Mons. García: 'El despertar de la Iglesia deberá resonar en la Capilla Sixtina'
- 29 de abril, 2025
- Buenos Aires (AICA)
El obispo de San Justo destacó el legado de Francisco y expresó su deseo de que la Iglesia siga siendo "una escuela abierta, donde la única ley que cuente sea la del amor que no calcula".

El obispo de San Justo y asesor global de la Acción Católica, monseñor Eduardo García, escribió esta columna para el diario La Nación y la tituló "Salto a la eternidad con ojos de Francisco". Lo hizo desde Roma el 27 de abril por la noche, después de participar del funeral de Jorge Bergoglio.
"El legado de Francisco no es cómodo, es un aguijón clavado en el corazón del mundo. Abre un conflicto que va más allá de quién lo suceda: pone en juego la identidad cristiana. Hay quienes intentarán sepultar su mensaje bajo el mármol de Santa María la Mayor, manipulando sus palabras; y quienes reconocerán en su testimonio una de esas llamadas particulares de Dios que irrumpen como un rayo de luz en ciertos momentos de la historia, reclamando un cristianismo más radical, no para preservar una institución, sino para que el proyecto de Dios avance", planteó.
"Francisco no fue un pontífice más. Fue un punto y aparte. Para muchos, una verdadera espina en la vida de la Iglesia. Para muchos otros, la posibilidad de un encuentro con un Dios que no pide carnés que avalen virtudes, sino que amplifica su capacidad de amar a todos, todos, todos", aseguró y profundizó: "Su herencia no es un dogma cerrado, sino una apertura viva, un soplo del Espíritu cuyos efectos apenas comenzamos a vislumbrar".
Monseñor García consideró que "la resistencia que encontró su mensaje revela el verdadero miedo que despierta: la apertura de la Gracia, mucho más temida que el pecado, que siempre resulta más fácil de catalogar y controlar desde la condena, la separación y el ocultamiento".
"Después de la muerte de Francisco, la Iglesia deberá elegir entre convertirse en un salón más del museo vaticano, lleno de normas morales y preceptos, o ser una escuela abierta, donde la única ley que cuente sea la del amor que no calcula. El salto concreto está ocurriendo en medio del pueblo, en la carne. Es un despertar que deberá resonar, también, en la Capilla Sixtina", concluyó.
Texto del artículo
A dos días del entierro de Francisco, en una Basílica de San Pedro conmocionada, con miles de hombres y mujeres con el corazón roto, pujando por entrar a darle el último adiós al líder indiscutible de la humanidad en este tiempo tan difícil, participé allí por la tarde en una de las misas celebradas en el altar de la catedral.
Sin embargo, durante ese tiempo, y a lo largo de toda la jornada, se daban simultáneamente dos liturgias: la de quienes asistíamos a misas prolijamente organizadas, cumpliendo con todos los cánones y rúbricas propias del momento; y otra liturgia, silenciosa e imparable, que se celebraba ante el féretro de Francisco, hecha de lágrimas, letanías, besos a distancia, gente que entraba de rodillas, enfermos y ancianos en sillas de ruedas que, con amor, tristeza y esperanza, buscaban encontrarse con su padre.
Terminamos el rito en armoniosa procesión, sin pasar siquiera frente a aquel por quien habíamos rezado. Quizás, todavía le faltó a Francisco unir las liturgias: lograr que el rito prolijo y cuidado fuera verdadera expresión de los sentimientos más hondos, de los gemidos más profundos y de los anhelos más grandes del pueblo fiel de Dios -como le gustaba decir a él-, y no quedaran ahogados bajo formas que pretenden expresar lo que no logran transmitir: el corazón y la vida. Yo mismo podría dar todas las explicaciones pertinentes, con ortodoxísimos argumentos, pero lamentablemente muchas veces las racionalizaciones esterilizan el corazón.
Mientras tanto, en los pasillos vaticanos y en las preguntas de los medios, navegaba ansiosa otra cuestión, sin dar al corazón el tiempo necesario para el duelo: ¿y ahora qué?, ¿y ahora quién? Se sortean nombres posibles, como en un tango que nos anticipa: "Cuando manyés que a tu lado/ se prueban las pilchas/ que vas a dejar?". Tango y contratango? También asoma silbando: "No habrá ninguna igual/ no habrá ninguna/ ninguna con su piel ni con su voz?".
Pero más allá de metáforas, hoy es Francisco quien nos muestra su singularidad: esa impronta que le dio a la Iglesia una fuerza de realidad inusitada, esperada, necesaria, para que, como en la escena de The Young Pope, la Iglesia no "se muera de vieja".
Hoy, resuenan frases, gestos, palabras suyas que no supimos escuchar del todo. Francisco puso en la mesa del diálogo mundial temas que el mundo no quiere mirar, porque huelen mal, porque afean esa imagen superficial de progreso y superación que nos gusta exhibir. Pero más allá de sus palabras concretas, prestemos atención a la música de fondo para no quedarnos atrapados en lo literal que no siempre logramos comprender.
Su legado no está en reformas estructurales, ni en más o menos dicasterios, ni en disputas sobre sotanas, puntillas, lenguas litúrgicas, puntos y comas. El corazón de su herencia es la imagen de la Iglesia como hospital de campaña y no como maquinaria religiosa poderosa.
La muerte de Francisco no cierra su pontificado sino que abre una pregunta aún más profunda que cualquier cuestión de sucesión: ¿puede la Gracia recorrer caminos que la Ley no puede controlar?
Francisco dialogó con todos: cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, opresores y víctimas, violentos y amantes de la guerra, marginados y descartados, prostitutas y homosexuales, acercándose sin miedo y sin asco. Tendiendo puentes, con la misma convicción de Jesús que tocaba a los enfermos, a los muertos, a los leprosos, desafiando una Ley que pretendía separar lo puro de lo impuro, sabiendo que su Gracia era más grande que toda impureza.
El legado de Francisco no es cómodo, es un aguijón clavado en el corazón del mundo. Abre un conflicto que va más allá de quién lo suceda: pone en juego la identidad cristiana. Hay quienes intentarán sepultar su mensaje bajo el mármol de Santa María La Mayor, manipulando sus palabras; y quienes reconocerán en su testimonio una de esas llamadas particulares de Dios que irrumpen como un rayo de luz en ciertos momentos de la historia, reclamando un cristianismo más radical, no para preservar una institución, sino para que el proyecto de Dios avance.
Francisco no fue un pontífice más. Fue un punto y aparte. Para muchos, una verdadera espina en la vida de la Iglesia. Para muchos otros, la posibilidad de un encuentro con un Dios que no pide carnés que avalen virtudes, sino que amplifica su capacidad de amar a todos, todos, todos. Su herencia no es un dogma cerrado, sino una apertura viva, un soplo del Espíritu cuyos efectos apenas comenzamos a vislumbrar.
¿Puede la Gracia encerrarse en modos fijos e inalterables? Pretenderlo sería querer atar a Dios, sería querer ir un paso más adelante del Espíritu Santo, sin discernir los signos de los tiempos.
Sin estridencias, siendo fiel al Evangelio en el que creyó, Francisco se transformó en medio del mundo romano, sirviéndolo con amor y fidelidad en medio de sus estructuras milenarias y transitando las patologías de un sistema que no terminó por atraparlo.
La música de fondo de su vida es la kenosis cristiana: ese escándalo de un Dios que se abaja y se hace hombre. Su muerte mantiene abierta la herida original de esa kenosis, recordándonos que la santidad no está en una purificación ascética al mejor estilo Zen, sino en la adhesión radical al cuerpo de Cristo que vive en la historia, en la encarnación de Dios en la carne de la humanidad.
La resistencia que encontró su mensaje revela el verdadero miedo que despierta: la apertura de la Gracia, mucho más temida que el pecado, que siempre resulta más fácil de catalogar y controlar desde la condena, la separación y el ocultamiento.
¿Y ahora qué? La Iglesia debe seguir siendo un lugar de acogida y curación, donde la misericordia y el amor prevalezcan sobre la rigidez y el dogma. La centralidad de la pobreza y de la encarnación en el mensaje de Francisco siguen siendo el camino para una Iglesia viva, presente en los lugares de sufrimiento y dolor.
Después de la muerte de Francisco, la Iglesia deberá elegir entre convertirse en un salón más del museo vaticano, lleno de normas morales y preceptos, o ser una escuela abierta, donde la única Ley que cuente sea la del amor que no calcula.
El salto concreto está ocurriendo en medio del pueblo, en la carne. Es un despertar que deberá resonar, también, en la Capilla Sixtina.+