Hoy celebramos la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Al evocar este misterio, nos viene a la memoria el Triduo Pascual: el Jueves, Viernes y Sábado Santo. El Jueves Santo recordamos a Jesús que parte el pan y entrega la copa de vino diciendo “Esto es mi Cuerpo”, “Esta es mi Sangre”; el Viernes Santo su cuerpo es maltratado y su sangre derramada en la cruz; el Sábado Santo es el día de la gran expectativa, es Sábado de Gloria, día en que Jesús que entregó su Cuerpo y derramó su Sangre, resucita y vive para siempre. Comer su Cuerpo y beber su Sangre es entrar en comunión de vida y de amor con Jesús resucitado.
Tan importante es el misterio de la Eucaristía, que la Iglesia nos brinda una conmemoración exclusiva para contemplarlo. En el Evangelio (cf. Jn 6,51-58) de hoy hemos escuchado a Jesús que se proclamó como el Pan de Vida: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. En ese momento, los que lo escuchaban razonaban bien: “¿Cómo puede este darnos a comer su propia carne?” Aquellos que lo oyeron entonces, tal como sucede hoy, estaban aferrados a la lógica de sus pensamientos y tradiciones, que les impedían entender la amplitud y profundidad del mensaje de Jesús, cuando hablaba de la entrega de su propia vida por amor y para cumplir la voluntad de su Padre, que no era otra que salvar a todos sus hijos.
El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo es el gran sacramento del Amor de Dios. Si queremos saber cómo y cuánto nos ama Dios, es suficiente con detenernos delante de este misterio y dejar que el mismo nos hable al corazón. Dios es más “razonable” de lo que creemos y conoce mejor que nosotros lo que necesitamos para ser felices. Por eso, su Hijo, el Verbo hecho carne en el seno de la Virgen Madre, se quedó entre nosotros vivo en su Palabra. A través de ella nos convoca alrededor de la Mesa para alimentarnos con esa Palabra, convertida en Pan de Vida. No basta la sola palabra, es necesario que esa palabra se transforme en alimento, para que nuestra vida se arraigue y madure en el Amor de Dios.
Jesús, el Pan de Vida, que nos reúne como a hermanos y hermanas suyos, y con Él, hijos de Dios, para escuchar su Palabra y darnos su Cuerpo y su Sangre, nos estrecha en comunión íntima con Él, no solo para experimentar el gozo, la paz y la unión con Él y entre nosotros, sino para enviarnos a la misión, para que, así como hemos sido tratados por Él, salgamos a tratar del mismo modo a nuestros semejantes, muy especialmente a aquellos que los demás rechazan y evitan cruzarse con ellos. Y allí tenemos desde los no nacidos que tiramos a la basura, hasta los que revuelven la basura para comer; a los que están dañados irreversiblemente por la droga, entre ellos la mayoría son adolescentes y jóvenes, que a su vez devastan a sus propias familias.
Es muy amplio y variado el escenario de la misión para aquel que desea tomar en serio su vida cristiana. Tomemos, por ejemplo, la enorme necesidad que tenemos de escucharnos unos a otros, de ponernos en el lugar del otro, valorar su opinión y sobre todo su persona, buscar consensos y no alimentar rupturas, apelar a la paciencia y a brindar siempre la posibilidad de empezar de nuevo; a no ceder ante la verdad y la justicia, y buscar por sobre todo caminos de comprensión y entendimiento; desterrar toda violencia verbal, el lenguaje condenatorio, la descalificación del otro porque piensa distinto o vive de modo diverso a nuestras convicciones.
El perdón es una deuda que tenemos en nuestras relaciones interpersonales y también en nuestra convivencia social y política. Necesitamos una nueva disposición interior para cultivar la virtud del perdón, también como virtud política, porque “perdonar no es olvidar, sino recordar con otros ojos”, tal como lo aprendemos de Aquel que se nos ofrece como Pan de Vida, quien, llevando su amor hasta el extremo, dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. A la luz de esas palabras tan profundas como impresionantes, caemos en la cuenta de que el perdón cristiano no olvida, sino que, señalando el daño para su correspondiente restauración, no alimenta sentimientos de rencor ni de venganza.
Una pareja humana, una familia, una comunidad o un pueblo que no se esfuerza por curar sus heridas y no está dispuesta a reconciliarse, no tiene futuro. Por eso, queridos cristianos, tenemos una gran misión que nos supera ampliamente, pero confiamos en el poder salvador de Nuestro Señor Jesucristo, que nos llama a entrar en íntima comunión con Él, a no tener miedo, y a entregarnos con Él de lleno a la apasionante misión de hacer más humana y más fraterna nuestra peregrinación terrena, camino hacia la Patria del Cielo.
Que nuestra Tierna Madre de Itatí nos disponga para esa profunda transformación que obra el Espíritu Santo en las especies de pan y de vino, también en cada uno de nosotros y nos convierta en fermento de una sociedad más humana y más cristiana.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes