Sábado 2 de agosto de 2025

Documentos


BUSCAR DOCUMENTOS

Una vez más nos reunimos en torno a Santiago apóstol, para celebrar junto a él nuestra condición de discípulos misioneros del Maestro que nos eligió para anunciarlo. Arraigados en la fe de los apóstoles, queremos caminar en esperanza frente a los rigores del camino que muchas veces nos afligen y los desafíos personales y comunitarios que nos interpelan, conscientes de la fuerza de Dios que nos unge para la misión, como lo hizo con nuestro Santo Patrono.

Con Pablo nos reconocemos portadores de un tesoro, la vida nueva del Reino de Dios; aunque nuestras limitaciones nos hagan vulnerables, frágiles y quebradizos, como vasijas de barro, con la gracia de Dios afrontamos nuestros temores y asumimos el misterio del dolor y del fracaso. Con la ayuda divina somos consolados y fortalecidos para vivir, amar y servir.

En la escena evangélica, Santiago y su hermano Juan se declaran capaces de entregarse como Jesús por todos los hombres; lo hacen quizás temerariamente o mejor, animados por una mirada inmadura sobre la misión del Maestro y de su Iglesia. Tienen todavía los ojos nublados por una lógica del poder humano que nada tiene que ver con la llamada del Señor. En esa perspectiva, Jesús despliega una catequesis sobre el servicio de la autoridad. La fuerza conmovedora de la Pascua del Señor y la venida del Espíritu Santo, aclararán la confusión de los apóstoles y harán de ellos referencia segura en el seguimiento de Cristo para ser hombres apasionados por el Evangelio.

La temprana protección del Santo Patrono nos unió a numerosos pueblos y ciudades que quisieron tenerlo como seguro intercesor ante Dios. Entre nosotros, esa intervención se relacionaría durante el desarrollo histórico de nuestra comunidad, respecto a los temblores, tan frecuentes como devastadores. Pero también es necesario que pidamos a Santiago que nos ayude a afrontar los temblores de hoy, esos que ponen en riesgo nuestra convivencia y la solidez del camino común que hemos emprendido como sociedad.

a. El temblor de la indiferencia
La cruda realidad económica que atravesamos nos interpela. Podemos mirar para otro lado, quizá decir que esto viene desde hace mucho tiempo, desentendernos y negarnos a participar de corazón para atenuar el dolor de tantos hermanos.

En Mendoza, con el esfuerzo compartido por parte de las Iglesias, las instituciones políticas y sociales, y algunos empresarios, se pudo afrontar al menos en parte, la dolorosa problemática de las personas en situación de calle, aunque todavía nos queda mucho por andar para dar respuestas estables y duraderas en este campo.

La Colecta de Cáritas 2025, convocada con el lema Sigamos organizando la esperanza, puso de manifiesto un segundo lugar nacional para Cáritas Mendoza, gracias a la creatividad y generosidad de nuestros voluntarios, equipos y donantes. Esto nos compromete a seguir fortaleciendo esos espacios solidarios a lo largo del año para que no falte la cercanía a quien nos necesita.

Pero como sociedad nos preocupa mucho el temblor de la indiferencia que retumba frente a los jubilados, condenados a la necesidad después de haber trabajado toda la vida, o ante la situación de numerosas familias agobiadas por problemáticas complejas como la discapacidad o enfermedades prologadas que requieren tratamientos médicos caros donde el Estado no puede sustraerse de su misión.

Dios ha creado el mundo con bienes suficientes para todos. Esa es la primera verdad de toda dinámica económica propiamente humana. Si a algunos les falta lo imprescindible o necesario, no es culpa de Dios sino de la acumulación y la codicia humana. Conviene partir del sentido de los bienes, de otra manera los mecanismos al servicio de la codicia y la avidez económica, predominarán sobre el bien común de una humanidad hambreada o postergada.

b. El temblor del clamor de la tierra
Como creyentes estamos interpelados por la exigencia del cuidado de la Casa común. No nos pueden resultar indiferentes su degradación ni el maltrato de los recursos naturales tan necesarios para la vida. Por esa razón, estamos urgidos a dialogar con apertura sobre todo lo que se refiere al cuidado de la tierra, del aire y del agua. Lejos de fundamentalismos que clausuran los debates y se encierran frente a los avances de la ciencia o de la técnica, y lejos también de toda codicia o prepotencia para imponer los propios intereses a toda costa, los creyentes debemos crecer en nuestro compromiso por el cuidado de la Creación y el uso inteligente y responsable de todos sus dones.

c El temblor de toda violencia
Con el paso del tiempo, han crecido las oportunidades para que los hombres nos manifestemos. Las redes sociales y el uso de la inteligencia artificial constituyen espacios ganados para el desarrollo comunicacional. Pero, dolorosamente, también han crecido los ámbitos para que se ofenda, se mienta, se agravie a los otros. La violencia se ha hecho presente en nuestra comunicación y campea escandalosamente la denigración de quien piensa diferente o de quien está en una posición ideológica o conceptual distinta a la nuestra. Ningún dirigente político, social o religioso debería recurrir a la violencia como forma y contenido de su expresión. Mucho menos servirse de lo religioso para justificar o legitimar su violencia.

Los cristianos tenemos la misión de expresarnos con respeto y honestidad sobre todos los temas. No podemos estar ausentes de los grandes debates que comprometen la marcha de la humanidad en la vida de todos los días, en los medios y en el mundo digital. Pero queremos hacerlo animados por la luz propia que nos aportan el Evangelio y la fe que enciende nuestros corazones, que nos hace portadores de un mensaje de fraternidad humana abierto a todos los hombres de buena voluntad.

El temblor de la humanidad destrozada por la crueldad devastadora de las armas no puede sernos ajeno. La causa de la paz, traicionada sobre todo en las guerras sangrientas que vive hoy el mundo y que destruyen poblaciones inocentes, merece todos nuestros esfuerzos de creyentes. Además de la oración por la paz, no dejemos de apostar con nuestras expresiones y modos de obrar, por una vida humana más digna y fraterna. Educar para la paz desde la familia y la escuela, constituye una herramienta poderosa para desarmar un mundo que camina irresponsablemente hacia su autodestrucción. Me alegran y esperanzan mucho los esfuerzos de nuestros espacios catequísticos parroquiales y educativos de colegios diocesanos y religiosos por la sublime causa de la paz. Hay que seguir por ese camino y profundizar esas iniciativas.

Queridos hermanos, una vida digna según Dios es el programa del Evangelio por el que Santiago dio la vida. Que él nos ayude con su intercesión para que ningún temblor apague nuestra esperanza ni oscurezca nuestra condición humana. Iglesia de Mendoza, servidora de todos, no dejes de estar presente cuidando de tus hijos en estas encrucijadas de la historia. Como María, nuestra Madre del Rosario, seas siempre Casa que acoge a todos y Escuela de vida que enseña y esperanza.

Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza

Queridos hermanos y hermanas:

El Jubileo que estamos viviendo nos ayuda a descubrir que la esperanza siempre es fuente de alegría, a cualquier edad. Asimismo, cuando esta ha sido templada por el fuego de una larga existencia, se vuelve fuente de una bienaventuranza plena.

La Sagrada Escritura presenta varios casos de hombres y mujeres ya avanzados en años, a los que el Señor invita a participar en sus designios de salvación. Pensemos en Abraham y Sara; siendo ya ancianos, permanecen incrédulos ante la palabra de Dios, que les promete un hijo. La imposibilidad de generar parecía haberles quitado su mirada de esperanza respecto al futuro.

La reacción de Zacarías ante el anuncio del nacimiento de Juan el Bautista no es diferente: «¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada» (Lc 1,18). La ancianidad, la esterilidad y el deterioro parecen apagar las esperanzas de vida y de fecundidad de todos estos hombres y mujeres. También la pregunta que Nicodemo hace a Jesús, cuando el Maestro le habla de un “nuevo nacimiento”, parece puramente retórica: «¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?» (Jn 3,4). Sin embargo, en cada ocasión, frente a una respuesta aparentemente obvia, el Señor sorprende a sus interlocutores con un acto de salvación.

Los ancianos, signos de esperanza
En la Biblia, Dios muestra muchas veces su providencia dirigiéndose a personas avanzadas en años. Así ocurre no sólo con Abrahám, Sara, Zacarías e Isabel, sino también con Moisés, llamado a liberar a su pueblo siendo octogenario (cf. Ex 7,7). Con estas elecciones, Dios nos enseña que, a sus ojos, la ancianidad es un tiempo de bendición y de gracia, y que para Él los ancianos son los primeros testigos de esperanza. «¿Qué significa en mi vejez? -se pregunta al respecto san Agustín- Cuando me falten las fuerzas, no me abandones. Y aquí Dios te responde: Al contrario, que desfallezca tu vigor, para que esté presente el mío en ti, y así puedas decir con el Apóstol: “Cuando me debilito, entonces soy fuerte”» (Comentarios a los Salmos 70, 11). El hecho de que el número de personas en edad avanzada esté en aumento se convierte entonces para nosotros en un signo de los tiempos que estamos llamados a discernir, para leer correctamente la historia que vivimos.

La vida de la Iglesia y del mundo, en efecto, sólo se comprende en la sucesión de las generaciones, y abrazar a un anciano nos ayuda a comprender que la historia no se agota en el presente, ni se consuma entre encuentros fugaces y relaciones fragmentarias, sino que se abre paso hacia el futuro. En el libro del Génesis encontramos el conmovedor episodio de la bendición dada por Jacob, ya anciano, a sus nietos, los hijos de José. Sus palabras los animan a mirar al futuro con esperanza, como en el tiempo de las promesas de Dios (cf. Gn 48,8-20). Si, por tanto, es verdad que la fragilidad de los ancianos necesita del vigor de los jóvenes, también es verdad que la inexperiencia de los jóvenes necesita del testimonio de los ancianos para trazar con sabiduría el porvenir. ¡Cuán a menudo nuestros abuelos han sido para nosotros ejemplo de fe y devoción, de virtudes cívicas y compromiso social, de memoria y perseverancia en las pruebas! Este hermoso legado, que nos han transmitido con esperanza y amor, siempre será para nosotros motivo de gratitud y de coherencia.

Signos de esperanza para los ancianos
El Jubileo, desde sus orígenes bíblicos, ha representado un tiempo de liberación: los esclavos eran liberados, las deudas condonadas, las tierras restituidas a sus propietarios originarios. Era un momento de restauración del orden social querido por Dios, en el cual se reparaban las desigualdades y las opresiones acumuladas con los años. Jesús renueva estos acontecimientos de liberación cuando, en la sinagoga de Nazaret, proclama la buena noticia a los pobres, la vista a los ciegos, la liberación a los cautivos y la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4,16-21).

Considerando a las personas ancianas desde esta perspectiva jubilar, también nosotros estamos llamados a vivir con ellas una liberación, sobre todo de la soledad y del abandono. Este año es el momento propicio para realizarla; la fidelidad de Dios a sus promesas nos enseña que hay una bienaventuranza en la ancianidad, una alegría auténticamente evangélica, que nos pide derribar los muros de la indiferencia, que con frecuencia aprisionan a los ancianos. Nuestras sociedades, en todas sus latitudes, se están acostumbrando con demasiada frecuencia a dejar que una parte tan importante y rica de su tejido sea marginada y olvidada.

Frente a esta situación, es necesario un cambio de ritmo, que atestigue una asunción de responsabilidad por parte de toda la Iglesia. Cada parroquia, asociación, grupo eclesial está llamado a ser protagonista de la “revolución” de la gratitud y del cuidado, y esto ha de realizarse visitando frecuentemente a los ancianos, creando para ellos y con ellos redes de apoyo y de oración, entretejiendo relaciones que puedan dar esperanza y dignidad al que se siente olvidado. La esperanza cristiana nos impulsa siempre a arriesgar más, a pensar en grande, a no contentarnos con el statu quo. En concreto, a trabajar por un cambio que restituya a los ancianos estima y afecto.

Por eso, el Papa Francisco quiso que la Jornada Mundial de los Abuelos y los Mayores se celebrase sobre todo yendo al encuentro de quien está solo. Y por esa misma razón, se ha decidido que quienes no puedan venir a Roma este año, en peregrinación, «podrán conseguir la Indulgencia jubilar si se dirigirán a visitar por un tiempo adecuado a los […] ancianos en soledad, […] como realizando una peregrinación hacia Cristo presente en ellos (cf. Mt 25, 34-36)» (Penitenciaría Apostólica, Normas sobre la Concesión de la Indulgencia Jubilar, III). Visitar a un anciano es un modo de encontrarnos con Jesús, que nos libera de la indiferencia y la soledad.

En la vejez se puede esperar
El libro del Eclesiástico afirma que la bienaventuranza es de aquellos que no ven desvanecerse su esperanza (cf. 14,2), dejando entender que en nuestra vida -especialmente si es larga- pueden existir muchos motivos para volver la vista atrás, más que hacia el futuro. Sin embargo, como escribió el Papa Francisco durante su último ingreso en el hospital, «nuestro físico está débil, pero, incluso así, nada puede impedirnos amar, rezar, entregarnos, estar los unos para los otros, en la fe, señales luminosas de esperanza» (Ángelus, 16 marzo 2025). Tenemos una libertad que ninguna dificultad puede quitarnos: la de amar y rezar. Todos, siempre, podemos amar y rezar.

El amor por nuestros seres queridos -por el cónyuge con quien hemos pasado gran parte de la vida, por los hijos, por los nietos que alegran nuestras jornadas- no se apaga cuando las fuerzas se desvanecen. Al contrario, a menudo ese afecto es precisamente el que reaviva nuestras energías, dándonos esperanza y consuelo.

Estos signos de vitalidad del amor, que tienen su raíz en Dios mismo, nos dan valentía y nos recuerdan que «aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día» (2 Co 4,16). Por eso, especialmente en la vejez, perseveremos confiados en el Señor. Dejémonos renovar cada día por el encuentro con Él, en la oración y en la Santa Misa. Transmitamos con amor la fe que hemos vivido durante tantos años, en la familia y en los encuentros cotidianos; alabemos siempre a Dios por su benevolencia, cultivemos la unidad con nuestros seres queridos, que nuestro corazón abarque al que está más lejos y, en particular, a quien vive en una situación de necesidad. Seremos signos de esperanza, a cualquier edad.

Vaticano, 26 de junio de 2025
León XIV

Ef 4,1-6; Mt 25, 31-40

La Declaración de la independencia de 1816, proclamada por el Congreso General Constituyente de San Miguel de Tucumán, significa mucho más que una simple conmemoración de un suceso histórico, implica una reflexión minuciosa sobre la identidad nacional, la soberanía, los valores democráticos y los desafíos del presente.

El 9 de julio no es solo una fecha en el calendario, representa un hito en el proceso de lucha por la autodeterminación, la libertad y la construcción de una nación independiente, libre del dominio colonial español. Preservar este legado supone reconocer la importancia de este desarrollo histórico y su influencia en la Argentina actual. Este mojón evocador no sólo representó una ruptura, sino también la aspiración a la construcción de una sociedad basada en principios republicanos. La concreción de estos ideales fue un proceso largo y complejo que se construyó con el tiempo.

Hoy conlleva defender y promover esos valores, la participación ciudadana, el respeto a las personas y sus derechos, el fortalecimiento de las instituciones democráticas, la defensa de la soberanía nacional en todas sus expresiones, la capacidad de un país para gobernarse a sí mismo y tomar decisiones propias. En el contexto global actual, adherir a la independencia significa defender los intereses nacionales, promover la integración regional y participar activamente en la construcción de una patria más justa y soberana.

Tener presente este día es oportunidad para reflexionar sobre algunos desafíos actuales que enfrentamos como país frente al siglo XXI: volver a los ideales de ese grupo de congresistas, trabajar por la justicia, integración, inclusión, el desarrollo sostenible, luchar contra las desigualdades, la pobreza, la discriminación, valorar la diversidad cultural, cultivar la identidad nacional... son solo algunas continuaciones del espíritu de la independencia. Comporta un compromiso activo con los valores y principios que la fundamentaron con una participación ciudadana responsable en la construcción de una sociedad mejor. Un nuevo aniversario de la Independencia no es un acto pasivo, es exigencia continua y perseverante en el empeño de la edificación de una Argentina mejor, se trata de responsabilidad cívica y uno de los ejercicios más grandes del cristiano -como nos diría el papa Francisco- que es la caridad política.

La parábola que acabamos de proclamar de Mateo 25 se sitúa en el contexto de las enseñanzas de Jesús sobre la segunda venida y el juicio final que no es un evento arbitrario, sino la consecuencia natural de las acciones realizadas durante la vida. El criterio del juicio no se basa en la fe declarada, sino en las acciones concretas realizadas a los necesitados. Se enumeran seis obras de misericordia: alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, acoger al extranjero, vestir al desnudo, cuidar al enfermo y visitar al encarcelado. Quienes realizaron estas obras serán llamados “benditos de mi Padre” e invitados a heredar el reino preparado desde la creación del mundo. Los justos se sorprenden al ser recompensados, no recuerdan haber realizado estos actos directamente para Jesús. Se les revela que al ayudar a los más carenciados, lo estaban ayudando a Él mismo, ya que los pobres, marginados y sufrientes son considerados como sus hermanos. La parábola es una fuerte llamada a la acción y a la compasión, el juicio se basa en la justicia y en la misericordia practicada en la vida diaria. El mensaje central es la importancia de vivir una vida de servicio y amor al prójimo, no sólo como condición para la salvación, sino como una expresión de la fe auténtica.

Pidamos al Señor en este día nos conceda la gracia de ser hombres y mujeres honestos y capaces, que amen y sirvan a la Patria como lo hicieron nuestros próceres, que seamos artífices de reconciliación en nuestra sociedad herida por la división, el enfrentamiento, la agresión, el desencuentro; que surja de entre nosotros una genuina solidaridad para con quienes están más heridos a causa de las injusticias y de la pobreza. “Jesucristo Señor de la historia te necesitamos”.

Mons. José Adolfo Larregain OFM, arzobispo de Corrientes

Queridos hermanos:

¡Feliz día de la Patria! ¡Feliz Aniversario de la Independencia Argentina!

Hoy celebramos con alegría y esperanza este 9 de julio en Tucumán. Desde aquí nos unimos a todos los argentinos y damos gracias a Dios por ser una Nación Libre e Independiente con esta celebración del Te Deum.

Hace 209 años, los 29 congresales, representantes de las provincias unidas de Sud América, declararon la Independencia de forma unánime e indudable; "comprometiéndose al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama "

¡Gracias Señor por nuestra Patria Argentina!

Queridos hermanos estamos celebrando el Jubileo de la esperanza. Como hijo de esta tierra tucumana, heredero de los decididos tucumanos; como padre y pastor de la Iglesia en Tucumán, y desde aquí para todos los argentinos quiero invitarlos a reavivar la esperanza.

Hemos escuchado en la carta de San Pablo a los Romanos: "justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo... afianzados en la gracia, nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Fe. Paz. Gracia. Gloria. Esperanza. Dios. Jesucristo.

Dios nos ha revelado su amor, nos ha hecho partícipes de su vida divina y que esperamos vivir definitivamente en la gloria. Para los creyentes, nuestro destino definitivo no es la muerte sino la vida en Dios. Ese es el término de nuestra esperanza. Por eso los invito: reavivemos la esperanza.

Todos los hombres esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. También "encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Y en ese desierto se necesitan personas de fe que mantengan viva la esperanza». ¡No nos dejemos robar la esperanza! (cf. EG.86)

Reavivemos la esperanza que movió a los grandes próceres, San Martín, Belgrano y otros tantos Padres de la Patria que animaron incondicionalmente a los congresales y cifraron su esperanza en aquel Congreso soberano que declaró la Independencia, invocando al Eterno que preside el universo. Ellos soñaron una Nación en paz y libertad a pesar de las grandes y graves dificultades que atravesaba en ese momento la Patria, como ahora también. La esperanza en algo más grande y maravilloso los impulsaba a poner todo de si mismos para lograrlo. Los congresales hicieron de una «casa de familia» un espacio fecundo de encuentro, de diálogo y de búsqueda del bien común. Esta casa es para nosotros un símbolo de lo que queremos ser como Nación. El ideal de vivir la Argentina como una gran familia, donde la fraternidad, la solidaridad y el bien común incluyan a todos los que peregrinamos en su historia, está muy lejos de haberse alcanzado... (Bicentenario, tiempo de encuentro...)Todavía nos falta mucho camino por recorrer... derribando muros, tendiendo puentes, achicando distancias, comprometiéndonos todos. "poniéndonos la Patria al hombro" como decía el cardenal Bergoglio, siendo arzobispo de Buenos Aires y después elegido Papa.

El Papa Francisco, a quien recordamos con mucho amor y seguirá vivo en nuestros corazones, en la convocatoria al Jubileo de la esperanza nos decía: "La esperanza no cede ante las dificultades porque se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, y de este modo hace posible que sigamos caminando en la vida" Reavivemos la esperanza.

Por experiencia sabemos que la vida está hecha de alegrías y dolores, que cuando aumentan las dificultades, la esperanza parece derrumbarse frente al sufrimiento, pero en tales situaciones, en medio de la oscuridad se percibe una luz; se descubre cómo lo que nos sostiene es esa firme convicción que "la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado", terminaba la Palabra de Dios en la primera lectura que escuchamos.

Que la luz de la esperanza pueda llegar a tantos hermanos que viven en la oscuridad del dolor, la angustia y el sin sentido; en el abismo de las adicciones y de la impotencia. Jesús ha dicho en el Evangelio: "Vengan a mi todos los que están cansados y agobiados y yo los aliviaré...aprendan de mí que soy paciente y humilde de corazón y así encontrarán alivio" ¡Cuán confortadoras son estas palabras de Jesús! Él que nació en la extrema pobreza, que fue perseguido, que sufrió la incomprensión y la injusticia, la burla y la agresión violenta y descarnada, que experimentó la soledad y la angustia, la traición, la cárcel, el abandono y ver sufrir a su madre, hasta la muerte humillante de la cruz. Él nos dice: aprendan de mí., mi yugo es suave y mi carga ligera. Jesús es nuestra esperanza, la esperanza que no defrauda, el ancla de nuestra esperanza. Reavivemos nuestra esperanza.

Que descubramos la esperanza en los signos de los tiempos, poniendo atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no vernos aplastados por el mal, la violencia y la oscuridad de la muerte porque. "El amor venció al odio. La luz venció a las tinieblas. La verdad venció a la mentira. El perdón venció a la venganza. El mal no ha desaparecido de nuestra historia, permanecerá hasta el final, pero ya no tiene dominio, ya no tiene poder sobre quien acoge la gracia de este día", nos decía el Papa Francisco en la Pascua de este año, horas antes de morir. La esperanza no defrauda. Y no es una esperanza evasiva, sino comprometida; no es alienante, sino que nos responsabiliza.

Reavivemos la esperanza cada uno desde su lugar y responsabilidad siendo signos de esperanza para los hermanos que más necesitan, los que están en situación de calle, los adictos, los ancianos, los que no tienen trabajo, los enfermos, los presos, los que están en situaciones muy dolorosas. Los jóvenes sin esperanza, los pobres que carecen de lo necesario para vivir y sufren la exclusión y la indiferencia de muchos. Cuidar de ellos es un himno a la dignidad humana, un canto de esperanza que requiere acciones concertadas por toda la sociedad.

Mirar el futuro con esperanza también equivale a tener una visión de la vida llena de entusiasmo para compartir con los demás. Reavivemos la esperanza y descubramos los signos de esperanza que alientan el seguir caminando como hermanos.

Cuántos signos de esperanza hay en nuestro querido Tucumán, para poner rostro concreto digo de algunos.

  • Felipe, atendido por el personal de salud del hospital y ayudado por la fe convencida de su familia, compañeros y aún desconocidos que rezaron por él, su recuperación es signo de esperanza.
  • Diego, de la desgracia casi perder la vida aplastado en el contenedor de residuos, ya está de alta y ha regresado a su casa...
  • David que habiendo estado hecho hilachas por el consumo de drogas, ha recuperado su vida, la fe y el servicio y hoy es un misionero en su barrio.
  • Pude abrazar emocionado y felicitar a Jony, un interno de la cárcel, que se recibió de ingeniero electrónico el año pasado. Y escuchar entusiasta a otro preso que reconocía que se había portado mal y que ahora está cursando dos carreras.
  • Pude mirar a los ojos a Pedro que me confesó que hace 30 años que no consume gracias al grupo semanal de alcohólicos anónimos.
  • Ver rezar en el camarín de la Virgen de la Merced a la chica travesti que vivió una experiencia profunda de sentirse amada por el Señor que le cambió la vida y ahora sirve a los que necesitan.
  • Comunicarme con Federico que animó a salir juntos y mejor a sus empleados después del incendio de la fábrica, .lo hemos perdido todo y no hemos perdido nada porque estamos con vida y juntos. y hoy con el trabajo, la oración y la ayuda de muchos la han puesto de pie.
  • Conocer la alegría y entrega sacrificada de Mario, Gustavo, Mauricio, Mayra y los demás docentes de la escuela de Mala Mala, y de tantos que hacen la Patria en alta montaña, en los rincones de la provincia.
  • Jorge Díaz y sus hermanos con la ayuda solidaria a tantos tucumanos en marginación y pobreza.
  • El Acta Compromiso con los candidatos del 2023 a trabajar con los 10 desafíos por el bien de los tucumanos.
  • El compromiso de los dirigentes políticos en sus acciones cotidianas por el dialogo, la justicia, el bien común, la fe, y la solidaridad al celebrar el jubileo de los políticos

Son signos de esperanza la Mesa de Diálogo Interreligiosa, la Mesa de Diálogo Tucumán, la solidaridad en la colecta de Caritas.

Son signos de esperanza las tantas instituciones, empresas, fundaciones, las iniciativas personales, grupales, vecinales, religiosas y las decisiones de las autoridades del Estado para buscar el bien de los tucumanos y de tantos hermanos sufrientes… Aunque sean insuficientes, son signos de esperanza.

Queridos tucumanos, cuántos signos de esperanza en nuestro Tucumán. ¡No nos dejemos robar la alegría ni la esperanza!

Hoy le pidamos a Jesucristo, Señor de la historia: "danos la alegría de la esperanza que no defrauda".

El término de nuestra esperanza es la felicidad, una meta que atañe a todos y esperamos y deseamos todos. Necesitamos una felicidad que se realice definitivamente en aquello que nos plenifica, es decir, en el Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarnos jamás.

Le pedimos a la Virgen María, Madre de esperanza que nos acompañe, nos cuide y nos aliente en la esperanza. La que la sostuvo al pie de la cruz, al ver morir a su Jesús, traspasada por el dolor, ella repetía su "sí", sin perder la esperanza en el Señor. y en el tormento de ese dolor ofrecido por amor se convertía en nuestra Madre.

Madre de la esperanza protege a tus hijos que vivimos en esta Patria Argentina. Amen

Mons. Carlos Alberto Sánchez, arzobispo de Tucumán

Evangelio de San Marcos 9,38-40

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy con memoria agradecida el nacimiento de nuestra Patria. Y lo hacemos como creyentes, abriendo el corazón a la Palabra de Dios que nos llega desde el Evangelio de San Marcos: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,40). Jesús corrige la tentación de los suyos -de todos los tiempos- de encerrarse en el pequeño grupo de los supuestos puros o predilectos, de excluir a los que hacen el bien desde otros caminos. El Maestro nos invita, en cambio, a construir con otros, a reconocer el bien donde florece, y a sumar esfuerzos en vez de dividirlos.

Nuestra independencia no se produjo a partir de un gesto aislado, ni debido al arrebato momentáneo de unos pocos. Fue un proceso de años en medio de convulsiones políticas, encantos y decepciones. Se gestó en comunidad de Representantes con sentido federal, en diálogo. No debemos pasar por alto que las reuniones se realizaron en una casa de familia prestada, en Tucumán, donde los diputados sesionaron durante meses. Llegaron de distintas provincias, con miradas y culturas diversas, trayendo tensiones y desacuerdos. Pero supieron, con paciencia y amor a la tierra, encontrar consensos, no a partir de uniformidades, sino de la conciencia de un bien superior.

No se excomulgó a nadie por pensar distinto. No se construyó la Argentina desde la lógica del descarte, sino desde la búsqueda de una causa mayor: como había reclamado el general Don José de San Martín, se necesitaba un ejército de una Nación independiente para liberar a los pueblos hermanos. La independencia Argentina iba a servir a otros pueblos de América para que vivieran en libertad y justicia.

Entre aquellos diputados, recordamos con especial afecto a Fray Justo Santa María de Oro, dominico, sanjuanino, sacerdote y político, nuestro primer obispo de San Juan de Cuyo. Su voz en la Asamblea fue la de la fe lúcida que no se desentiende de la historia. Fue él quien defendió con firmeza la participación de los pueblos del interior, promovió el respeto por las provincias, y demostró que se puede ser hombre de Dios y servidor de la Nación, sin contradicciones ni dobleces. Su testimonio es faro para nosotros hoy, cuando muchas veces se contrapone lo religioso con lo público, lo espiritual con lo social, y se olvidan los aportes valiosos que la fe puede ofrecer a la vida nacional.

Nuestro presente también nos desafía. Argentina atraviesa una etapa compleja, donde muchas veces se imponen la desconfianza, la fragmentación y el “sálvese quien pueda”. Pero desde esta celebración solemne del Te Deum, Dios nos llama a promover la cultura del encuentro y la amistad social, como tantas veces ha exhortado el Papa Francisco. Nos llama a no encerrarnos en las fronteras del partido, del sector o de la ideología, sino a mirar con altura el bien de todos, especialmente de los más frágiles.

Hoy necesitamos una nueva épica, no de caudillos solitarios, sino de acuerdos generosos. Una independencia que no sea solo recuerdo, sino motor de compromiso y responsabilidad. Una democracia que se fortalezca no solo en las urnas, sino en el trabajo cotidiano por una sociedad más justa, más fraterna, más solidaria.

Desde la Iglesia valoramos mucho la vocación política. Sigamos sembrando unidad donde hay división, respeto donde hay ofensa, y diálogo donde hay gritos. No todos pensamos igual, pero todos amamos esta tierra. Y en eso podemos encontrarnos. Porque como dice el Evangelio, si no están contra nosotros, entonces están a favor. Y eso nos basta para caminar juntos.

Que María, Virgen del Carmen de Cuyo, Generala del Ejército de los Andes, nos inspire a todos en la misión de ser constructores de paz y esperanza. Y que el Dios de la vida bendiga a nuestra amada Patria Argentina. Amén.

Mons. Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo

Hoy celebramos, ante todo, a la patrona de nuestra arquidiócesis: Nuestra Señora de Itatí. Y, al mismo tiempo, patrona y protectora de esta querida comunidad parroquial que está bajo su advocación. También nos unimos a tantos devotos que peregrinaron hasta este santuario, como también a las comunidades parroquiales, capillas e instituciones que están bajo su maternal cuidado. Es la Virgen la que nos atrae hacia ella, pero no para retenernos, sino para mostrarnos el fruto bendito de su vientre, Jesús, como rezamos en el Ave María. La meta de nuestra peregrinación es el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros: Jesucristo.

Nuestra plegaria se extiende hoy también a nuestra Patria, en el día en que celebramos un aniversario más de su independencia. La encomendamos a la maternal protección de María. Que, por su intercesión, nuestros gobernantes, legisladores y jueces, con leyes adecuadas, no pierdan de vista el bien de todos, sean transparentes, digan siempre la verdad, aun cuando eso les traiga incomprensiones y sufrimientos; y que todos aprendamos a asumir nuestro compromiso ciudadano participando allí donde nos reclaman las responsabilidades en la familia y la sociedad.

Vayamos a la Palabra de Dios. La primera lectura (cf. Is 7,10-14) relata la temeraria actitud del hombre, que pretende salvarse por sí solo, prescindiendo de Dios, a pesar de las señales que Él le envía para que se dé cuenta que sólo Dios puede salvarlo. Así es como el rey Acaz, en su insensatez, prefiere hacer alianzas con el poderoso rey de Asiria para librarse de las amenazas de los reyes vecinos. Él no se fiaba de Dios, prefería apoyarse en los poderosos de turno, para convertirlos en sus propios dioses, ídolos que tarde o temprano los someterán a sus propios intereses. Solo Dios, que ama a sus hijos, los salva, los hace libres para amar y les concede vida en abundancia.

El Evangelio (cf. Lc 1,39-47) nos presenta a dos mujeres unidas por lazos familiares y bendecidas por Dios con una maternidad sublime: María de Nazaret y su prima Isabel. Ambas le dijeron sí a Dios y, consecuentemente, sí a la vida que se estaba gestando en ellas. Por eso, el saludo entre ambas es un verdadero canto a la vida: Dichosa tú que has creído, le dice Isabel a María y esta le responde: Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi Salvador. María confía plenamente en el proyecto que Dios tiene sobre ella. La fe va íntimamente unida a la alegría y a la paz.

María, tiernísima Madre de Dios y de los hombres, será siempre la memoria viva de un Dios cercano y amigo de los hombres, y una defensa contra cualquier forma de convertir a Dios en una idea abstracta y lejana. Gracias a la Virgen Madre, nosotros creemos en el Dios de Jesús, el Verbo hecho carne en el seno purísimo de la Santísima Virgen María; en el Dios que se hizo un trabajador humilde de Nazaret; en el que mostró un corazón sensible ante el dolor de una madre que perdió a su hijo; en aquel que no apedrea a la pecadora sino que la perdona; en el crucificado que no reacciona con violencia ante la injusticia que se comete contra él, sino que promete el paraíso al ladrón arrepentido; en el que ama hasta las últimas consecuencias; en Aquel, al que el Padre sostiene con todo su amor en la cruz, y lo hace surgir del abismo de la muerte, hasta donde lo sometió la insensatez de nuestro pecado. María, como una madre buena y sabia, nos enseña a escuchar a ese Dios y a reconocerlo; ella nos conduce al encuentro con Él, y nos hace sentir el gusto espiritual de ser una familia de hijos y de hermanos.

Cuando reconocemos a un Dios tan cercano, tan accesible y amigo, nos damos cuenta que nuestra misión es compartir esa experiencia de cercanía y de amistad con los demás, con todos. Al ver a Jesús que se acerca al ciego del camino, o cuando deja que la prostituta le unja los pies, o al verlo cómo miraba a los ojos con una atención amorosa (cf. EG 269), nos sentimos también nosotros llamados a reflejarlo en nuestro modo de tratar a los otros, especialmente a los más alejados y despreciados por la sociedad. Pidamos la gracia de tener un corazón puro, humilde y prudente, virtudes indispensables, sobre todo para aquel que está llamado a ejercer la función pública, a fin de que ese ejercicio realmente se oriente hacia servicio y para el bien de todos.

Concluyo recordando con ustedes que no hay refugio más seguro ante los peligros que la Cruz y la Virgen. En la ternura de sus brazos de Patrona y Protectora: patrona para conducirnos por el camino de la virtud, y protectora para advertirnos del peligro, ponemos la vida de nuestra Iglesia particular, peregrina y misionera, a nuestra patria y a sus gobernantes, y le pedimos que nos enseñe a construirla donde todos nos sintamos hijos y hermanos, acogidos, valorados e inmensamente amados por Dios. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo emérito de Corrientes

Acabo de leer el discurso de anoche en Chaco del presidente Milei. Mucha, muchísima tela para cortar. Bienvenido el debate de ideas.

1. Como en otras ocasiones, el presidente arremete contra la justicia social. En realidad, contra una deformación de ella. A su favor: que en nombre de esa caricatura se han hecho muchos desatinos que hoy pagamos todos, además de abrirle la puerta a la corrupción. Pero, en el humanismo cristiano, la justicia social es un concepto más rico, complejo y válido. No es solo distribucionismo a cargo del estado, sino que, asentándose en la dignidad de cada persona busca una arquitectura de la justicia en la sociedad atenta a la participación de todos los ciudadanos en la búsqueda del bien común. La delicada arquitectura de la justicia implica rehuir de la simplificación y armonizar todas sus dimensiones: justicia general, conmutativa, distributiva y también justicia social.

2. En su discurso, el presidente echa mano de textos de la Escritura y apela a la tradición judeocristiana. Me parece bien, solo apunto al riesgo de fundamentalismo o, como ocurre con el integrismo católico: a eludir la mediación de la razón en la interpretación del mensaje bíbllico y, sobre todo, en la construcción del mejor orden justo posible. En la tradición católica es muy fuerte este acento: no hay una línea directa entre la Escritura y la construcción política de la sociedad. En esto, sería bueno acudir al magisterio de Benedicto XVI, por ejemplo, a su magistral discurso ante el Bundestag de Berlín, donde afronta esta cuestión. Es importante tenerlo en cuenta hoy, porque no solo en Argentina, también en otras latitudes vemos a algún sector de la política arroparse en amplios sectores religiosos más bien fundamentalistas. Eso no le hace bien ni a la religión ni a la política.

3. Como dije arriba: bienvenido el debate público de ideas, hoy realmente de capa caída en nuestra Argentina. Por eso, un debate público en serio, sin dejar de ser fuerte, subido de tono incluso o áspero, ni renuncia a la claridad de ideas ni se deja llevar por la lógicas binarias que suelen ser efectivas para arrebatar aprobación, pero que, a la larga, no sirven para construir el orden social. En este punto, desde la Iglesia vamos a seguir apelando a ese valor tan importante de la democracia de inspiración liberal: la legítima pluralidad de ideas, el respeto de otro como un semejante y el rechazo de toda forma de violencia que rebaje la dignidad de los demás.

4. En el fondo, se trata de un debate antropológico. El modelo de la libertad que alienta la tradición judeocristiana es el hombre, imagen y semejanza de Dios. En el cristianismo, ese modelo es Cristo, su libertad de Verbo encarnado y la redención de nuestra libertad que, como enseña san Pablo, solo se puede vivir en el amor a los demás y en el servicio, especialmente a los más pobres. La libertad cristiana es, a la vez, don del Creador; herida por el pecado y siempre amenazada, ha sido redimida y tiene a su favor el auxilio de la gracia del Espíritu Santo. Se realiza en el amor y en la virtud (nociones evocadas por Milei). El modelo supremo de la libertad de la persona humana no puede ser el de las transacciones económicas, tan legítimo como insuficiente para hacer justicia al ser humano libre.

A pocos días de celebrar el 209º aniversario de la Independencia nacional es bueno que nos dispongamos realmente a celebrar nuestra historia de libertad compartida.

Busquemos un territorio común, también y especialmente en nuestro anhelo de libertad.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

El tema de esta Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, elegido por nuestro querido Papa Francisco, es “Semillas de paz y esperanza”. En el décimo aniversario de la institución de la Jornada, que coincidió con la publicación de la encíclica Laudato si’, nos encontramos en pleno Jubileo, como “peregrinos de esperanza”. Y es precisamente en este contexto donde el tema adquiere todo su significado.

Muchas veces, Jesús, en su predicación, utiliza la imagen de la semilla para hablar del Reino de Dios, y en la víspera de la Pasión la aplica a sí mismo, comparándose con el grano de trigo, que debe morir para dar fruto (cf. Jn 12,24). La semilla se entrega por completo a la tierra y allí, con la fuerza impetuosa de su don, brota la vida, incluso en los lugares más insospechados, con una sorprendente capacidad de generar futuro. Pensemos, por ejemplo, en las flores que crecen al borde de las carreteras: nadie las ha plantado, y sin embargo crecen gracias a semillas que han llegado allí casi por casualidad y logran adornar el gris del asfalto e incluso romper su dura superficie.

Por lo tanto, en Cristo somos semillas. No sólo eso, sino “semillas de paz y esperanza”. Como dice el profeta Isaías, el Espíritu de Dios es capaz de transformar el desierto, árido y reseco, en un jardín, lugar de descanso y serenidad: «hasta que sea infundido en nosotros un espíritu desde lo alto. Entonces el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque. En el desierto habitará el derecho y la justicia morará en el vergel. La obra de la justicia será la paz, y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad para siempre. Mi pueblo habitará en un lugar de paz, en moradas seguras, en descansos tranquilos» (Is 32,15-18).

Estas palabras proféticas, que del 1 de septiembre al 4 de octubre acompañarán la iniciativa ecuménica del “Tiempo de la Creación”, afirman con fuerza que, junto con la oración, son necesarias la voluntad y las acciones concretas que hacen perceptible esta “caricia de Dios” sobre el mundo (cf. Laudato si’, 84). La justicia y el derecho, en efecto, parecen arreglar la inhóspita naturaleza del desierto. Se trata de un anuncio de extraordinaria actualidad. En diversas partes del mundo es ya evidente que nuestra tierra se está deteriorando. En todas partes, la injusticia, la violación del derecho internacional y de los derechos de los pueblos, las desigualdades y la codicia que de ellas se derivan producen deforestación, contaminación y pérdida de biodiversidad. Aumentan en intensidad y frecuencia los fenómenos naturales extremos causados por el cambio climático inducido por las actividades antrópicas (cf. Exhort. ap. Laudate Deum, 5), sin tener en cuenta los efectos a medio y largo plazo de la devastación humana y ecológica provocada por los conflictos armados.

Parece que aún no se tiene conciencia de que destruir la naturaleza no perjudica a todos del mismo modo: pisotear la justicia y la paz significa afectar sobre todo a los más pobres, a los marginados, a los excluidos. En este contexto, es emblemático el sufrimiento de las comunidades indígenas.

Y eso no es todo: la propia naturaleza se convierte a veces en un instrumento de intercambio, en un bien que se negocia para obtener ventajas económicas o políticas. En estas dinámicas, la creación se transforma en un campo de batalla por el control de los recursos vitales, como lo demuestran las zonas agrícolas y los bosques que se han vuelto peligrosos debido a las minas, la política de la “tierra arrasada”[1], los conflictos que se desatan en torno a las fuentes de agua, la distribución desigual de las materias primas, que penaliza a las poblaciones más débiles y socava su propia estabilidad social.

Estas diversas heridas son consecuencia del pecado. Sin duda, esto no es lo que Dios tenía en mente cuando confió la Tierra al hombre creado a su imagen (cf. Gn 1,24-29). La Biblia no promueve «el dominio despótico del ser humano sobre lo creado» (Laudato si’, 200). Al contrario, es «importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a “labrar y cuidar” el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras “labrar” significa cultivar, arar o trabajar, “cuidar” significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza» (ibíd., 67).

La justicia ambiental -anunciada implícitamente por los profetas- ya no puede considerarse un concepto abstracto o un objetivo lejano. Representa una necesidad urgente que va más allá de la simple protección del medio ambiente. En realidad, se trata de una cuestión de justicia social, económica y antropológica. Para los creyentes, además, es una exigencia teológica que, para los cristianos, tiene el rostro de Jesucristo, en quien todo ha sido creado y redimido. En un mundo en el que los más frágiles son los primeros en sufrir los efectos devastadores del cambio climático, la deforestación y la contaminación, el cuidado de la creación se convierte en una cuestión de fe y de humanidad.

Es hora de pasar de las palabras a los hechos. «Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (ibíd., 217). Trabajando con dedicación y ternura se pueden hacer germinar muchas semillas de justicia, contribuyendo así a la paz y a la esperanza. A veces se necesitan años para que el árbol dé sus primeros frutos, años que involucran a todo un ecosistema en la continuidad, la fidelidad, la colaboración y el amor, sobre todo si este amor se convierte en espejo del Amor oblativo de Dios.

Entre las iniciativas de la Iglesia que son como semillas esparcidas en este campo, deseo recordar el proyecto “Borgo Laudato si’”, que el Papa Francisco nos ha dejado como herencia en Castel Gandolfo, como semilla que puede dar frutos de justicia y paz. Se trata de un proyecto de educación en ecología integral que quiere ser un ejemplo de cómo se puede vivir, trabajar y formar comunidad aplicando los principios de la encíclica Laudato si’.

Ruego al Todopoderoso que nos envíe en abundancia su «espíritu desde lo alto» (Is 32,15), para que estas semillas y otras parecidas den frutos abundantes de paz y esperanza.

La encíclica Laudato si’ ha acompañado a la Iglesia católica y a muchas personas de buena voluntad durante diez años. Que siga inspirándonos y que la ecología integral sea cada vez más elegida y compartida como camino a seguir. Así se multiplicarán las semillas de esperanza, que debemos “cuidar y cultivar” con la gracia de nuestra gran e inquebrantable Esperanza, Cristo Resucitado. En su nombre, les envío mi bendición a todos.

Vaticano, 30 de junio de 2025, Memoria de los Santos Protomártires de la santa Iglesia Romana.

León XIV


Nota
[1] Cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Tierra y alimento, LEV 2016, 51-53

Señor Presidente,
Señor Director General de la FAO,
Excelencias,
Ilustres señoras y señores:

Agradezco de corazón haberme dado la oportunidad de dirigirme por vez primera a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que este año cumple el octogésimo aniversario de su fundación. Saludo cordialmente a todos los que participan en este cuadragésimo cuarto período de sesiones de la Conferencia, su órgano rector supremo, y, en particular, al Director General, el señor Qu Dongyu, agradeciendo la labor que realiza diariamente la Organización para buscar respuestas adecuadas al problema de la inseguridad alimentaria y la malnutrición, que sigue representando uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo.

La Iglesia alienta todas las iniciativas para poner fin al escándalo del hambre en el mundo, haciendo suyos los sentimientos de su Señor, Jesús, quien, como narran los Evangelios, al ver que una gran multitud se acercaba a Él para escuchar su palabra, se preocupó ante todo de darles de comer y para ello pidió a los discípulos que se hicieran cargo del problema, bendiciendo con abundancia los esfuerzos realizados (cf. Jn 6,1-13). Sin embargo, cuando leemos la narración de lo que comúnmente se denomina la “multiplicación de los panes” (cf. Mt 14,13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,12-17; Jn 6,1-13), nos damos cuenta de que el verdadero milagro realizado por Cristo consistió en poner de manifiesto que la clave para derrotar el hambre estriba más en el compartir que en el acumular codiciosamente. Algo que quizás hoy hemos olvidado porque, aunque se hayan dado algunos pasos relevantes, la seguridad alimentaria mundial no deja de deteriorarse, lo que vuelve cada vez más improbable la consecución del objetivo de “Hambre cero” de la Agenda 2030. Esto significa que estamos lejos de que se cumpla el mandato que dio origen en 1945 a esta institución intergubernamental.

Hay personas que padecen cruelmente y ansían ver solucionadas sus muchas necesidades. Sabemos bien que por ellas mismas no pueden resolverlas. La tragedia constante del hambre y la malnutrición generalizadas, que persiste en muchos países hoy en día, es aún más triste y vergonzosa cuando nos damos cuenta de que, aunque la tierra es capaz de producir alimentos suficientes para todos los seres humanos, y a pesar de los compromisos internacionales en materia de seguridad alimentaria, es lamentable que tantos pobres del mundo sigan careciendo del pan nuestro de cada día.

Por otra parte, en la actualidad asistimos desolados al inicuo uso del hambre como arma de guerra. Matar de hambre a la población es una forma muy barata de hacer la guerra. Por eso hoy, cuando la mayoría de los conflictos no los libran ejércitos regulares sino grupos de civiles armados con pocos recursos, quemar tierras, robar ganado, bloquear la ayuda son tácticas cada vez más utilizadas por quienes pretenden controlar a poblaciones enteras inermes. Así, en este tipo de conflictos, los primeros objetivos militares pasan a ser las redes de suministro de agua y las vías de comunicación. Los agricultores no pueden vender sus productos en entornos amenazados por la violencia y la inflación se dispara. Esto conduce a que ingentes cantidades de personas sucumban al flagelo de la inanición y perezcan, con el agravante de que, mientras los civiles enflaquecen por la miseria, las cúpulas políticas engordan con la corrupción y la impunidad. Por eso es hora de que el mundo adopte límites claros, reconocibles y consensuados para sancionar estos atropellos y perseguir a los causantes y ejecutores de los mismos.

Postergar una solución a este lacerante panorama no ayudará; al contrario, las angustias y penurias de los menesterosos seguirán acumulándose, haciendo el camino aún más duro e intrincado. Por lo tanto, es perentorio pasar de las palabras a los hechos, poniendo en el centro medidas eficaces que permitan a estas personas mirar su presente y su futuro con confianza y serenidad, y no solo con resignación, dando así por zanjada la época de los eslóganes y las promesas embaucadoras. Al respecto, no debemos olvidar que tarde o temprano tendremos que dar explicaciones a las futuras generaciones, que recibirán una herencia de injusticias y desigualdades si no actuamos ahora con sensatez.

Las crisis políticas, los conflictos armados y las perturbaciones económicas juegan un papel central en el empeoramiento de la crisis alimentaria, dificultando la ayuda humanitaria y comprometiendo la producción agrícola local, negando así no solo el acceso a los alimentos sino también el derecho de llevar una vida digna y llena de oportunidades. Sería un error fatal no curar las heridas y fracturas provocadas por años de egoísmo y superficialidad. Además, sin paz y estabilidad no será posible garantizar sistemas agroalimentarios resilientes, ni asegurar una alimentación saludable, accesible y sostenible para todos. De ahí nace la necesidad de un diálogo, donde las partes implicadas tengan no solo la voluntad de hablarse, sino también de escucharse, de comprenderse mutuamente y de actuar de forma mancomunada. No faltarán los obstáculos, pero con sentido de humanidad y fraternidad, los resultados no podrán ser sino positivos.

Los sistemas alimentarios tienen una gran influencia en el cambio climático, y viceversa. La injusticia social provocada por las catástrofes naturales y la pérdida de biodiversidad debe revertirse para lograr una transición ecológica justa, que ponga en el centro al medio ambiente y a las personas. Para proteger los ecosistemas y a las comunidades menos favorecidas, entre las que se hallan los pueblos indígenas, se necesita una movilización de recursos por parte de los Gobiernos, de entidades públicas y privadas, de organismos nacionales y locales, de manera que se adopten estrategias que prioricen la regeneración de la biodiversidad y la riqueza del suelo. Sin una acción climática decidida y coordinada, será imposible garantizar sistemas agroalimentarios capaces de alimentar a una población mundial en crecimiento. Producir alimentos no es suficiente, también es importante garantizar que los sistemas alimentarios sean sostenibles y proporcionen dietas sanas y asequibles para todos. Se trata, pues, de repensar y renovar nuestros sistemas alimentarios, en una perspectiva solidaria, superando la lógica de la explotación salvaje de la creación y orientando mejor nuestro compromiso de cultivar y cuidar el medio ambiente y sus recursos, para garantizar la seguridad alimentaria y avanzar hacia una nutrición suficiente y saludable para todos.

Señor Presidente, en la hora presente, asistimos a la descomunal polarización de las relaciones internacionales por causa de las crisis y los enfrentamientos existentes. Se desvían recursos financieros y tecnologías innovadoras en aras de la erradicación de la pobreza y el hambre en el mundo para dedicarlos a la fabricación y el comercio de armas. De este modo, se fomentan ideologías cuestionables al tiempo que se registra el enfriamiento de las relaciones humanas, lo cual envilece la comunión y ahuyenta la fraternidad y la amistad social.

Nunca antes ha sido tan inaplazable como ahora que nos convirtamos en artesanos de la paz trabajando para ello por el bien común, por lo que favorece a todos y no solamente a unos pocos, por lo demás siempre los mismos. Para garantizar la paz y el desarrollo, entendido como la mejora de las condiciones de vida de las poblaciones que sufren el hambre, la guerra y la pobreza, son necesarias acciones concretas, arraigadas en planteamientos serios y con visión de futuro. Por lo tanto, hay que dejar al margen retóricas estériles para, con firme voluntad política, como dijo el Papa Francisco, allanar «las divergencias para favorecer un clima de colaboración y confianza recíprocas para la satisfacción de las necesidades comunes»[1].

Señoras y señores, para alcanzar esta noble causa, deseo asegurar que la Santa Sede estará siempre al servicio de la concordia entre los pueblos y no se cansará de cooperar al bien común de la familia de las naciones, teniendo especialmente en cuenta a los seres humanos más probados, que pasan hamAbre y sed, y también a aquellas regiones remotas, que no pueden levantarse de su postración debido a la indiferencia de cuantos deberían tener como emblema en su vida el ejercicio de una solidaridad sin fisuras. Con esta esperanza, y haciéndome portavoz de cuantos en el mundo se sienten desgarrados por la indigencia, pido a Dios Todopoderoso que vuestros trabajos se vean colmados de frutos y redunden en beneficio de los desvalidos y de la entera humanidad.

Vaticano, 30 de junio de 2025

León XIV


Nota:
[1] Discurso a los miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2023).

Homilía de monseñor
Excelencia Reverendísima, Monseñor Arzobispo,
Excelencias, Monseñores Obispos Auxiliares,
Reverendos Sacerdotes, Religiosos y Religiosas,
Hermanos y hermanas en el Señor.

En primer lugar, les transmito a todos ustedes el cordial saludo del Sr. Nuncio Apostólico, que hoy no ha podido estar aquí para compartir esta solemne celebración en honor de los Santos Pedro y Pablo.

Siempre es un momento muy significativo reunirnos aquí, en esta Solemnidad, para rezar por el Santo Padre y encomendar su ministerio a la poderosa intercesión de estas dos columnas de la Iglesia. Y nuestro primer recuerdo, lleno de afecto, no puede sino dirigirse al querido Papa Francisco, que nos ha dejado, pero que, de alguna manera, sigue presente a través de todo lo que nos ha transmitido: su calor humano y sus enseñanzas, que nos impulsan a ser una Iglesia en salida, instrumento concreto de la proximidad de Dios al hombre moderno.

Hemos escuchado en el Evangelio las solemnes palabras de Jesús, que suenan como una investidura: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¡Tú eres Pedro! Tú eres piedra... Pedro es constituido custodio, fundamento y juez de la Iglesia universal. Y sobre estas tres características me gustaría compartir algunas reflexiones.

Lo que Jesús confía a Pedro es una responsabilidad enorme, una nueva vocación. Y sabemos bien que Pedro es solo un pobre pescador, con sus impulsos de afecto, pero también con todas sus limitaciones. Es Jesús quien se compromete con él, promete fidelidad a su obra, y no por su perfección, sino por esta profunda intuición de fe, que recordemos, no es fruto «ni de la carne ni de la sangre», podríamos parafrasear, no es fruto ni de una emoción, ni de razonamientos, estudios o filosofías humanas. La solidez de Pedro radica precisamente en su capacidad para tener esta profunda perspectiva de fe: es capaz de reconocer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador, el centro y el sentido de la historia.

Es importante, entonces, que acompañemos a Pedro en su ministerio, confiado hoy al Papa León, con nuestro afecto, nuestro apoyo y nuestra oración, para que sea siempre fiel a su vocación y nos recuerde con firmeza que Jesús es el Cristo, nuestro único Salvador. Y es importante que nunca perdamos la conciencia de que nuestro vínculo con el Santo Padre no es puramente institucional o emocional, sino que tiene algo mucho más profundo, porque es la raíz a través de la cual, como Iglesia, podemos alimentarnos de la fe y de la auténtica comunión... El Papa es la guía segura, el que nos indica el camino a seguir... Es el Vicario de Cristo Buen Pastor, que sigue cuidando de sus ovejas en cada parte del mundo. El vínculo con el Santo Padre es esencial para cada uno de nosotros, para cada bautizado en la Iglesia católica, por eso se nos pide que mantengamos el corazón abierto a la sabiduría que nos llega desde la Cátedra de Pedro.

El ministerio de Pedro es esencial porque es el custodio del depósito de la fe. Pedro tiene la responsabilidad de proteger el mensaje que el Señor le ha confiado y lo que él mismo ha intuido: Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida. Por eso, nosotros los cristianos siempre debemos volver a Pedro para verificar la autenticidad de nuestro creer. Lamentablemente, lo sabemos bien, todos los días sentimos la presión de un mundo que, cada vez más, cree de manera más superficial: «Dios sí, la Iglesia no... al fin y al cabo basta con portarse bien...»; a menudo la fe es presa de los deseos o las modas, se vive casi un cristianismo «a mi propia medida», dejándose llevar «aquí y allá por cualquier viento de doctrina», como diría San Pablo, y, en consecuencia, la autenticidad de la fe deja paso a una forma de relativismo... del Evangelio elijo un poco lo que más me conviene. Entonces, precisamente para defendernos de este peligro, es importante volver a Pedro... para que nos recuerde que o radicamos nuestra vida en Jesús, único Salvador, o corremos el riesgo de equivocarnos en la orientación de nuestra vida, porque, sí, con nuestra buena voluntad podemos construirnos una vida cómoda y exitosa, pero no podemos darnos la salvación; solos, no podemos abrirnos las puertas de la vida eterna. Volvamos a Pedro, porque nos recuerda que la fe no es una traje que nos ponemos los domingos para ir a la Iglesia y ya está para el resto de la semana, sino que es la savia necesaria para que nuestra vida adquiera el sabor del amor auténtico, es la llama que hay que custodiar para que nos haga sabios y oriente nuestras elecciones, es el ancla que nos mantiene firmes y sostiene nuestra esperanza incluso en momentos de maremoto.

El ministerio de Pedro es esencial porque es el fundamento; la fe de Pedro es la roca que da solidez también a nuestra vida. Es necesario volver a Pedro para que nuestra Iglesia sea sólida, estable, sin grietas,... una Iglesia unida en la comunión, porque sin la comunión realmente no somos nada,... una Iglesia que sea un cuerpo vivo y en la que puedan encontrar consuelo, apoyo y acogida todos aquellos que buscan una familia. Unidos firmemente a Pedro, también a nosotros, de alguna manera, se nos confía la misma responsabilidad, la de ser a nuestra vez fundamento, ciertamente, no para toda la Iglesia, pero, como en la construcción de una casa, tenemos la responsabilidad de ser un apoyo sólido para el ladrillo que se colocará después de nosotros, para las personas que se nos han confiado, un padre para sus hijos, un maestro para sus alumnos, un sacerdote para su comunidad. Tenemos esta responsabilidad concreta y urgente hacia las nuevas generaciones, una responsabilidad que debemos tomarnos en serio, porque si las personas se alejan de la Iglesia, tal vez depende también por el hecho que no hemos sido lo suficientemente cuidadosos a la hora de pasar el testigo, de transmitir nuestra experiencia de Jesús, la belleza y la riqueza de lo que hemos recibido. El Papa León, en sus primeras palabras, utilizó la linda imagen del puente. Basándonos en la fe de Pedro, construimos puentes: puentes de diálogo, transparente y humilde, incluso con quienes piensan de manera diferente a nosotros, para que los malentendidos puedan aclararse y las divergencias no sean un obstáculo para caminar juntos en la búsqueda de la paz, del bien común y, más en profundidad, del sentido de la vida. Construimos puentes de solidaridad y acogida, para que quienes están necesitados o se sienten solos puedan encontrar nuestra ayuda, nuestra comprensión y nuestra cercanía. Y, citando de nuevo al Papa León, recordemos que para que estos puentes sean realmente sólidos, se nos pide que seamos creíbles, no perfectos, sino creíbles, para reconstruir «la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida».

Y como decimos al principio, el ministerio de Pedro es esencial porque está constituido también como juez: a él se le confían las llaves, el servicio de “atar y desatar”, de discernir, de indicarnos lo que corresponde al Evangelio y lo que, al contrario, lo contradice. Y este servicio petrino es particularmente delicado e importante en nuestros días, en los que corremos el riesgo de confundir lo bueno con lo agradable o lo cómodo... en los que corremos el riesgo de sentirnos atraídos por muchas formas de pensar que parecen buenas, porque gozan del consenso social, pero que en realidad no concuerdan con la enseñanza de Jesús. Es importante que apoyemos al Santo Padre precisamente en este servicio suyo, porque necesitamos un pastor sabio, que sepa animarnos, pero también desenmascarar con claridad los peligros del camino... que sepa educar nuestra libertad, para que corresponda al proyecto de Dios y no sea, como diría san Pablo, «un pretexto para vivir según la carne». En este sentido, como fieles, creo que es importante acompañar el ministerio de Pedro con nuestra humildad. ¿Por qué? Para acoger con obediencia, disponibilidad y confianza incluso aquello que quizá no comprendamos bien, nos parezca irrazonable o con lo que no estemos plenamente de acuerdo. A veces, de hecho, corremos precisamente este riesgo: aceptar solo lo que comparto... pero en nuestra adhesión a la fe, estamos llamados a dar un paso más adelante y confiar en el sabio juicio de Pedro, como un hijo confía en los consejos de su padre, porque creemos que su mirada de fe sabe ver más en profundidad de lo que nuestra mirada superficial puede comprender. Seamos humildes para reconocer que un juicio misericordioso no es el que justifica nuestros caprichos, sino el que nos ayuda a reconocer y volver al camino del bien.

Hoy, pues, recemos de manera especial por el Santo Padre, el Papa León, para que el Señor le conceda la salud del cuerpo y del espíritu, y le sostenga en este servicio tan esencial. Que le conceda una escucha profunda de su voluntad... y la firmeza para anunciarla, y le conceda esa calidez humana y cercanía que le hagan un Pastor capaz de caminar de manera sencilla y discreta con su Pueblo, como padre y hermano. Y acogemos la invitación que el mismo Papa León nos dirigió el día de su elección: «Dios nos quiere… nos ama a todos incondicionalmente… y el mal no prevalecerá…. sin miedo, unidos, tomados de la mano con Dios y entre nosotros sigamos adelante». Sigamos adelante unidos, con confianza y esperanza, bajo la guía de Pedro, para ser testigos y anunciadores de la alegría de nuestro ser cristianos, testigos y anunciadores de que el Evangelio es la sal que da un nuevo sabor a nuestra humanidad, testigos y anunciadores valientes de que las potencias de la Muerte no prevalecerán y que el amor de Cristo siempre vencerá.

Mons. Daniele Liessi, encargado de negocios a.i. de la Nunciatura Apostólica