Domingo 13 de abril de 2025

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Misa Crismal 2025

Homilía de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco, pronunciada durante la Misa Crismal (Iglesia catedral, 10 de abril de 2025)

Como “peregrinos de la Esperanza” estamos caminando este Jubileo 2025. Esta Misa crismal es una etapa importante en este camino.

Cada año escuchamos este pasaje del evangelio: Jesús en la sinagoga de Nazaret lee las Escrituras y declara que su misión es proclamar “un año de gracia”, atrayendo la mirada de todos.

Les propongo que nos detengamos aquí: en Jesús que lee las Escrituras.

Jesús entra en la sinagoga del pueblo “donde se había criado”, apunta san Lucas. Allí había aprendido a leer, a rezar los Salmos, a escudriñar las Escrituras y a nutrirse de la experiencia de fe de su pueblo.

De esa forma, ha ido creciendo su conciencia filial: Hijo amado del Padre, ungido por el Espíritu y enviado a los pobres…

Viene a Nazaret después del bautismo en el Jordán y de las pruebas del desierto. ¿Qué habrá sentido al escuchar la voz del Padre en estas palabras de Isaías? ¿No habrán sonado como dardos de fuego en su alma?

Nosotros también leemos las Escrituras. Podemos comprender algo de ese misterio del Hijo eterno que escucha el latido del corazón de su Abba, que percibe la fragancia del Espíritu que lo unge y la urgencia de la misión en los gritos y en los rostros de sus hermanos más heridos.

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Nosotros leemos las Escrituras, aunque somos torpes, lentos y distraídos. Sin embargo, Jesús nos ha comunicado su Espíritu que se las arregla para quebrantar la sordera de nuestro corazón de piedra y enseñarnos a escuchar la voz de Dios.

De tanto en tanto, una de esas palabras nos hiere y la hacemos nuestra, la escribimos y la dejamos bien visible.

Los óleos y el Crisma que estamos a punto de bendecir son los signos visibles de esa gracia invisible que sigue actuando en nosotros.

Por esa unción, cuando leemos las Escrituras con una fe viva e inquieta, tarde o temprano, el árbol de esa lectio divina que ha crecido junto a las aguas generosas de la acequia da sus frutos.

Así vamos aprendiendo a leer a Dios (eso quiere decir precisamente: lectio divina), a escrutar su corazón, a escuchar lo que tiene para decirnos: el corazón le habla al corazón.

Así aprendemos a hacer lectio divina de las Escrituras, de nuestra vida, de la vida del mundo, de la historia en la que estamos sumergidos.

Así vamos descubriendo el rostro luminoso de Dios, nuestra identidad profunda de hijos y hermanos y, como Jesús en Nazaret, nuestra misión como bautizados y como Iglesia.

Así, nuestro Padre bueno, sabio y paciente va conduciendo nuestra vida hacia la bienaventuranza eterna.

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Es bueno contemplar así el misterio que este pasaje evangélico de Jesús en la sinagoga de Nazaret nos transmite, en esta hora en que queremos ponernos a la escucha de la voz del Espíritu en las voces que nos rodean.

Hemos llamado a esta etapa de nuestro camino sinodal: de escucha “ad extra”.

Que el Espíritu Santo entonces abra nuestros oídos y nos permita escuchar su grito en las palabras, en los gestos y en los silencios de nuestros hermanos, no menos que en sus reproches y reclamos, en sus esperanzas y angustias más profundas.

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En los próximos meses tendremos que definir el tema de fondo de nuestro Sínodo diocesano. Emergerá de lo que nosotros mismos hemos ido discerniendo como la llamada del Señor, sobre todo en la etapa de escucha.

Por mi parte, siento que el Señor nos está llamando a reavivar el fuego de la misión para que Cristo Jesús sea conocido y amado por todos, anunciado y testimoniado a todos. Porque, “no hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios.” (EN 22).

Que se reavive ese fuego en nuestras comunidades, en cada uno de nosotros, en toda la diócesis.

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Es una gracia que pedimos a san Francisco de Asís, entre a otros poderosos testigos de la fe.

La Providencia, en un guiño de divino humor, quiso que nuestra diócesis llevara el nombre del Poverello de Asís. Hoy hace 64 años de su creación por san Juan XXIII

En marzo de 1225, hace ochocientos años, al final de su vida, casi ciego y muy enfermo, Francisco compuso el Cántico del Hermano Sol.

Era ya un hombre pacificado, que llevaba en su cuerpo los estigmas de Cristo. Despojado de todo, era finalmente libre, totalmente en las manos de Dios.

Y así canta en la cuarta estrofa del Cántico: “Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, en el cielo las has formado claras y preciosas y bellas.”

Francisco ha aprendido a leer, en medio de la oscuridad de la noche, el misterio de la luz de Dios en la claridad humilde de la luna y las estrellas.

Nosotros, que estamos aprendiendo a leer nuestra propia vida diocesana, invocamos a María, estrella de la mañana, para que guíe nuestro navegar por las aguas de la historia.

En unos días, en nuestros templos iluminados por el cirio pascual, vamos a cantar, como Francisco: “Ésta es la noche de la que estaba escrito: «Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mí gozo».”

Nos ha sido dada esta claridad en medio de la noche del mundo para que la compartamos.

«¿Qué son los siervos de Dios -decía Francisco de Asís a sus hermanos mientras les enseñaba el Cántico- sino unos juglares que deben mover los corazones para encaminarlos a las alegrías del espíritu?» (Leyenda de Perusa 83)

Seamos pues “juglares de Dios”.

Así sea.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco