la tentación de sacarnos de encima a los demás, a los necesitados, a los pobres y sufrientes…, muchas veces nos molestan y son inoportunos… muchas veces pasamos indiferentes… Y Jesús nos responde: “Denles de comer ustedes mismos”.
Jesús no sólo atiende a la multitud; también nos enseña a sus discípulos, a sus cercanos, a los que nos dijo tomen y coman…, tomen y beban…, hagan esto en memoria mía… Jesús nos hace partícipes de su misión a los llamados y consagrados por el bautismo para ser continuadores de su obra redentora en el mundo a través de los tiempos en comunión eclesial y misionera… y quiere que pongamos todo de nosotros mismos para alimentar con el pan del servicio y de la caridad a los demás.
Jesús nos repite “Denles de comer ustedes mismos” Quiere que ofrezcamos los cinco panes y los dos pescados, lo que somos y tenemos para ponerlos en sus manos, parece poco, muy poco… pero Él quiere contar con nuestra pobreza y nuestros límites para llegar a todos.
Con esos panes partidos y ofrecidos al Padre Dios, nos lo devuelve multiplicado para servir al hambre de tantos hermanos… porque la esperanza, que se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, no cede ante las dificultades y hace posible que sigamos adelante en la vida, esperando contra toda esperanza, contra todo imposible…
Jesús los entrega a sus discípulos, a nosotros para saciar el hambre de la multitud… de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. Hambre de fe y de Evangelio, hambre de esperanza y consuelo, hambre de sentido de la vida y la dignidad…
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
Que en esta fiesta del Corpus del Jubileo de la esperanza resuene en nuestros oídos, pero especialmente en nuestro corazón las palabras de Jesús: “Denles de comer ustedes mismos”, “Tomen y coman… Tomen y beban…” “…hagan esto en memoria mía”
Jesús nos ofrece su Cuerpo y Sangre en las especies eucarísticas del pan y del vino para que entremos en comunión de amor con Él y entre nosotros. Que al comer su Cuerpo se abran los ojos de la fe para vivir como verdaderos hijos de Dios y descubrir las otras formas de presencia en los hermanos, especialmente los más sufrientes. En cada Eucaristía Él habita dentro nuestro por la comunión, para que tengamos sus mismos sentimientos y amemos con su mismo corazón.
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
En el Año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza para tantos hermanos y hermanas que viven en condiciones de angustia y desesperación. El Espíritu Santo, con su presencia perenne en el camino de la Iglesia, es quien irradia en los creyentes la luz de la esperanza. Él la mantiene encendida como una llama que nunca se apaga, para dar apoyo y vigor a nuestra vida. La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino.
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
En nuestra condición de peregrinos de Esperanza necesitamos de la Eucaristía como alimento en nuestro camino hacia la Vida Eterna, así la vida cristiana tiene necesidad de este alimento para tener Vida Eterna y nos ayuda a reconocer nuestra condición de peregrinos de Esperanza y del enorme amor de Jesús que se hace nuestro alimento.
Decía San Juan Pablo II: “En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro alimento y nos convierte en testigos de esperanza para todos”
Hoy le pedimos a Jesús que colme de esperanza y fortaleza a nuestros sacerdotes para que sigan haciéndolo presente en los sacramentos especialmente de la Reconciliación y la Eucaristía.
Que bendiga a los ministros extraordinarios de la Comunión que son instituidos para prolongar la esperanza y la comunión eclesial entre los hermanos enfermos
Pedimos también por los ministros de la liturgia y de la caridad, por los ministros del consuelo y la esperanza. Pedimos por los que atienden a los adictos, presos, a los pobres y marginados; a los niños, jóvenes, ancianos y enfermos…
“Con Jesús Eucaristía, peregrinos de esperanza”
Vamos a caminar en la procesión del Corpus por las calles de nuestra ciudad para que sigamos creciendo como Iglesia peregrina de esperanza; cada día más fraterna, servidora y misericordiosa para continuar la misión de llegar a todos con la luz de la esperanza y la alegría del Evangelio.
Que María, mujer eucarística nos acompañe con su ternura maternal. Amén
Mons. Carlos Sánchez, arzobispo de Tucumán
En la vida personal y en la historia de los pueblos, hay momentos en los que todo parece oscurecerse. El dolor, la injusticia, la pobreza, el desencanto o la violencia pueden volverse tan fuertes que uno se pregunta: ¿vale la pena seguir esperando? ¿Tiene sentido seguir creyendo? Son esos los tiempos difíciles, que golpean la fe y ponen a prueba el corazón.
Pero es justamente ahí donde la esperanza deja de ser una idea y se vuelve el grito silencioso del corazón: esa fuerza inexplicable -y hasta irracional- que no nos deja bajar los brazos y nos empuja a seguir andando, apostando a la vida. No es una actitud ingenua, sostenida por ilusiones pasajeras o promesas vacías. Es una esperanza que nace desde las entrañas del dolor y se apoya en una certeza profunda: Dios no abandona a su pueblo.
Una esperanza que no significa evadirnos cerrando los ojos a lo que pasa, sino mirar la realidad con ojos nuevos, con la certeza de que Dios está, acompañando desde dentro, sosteniendo en silencio.
Los tiempos difíciles se convierten así en una oportunidad para vivir la esperanza verdadera, una esperanza que no se apoya en seguridades humanas, sino en el amor fiel de Dios. Como decía el cardenal Pironio: “La esperanza cristiana nace de la cruz”, y por eso es más fuerte que cualquier sufrimiento.
Hoy, en este tiempo de crisis, exclusión e incertidumbre social, en medio de tanta desesperanza colectiva -sin confianza en las instituciones, con una inseguridad que paraliza, una Macroeconomía que asfixia a los más pobres-, los tiempos difíciles nos desafían, nos provocan. Nos llaman a elegir entre el miedo o la confianza, entre la resignación o la fe que se traduce en gestos que construyen, entre el individualismo o la comunidad que se organiza. Ese es el gran aporte del Jubileo de la Esperanza: volver a creer que lo nuevo es posible, aunque todavía no se vea. Hacemos nuestras las palabras del Papa Francisco: “No dejemos que nos roben la esperanza”.
Por eso estamos aquí, en nuestra querida casa de Luján, que es como “una especie de Nazaret para nuestro pueblo”, donde María engendró esta Nación en la fe, la cuidó y la hizo crecer. Aquí, en este pequeño rincón de la llanura, la Virgen transformó la historia argentina en una historia de salvación, donde la fe y la identidad se abrazan, donde nos sentimos “creyentes y argentinos”. Y lo sigue haciendo, cada vez que alguien se arrodilla a sus pies.
Luján es un cruce de caminos, un lugar por donde pasan las penas y las esperanzas del pueblo. Cada año, miles de peregrinos, como nosotros hoy, venimos a la Madre de las manos juntas, el rostro sereno y moreno, con la mochila del corazón cargada de vida, dolor, sueños y preguntas.
Para nosotros, los argentinos, María de Luján no es solo una madre cercana, es una madre que se quedó junto al pueblo para sostenerlo en los momentos difíciles y acompañarlo en cada búsqueda de vida. Venimos a su casa para entrar, una vez más, en “su escuela: la escuela de la esperanza”. Y como toda madre de pueblo, ella enseña con su vida.
Es Madre y maestra. Su esperanza no fue conducida por cantos de ángeles, sino que se amasó en los caminos embarrados y en los tiempos áridos de su pueblo. Con ella aprendemos que la esperanza no es algo abstracto ni ideal, que espera que Dios resuelva todo al margen de nuestras decisiones. Es una esperanza encarnada, fuerte, sostenida en lo cotidiano. Una esperanza que no baja los brazos cuando las cosas se complican, sino que redobla la apuesta con la oración compartida y el trabajo organizado.
Con ella aprendemos a esperar con fe, a caminar con otros, a sembrar incluso en tierra seca. Y los tiempos difíciles dejan de ser el final para transformarse en el umbral de una nueva etapa.
María es maestra de esperanza no porque tenga respuestas fáciles, sino porque supo vivir de pie, y al pie de la vida, sin renunciar al amor ni al futuro. Es la mujer contemplativa, que guarda en su corazón lo que no entiende y lo transforma en disponibilidad.
Su esperanza no es ingenua: nace del dolor, pero se convierte en fuerza que sostiene, consuela e impulsa.
En este Jubileo, como sus hijos en San Justo, volvemos a mirar a María.
Ponemos en sus manos la vida de nuestro pueblo, y en especial la de nuestro pueblo matancero herido que, mientras la selfie dice que avanza, por dentro se desangra.
Se desangra por una inseguridad que cobra víctimas en cualquier esquina o parada de colectivo;
se desangra en pibitos con los pies descalzos chapoteando en un frío como el de hoy;
se desangra con los jóvenes que clausuran su futuro con la droga, sirviendo a los narcos;
se desangra en los viejos abandonados, en un sistema sanitario precario, con una justicia que mira para otro lado;
se desangra en el hambre, que ya no aparece solo en los barrios de la periferia sino también en pleno centro.
No le esquivamos a la realidad. Pero le pedimos a María que nos enseñe y nos ayude a esperar de pie y al pie, como ella:
Esperó de pie… y por eso también pudo estar de pie en el abrazo de la Pascua, de pie en el cenáculo, cuidando la fe como se cuida una semilla, y organizando la comunidad de los discípulos desesperanzados.
Con Dios: siempre de pie, y siempre al pie.
Que María de Luján nos enseñe a vivir este Jubileo como un tiempo de gracia, como un renacer de la esperanza, como un nuevo comienzo desde la fe, desde lo pequeño, desde lo más nuestro.
Y lo más nuestro -lo aprendimos en la pandemia- es la solidaridad.
En medio de la parálisis social, muchas comunidades se pusieron de pie y al pie de la necesidad, organizándose y poniéndose al hombro el hambre y la enfermedad.
Esa es esperanza viva. Ese es el potencial de fe que construye. Ese es nuestro modo más fuerte y real de vivir la esperanza.
De pie y al pie, cuidemos la esperanza con el estilo de María:
Que no nos cansemos de esperar.
Que no dejemos de sembrar el bien.
Que no bajemos los brazos.
Mons. Eduardo García, obispo de San Justo