Queridos hermanos:
Estamos celebrando a la Inmaculada Concepción y con esta fiesta iniciamos un año Jubilar por los 90 años de la creación de la diócesis que lleva por lema: “90 años bajo el manto de la Inmaculada”.
Con el mismo queremos significar la protección que experimentamos al sentirnos cobijados por nuestra Madre del cielo que acompaña a este pueblo desde sus orígenes.
Agradecemos a Dios el don de esta Iglesia particular que fuera erigida el 20 de abril de 1934 por el Papa Pío XI como una de las diez diócesis que fueron creadas en el año de la celebración del gran acontecimiento eclesia que fuera el XXXII Congreso Eucarístico Internacional realizado en Bs As. Más tarde, el 12 de julio de 1995, Juan Pablo II le asignó el nuevo nombre de "Villa de la Concepción del Río Cuarto", aludiendo a la protección incesante de la Inmaculada Concepción.
Esta celebración mariana nos hace tomar conciencia de que la humanidad está marcada por el pecado desde el principio.
Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos invitan ante todo a fijarnos en aquella narración tan antigua y tan conocida, la historia de los primeros padres, del primer pecado, de este pecado que se transmite de persona a persona y que llamamos “pecado original”.
Todos sabemos que el autor sagrado se expresa con imágenes y que la referencia al árbol prohibido, el fruto, la serpiente…, más que una historia propiamente dicha es una explicación acerca de los principios de la vida humana sobre la tierra y el porqué de los grandes problemas que tenemos los hombres: el pecado, el mal, la muerte…
La narración quiere hacernos caer en la cuenta de que desde los inicios, desde que el hombre es hombre, esa tendencia de estar cada uno en lo suyo, de buscar el interés propio sin pensar en nada más, de creer que somos lo más importante del mundo y que lo que es bueno para nosotros es bueno para todos..., nos ha marcado y ha roto la armonía y la paz y la felicidad que los hombres estaban llamados a vivir convirtiendo la vida humana en tristeza, en limitación, en muerte.
Adán y Eva, los primeros padres, pensaron que comiendo de aquel fruto serían como dioses. Es decir, desearon ser ellos los dueños de todo. Quisieron tener el poder de dictaminar lo que era bueno y lo que era malo; imponer lo que había que hacer y lo que no y no buscaron prestar atención a los proyectos de Dios.
Cuando el primer libro de la Biblia nos narra que Dios prohibió comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, nos quiere decir eso: que Dios no quería que los hombres se considerasen los propietarios particulares del bien y del mal. No quería que este o aquel hombre llegara a decir: "eso es bueno, y eso es malo, porque lo digo yo, porque es lo que yo quiero…" El proyecto de Dios era otro y no transitaba por los caminos de la autosuficiencia sino por los caminos del amor, de la paz, de la concordia.
Y los hombres, desde el principio, rompieron este proyecto de Dios y así estropearon toda la historia humana. Y esta ruptura inicial ha llegado hasta nosotros. Es eso que llamamos "pecado original", que nos deja profundamente heridos padeciendo sus consecuencias.
Pero no se trata tampoco ahora de quedarnos así, lamentándonos por este destino. Porque precisamente nuestra fe nos dice que Dios no ha permitido que los hombres estuviéramos para siempre condenados a no poder levantarnos del mal que desde el principio nos ata. Y por eso, al final de la misma lectura que nos hablaba de la condena de los primeros padres, hemos oído el anuncio que Dios hacía: de la estirpe de la mujer iba a surgir alguien capaz de destruir el mal y la muerte y de rehacer la vida de los hombres.
Alguien, Jesucristo, iba a deshacer estas cadenas de mal y de muerte que inmovilizan a los hombres, e iba a abrir de nuevo el camino que Dios quería para todos: el camino del amor, el camino de la paz, el camino de la unidad entre los hombres.
Él, Jesús un hombre como nosotros, un hombre que es el Hijo de Dios, reconstruyó ese camino y lo hizo amando hasta el extremo, hasta dar su vida. Y así ahora los hombres, si lo seguimos tenemos la posibilidad de aprender a amar de una manera nueva. Por su gracia somos liberados de las ansias de dominio y poder que llevamos dentro y así somos capacitados para caminar hacia el Reino de Vida que Dios nos tiene preparado.
Ahora bien Jesucristo se hizo presente en este mundo gracias al Sí generoso y a la fidelidad de aquella muchacha de Nazaret que se llamaba María. Por eso Dios quiso -y eso es lo que celebramos hoy- que la Virgen, la que tenía que ser el camino por donde entrase el que liberaría a los hombres de la esclavitud en la que estábamos sumergidos, fuera ya desde el principio, un camino limpio, un camino libre del mal y del pecado que Jesús venía a destruir.
Por eso decimos que María es Inmaculada: ella, por gracia de Dios, nació libre de la mancha del pecado. Y esto ha de ser para nosotros un estímulo para comprometernos en serio, como discípulos-misioneros, en la senda que el Señor ha abierto, esto es el camino del amor, que es capaz de deshacer el desbarajuste de nuestra historia dañada por el mal.
Como dijimos, las fiestas patronales de nuestra diócesis están signadas en este año por el inicio del Jubileo diocesano. Contemplemos en el bello rostro de María Inmaculada a esa Madre que acompaña siempre discreta pero eficazmente a su pueblo.
Ella, que fue perdonada antes de ser concebida, tiene una sensibilidad especial por todos sus hijos que caminamos en medio de numerosas pruebas y dificultades.
Por tanto roguemos a la Inmaculada que proteja a todos los que estamos en esta celebración, a los que no pudieron venir y también a aquellos que están alejados o no creen en el mensaje de salvación. Pidámosle también que bendiga a esta ciudad y a la diócesis, cuidando particularmente a los más pobres, sufrientes y desvalidos.
Mons. Adolfo A. Uriona DFP, obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto