Sábado 23 de noviembre de 2024

Cáritas alerta sobre los efectos de la sequía en África y Centroamérica

  • 17 de junio, 2021
  • Madrid (España) (AICA)
El avance de la desertificación en ambas regiones añade incertidumbre y precariedad a las comunidades rurales más vulnerables.
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Con motivo del Día Mundial de la Lucha Contra la Desertificación y la Sequía que se celebra este jueves 17 de junio, Cáritas España alertó de los problemas climáticos a los que se tienen que enfrentar territorios subdesarrollados como en la Franja del Sahel en África o el ‘corredor seco’ de Centroamérica’.

Dos lugares del planeta donde la organización caritativa de la Iglesia lleva colaborando desde hace décadas para hacer frente a esta desertificación y sequía en zonas donde, además, las actividades agropecuarias son la principal fuente de ingresos.

La lucha contra el avance del desierto en el Sahel
La región del Sahel central, conformada por Malí, Burkina Faso y Níger, se percibe, desde las sequías de los años setenta y ochenta, como una zona ecológicamente frágil, donde el desierto del Sáhara, en su costado sur, no cesa de avanzar, y donde, de manera cada vez más recurrente, las lluvias torrenciales hacen subir de caudal los ríos, entre ellos el Níger, anegando miles de hectáreas de tierras de cultivo.

No fue hasta los años 80, en concreto entre 1984 y 1985, cuando toda la Franja del Sahel, desde la costa atlántica hasta el Mar Rojo, se convirtió en noticia debido a las repetidas hambrunas que asolaron esta vasta región, hasta el punto de ser conocida con el sobrenombre de “El cinturón del hambre”. Desde entonces, la pobreza crónica hizo de esta parte de África una de las regiones con la esperanza de vida más baja del mundo, sometida a un progresivo deterioro alimentario, entre otras cosas, por la inestabilidad política, que desembocó en sucesivos golpes de Estado, y la llegada, en 2012, de grupos terroristas de corte yihadista al norte de Malí.

El asentamiento de ideas radicales en la región supuso un giro sustancial en la región, marcado por el aumento paulatino de la inseguridad en ciertas zonas de los tres países, en concreto en el Liptako-Gourma o la llamada “triple frontera”.

La combinación de estos tres elementos -cambio climático, pobreza y terrorismo- agudizó una crisis multidimensional que en los últimos años se cobró miles de muertos.

La desertificación es uno de los principales detonantes de esta situación, ya que supuso un aumento de los conflictos en la región debido a la reducción de los recursos disponibles, así como a la transformación de sistemas de producción que generan una competencia mal regulada por el acceso a los recursos, sobre todo a la tierra y al agua, cada vez más codiciados. Esta competencia está derivando en un aumento de conflictos interétnicos, como sucede en Mali entre los dogones (agricultores) y los peuls (ganaderos), o entre los mossi (agricultores) y los peuls (ganaderos) en Burkina Faso. Estos enfrentamientos provocaron el desplazamiento forzoso de miles de personas, lo que originó una de las crisis humanas más graves en la actualidad, que afecta a más de 2 millones de personas y ante la que los frágiles Estados sahelianos se ven incapaces de responder.

Esta crisis multidimensional supone para la población más vulnerable –principalmente mujeres y niños y niñas, y a la población desplazada- una grave limitación de sus derechos fundamentales, como son el de la salud, el acceso al agua y saneamiento o la seguridad alimentaria. Según datos de Naciones Unidas, el Sahel representa más del 60% de los niños y niñas con desnutrición aguda grave en África Occidental y Central; se espera, además, que el número de niños afectados aumente de 8,1 a 9,7 millones para finales de 2021, incluyendo 3 millones de niños y niñas en situación de desnutrición aguda grave.

A pesar de las ingentes cantidades de fondos internacionales destinados a luchar contra la pobreza en estos países, la situación es extremadamente grave debido a la falta de tierras de cultivo o pastoreo, ya sea por los aleas climáticos (sequias o inundaciones) o bien por el abandono de las tierras fértiles debido a la inseguridad que existe en la zona, pues en los últimos años los grupos radicales están quemando los cultivos y graneros de cereales, y matando el ganado, empujando a la población al éxodo masivo.

¿Sequías en Centroamérica?
En contra del imaginario occidental sobre la climatología de Centroamérica, desde hace un tiempo se viene hablando con mayor énfasis sequías del denominado “corredor seco” de esa región del planeta, una de las zonas donde la Confederación Caritas está activa y desarrolla diferentes intervenciones de apoyo a grupos y comunidades vulnerables afectadas por las sequías que se registran en este espacio geográfico.

El término “corredor seco”, aunque apunta a un fenómeno climático, tiene una base ecológica: define un grupo de ecosistemas que se combinan en la ecorregión del bosque tropical seco de Centroamérica, que se inicia en Chiapas (México) y recorre en una franja las zonas bajas de la vertiente del Pacífico y gran parte de la región central de premontaña de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y parte de Costa Rica.

Esta zona está expuesta a un fenómeno cíclico de sequía, que es responsable de situaciones de crisis y desastres tanto en términos sociales, ambientales y productivo económicos en el ámbito nacional y regional.

La sequía en Centroamérica tiene una definición diferente a las que se registran en otras partes del mundo. Es cíclica y se relaciona estrechamente con el fenómeno de El Niño. Por sus características, la sequía afecta en mayor grado, por este orden, a la agricultura y ganadería y, en medida diferenciada según cada país, al sistema de recarga de los acuíferos. A esto se une, como es el caso salvadoreño, una problemática de seguridad y nivel hídricos comprometida.

Las zonas del “corredor seco” se caracterizan por suelos arcillosos y afloramiento de suelos rocosos, que sufren la influencia del cambio climático con fenómenos de variabilidad estacional más intensa y frecuente. Esto provocan una alta alteración de patrones de lluvia, con períodos de canículas más extendidas y ciclos de sequía recurrentes y prolongados. Esta fluctuación tiene fuertes impactos en la producción agrícola y en la seguridad alimentaria de las comunidades más vulnerables, que se solapan, además, con los mapas de regiones en situación de pobreza severa y extrema, y, por tanto, con acceso muy precario a derechos como la salud, al agua y saneamiento o a la alimentación, entre otros.

Cabe añadir, además, el efecto negativo provocado por el uso de tierras destinadas a pastos, donde se cronifican unas malas prácticas agrícolas que depredan los pocos recursos (forestal y suelo) que aún quedan e impiden una adecuada recarga hídrica de las zonas.

En esta zona, la agricultura, que es el principal recurso económico, se basa en pequeñas explotaciones (de 1,3 hectáreas de promedio) de familias que, por lo general, se han convertido en productores de granos básicos (maíz y frijol). Con un régimen de titulación y propiedad de tierras irregular y no reconocido, o en la mayoría arrendatario, cultivan con fines de autoconsumo y solo comercializan cuando hay excedentes o necesidades no alimentarias apremiantes. La media de ingresos familiares de estas comunidades oscila de 140 a 170 dólares al mes.

Aunque la sequía afecta toda la población, impacta particularmente en la calidad de vida de las mujeres rurales, dado el rol básico que desempeñan como sustentadoras del hogar. No solo son las encargadas de la preparación de alimentos para todos, sino también las responsables de abastecer de agua a la familia. Suelen tener que caminar grandes distancias para obtener agua, garantizar el almacenamiento adecuado de los alimentos y participar, además, en las actividades agrícolas y la cría de animales para diversificar las fuentes de ingreso del grupo familiar.

Se enfrentan, sin embargo, a serios obstáculos a la hora, por ejemplo, de tener un acceso y control equitativo de la tierra y otros recursos productivos, a oportunidades de empleo digno y actividades generadoras de ingresos, o a los pocos programas de ayuda gubernamental para pequeños agricultores. Estas limitaciones socavan sus posibilidades de gozar de autonomía económica y de reconocimiento social, así como su capacidad de liderazgo de los temas públicos locales y en la toma de decisiones sobre asuntos que pueden impactar directamente en la seguridad alimentaria y agua, o en las oportunidades para generar ingresos.

El “corredor seco”, además, adolece de planes y políticas públicas gubernamentales adecuados a las necesidades de estas comunidades, y los pocos que se implementan no van más allá de proyectos de reforestación inadecuados, pensados desde fuera y sin tomar en cuenta el saber local.

Por otra parte, sus actividades agrícolas productivas carecen de un acompañamiento técnico de parte de los ministerios de agricultura locales, sin apenas inversiones municipales y con listas de prioridades sin ejecución presupuestaria.+