Queridos jóvenes, ¡qué alegría encontrarnos aquí en Itatí! Cada uno vino con su mochila, cansancios y sueños. Todos venimos con algo en común: somos peregrinos. Y no cualquier peregrino… somos: «peregrinos de esperanza», guiados de la mano de la Virgen.
Hoy la Palabra de Dios nos impacta fuerte: el profeta Amós nos dice: «¡Ay de los que viven cómodos, sin preocuparse de los demás!». San Pablo nos anima: «Luchá la buena batalla de la fe, no te rindas, mantené la esperanza en Cristo». Y Jesús, en el Evangelio, nos cuenta la parábola del rico y Lázaro: uno encerrado en su comodidad, el otro tirado en la puerta. El rico poseía muchos bienes y era anónimo, el pobre tiene identidad; uno está llagado, el otro tenía de todo; el que yacía en el suelo se conformaba con migajas, el que estaba dentro de la casa banqueteaba. Los dos murieron, sus destinos son distintos: uno es llevado por los ángeles al seno de Abraham, el otro solo fue sepultado: no hay trascendencia.
Queridos peregrinos, a veces el peligro es vivir encerrados en una burbuja, en nuestro mundo, en nuestras cosas: la computadora, el celular, la comodidad, los caprichos… y no ver al «Lázaro» que está al lado: el amigo que sufre en silencio, el que está solo o aislado, quién no encuentra sentido, el que cayó en las drogas o perdió la esperanza. A los adultos nos pasa lo mismo: las preocupaciones laborales o la carencia de un trabajo digno, problemas familiares, el dinero, pérdidas de un ser querido, enfermedad. A veces hasta sin darnos cuenta podemos caer en la apatía, desinterés, insensibilidad y no ver lo evidente que tenemos delante por las anteojeras visuales, mentales, ideológicas, sociales, etc.
Ser «peregrino de esperanza» es abrir los ojos y el corazón, es no acostumbrarnos al sufrimiento ajeno, es animarnos a ser solidarios, a salir de nosotros mismos: tener la mirada nueva de la esperanza. Esto implica ver con ojos nuevos: el peregrino no mira la realidad desde el prisma de la resignación, sino con la certeza de que Dios camina con nosotros. Como dice San Pablo: “Nosotros no caminamos por lo que vemos, sino por la fe” (2 Co 5,7).
La mirada esperanzada es samaritana y cordial, implica reconocer el dolor, la pobreza, las heridas sociales, pero no quedarse en la queja o la indiferencia, sino descubrir allí la posibilidad de que brote vida nueva. También es discernir los signos de Dios, nos permite ver más allá de las dificultades actuales, percibiendo el paso del Señor en la historia.
El compromiso de la esperanza no es evasión, no aparta de la realidad, sino que nos involucra aún más. Como recuerda el Papa Francisco en Christus Vivit (143), la esperanza es audaz y sabe mirar más allá de las dificultades. Ayuda a asumir responsabilidades, el peregrino de esperanza no se conforma con discursos, sino que se siente llamado a colaborar en la construcción de una sociedad más justa, fraterna y solidaria. Nos desafía permanentemente a caminar en comunidad, significa no andar solos, sino en pueblo, sosteniéndonos mutuamente. La esperanza es comunitaria.
La acción de la esperanza nos conduce a gestos concretos de servicio expresándolos en obras: acompañar, consolar, organizar la caridad, cuidar la creación, defender la vida. Hace descubrir la grandeza de las pequeñas semillas de Reino. No se trata de grandes proyectos espectaculares, sino de actos cotidianos que abren horizontes: tender una mano, reconciliar, dar una palabra de aliento. Nos abre a proyectar el porvenir: el peregrino de esperanza actúa hoy con la mirada puesta en el mañana, sabiendo que cada paso construye futuro. Como enseña Spe Salvi (Benedicto XVI, 35), la esperanza nos da la certeza de que el presente, aunque sea duro, puede ser vivido y aceptado si lleva hacia una meta.
Ser peregrinos de esperanza implica mirar la realidad con fe, comprometerse con responsabilidad y actuar con acciones concretos de amor y justicia. Es aprender a ver el mundo como lo ve Cristo, con una mirada que no se queda en la oscuridad, sino que abre senderos hacia la luz.
La Virgen lo sabe bien. Ella caminó siempre con esperanza: en Nazaret, cuando dijo «sí» a Dios; en el Calvario, cuando no se rindió ante la cruz; en el Cenáculo, cuando esperó con los discípulos al Espíritu Santo. Ella nos dice hoy lo mismo que en Caná: «Hagan lo que Él les diga». Eso es esperanza: confiar en Jesús y ponerse en marcha. Digámosle juntos: “María de Itatí, enséñanos a ser peregrinos de esperanza, con los ojos puestos en Jesús y el corazón abierto a los hermanos”.
Mons. José Adolfo Larregain OFM, arzobispo de Corrientes