Viernes 26 de abril de 2024

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VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Queridos hermanos y hermanas: 

Los saludo cordialmente y les agradezco por haber venido hasta aquí desde diversos lugares. La inmensidad de esta tierra lleva a pensar en el largo camino de sanación y reconciliación que estamos afrontando juntos. En efecto, la frase que nos ha acompañado desde marzo, desde que los delegados indígenas me visitaron en Roma, y que caracteriza mi visita aquí entre ustedes, es Caminar Juntos: Walking Together / Marcher Ensemble. 

He venido a Canadá como amigo para encontrarme con ustedes, para ver, escuchar, aprender y apreciar cómo viven los pueblos indígenas de este país. No vine como turista. He venido como hermano, a descubrir en primera persona los frutos, buenos y malos, producidos por los miembros de la familia católica local a lo largo de los años. He venido con espíritu penitencial, para expresarles el dolor que llevo en el corazón por el mal que no pocos católicos les causaron apoyando políticas opresivas e injustas. 

He venido como peregrino, con mis limitadas posibilidades físicas, para dar nuevos pasos adelante con ustedes y para ustedes; para que se prosiga en la búsqueda de la verdad, para que se progrese en la promoción de caminos de sanación y reconciliación, para que se siga sembrando esperanza en las futuras generaciones de indígenas y no indígenas, que desean vivir juntos fraternalmente, en armonía. 

Pero quisiera decirles, ya próximo a la conclusión de esta intensa peregrinación, que, si he venido animado por estos deseos, regreso a casa mucho más enriquecido, porque llevo en el corazón el tesoro incomparable hecho de personas y de pueblos que me han marcado; de rostros, sonrisas y palabras que permanecen en mi interior; de historias y lugares que no podré olvidar; de sonidos, colores y emociones que vibran fuertes en mí.

Realmente puedo decir que, durante mi visita, fueron sus realidades, las realidades indígenas de esta tierra, las que visitaron mi alma; entraron en mí y siempre me acompañarán. Me atrevo a decir, si me lo permiten, que ahora, en cierto sentido, yo también me siento parte de vuestra familia, y me siento honrado. 

El recuerdo de la fiesta de Santa Ana, vivida junto a varias generaciones y a tantas familias indígenas, permanecerá indeleble en mi corazón. En un mundo que lamentablemente es tan a menudo individualista, ¡qué valioso es ese sentido de familiaridad y de comunidad que es tan genuino entre ustedes! ¡Y qué importante es cultivar bien el vínculo entre los jóvenes y los ancianos, y custodiar una relación sana y armoniosa con toda la creación! 

Queridos amigos, quisiera encomendar al Señor lo que hemos vivido en estos días y la continuación del camino que nos espera en el cuidado atento de quienes saben custodiar lo que es importante en la vida. 

Pienso en las mujeres, y en tres mujeres en particular. Ante todo en Santa Ana, de quien pude sentir su ternura y protección, venerándola junto a un pueblo de Dios que reconoce y honra a las abuelas. 

En segundo lugar pienso en la Santa Madre de Dios: ninguna criatura merece más que ella ser definida como peregrina, porque siempre, también hoy, también ahora, está en camino; en camino entre el cielo y la tierra, para cuidarnos por encargo de Dios y para llevarnos de la mano hacia su Hijo. 

Y por último, mi oración y mi pensamiento en estos días han ido frecuentemente a una tercera mujer de presencia afable que nos ha acompañado, y cuyos restos se conservan no lejos de aquí. Me refiero a Santa Catalina Tekakwitha.

La veneramos por su vida santa, pero, ¿no podríamos pensar que su santidad de vida, caracterizada por una entrega ejemplar en la oración y el trabajo, así como por la capacidad de soportar con paciencia y dulzura tantas pruebas, no podríamos pensar que esta santidad de vida también fue posible por ciertos rasgos nobles y virtuosos heredados de su comunidad y del ambiente indígena en el que creció? 

Estas mujeres pueden ayudar a unir, a volver a tejer una reconciliación que garantice los derechos de los más vulnerables y sepa mirar la historia sin rencores ni olvidos. Dos de ellas, la Santísima Virgen María y Santa Catalina, recibieron de Dios un proyecto de vida y, sin preguntar a ningún hombre, dieron su “sí” con valentía. 

Estas mujeres podrían haber respondido mal a todos los que se oponían a ese proyecto, o bien permanecer sujetas a las normas patriarcales de su tiempo y resignarse, sin luchar por los sueños que Dios mismo había impreso en sus almas.

Pero no tomaron esa decisión, sino que con mansedumbre y firmeza, con palabras proféticas y gestos resueltos se abrieron camino y cumplieron aquello a lo que habían sido llamadas. 

Que ellas bendigan nuestro camino común, que intercedan por nosotros y por esta gran obra de sanación y reconciliación tan agradable a Dios. Los bendigo de corazón. Y les pido, por favor, que sigan rezando por mí. Gracias.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

El viaje de los discípulos de Emaús, al final del Evangelio de san Lucas, es una imagen de nuestro camino personal y del camino de la Iglesia. En el curso de la vida -y de la vida de fe-, mientras llevamos adelante los sueños, los proyectos, las ilusiones y las esperanzas que viven en nuestro corazón, enfrentamos también nuestras fragilidades y debilidades, experimentamos derrotas y desilusiones, y tantas veces quedamos bloqueados por el sentimiento de fracaso que nos paraliza. Pero el Evangelio nos anuncia que, precisamente en ese momento, no estamos solos, el Señor sale a nuestro encuentro, se pone a nuestro lado, recorre nuestro mismo camino con la discreción de un transeúnte amable que nos quiere abrir los ojos y hacer arder nuestro corazón. Así, cuando las decepciones dejan espacio al encuentro con el Señor, la vida vuelve a nacer a la esperanza y podemos reconciliarnos, con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios.

Sigamos entonces el itinerario de este camino que podemos titular: del fracaso a la esperanza.

En primer lugar, está el sentimiento de fracaso, que anida en el corazón de estos dos discípulos después de la muerte de Jesús. Habían perseguido un sueño con entusiasmo. En Jesús habían puesto todas sus esperanzas y sus deseos. Ahora, después de la escandalosa muerte en la cruz, le dan la espalda a Jerusalén para volver a casa, a la vida de antes. El suyo es un viaje de regreso, como queriendo olvidar aquella experiencia que ha llenado de amargura sus corazones, aquel Mesías condenado a muerte como un delincuente en la cruz. Vuelven a casa abatidos, «con el semblante triste» (Lc 24,17). Las expectativas que se habían creado quedaron en nada, las esperanzas en las que creyeron se desmoronaron, los sueños que habrían querido realizar dejaron paso a la desilusión y a la amargura.

Esta experiencia que atañe también a nuestra vida y, del mismo modo, al camino espiritual, en todas las ocasiones en las que nos vemos obligados a redimensionar nuestras expectativas y aprender a convivir con la ambigüedad de la realidad, con las sombras de la vida y con nuestras debilidades. Es algo que nos sucede cada vez que nuestros ideales afrontan las decepciones de la vida y nuestros planes caen en el olvido por culpa de nuestras fragilidades; cuando empezamos proyectos de bien pero no tenemos capacidad de llevarlos a cabo (cf. Rm 7,18); cuando en las actividades que nos ocupan o en nuestras relaciones experimentamos antes o después una derrota, un error, un revés o una caída. Esto sucede mientras vemos derrumbarse aquello en lo que creímos o con lo que nos comprometimos y también cuando nos sentimos bajo el peso de nuestro pecado y del sentimiento de culpa.

Esto es lo que les sucedió a Adán y Eva en la primera Lectura, su pecado no solo los alejó de Dios, sino que los distanció el uno del otro. No hacían más que acusarse mutuamente. Y lo vemos también en los discípulos de Emaús, cuyo malestar por haber visto derrumbarse el proyecto de Jesús solo les dejaba espacio para una discusión estéril. Lo mismo se puede verificar en la vida de la Iglesia: esa comunidad de los discípulos del Señor que representan los dos de Emaús. A pesar de que la Iglesia es la comunidad del Resucitado, podemos encontrarla vagando perdida y desilusionada ante el escándalo del mal y de la violencia del Calvario. No le queda entonces otra opción que tomar en mano el sentimiento de fracaso y preguntarse: ¿qué ha pasado?, ¿por qué ha sucedido?, ¿cómo ha podido ocurrir?

Hermanos y hermanas, son preguntas que cada uno de nosotros se hace a sí mismo; y son también cuestiones candentes que resuenan en el corazón de la Iglesia que peregrina en Canadá, en este arduo camino de sanación y reconciliación que está realizando. También nosotros, ante el escándalo del mal y ante el Cuerpo de Cristo herido en la carne de nuestros hermanos indígenas, nos hemos sumergido en la amargura y sentimos el peso de la caída. Permítanme que me una espiritualmente a la multitud de peregrinos que suben la “Scala Santa”, que evoca la subida de Jesús al pretorio de Pilatos; y acompañarlos como Iglesia en estas preguntas que nacen del corazón lleno de dolor: ¿Por qué sucedió todo esto? ¿Cómo pudo ocurrir algo así en la comunidad de los seguidores de Jesús?

En este punto, debemos estar atentos a la tentación de la huida, que está presente en los dos discípulos del Evangelio. Deshacer el camino, escapar del lugar donde ocurrieron los hechos, intentar que desaparezcan, buscar un “lugar tranquilo” como Emaús con tal de olvidarlos. No hay nada peor, ante los reveses de la vida, que huir para no afrontarlos. Es una tentación del enemigo, que amenaza nuestro camino espiritual y el camino de la Iglesia; nos quiere hacer creer que la derrota es definitiva, quiere paralizarnos con la amargura y la tristeza, convencernos de que no hay nada que hacer y que por tanto no merece la pena encontrar un camino para volver a empezar.

Sin embargo, el Evangelio nos revela que, precisamente en las situaciones de desengaño y de dolor, justamente cuando experimentamos atónitos la violencia del mal y la vergüenza de la culpa, cuando el río de nuestra vida se seca a causa del pecado y del fracaso, cuando desnudos de todo nos parece que ya no nos queda nada, precisamente allí es cuando el Señor sale a nuestro encuentro y camina con nosotros. 

En el camino de Emaús, Él se acerca con discreción para acompañar y compartir con esos discípulos entristecidos sus pasos resignados. Y, ¿qué hace? No ofrece palabras genéricas de aliento o de circunstancia, ni tampoco consolaciones fáciles, sino que, desvelando en las Sagradas Escrituras el misterio de su muerte y su resurrección, ilumina la historia y los acontecimientos que han vivido. De ese modo, abre los ojos de ellos para ver las cosas con una mirada nueva. También nosotros que compartimos la Eucaristía en esta Basílica podemos releer muchos acontecimientos de la historia. En este mismo lugar hubo ya tres templos, pero también hubo personas que no se echaron atrás ante las dificultades, y fueron capaces de volver a soñar a pesar de sus errores y de los de los demás. 

Así, cuando hace cien años un incendio devastó el santuario, ellos no se dejaron vencer, construyendo este templo con valor y creatividad. Y todos los que comparten la Eucaristía desde las cercanas Llanuras de Abraham, también pueden percibir el ánimo de aquellos que no se dejaron secuestrar por el odio de la guerra, de la destrucción y del dolor, sino que supieron proyectar de nuevo una ciudad y un país.

Finalmente, ante los discípulos de Emaús, Jesús parte el pan, abriéndoles los ojos y mostrándose una vez más como Dios de amor que ofrece la vida por sus amigos. De este modo, los ayuda a retomar el camino con alegría, a recomenzar, a pasar del fracaso a la esperanza. 

Hermanos y hermanas, el Señor quiere también hacer lo mismo con cada uno de nosotros y con su Iglesia. ¿Cómo pueden abrirse de nuevo nuestros ojos?, ¿cómo puede nuestro corazón inflamarse por el Evangelio una vez más? ¿Qué hacer mientras nos afligimos por las distintas pruebas espirituales y materiales, mientras buscamos el camino hacia una sociedad más justa y fraterna, mientras deseamos recuperarnos de nuestras decepciones y cansancios, mientras esperamos sanarnos de las heridas del pasado y reconciliarnos con Dios y entre nosotros?

Solo hay un camino, una sola vía, es la vía de Jesús, ese camino que es Jesús mismo (cf. Jn 14,6). Creamos que Jesús se une a nuestro camino y dejémosle que nos alcance, dejemos que sea su Palabra la que interprete la historia que vivimos como individuos y como comunidad, y la que nos indique el camino para sanar y para reconciliarnos. Partamos con fe el Pan eucarístico, porque alrededor de la mesa podemos redescubrirnos hijos amados del Padre, llamados a ser todos hermanos. Jesús, partiendo el Pan, confirma el testimonio de las mujeres, a las que los discípulos no habían dado crédito, que ¡ha resucitado! En esta Basílica, donde recordamos a la madre de la Virgen María, y en la que se encuentra también la cripta dedicada a la Inmaculada Concepción, tenemos que resaltar el papel que Dios ha querido dar a la mujer en su plan de salvación. Santa Ana, la Santísima Virgen María, las mujeres de la mañana de Pascua nos indican un nuevo camino de reconciliación, la ternura materna de tantas mujeres nos puede acompañar -como Iglesia- hacia tiempos nuevamente fecundos, en los que dejar atrás tanta esterilidad y tanta muerte, y colocar en el centro a Jesús, el Crucificado Resucitado.

De hecho, en el centro de nuestras preguntas, de los trabajos que llevamos dentro, de la misma vida pastoral, no podemos ponernos a nosotros mismos y nuestras frustraciones, debemos ponerlo a Él, al Señor Jesús. En el corazón de cada cosa pongamos su Palabra, que ilumina los eventos y nos restituye ojos para ver la presencia eficaz del amor de Dios y la posibilidad del bien incluso en las situaciones aparentemente perdidas. Pongamos, igualmente, el Pan de la Eucaristía, que Jesús parte todavía para nosotros hoy, para compartir su vida con la nuestra, abrazar nuestras debilidades, sostener nuestros pasos cansados y sanar nuestro corazón. Y, reconciliados con Dios, con los otros y con nosotros mismos, podremos también ser instrumentos de reconciliación y de paz en la sociedad en la que vivimos.

Señor Jesús, nuestro camino, nuestra fuerza y consolación, nos dirigimos a ti como los discípulos de Emaús: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde» (Lc 24,29). Quédate con nosotros, Señor, cuando declina la esperanza y cae la noche oscura de la decepción. Quédate con nosotros porque contigo, Jesús, nuestro camino toma una nueva dirección y desde los callejones sin salida de la desconfianza renace el asombro de la alegría. Quédate con nosotros, Señor, porque contigo la noche del dolor se cambia en alba radiante de vida. Simplemente decimos: quédate con nosotros, Señor, porque si Tú caminas a nuestro lado el fracaso se abre a la esperanza de una vida nueva. Amen.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Queridos hermanos obispos, queridos sacerdotes y diáconos, consagradas, consagrados,
seminaristas y agentes pastorales: ¡Buenas tardes!

Agradezco a monseñor Poisson las palabras de bienvenida que me ha dirigido, los saludo a todos ustedes, especialmente a los que tuvieron que recorrer un camino largo para poder llegar, ¡las distancias en vuestro país son realmente enormes! Por eso, ¡gracias! Estoy contento de encontrarme con ustedes.

Es significativo que nos encontremos en la basílica de Notre-Dame de Quebec, catedral de esta Iglesia particular, sede primada del Canadá, cuyo primer obispo, san François de Laval, abrió el Seminario en 1663 y durante todo su ministerio se dedicó a la formación de los sacerdotes. De los “ancianos”, es decir, de los presbíteros, nos habló la Lectura breve que hemos escuchado. San Pedro nos ha exhortado: «Apacienten el rebaño de Dios que les ha sido confiado; velen por él, no forzada, sino espontáneamente» (1 P 5,2). Mientras estamos aquí reunidos como Pueblo de Dios, recordemos que Jesús es el Pastor de nuestra vida, que cuida de nosotros porque nos ama verdaderamente. A nosotros, pastores de la Iglesia, se nos pide esa misma generosidad para apacentar el rebaño, para que pueda manifestarse la solicitud de Jesús por todos y su compasión por las heridas de cada uno.

Y precisamente porque somos signo de Cristo, el apóstol Pedro nos exhorta: apacienten el rebaño, guíenlo, no dejen que se pierda mientras ustedes se ocupan de los propios asuntos. Cuídenlo con dedicación y ternura. Y -agrega- háganlo “espontáneamente”, no de manera forzada, no como un deber, no como religiosos asalariados o funcionarios de lo sagrado, sino con corazón de pastores, con entusiasmo. Si nosotros lo miramos a Él, Buen Pastor, antes que a nosotros mismos, descubriremos que estamos custodiados con ternura y sentiremos la cercanía de Dios. De aquí nace la alegría del ministerio y, antes aún, la alegría de la fe; no de ver lo que nosotros somos capaces de hacer, sino de saber que Dios está cerca, que nos amó primero y nos acompaña cada día.

Esta, hermanos y hermanas, es nuestra alegría; no es una alegría fácil, esa que a menudo nos propone el mundo, ilusionándonos con fuegos artificiales; esta alegría no está ligada a riquezas y seguridades; tampoco está ligada a la persuasión de que en la vida nos irá siempre bien, sin cruces ni problemas. La alegría cristiana, en cambio, está unida a una experiencia de paz que permanece en el corazón incluso cuando estamos rodeados de pruebas y aflicciones, porque sabemos que no estamos solos, sino acompañados de un Dios que no es indiferente a nuestra suerte. Así como cuando el mar está agitado, que en la superficie aparece turbulento y en la profundidad permanece sereno y tranquilo. Esta es la alegría cristiana: un don gratuito, la certeza de sabernos amados, sostenidos, abrazados por Cristo en cada situación de la vida. Porque es Él quien nos libera del egoísmo y del pecado, de la tristeza de la soledad, del vacío interior y del miedo, dándonos una mirada nueva de la vida, una mirada nueva de la historia: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1).

Y entonces sí podemos preguntarnos: ¿cómo va nuestra alegría? ¿Cómo va mi alegría? Nuestra Iglesia, ¿expresa la alegría del Evangelio? En nuestras comunidades, ¿hay una fe que atrae por la alegría que comunica?

Si queremos afrontar estas cuestiones en su raíz, no podemos menos que reflexionar sobre aquello que, en la realidad de nuestro tiempo, hace peligrar la alegría de la fe y amenaza con oscurecerla, poniendo seriamente en crisis la experiencia cristiana. Pensamos entonces inmediatamente en la secularización, que desde hace tiempo ha transformado el estilo de vida de las mujeres y de los hombres de hoy, dejando a Dios casi en el trasfondo, como desaparecido del horizonte. Pareciera que su Palabra ya no es una brújula de orientación para la vida, para las opciones fundamentales, para las relaciones humanas y sociales. Pero debemos hacer rápidamente una aclaración: cuando observamos la cultura en la que estamos inmersos, sus lenguajes y sus símbolos, es necesario estar atentos a no quedar prisioneros del pesimismo y del resentimiento, dejándonos llevar por juicios negativos o nostalgias inútiles. Hay, en efecto, dos miradas posibles respecto al mundo en que vivimos: una la llamaría “mirada negativa” y la otra “mirada que discierne”.

La primera, la mirada negativa, nace con frecuencia de una fe que, sintiéndose atacada, se concibe como una especie de “armadura” para defenderse del mundo. Acusa la realidad con amargura, diciendo: “el mundo es malo, reina el pecado”, y así corre el peligro de revestirse de un “espíritu de cruzada”. Prestemos atención a esto, porque no es cristiano; de hecho, no es el modo de obrar de Dios, el cual -nos recuerda el Evangelio- «amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). El Señor, que detesta la mundanidad, tiene una mirada buena sobre el mundo. Él bendice nuestra vida, dice bien de nosotros y de nuestra realidad, se encarna en las situaciones de la historia no para condenar, sino para hacer brotar la semilla del Reino precisamente ahí donde parecería que triunfan las tinieblas. Si nos detenemos en una mirada negativa, por el contrario, acabaremos por negar la encarnación porque, más que encarnarnos en la realidad, huiremos de ella. Nos cerraremos en nosotros mismos, lloraremos nuestras pérdidas, nos lamentaremos continuamente y caeremos en la tristeza y en el pesimismo: tristeza y pesimismo nunca vienen de Dios. En cambio, estamos llamados a tener una mirada semejante a la de Dios, que sabe distinguir el bien y se obstina en buscarlo, en verlo y en alimentarlo. No es una mirada ingenua, sino una mirada que discierne la realidad.

Para afinar nuestro discernimiento sobre el mundo secularizado, dejémonos inspirar por lo que escribió san Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi, exhortación apostólica que todavía hoy tiene vigencia. Para él, la secularización es «un esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la fe y la religión» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), para descubrir las leyes de la realidad y de la misma vida humana dadas por el Creador. Dios, en efecto, no nos quiere esclavos sino hijos, no quiere decidir en nuestro lugar ni oprimirnos con un poder sagrado en un mundo gobernado por leyes religiosas. No, Él nos ha creado libres y nos pide que seamos personas adultas, personas responsables en la vida y en la sociedad. Otra cosa -distinguía San Pablo VI- es el secularismo, una concepción de vida que separa totalmente del vínculo con el Creador, de modo que se vuelve «superfluo y hasta un obstáculo» y se generan «nuevas formas de ateísmo» sutiles y variadas: «una civilización del consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género» (ibíd.). A nosotros como Iglesia, sobre todo como pastores del Pueblo de Dios, como pastores, como consagradas, como consagrados, diáconos, seminaristas, como agentes de pastoral, a todos nosotros nos toca saber hacer estas distinciones, discernir. Si cedemos a la mirada negativa y juzgamos de modo superficial, corremos el riesgo de transmitir un mensaje equivocado, como si detrás de la crítica sobre la secularización estuviera, por parte nuestra, la nostalgia de un mundo sacralizado, de una sociedad de otros tiempos en la que la Iglesia y sus ministros tenían más poder y relevancia social. Y esta es una perspectiva equivocada.

En cambio, como advierte un gran estudioso de estos temas, el problema de la secularización, para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que anunciamos. Por eso, la secularización es un desafío a nuestra imaginación pastoral, es «la oportunidad para recomponer la vida espiritual en nuevas formas y también para nuevas maneras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). De este modo, mientras la mirada que discierne nos hace ver las dificultades que tenemos en transmitir la alegría de la fe, a la vez nos estimula a volver a encontrar una nueva pasión por la evangelización, a buscar nuevos lenguajes, a cambiar algunas prioridades pastorales e ir a lo esencial.

Queridos hermanos y hermanas, necesitamos anunciar el Evangelio para dar a los hombres y a las mujeres de hoy la alegría de la fe. Pero este anuncio no se hace principalmente con palabras, sino por medio de un testimonio rebosante de amor gratuito, tal como Dios hace con nosotros. Es un anuncio que pide encarnarse en un estilo de vida personal y eclesial que pueda reavivar el deseo del Señor, infundir esperanza, transmitir confianza y credibilidad. Y sobre esto me permito, en espíritu fraterno, proponerles tres desafíos que ustedes podrán llevar adelante en la oración y en el servicio pastoral.

El primero de los desafíos: dar a conocer a Jesús. En los desiertos espirituales de nuestro tiempo, generados por el secularismo y la indiferencia, es necesario volver al primer anuncio. Lo repito: es necesario volver al primer anuncio. No podemos presumir de comunicar la alegría de la fe presentando aspectos secundarios a quienes todavía no han abrazado al Señor en sus vidas, o bien sólo repitiendo ciertas prácticas, o reproduciendo formas pastorales del pasado. Es necesario encontrar nuevos caminos para anunciar el corazón del Evangelio a cuantos todavía no han encontrado a Cristo. Y esto presupone una creatividad pastoral para llegar a las personas allá donde viven, no esperando que vengan, allá donde viven, descubriendo ocasiones de escucha, de diálogo y de encuentro. Es necesario volver a lo esencial, es necesario volver al entusiasmo de los Hechos de los Apóstoles, a la belleza de sentirnos instrumentos de la fecundidad del Espíritu hoy. Es necesario volver a Galilea, es la cita de Jesús Resucitado, que vayan a Galilea, para, permítaseme la palabra, recomenzar después del fracaso. Volver a Galilea. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la del primer anuncio. Recuperar esa memoria.

Pero para anunciar el Evangelio también es necesario ser creíbles. Y este es el segundo desafío: el testimonio. El Evangelio se anuncia de modo eficaz cuando la vida es la que habla, la que revela esa libertad que hace libres a los demás, esa compasión que no pide nada a cambio, esa misericordia que habla de Cristo sin palabras. La Iglesia en Canadá, después de haber sido herida y desolada por el mal que perpetraron algunos de sus hijos, ha comenzado un nuevo camino. Pienso en particular en los abusos sexuales cometidos contra menores y personas vulnerables, crímenes que requieren acciones fuertes y una lucha irreversible. Yo quisiera, junto con ustedes, pedir nuevamente perdón a todas las víctimas. El dolor y la vergüenza que experimentamos debe ser ocasión de conversión, ¡nunca más! Y, pensando en el camino de sanación y reconciliación con los hermanos y las hermanas indígenas, que la comunidad cristiana no se deje contaminar nunca más por la idea de que existe una cultura superior a otras y que es legítimo usar medios de coacción contra los demás. Recuperemos el ardor misionero de vuestro primer obispo, san François de Laval, que se enfrentó contra todos los que degradaban a los indígenas induciéndolos a consumir bebidas para engañarlos. No permitamos que ninguna ideología enajene y confunda los estilos y las formas de vida de nuestros pueblos para intentar doblegarlos y dominarlos. Que los nuevos progresos de la humanidad sean asimilables en su identidad cultural con las claves de la cultura.

Pero para acabar con esta cultura de la exclusión es necesario que empecemos nosotros: los pastores, que no se sientan superiores a los hermanos y a las hermanas del Pueblo de Dios; que los consagrados vivan la fraternidad y la libertad de la obediencia en comunidad; los seminaristas que se dispongan a ser servidores dóciles y disponibles y los agentes pastorales no conciban su servicio como poder. Se empieza desde aquí. Ustedes son los protagonistas y los constructores de una Iglesia diferente: humilde, afable, misericordiosa, una Iglesia que acompaña los procesos, que trabaja decidida y serenamente en la inculturación, que valora a cada uno y a cada diversidad cultural y religiosa. ¡Demos este testimonio!

Por último, el tercer desafío, la fraternidad. Primero, dar a conocer a Jesús; segundo, el testimonio; tercero, la fraternidad. La Iglesia será testigo creíble del Evangelio cuando sus miembros vivan más la comunión, creando ocasiones y espacios para que quienes se acerquen a la fe encuentren una comunidad acogedora, que sabe escuchar, que sabe entrar en diálogo, que promueve un buen nivel de relaciones. Así decía vuestro santo obispo a los misioneros: «A menudo una palabra amarga, una falta de paciencia, un rostro que rechaza destruirán en un momento lo que se había construido en mucho tiempo» (Instrucciones a los misioneros, 1668).

Se trata de vivir una comunidad cristiana que se convierte de este modo en escuela de humanidad, donde aprender a quererse como hermanos y hermanas, dispuestos a trabajar juntos por el bien común. De hecho, en el centro del anuncio evangélico está el amor de Dios, que transforma y hace capaces de comunión con todos y de servicio hacia todos. Un teólogo de esta tierra escribió: «El amor que Dios nos da desborda en un amor […] que es el que impulsa al buen samaritano a detenerse y hacerse cargo del viajero asaltado por los ladrones. Es un amor que no tiene fronteras, que busca el reino de Dios […] que es universal» (B. Lonergan, “The Future of Christianity”, en A Second Collection: Papers by Bernard F.J. Lonergan S.J., Londres 1974, 154). La Iglesia está llamada a encarnar este amor sin fronteras para construir el sueño que Dios tiene para la humanidad: que todos seamos hermanos. Preguntémonos, ¿cómo va la fraternidad entre nosotros? Los obispos entre ellos y con los sacerdotes, los sacerdotes entre ellos y con el Pueblo de Dios, ¿somos hermanos o rivales divididos en partidos? Y, ¿cómo están nuestras relaciones con los que no son “de los nuestros”, con los que no creen, con los que tienen tradiciones y costumbres diferentes? Este es el camino: promover relaciones de fraternidad con todos, con los hermanos y las hermanas indígenas, con cada hermana y hermano que encontramos, porque en el rostro de cada uno se refleja la presencia de Dios.

Estos son, queridos hermanos y hermanas, solamente algunos desafíos. No olvidemos que sólo podemos llevarlos adelante con la fuerza del Espíritu, que siempre debemos invocar en la oración. Pero no dejemos entrar en nosotros el espíritu del secularismo, pensando que podemos crear proyectos que funcionan por sí mismos y sólo con las fuerzas humanas, sin Dios. Es una idolatría esta, la idolatría de los proyectos sin Dios. Y, por favor, no nos encerremos en el “retroceso”, ¡sigamos adelante con alegría!

Pongamos en práctica estas palabras que dirigimos a san François de Laval:

Tú fuiste el hombre del compartir,
visitando a los enfermos, vistiendo a los pobres,
combatiendo por la dignidad de los pueblos originarios,
sosteniendo a los misioneros cansados,
siempre pronto a tender la mano a los que estaban peor que tú.
Cuántas veces tus proyectos fueron destrozados,
pero siempre, tú los pusiste de nuevo en pie.
Tú habías entendido que la obra de Dios no es de piedra,
y que, en esta tierra de desánimo,
era necesario un constructor de esperanza.

Les agradezco todo lo que hacen, los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Queridos hermanos y hermanas, âba-wash-did! Tansi! Oki! [¡buenos días!]

Es hermoso para mí estar aquí, peregrino con ustedes y en medio de ustedes. En estos días, hoy especialmente, me llamó la atención el sonido de los tambores que me han acompañado allí donde he ido. Este latido de los tambores me parecía el eco del latido de muchos corazones. Los corazones que, durante siglos, han vibrado en estas aguas; los corazones de tantos peregrinos que juntos han marcado el paso para alcanzar este “lago de Dios”. Aquí se puede captar el latido coral de un pueblo peregrino, de generaciones que se han puesto en camino hacia el Señor para experimentar su obra de sanación. ¡Cuántos corazones llegaron aquí anhelantes y fatigados, lastrados por las cargas de la vida, y junto a estas aguas encontraron la consolación y la fuerza para seguir adelante! También aquí, sumergidos en la creación, hay otro latido que podemos escuchar, el latido materno de la tierra. Y así como el latido de los niños, desde el seno materno, está en armonía con el de sus madres, del mismo modo para crecer como seres humanos necesitamos acompasar los ritmos de la vida con los de la creación que nos da la vida. Así pues, vayamos de nuevo a nuestras fuentes de vida: a Dios, a los padres y, en el día y en la casa de santa Ana, a los abuelos, que saludo con gran afecto.

Transportados por estos latidos vitales, estamos ahora aquí, en silencio, contemplamos las aguas de este lago. Esto nos ayuda a volver también a las fuentes de la fe. Nos permite peregrinar idealmente hasta los lugares santos. Imaginar a Jesús, que desarrolló gran parte de su ministerio precisamente a la orilla de un lago, el Lago de Galilea. Allí escogió y llamó a los Apóstoles, proclamó las Bienaventuranzas, narró la mayor parte de las parábolas, realizó signos y curaciones. Por otro lado, aquel lago constituía el corazón de la «Galilea de las naciones» (Mt 4,15), una zona periférica, de comercio, donde confluían distintas poblaciones, coloreando la región de tradiciones y cultos dispares. Se trataba del lugar más distante, geográfica y culturalmente, de la pureza religiosa, que se concentraba en Jerusalén, junto al templo. Podemos, pues, imaginar aquel lago, llamado mar de Galilea, como una concentración de diferencias. En sus orillas se encontraban pescadores y publicanos, centuriones y esclavos, fariseos y pobres, hombres y mujeres de las más variadas proveniencias y extracciones sociales. Allí precisamente, precisamente allí, Jesús predicó el Reino de Dios. No a gente religiosa seleccionada, sino a pueblos distintos que, como hoy, acudían de varias partes, predicó acogiendo a todos y en un teatro natural como este. Dios eligió ese contexto poliédrico y heterogéneo para anunciar al mundo algo revolucionario: por ejemplo, “pongan la otra mejilla, amen a los enemigos, vivan como hermanos para ser hijos de Dios, Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (cf. Mt 5,38-48). De ese modo, precisamente aquel lago, “mestizado de diversidad”, fue la sede de un inaudito anuncio de fraternidad, de una revolución sin muertos ni heridos, la revolución del amor. Y aquí, en las orillas de este lago, el sonido de los tambores que atraviesa los siglos y une gentes distintas, nos lleva hasta aquel entonces. Nos recuerda que la fraternidad es verdadera si une a los que están distanciados, que el mensaje de unidad que el cielo envía a la tierra no teme las diferencias y nos invita a la comunión, a la comunión de las diferencias, para volver a comenzar juntos, porque todos -¡todos!- somos peregrinos en camino.

Hermanos, hermanas, peregrinos de estas aguas, ¿qué podemos tomar de ellas? La Palabra de Dios nos ayuda a descubrirlo. El profeta Ezequiel ha repetido por dos veces que las aguas que surgen del templo, para el pueblo de Dios, “dan la vida” y “sanan” (cf. Ez 47,8-9).

Dan la vida. Pienso en las abuelas que están aquí con nosotros. Tantas. Queridas abuelas, sus corazones son fuentes de las que surge el agua viva de la fe, con la que han apagado la sed de hijos y nietos. Me admira el papel vital de la mujer en las comunidades indígenas. Ocupan un puesto de mucho relieve en cuanto fuentes benditas de vida, no sólo física sino también espiritual. Y, pensando en sus kokum, pienso en mi abuela. De ella recibí el primer anuncio de la fe y aprendí que el Evangelio se transmite así, a través de la ternura del cuidado y la sabiduría de la vida. La fe raramente nace leyendo un libro nosotros solos en un salón, sino que se difunde en un clima familiar, se transmite en la lengua de las madres, con el dulce canto dialectal de las abuelas. Me alegra ver aquí a tantos abuelos y bisabuelos. Gracias. Se los agradezco, y quisiera decir a cuantos tienen ancianos en casa, en la familia, ¡tienen un tesoro! Custodian entre sus muros una fuente de vida; por favor, háganse cargo de ellos como de la herencia más valiosa para amar y custodiar.

El profeta decía que las aguas, además de dar vida, sanan. Este aspecto nos traslada a las orillas del lago de Galilea, donde Jesús «sanó a muchos enfermos que sufrían de diversos males» (Mc 1,34). Allí, «al ponerse el sol, le llevaban todos los enfermos» (v. 32). Esta tarde imaginémonos alrededor del lago con Jesús, mientras Él se acerca, se inclina y, con paciencia, compasión y ternura, cura tantos enfermos en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, leprosos, paralíticos, ciegos, pero también personas afligidas, descorazonadas, perdidas y heridas. Jesús ha venido y viene todavía a hacerse cargo de nosotros, a consolar y sanar nuestra humanidad sola y agotada. A todos, también a nosotros, dirige la misma invitación: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por cargas, yo los haré descansar» (Mt 11,28). O, como en el texto que hemos escuchado esta tarde: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37).

Hermanos, hermanas, todos nosotros necesitamos de la sanación de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos. Señor, como la gente a la orilla del mar de Galilea no tenía miedo de clamar por sus necesidades, también nosotros, Señor, esta tarde acudimos a ti, con el dolor que llevamos dentro. Te traemos nuestra aridez y nuestras dificultades, te traemos los traumas de la violencia padecida por nuestros hermanos y hermanas indígenas. En este lugar bendito, donde reinan la armonía y la paz, te presentamos las disonancias de nuestra historia, los terribles efectos de la colonización, el dolor imborrable de tantas familias, abuelos y niños. Señor, ayúdanos a sanar nuestras heridas. Sabemos que esto requiere esfuerzo, cuidado y hechos concretos de nuestra parte. Pero sabemos también, Señor, que solos no lo podemos hacer. Nos confiamos a Ti y a la intercesión de tu madre y de tu abuela.

Sí, Señor, nos confiamos a la intercesión de tu madre y de tu abuela, porque las madres y las abuelas ayudan a sanar las heridas del corazón. Durante los dramas de la conquista, fue Nuestra Señora de Guadalupe la que transmitió la recta fe a los indígenas, hablando su lengua, vistiendo sus trajes, sin violencia y sin imposiciones. Y, poco después, con la llegada de la imprenta, se publicaron las primeras gramáticas y catecismos en lenguas indígenas. ¡Cuánto bien han hecho en este sentido los misioneros auténticamente evangelizadores para preservar en muchas partes del mundo las lenguas y las culturas autóctonas! En Canadá, esta “inculturación materna” que se realizó por obra de santa Ana, unió la belleza de las tradiciones indígenas y de la fe, las plasmó con la sabiduría de una abuela, que es dos veces mamá. También la Iglesia es mujer, también la Iglesia es madre. De hecho, nunca hubo un momento en su historia en que la fe no haya sido transmitida, en lengua materna, por las madres y por las abuelas. En cambio, parte de la herencia dolorosa que estamos afrontando nace por haber impedido a las abuelas indígenas transmitir la fe en su lengua y en su cultura. Esta pérdida ciertamente es una tragedia, pero vuestra presencia aquí es un testimonio de resiliencia y de reinicio, de peregrinaje hacia la sanación, de apertura del corazón a Dios que sana nuestro ser comunidad. Hoy, todos nosotros, como Iglesia, necesitamos sanación, necesitamos ser sanados de la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de elegir la defensa de la institución antes que la búsqueda de la verdad, de preferir el poder mundano al servicio evangélico. Hermanos y hermanas, ayudémonos a contribuir para edificar con el auxilio de Dios una Iglesia madre como Él quiere: capaz de abrazar a cada hijo e hija; abierta a todos y que hable a cada uno, a cada una; que no vaya contra nadie, sino que vaya al encuentro de todos.

Las multitudes del lago de Galilea que se agolpaban entorno a Jesús se componían principalmente de gente común, gente sencilla que le llevaba sus propias necesidades y sus propias heridas. De la misma forma, si queremos cuidar y sanar la vida de nuestras comunidades, no podemos comenzar sino desde los pobres, desde los marginados. Con demasiada frecuencia nos dejamos guiar por los intereses de unos pocos que están bien; es necesario mirar más a las periferias y ponerse a la escucha del grito de los últimos, es necesario saber acoger el dolor de los que, muchas veces en silencio, en nuestras ciudades masificadas y despersonalizadas, gritan: “No nos dejen solos”. Es también el grito de los ancianos que corren el peligro de morir solos en casa o abandonados en una estructura, o de los enfermos incómodos a los que, en vez de afecto, se les suministra muerte. Es el grito sofocado de los muchachos y muchachas más cuestionados que escuchados, los cuales delegan su libertad a un teléfono móvil, mientras en las mismas calles otros coetáneos suyos vagan perdidos, anestesiados por alguna diversión, cautivos de adicciones que los vuelven tristes e insatisfechos, incapaces de creer en sí mismos, de amar aquello que son y la belleza de la vida que tienen. No nos dejen solos es el grito de quien quisiera un mundo mejor, pero que no sabe por dónde comenzar.

Jesús, que nos sana y consuela con el agua viva de su Espíritu, esta tarde en el Evangelio nos pide también que de nosotros, desde el seno de quien cree, “broten ríos de agua viva” (cf. v. 38). Y nosotros, ¿sabemos calmar la sed de nuestros hermanos y hermanas? Mientras seguimos pidiendo consuelo a Dios, ¿sabemos darlo también a los demás? ¡Cuántas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, por ejemplo, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente! En nuestras soledades e insatisfacciones Jesús nos empuja a salir, nos empuja a dar, nos empuja a amar. Y entonces, me pregunto: ¿qué hago yo por quien me necesita? Mirando a los pueblos indígenas, pensando en sus historias y en el dolor que han sufrido, ¿qué hago yo por ellos? ¿Escucho con curiosidad mundana y me escandalizo por lo que ocurrió en el pasado, o hago algo concreto por ellos? ¿Rezo, leo, me informo, me acerco, me dejo conmover por sus historias? Y, mirándome a mí mismo, si me encuentro en el sufrimiento, ¿escucho a Jesús que me quiere llevar fuera del recinto de mi descontento y me invita a volver a empezar, a superarlo, a amar? A veces, el mejor modo para ayudar a otra persona no es darle enseguida lo que quiere, sino acompañarla, invitarla a amar, a donarse. Porque es así, a través del bien que podría hacer por los demás, que descubrirá sus ríos de agua viva, que descubrirá el tesoro único y valioso que es él mismo.

Queridos hermanos y hermanas indígenas, he venido como peregrino también para decirles lo valiosos que son para mí y para la Iglesia. Deseo que la Iglesia esté entretejida entre nosotros, con la misma fuerza y unión que tienen los hilos de esas franjas coloreadas que tantos de ustedes llevan. Que el Señor nos ayude a ir hacia adelante en el proceso de sanación, hacia un futuro cada vez más saludable y renovado. Creo que sería también el deseo de sus abuelas y de sus abuelos, de nuestros abuelos y de nuestras abuelas. Que los abuelos de Jesús, los santos Joaquín y Ana, bendigan nuestro camino.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Hoy es la fiesta de los abuelos de Jesús; el Señor ha querido que nos reuniéramos en gran número precisamente en esta ocasión tan querida para ustedes, como para mí. En la casa de Joaquín y Ana, el pequeño Jesús conoció a sus mayores y experimentó la cercanía, la ternura y la sabiduría de sus abuelos. Pensemos también en nuestros abuelos y reflexionemos sobre dos aspectos importantes.

El primero. Somos hijos de una historia que hay que custodiar. No somos individuos aislados, no somos islas, nadie viene al mundo desconectado de los demás. Nuestras raíces, el amor que nos esperaba y que recibimos cuando vinimos al mundo, los ambientes familiares en los que crecimos, forman parte de una historia única que nos ha precedido y nos ha generado. No la elegimos nosotros, sino que la recibimos como un regalo; y es un regalo que estamos llamados a custodiar. Porque, como nos lo ha recordado el libro del Eclesiástico, somos «la descendencia» de los que nos han precedido, somos su «rica herencia» (Si 44,11). Una herencia que, más allá de las proezas o de la autoridad de unos, de la inteligencia o de la creatividad de otros en el canto o en la poesía, tiene su centro en la justicia, en ser fieles a Dios y a su voluntad. Y eso es lo que nos han transmitido. Para aceptar de verdad lo que somos y cuánto valemos, tenemos que hacernos cargo de aquellos de quienes descendemos, aquellos que no pensaron solo en sí mismos, sino que nos transmitieron el tesoro de la vida. Estamos aquí gracias a nuestros padres, pero también gracias a nuestros abuelos, que nos hicieron experimentar que somos bienvenidos en el mundo. A menudo fueron ellos los que nos amaron sin reservas y sin esperar nada de nosotros; nos tomaron de la mano cuando teníamos miedo, nos tranquilizaron en la oscuridad de la noche, nos alentaron cuando a plena luz del día tuvimos que decidir sobre nuestra vida. Gracias a nuestros abuelos recibimos una caricia de parte de la historia que nos precedió; aprendimos que la bondad, la ternura y la sabiduría son raíces firmes de la humanidad. Muchos de nosotros hemos respirado en la casa de los abuelos la fragancia del Evangelio, la fuerza de una fe que tiene sabor de hogar. Gracias a ellos descubrimos una fe familiar, doméstica; sí, es así, porque la fe se comunica esencialmente así, se comunica “en lengua materna”, se comunica en dialecto, se comunica a través del afecto y el estímulo, el cuidado y la cercanía.

Esta es nuestra historia que hay que custodiar, la historia de la que somos herederos; somos hijos porque somos nietos. Los abuelos imprimieron en nosotros el sello original de su forma de ser, dándonos dignidad, confianza en nosotros mismos y en los demás. Ellos nos transmitieron algo que dentro de nosotros nunca podrá ser borrado y, al mismo tiempo, nos han permitido ser personas únicas, originales y libres. Precisamente de nuestros abuelos aprendimos que el amor jamás es una imposición, nunca despoja al otro de su libertad interior. De esta manera Joaquín y Ana amaron a María y amaron a Jesús; y así es como María amó a Jesús, con un amor que nunca lo asfixió ni lo retuvo, sino que lo acompañó a abrazar la misión para la que había venido al mundo. Tratemos de aprender esto como individuos y como Iglesia: no oprimir nunca la conciencia de los demás, no encadenar jamás la libertad de los que tenemos cerca y, sobre todo, no dejar nunca de amar y respetar a las personas que nos precedieron y nos han sido confiadas, tesoros preciosos que custodian una historia más grande que ellos mismos.

Custodiar la historia que nos ha generado -nos dice el libro del Eclesiástico- significa no empañar “la gloria” de nuestros antepasados, no perder su recuerdo, no olvidarnos de la historia que dio a luz a nuestra vida, acordarnos siempre de aquellas manos que nos acariciaron y nos tuvieron en sus brazos. Porque es en esta fuente donde encontramos consuelo en los momentos de desánimo, luz en el discernimiento, valor para afrontar los desafíos de la vida. Pero también significa volver siempre a esa escuela donde aprendimos y vivimos el amor. Ante las decisiones que tenemos que tomar hoy, significa preguntarnos qué harían los mayores más sabios que hemos conocido si estuvieran en nuestro lugar, qué nos aconsejan o nos aconsejarían nuestros abuelos y bisabuelos.

Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos entonces, ¿somos hijos y nietos que sabemos custodiar la riqueza que hemos recibido? ¿Recordamos las buenas enseñanzas que hemos heredado? ¿Hablamos con nuestros mayores, nos tomamos el tiempo para escucharlos? En nuestras casas, cada vez más equipadas, modernas y funcionales, ¿sabemos cómo habilitar un espacio digno para conservar sus recuerdos, un lugar especial, un pequeño santuario familiar que, a través de imágenes y objetos amados, nos permita también elevar nuestros pensamientos y oraciones a quienes nos han precedido? ¿Hemos conservado la Biblia y el rosario de nuestros antepasados? Rezar por ellos y en unión con ellos, dedicar tiempo a recordarlos y conservar su legado. En la niebla del olvido que asalta nuestros tiempos vertiginosos, es necesario cuidad las raíces. Así es como crece el árbol, así se construye el futuro.

Reflexionamos ahora sobre un segundo aspecto: además de ser hijos de una historia que hay que custodiar, somos artesanos de una historia que hay que construir. Cada uno de nosotros puede reconocer lo que es, con sus luces y sus sombras, según el amor que ha recibido o le ha faltado. El misterio de la vida humana es este: todos somos hijos de alguien, fuimos generados y formados por alguien, pero cuando nos hacemos adultos estamos también llamados a generar, a ser padres, madres y abuelos de alguien más. Así pues, viendo a la persona en que nos hemos convertido, ¿qué queremos de nosotros mismos? Los abuelos de los que procedemos, los mayores que soñaron, esperaron y se sacrificaron por nosotros, nos plantean una pregunta fundamental: ¿qué tipo de sociedad queremos construir? Hemos recibido tanto de manos de los que nos han precedido, ¿qué queremos dejar en herencia a nuestra posteridad? ¿Una fe viva o una fe al “agua de rosas”, una sociedad basada en el beneficio individual o en la fraternidad, un mundo en paz o en guerra, una creación devastada o un hogar todavía acogedor?

Y no olvidemos que este movimiento da vida, pues va desde las raíces hasta las ramas, las hojas, las flores y los frutos del árbol. La verdadera tradición se expresa en esta dimensión vertical: de abajo para arriba. Tengamos cuidado de no caer en la caricatura de la tradición, que no se mueve en una línea vertical -de las raíces al fruto- sino en una línea horizontal -adelante-atrás- que nos lleva a la cultura del “retroceso” como refugio egoísta; y que no hace más que encasillar el presente y preservarlo en la lógica del “siempre se ha hecho así”.

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús dice a los discípulos que son dichosos porque pueden ver y oír lo que tantos profetas y justos desearon ver y oír (cf. Mt 13,16-17). Efectivamente, muchos creyeron en la promesa de Dios de la venida del Mesías, le prepararon el camino y anunciaron su llegada. Sin embargo, ahora que el Mesías ha llegado, los que pueden verlo y oírlo están llamados a acogerlo y anunciarlo.

Hermanos y hermanas, esto también vale para nosotros. Nuestros predecesores nos transmitieron una pasión, una fuerza y un anhelo, un fuego que nos corresponde reavivar; no se trata de custodiar cenizas, sino de reavivar el fuego que ellos encendieron. Nuestros abuelos y nuestros mayores deseaban ver un mundo más justo, más fraternal y más solidario, y lucharon por darnos un futuro. Ahora, nos toca a nosotros no decepcionarlos. Nos toca hacernos cargo de esta tradición que recibimos, porque la tradición es la fe viva de nuestros muertos. Por favor, no la convirtamos en tradicionalismo, que es la fe muerta de los vivientes, como dijo un pensador. Respaldados por ellos, que son nuestras raíces, nos corresponde a nosotros dar fruto. Nosotros somos las ramas que deben florecer y producir nuevas semillas en la historia. Así pues, hagámonos algunas preguntas concretas. Ante la historia de la salvación a la que pertenezco y frente a quienes me han precedido y amado, ¿qué hago? Si tengo un papel único e insustituible en la historia, ¿qué huella estoy dejando en mi camino; qué estoy dejando a los que me siguen; qué estoy dando de mí? Muchas veces la vida se mide por el dinero que se gana, por la carrera que se realiza, por el éxito y la consideración que se recibe de los demás. Pero estos no son criterios generativos. La pregunta es: ¿estoy generando vida? ¿Estoy difundiendo en la historia un amor nuevo y renovado que antes no existía? ¿Anuncio el Evangelio allí donde vivo, sirvo a alguien gratuitamente, como hicieron conmigo los que me precedieron? ¿Qué estoy haciendo por mi Iglesia, por mi ciudad y por mi sociedad? Es fácil criticar, pero el Señor no quiere que seamos solo críticos con el sistema, no quiere que seamos cerrados y “de los que retroceden”, de los que se echan atrás, como dijo el autor de la Carta a los Hebreos, sino que nos quiere artesanos de una historia nueva, tejedores de esperanza, constructores de futuro, artífices de paz.

Que Joaquín y Ana intercedan por nosotros. Que nos ayuden a custodiar la historia que nos ha generado y a construir una historia generadora. Que nos recuerden la importancia espiritual de honrar a nuestros abuelos y mayores, de sacar provecho de su presencia para construir un futuro mejor. Un futuro en el que no se descarte a los mayores porque funcionalmente “no son necesarios”; un futuro que no juzgue el valor de las personas solo por lo que producen; un futuro que no sea indiferente hacia quienes, ya adelante con la edad, necesitan más tiempo, escucha y atención; un futuro en el que no se repita la historia de violencia y marginación que sufren nuestros hermanos y hermanas indígenas. Es un futuro posible si, con la ayuda de Dios, no rompemos el vínculo con los que nos han precedido y alimentamos el diálogo con los que vendrán después de nosotros: jóvenes y mayores, abuelos y nietos, juntos. Vayamos adelante juntos, soñemos juntos; y no olvidemos el consejo de Pablo a su discípulo Timoteo: acuérdate de tu madre y de tu abuela.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Señora gobernadora general,
Señor primer ministro,
queridos pueblos indígenas de Maskwacis y de esta tierra canadiense,
queridos hermanos y hermanas:

Esperaba que llegara este momento para estar entre ustedes. Desde aquí, desde este lugar tristemente evocativo, quisiera comenzar lo que deseo en mi interior: una peregrinación penitencial.

Llego hasta sus tierras nativas para decirles personalmente que estoy dolido, para implorar a Dios el perdón, la sanación y la reconciliación, para manifestarles mi cercanía, para rezar con ustedes y por ustedes.

Recuerdo los encuentros que tuvimos en Roma hace cuatro meses. En ese momento me entregaron en prenda dos pares de mocasines, signo del sufrimiento padecido por los niños indígenas, en particular de los que lamentablemente no volvieron más a casa de las escuelas residenciales. Me pidieron que devolviera los mocasines cuando llegara a Canadá; lo haré al terminar estas palabras, y quisiera inspirarme precisamente en este símbolo que, en los meses pasados, reavivó en mí el dolor, la indignación y la vergüenza. El recuerdo de esos niños provoca aflicción y exhorta a actuar para que todos los niños sean tratados con amor, honor y respeto. Pero esos mocasines también nos hablan de un camino, de un recorrido que deseamos hacer juntos. Caminar juntos, rezar juntos, trabajar juntos, para que los sufrimientos del pasado dejen el lugar a un futuro de justicia, de sanación y de reconciliación.

Este es el motivo por el que la primera etapa de mi peregrinación entre ustedes se lleva a cabo en esta región que ha visto, desde tiempos inmemoriales, la presencia de los pueblos indígenas. Es un territorio que nos habla, que nos permite hacer memoria.

Hacer memoria. Hermanos y hermanas, ustedes han vivido en esta tierra durante miles de años con estilos de vida que respetaban la misma tierra, heredada de las generaciones pasadas y protegida para las futuras. La trataron como un don del Creador para compartir con los demás y amar en armonía con todo lo que existe, en una viva interconexión entre todos los seres vivos. Así aprendieron a nutrir un sentido de familia y de comunidad, y desarrollaron vínculos fuertes entre las generaciones, honrando a los ancianos y cuidando de los pequeños. ¡Cuántas buenas tradiciones y enseñanzas basadas en la atención a los otros y al amor por la verdad, en la valentía y el respeto, en la humildad, en la honestidad y en la sabiduría de vida!

Pero, si estos fueron los primeros pasos dados en estos territorios, la memoria nos lleva tristemente a los sucesivos. El lugar en el que nos encontramos hace resonar en mí un grito de dolor, un clamor sofocado que me acompañó durante estos meses. Pienso en el drama sufrido por tantos de ustedes, por sus familias, por sus comunidades, en lo que ustedes compartieron conmigo sobre los sufrimientos padecidos en las escuelas residenciales. Son traumas que, en cierto modo, reviven cada vez que se recuerdan y soy consciente de que también nuestro encuentro de hoy puede despertar recuerdos y heridas, y que muchos de ustedes podrían sentirse mal mientras hablo. Pero es justo hacer memoria, porque el olvido lleva a la indiferencia y, como se ha dicho, «lo opuesto al amor no es tanto el odio, es la indiferencia… lo opuesto a la vida no es la muerte, es la indiferencia a la vida o a la muerte» (E. Wiesel). Hacer memoria de las devastadoras experiencias que ocurrieron en las escuelas residenciales nos golpea, nos indigna, nos entristece, pero es necesario.

Es necesario recordar cómo las políticas de asimilación y desvinculación, que también incluían el sistema de las escuelas residenciales, fueron nefastas para la gente de estas tierras. Cuando los colonos europeos llegaron aquí por primera vez, hubo una gran oportunidad de desarrollar un encuentro fecundo entre las culturas, las tradiciones y la espiritualidad. Pero en gran parte esto no sucedió. Y me vuelve a la mente lo que ustedes me contaron, de cómo las políticas de asimilación terminaron por marginar sistemáticamente a los pueblos indígenas; de cómo, también por medio del sistema de escuelas residenciales, sus lenguas y culturas fueron denigradas y suprimidas; de cómo los niños sufrieron abusos físicos y verbales, psicológicos y espirituales; de cómo se los llevaron de sus casas cuando eran chiquitos y de cómo esto marcó de manera indeleble la relación entre padres e hijos, entre abuelos y nietos.

Les agradezco por haber hecho que todo esto entrara en mi corazón, por haber expresado el peso que llevaban dentro, por haber compartido conmigo esta memoria sangrante. Hoy estoy aquí, en esta tierra que, junto a una memoria antigua, custodia las cicatrices de heridas todavía abiertas. Me encuentro entre ustedes porque el primer paso de esta peregrinación penitencial es el de renovar mi pedido de perdón y decirles, de todo corazón, que estoy profundamente dolido: pido perdón por la manera en la que, lamentablemente, muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas. Estoy dolido. Pido perdón, en particular, por el modo en el que muchos miembros de la Iglesia y de las comunidades religiosas cooperaron, también por medio de la indiferencia, en esos proyectos de destrucción cultural y asimilación forzada de los gobiernos de la época, que finalizaron en el sistema de las escuelas residenciales.

Aunque la caridad cristiana haya estado presente y existan no pocos casos ejemplares de entrega por los niños, las consecuencias globales de las políticas ligadas a las escuelas residenciales han sido catastróficas. Lo que la fe cristiana nos dice es que fue un error devastador, incompatible con el Evangelio de Jesucristo. Duele saber que ese terreno compacto de valores, lengua y cultura, que confirió a sus pueblos un genuino sentido de identidad, ha sido erosionado, y que ustedes siguen pagando los efectos. Frente a este mal que indigna, la Iglesia se arrodilla ante Dios y le implora perdón por los pecados de sus hijos (cf. S. Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium [29 noviembre 1998], 11: AAS 91 [1999], 140). Quisiera repetir con vergüenza y claridad: pido perdón humildemente por el mal que tantos cristianos cometieron contra los pueblos indígenas.

Queridos hermanos y hermanas, muchos de ustedes y de sus representantes han afirmado que las disculpas no son un punto de llegada. Concuerdo plenamente. Constituyen sólo el primer paso, el punto de partida. También soy consciente de que «mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado» y «mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no sólo no se repitan, sino que no encuentren espacios» (Carta al Pueblo de Dios, 20 agosto 2018). Una parte importante de este proceso es hacer una seria búsqueda de la verdad acerca del pasado y ayudar a los supervivientes de las escuelas residenciales a realizar procesos de sanación de los traumas sufridos.

Rezo y espero que los cristianos y la sociedad de esta tierra crezcan en la capacidad de acoger y respetar la identidad y la experiencia de los pueblos indígenas. Espero que se encuentren caminos concretos para conocerlos y valorarlos, aprendiendo a caminar todos juntos. Por mi parte, seguiré animando el compromiso de todos los católicos respecto a los pueblos indígenas. Lo hice en más ocasiones y en varios lugares, a través de encuentros y llamamientos, y también por medio de una exhortación apostólica. Sé que todo esto requiere tiempo y paciencia, se trata de procesos que tienen que entrar en los corazones, y mi presencia aquí y el compromiso de los obispos canadienses son testimonio de la voluntad de avanzar en este camino.

Queridos amigos, esta peregrinación se extiende durante algunos días y llegará a lugares distantes entre sí, sin embargo, no me permitirá responder a muchas invitaciones y visitar centros como Kamloops, Winnipeg, varios lugares en Saskatchewan, en Yukón y en los Territorios del Noroeste. Aunque eso no sea posible, sepan que están todos en mi recuerdo y en mi oración. Sepan que conozco el sufrimiento, los traumas y los desafíos de los pueblos indígenas en todas las regiones de este país. Las palabras que pronunciaré a lo largo de este camino penitencial están dirigidas a todas las comunidades y a los indígenas, que abrazo de corazón.

En esta primera etapa quise hacer espacio a la memoria. Hoy estoy aquí para recordar el pasado, para llorar con ustedes, para mirar la tierra en silencio, para rezar junto a las tumbas. Dejemos que el silencio nos ayude a todos a interiorizar el dolor. Silencio y oración. Ante el mal recemos al Señor del bien; ante la muerte recemos al Dios de la vida. Nuestro Señor Jesucristo hizo de un sepulcro -la última estación de la esperanza ante la cual se habían desvanecido todos los sueños y solo quedaban el llanto, el dolor y la resignación- el lugar del renacimiento, de la resurrección, donde comenzó una historia de vida nueva y de reconciliación universal. No bastan nuestros esfuerzos para sanar y reconciliar, es necesaria su gracia, es necesaria la sabiduría afable y fuerte del Espíritu, la ternura del Consolador. Que Él colme las esperanzas de los corazones. Que Él nos tome de la mano. Que Él nos haga caminar juntos.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A MALTA
(2-3 DE ABRIL DE 2022)

Queridos hermanos y hermanas:

Los saludo a todos con afecto. Estoy contento de concluir mi visita a Malta compartiendo un poco con ustedes. Agradezco al Padre Dionisio su acogida; y sobre todo agradezco a Daniel y a Siriman sus testimonios. Nos habéis abierto vuestros corazones y vuestras vidas, y al mismo tiempo os habéis hecho portavoces de tantos hermanos y hermanas obligados a dejar la patria para buscar un refugio seguro.

Como dije hace algunos meses en Lesbos, «estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes… Estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos» (Discurso en Mitilene, 5 de diciembre de 2021). Desde el día que fui a Lampedusa, nunca los he olvidado. Los llevo siempre en el corazón y están siempre presentes en mis oraciones.

En este encuentro con ustedes migrantes se manifiesta plenamente el significado del lema de mi viaje a Malta. Es una cita de los Hechos de los Apóstoles que dice: «Nos mostraron una cordialidad fuera de lo común» (28,2). Se refiere al modo como los malteses acogieron al apóstol Pablo y a todos los que habían naufragado junto con él cerca de la isla. Los trataron “con una cordialidad fuera de lo común”. No sólo con cordialidad, sino con una humanidad excepcional, con una especial atención, que san Lucas quiso inmortalizar en el libro de los Hechos. Deseo que Malta siempre trate de este modo a cuantos llegan a sus costas, que realmente sea para ellos un “puerto seguro”.

El naufragio es una experiencia que gran cantidad de hombres, mujeres y niños han vivido durante estos años en el Mediterráneo. Y lamentablemente para muchos de ellos ha sido trágica. Precisamente ayer se recibió la noticia de un rescate realizado junto a la costa de Libia, se salvaron apenas cuatro migrantes de una embarcación que transportaba alrededor de noventa. Recemos por estos hermanos nuestros que han encontrado la muerte en nuestro mar Mediterráneo. Y recemos también para ser salvados deotro naufragio que tiene lugar mientras ocurren estos hechos: es el naufragio de la civilización, que amenaza no sólo a los refugiados, sino a todos nosotros. ¿Cómo podemos salvarnos de este naufragio que amenaza con hundir la nave de nuestra civilización? Comportándonos con humanidad. Mirando a las personas no como números, sino como lo que son -como nos ha dicho Siriman-, es decir, rostros, historias, sencillamente hombres y mujeres, hermanos y hermanas. Y pensando que en el lugar de esa persona que veo en una embarcación o en el mar, a través de la televisión o de una foto, podría estar yo, o mi hijo, o mi hija. Quizá en este momento, mientras estamos aquí, algunas barcas estén atravesando el mar desde el sur hacia el norte. Recemos por estos hermanos y hermanas que arriesgan la vida en el mar, en busca de esperanza. También ustedes vivieron este drama, y llegaron aquí.

Vuestras historias evocan las de miles y miles de personas que en estos últimos días se han visto forzadas a huir de Ucrania a causa de esaguerra injusta y salvaje. Pero también las de muchos otros hombres y mujeres que, buscando un lugar seguro, se han visto obligados a dejar la propia casa y la propia tierra en Asia, en África y en las Américas, pienso en los rohinyás… A todos ellos se dirige mi pensamiento y mi oración en este momento.

Hace un tiempo recibí otro testimonio de vuestro Centro: la historia de un joven que contaba el doloroso momento en que tuvo que dejar a su madre y a su familia de origen. Esto me conmovió y me hizo reflexionar. Pero también tú, Daniel, y tambiéntú, Siriman, y cada uno de ustedes, vivió esta experiencia de partir separándose de las propias raíces. Es un desgarro. Un desgarro que deja la marca. No sólo un dolor momentáneo, emotivo. Deja una herida profunda en el camino de crecimiento de un joven, de una joven. Se necesita tiempo para que sane esa herida; se necesita tiempo y sobre todo experiencias ricas de humanidad: encontrar personas acogedoras, que saben escuchar, comprender, acompañar; y también estar junto con otros compañeros de viaje para compartir, para llevar juntos el peso. Esto ayuda a cicatrizar las heridas.

Pienso en los centros de acogida, ¡qué importante es que sean lugares de humanidad! Sabemos que es difícil, hay muchos factores que fomentan las tensiones y la rigidez. Y, sin embargo, en cada continente hay personas y comunidades que aceptan el desafío, conscientes de que la realidad de las migraciones es un signo de los tiempos donde está en juego la civilización. Y para nosotros cristianos también está en juego la fidelidad al Evangelio de Jesús, que dijo: «Fui forastero y me recibieron» (Mt 25,35). Esto no se hace en un día. Hace falta tiempo, se requiere mucha paciencia, se necesita sobre todo un amor hecho de cercanía, ternura y compasión, como es el amor de Dios por nosotros. Pienso que debemos decir un sentido “gracias” a quienes han aceptado este reto aquí en Malta y han dado vida a este Centro. ¡Hagámoslo con un aplauso, todos juntos!

Permítanme, hermanos y hermanas, que exprese uno de mis sueños. Que ustedes migrantes, después de haber experimentado una acogida rica de humanidad y fraternidad, puedan llegar a ser en primera persona testigos y animadores de acogida y de fraternidad. Aquí y donde Dios quiera, donde la Providencia guíe vuestros pasos. Este es el sueño que deseo compartir con ustedes y que pongo en las manos de Dios. Porque lo que es imposible para nosotros no es imposible para Él. Considero muy importante que en el mundo de hoy los migrantes se conviertan en testigos de los valores humanos esenciales para una vida digna y fraterna. Son valores que ustedes llevan dentro, que pertenecen a sus raíces. Una vez que la herida del desgarro, del desarraigo, haya cicatrizado, ustedes pueden hacer emerger esta riqueza que llevan dentro, un patrimonio de humanidad muy valioso, y ponerla a disposición de la comunidad en la que han sido acogidos y en los ambientes donde se integran. ¡Este es el camino! El camino de la fraternidad y de la amistad social. Aquí está el futuro de la familia humana en un mundo globalizado. Estoy contento de poder compartir hoy este sueño con ustedes, así como ustedes, con vuestros testimonios, han compartido vuestros sueños conmigo.

Creo que aquí también está la respuesta a la cuestión central de tu testimonio, Siriman. Tú nos has recordado que los que tienen que dejar el propio país parten con un sueño en el corazón: el sueño de la libertad y de la democracia. Este sueño choca con una realidad dura, a menudo peligrosa, en ocasiones terrible, deshumana. Tú has dado voz a la súplica sofocada de millones de migrantes cuyos derechos fundamentales son violados, a veces lamentablemente con la complicidad de las autoridades competentes. Y esto es así, y quiero decirlo así: “a veces lamentablemente con la complicidad de las autoridades competentes”.Y has llamado la atención sobre el punto clave: la dignidad de la persona. Lo repito con tus propias palabras: ustedes no son números, sino personas de carne y hueso, rostros, sueños a veces rotos.

Desde aquí se puede y se debe volver a empezar: desde las personas y desde su dignidad. No nos dejemos engañar por quien dice: “No hay nada que hacer”, “son problemas más grandes que nosotros”, “yo me dedico a mis asuntos y los otros que se arreglen”. No. No caigamos en esta trampa. Respondamos al desafío de los migrantes y de los refugiados con el estilo de la humanidad, encendamos hogueras de fraternidad, en torno a las cuales las personas puedan calentarse, recuperarse y reavivar la esperanza. Reforcemos el tejido de la amistad social y la cultura del encuentro, partiendo de lugares como este, que ciertamente no serán perfectos, pero son “laboratorios de paz”.

Y dado que este Centro lleva el nombre del Papa san Juan XXIII, quiero recordar lo que él escribió al final de su memorable Encíclica sobre la paz: «Que [el Señor] borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que Él ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz» (Pacem in terris, 171).

Queridos hermanos y hermanas, dentro de unos momentos, junto con algunos de ustedes, encenderé una vela ante la imagen de la Virgen. Es un gesto sencillo, pero con un gran significado. En la tradición cristiana, esa pequeña llama es símbolo de la fe en Dios. Y es también símbolo de la esperanza, una esperanza que María, nuestra Madre, sostiene en los momentos más difíciles. Es la esperanza que he visto hoy en vuestros ojos, que ha dado sentido a vuestro viaje y los hace seguir adelante. Que la Virgen los ayude a no perder nunca esta esperanza. A Ella le confío a cada uno de ustedes y a sus familias, y los llevo conmigo en mi corazón yen mioración. Y también ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Gracias!

________________

ORACIÓN AL FINAL DEL ENCUENTRO CON LOS MIGRANTES

Señor Dios, creador del universo,
fuente de libertad y de paz,
de amor y de fraternidad,
Tú nos has creado a tu imagen
y has infundido en todos nosotros tu soplo vital,
para hacernos partícipes de tu ser en comunión.
Aun cuando hemos quebrantado tu alianza
Tú no nos has abandonado en poder de la muerte
sino que en tu infinita misericordia
siempre nos has llamado a volver a Ti
y a vivir como tus hijos.
Infunde en nosotros tu Santo Espíritu
y danos un corazón nuevo,
capaz de escuchar el grito, a menudo silencioso,
de nuestros hermanos y hermanas que han perdido
el calor del hogar y de la patria.
Haz que podamos infundirles esperanza
con miradas y gestos de humanidad.
Haz de nosotros instrumentos de paz
y de amor fraterno concreto.
Líbranos de los miedos y de los prejuicios,
para hacer nuestros sus sufrimientos
y luchar juntos contra la injusticia;
para que crezca un mundo en el que cada persona
sea respetada en su inviolable dignidad,
esa que Tú, oh Padre, has puesto en nosotros
y tu Hijo ha consagrado para siempre.
Amén.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A MALTA
(2-3 DE ABRIL DE 2022)


Jesús «al amanecer se presentó en el Templo y toda la gente se acercó a él» (Jn 8,2). Así empieza el episodio de la mujer adúltera. El escenario se muestra sereno: una mañana en el lugar santo, en el corazón de Jerusalén. El protagonista es el pueblo de Dios, que busca a Jesús, el Maestro, en el patio del templo. Desea escucharlo, porque lo que Él dice ilumina y reconforta. Su enseñanza no tiene nada de abstracto, toca la vida y la libera, la transforma y la renueva. Ese es el “olfato” del pueblo de Dios, que no se conforma con el templo hecho de piedras, sino que se reúne alrededor de la persona de Jesús. En esta página se vislumbra al pueblo de los creyentes de todos los tiempos, el pueblo santo de Dios, que aquí en Malta es numeroso y vivaz, fiel en la búsqueda del Señor, vinculado a una fe concreta, vivida. Les doy las gracias por esto. 

Jesús, ante el pueblo que acudía a Él, no tenía prisa: «Se sentó -dice el Evangelio- y comenzó a enseñarles» (v. 2). Pero en la escuela de Jesús hay lugares vacíos. Hay algunos ausentes: son la mujer y sus acusadores. No se acercaron al Maestro como los demás, y las razones de su ausencia son diferentes: los escribas y los fariseos creen que ya lo saben todo, que no necesitan las enseñanzas de Jesús; la mujer, en cambio, es una persona extraviada, que terminó por mal camino, buscando la felicidad por senderos equivocados. Ausencias debidas, pues, a motivaciones diferentes, como diferente es el desenlace de sus historias. Reflexionemos sobre estos ausentes.

En primer lugar, fijémonos en los acusadores de la mujer. En ellos vemos la imagen de los que se jactan de ser justos, observantes de la ley de Dios, personas buenas y honestas. No tienen en cuenta sus propios defectos, pero están muy atentos a descubrir los de los demás. Así se presentan ante Jesús; no con el corazón abierto para escucharlo, sino «para ponerlo a prueba y poder acusarlo» (v. 6). Es una actitud que refleja la interioridad de estas personas cultas y religiosas, que conocen las Escrituras, asisten al templo, pero todo lo subordinan a sus propios intereses, y no combaten contra los pensamientos maliciosos que se agitan en sus corazones. A los ojos de la gente parecen expertos de Dios, pero, precisamente ellos, no reconocen a Jesús; más aún, lo ven como un enemigo que hay que quitar del medio. Para esto, le ponen delante a una persona, como si fuera una cosa, llamándola con desprecio «esta mujer» y denunciando su adulterio públicamente. Presionan para que la mujer sea lapidada, descargando en ella la aversión que ellos sienten por la compasión de Jesús. Y hacen todo esto amparados en su fama de hombres religiosos.

Hermanos y hermanas, estos personajes nos dicen que también en nuestra religiosidad pueden insinuarse la carcoma de la hipocresía y la mala costumbre de señalar con el dedo. En todo tiempo, en toda comunidad. Siempre se corre el peligro de malinterpretar a Jesús, de tener su nombre en los labios, pero desmentirlo con los hechos. Y esto también puede producirse elevando estandartes con la cruz. ¿Cómo verificar, entonces, si somos discípulos en la escuela del Maestro? Por nuestra mirada, por el modo en que miramos al prójimo y nos miramos a nosotros mismos. Este es el punto para definir nuestra pertenencia.

Por el modo en que miramos al prójimo: si lo hacemos como Jesús nos muestra hoy, es decir, con una mirada de misericordia; o de una manera que juzga, a veces incluso que desprecia, como los acusadores del Evangelio, que se erigen como paladines de Dios, pero no se dan cuenta de que pisotean a los hermanos. En realidad, el que cree que defiende la fe señalando con el dedo a los demás tendrá incluso una visión religiosa, pero no abraza el espíritu del Evangelio, porque olvida la misericordia, que es el corazón de Dios.

Para entender si somos verdaderos discípulos del Maestro, también es necesario examinar cómo nos miramos a nosotros mismos. Los acusadores de la mujer están convencidos de que no tienen nada que aprender. Ciertamente, su estructura exterior es perfecta, pero falta la verdad del corazón. Son el retrato de esos creyentes de todos los tiempos, que hacen de la fe un elemento de fachada, donde lo que se resalta es la exterioridad solemne, pero falta la pobreza interior, que es el tesoro más valioso del hombre. Para Jesús, en efecto, lo que cuenta es la apertura y disponibilidad del que no siente que haya alcanzado la meta, sino más bien que está necesitado de salvación. Entonces nos hace bien, cuando estamos rezando y también cuando participamos en hermosas ceremonias religiosas, preguntarnos si hemos sintonizado con el Señor. Podemos preguntárselo directamente a Él: “Jesús, estoy aquí contigo, pero Tú, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que cambie en mi corazón, en mi vida? ¿Cómo quieres que vea a los demás?”. Nos hará bien rezar así, porque el Maestro no se conforma con la apariencia, sino que busca la verdad del corazón. Y cuando le abrimos el corazón en la verdad, puede hacer grandes cosas en nosotros.

Lo vemos en la mujer adúltera. Su situación parece comprometida, pero ante sus ojos se abre un horizonte nuevo, antes impensable. Cubierta de insultos, lista para recibir palabras implacables y castigos severos, con asombro se ve absuelta por Dios, que le abre ante sí, de par en par, un futuro inesperado: «¿Nadie te ha condenado? -le dijo Jesús- Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (vv. 10.11). ¡Qué diferencia entre el Maestro y los acusadores! Estos habían citado la Escritura para condenar; Jesús, la Palabra de Dios en persona, rehabilita completamente a la mujer, devolviéndole la esperanza. De esta situación aprendemos que cualquier observación, si no está movida por la caridad y no contiene caridad, hunde ulteriormente a quien la recibe. Dios, en cambio, siempre deja abierta una posibilidad y sabe encontrar caminos de liberación y de salvación en cada circunstancia.

La vida de esa mujer cambió gracias al perdón. Se encontraron la Misericordia y la miseria. Misericordia y miseria estaban allí. Y la mujer cambió. Incluso se podría pensar que, perdonada por Jesús, aprendió a su vez a perdonar. Quizá haya visto en sus acusadores ya no personas rígidas y malvadas, sino personas que le permitieron encontrar a Jesús. El Señor desea que también nosotros sus discípulos, nosotros como Iglesia, perdonados por Él, nos convirtamos en testigos incansables de la reconciliación, testigos de un Dios para el que no existe la palabra “irrecuperable”; de un Dios que siempre perdona, siempre. Dios siempre perdona. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Un Dios que sigue creyendo en nosotros y nos brinda a cada momento la posibilidad de volver a empezar. No hay pecado o fracaso que al presentarlo a Él no pueda convertirse en ocasión para iniciar una vida nueva, diferente, en el signo de la misericordia. No hay pecado que no pueda ir por este camino. Dios perdona todo. Todo.

Este es el Señor Jesús. Lo conocen verdaderamente quienes experimentan su perdón. Quienes, como la mujer del Evangelio, descubren que Dios nos visita valiéndose de nuestras llagas interiores. Es precisamente allí donde al Señor le gusta hacerse presente, porque no ha venido para los sanos sino para los enfermos (cf. Mt 9,12). Y hoy es esta mujer -que ha conocido la misericordia en su miseria y que regresa al mundo sanada por el perdón de Jesús- la que nos sugiere, como Iglesia, que volvamos a empezar en la escuela del Evangelio, en la escuela del Dios de la esperanza que siempre sorprende. Si lo imitamos, no nos enfocaremos en denunciar los pecados, sino en salir en busca de los pecadores con amor. No nos fijaremos en quienes están, sino que iremos a buscar a los que faltan. No volveremos a señalar con el dedo, sino que empezaremos a ponernos a la escucha. No descartaremos a los despreciados, sino que miraremos como primeros aquellos que son considerados últimos. Esto, hermanos y hermanas, nos enseña hoy Jesús con su ejemplo. Dejémonos asombrar por Él y acojamos su novedad con alegría.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A MALTA
(2-3 DE ABRIL DE 2022)


Junto a la cruz de Jesús están María y Juan. La Madre que ha dado a luz al Hijo de Dios está afligida por su muerte, mientras las tinieblas cubren el mundo. El discípulo amado, que había dejado todo para seguirlo, ahora está inmóvil a los pies del Maestro crucificado. Parece que todo está perdido, que todo acabó para siempre. Y Jesús, mientras carga sobre sí las llagas de la humanidad, reza: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Esta es también nuestra oración en los momentos de la vida marcados por el sufrimiento; es la oración que cada día sube a Dios desde vuestro corazón, Sandi y Domenico. ¡Gracias por la perseverancia de vuestro amor, gracias por vuestro testimonio de fe!

Sin embargo, la hora de Jesús -que en el Evangelio de Juan es la hora de la muerte en la cruz- no representa la conclusión de la historia, sino que señala el comienzo de una vida nueva. Junto a la cruz, en efecto, contemplamos el amor misericordioso de Cristo, que extiende hacia nosotros sus brazos abiertos de par en par y, a través de su muerte, nos abre a la alegría de la vida eterna. En la hora del final se desvela una vida que comienza; en esa hora de la muerte comienza otra hora llena de vida: es el tiempo de la Iglesia que nace. De esa célula originaria el Señor reunirá un pueblo, que seguirá recorriendo los arduos caminos de la historia, llevando en el corazón el consuelo del Espíritu, para enjugar las lágrimas de la humanidad.

Hermanos y hermanas, desde este Santuario de Ta’ Pinu podemos meditar juntos sobre el nuevo inicio que brota de la hora de Jesús. También en este lugar, antes del espléndido edificio que vemos hoy, había sólo una pequeña capilla en estado de abandono. Se había dispuesto que fuera demolida; parecía el final. Pero una serie de acontecimientos cambiaron el curso de la historia, como si el Señor quisiera decir a este pueblo: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra, “Devastada”; a ti te llamarán “Mi delicia está en ella”, y a tu tierra, “Desposada”» (Is 62,4). Esa capillita se convirtió en el Santuario nacional, meta de peregrinos y fuente de vida nueva. Nos lo has recordado tú, Jennifer; aquí muchos confían a la Virgen sus sufrimientos y sus alegrías, y todos se sienten acogidos. Aquí también llegó como peregrino san Juan Pablo II, del que hoy recordamos el aniversario de su muerte. Un lugar que parecía perdido, ahora renueva, en el Pueblo de Dios, la fe y la esperanza.

Teniendo en cuenta esto, intentemos comprender también la invitación de la hora de Jesús, de esa hora de la salvación, para nosotros. Nos dice que, para renovar nuestra fe y la misión de la comunidad, estamos llamados a volver a ese inicio, a la Iglesia naciente que vemos en María y Juan al pie de la cruz. ¿Pero qué significa volver a ese comienzo? ¿Qué significa volver a los orígenes?

En primer lugar, se trata de redescubrir lo esencial de la fe. Volver a la Iglesia de los orígenes no significa mirar hacia atrás para copiar el modelo eclesial de la primera comunidad cristiana. No podemos “omitir la historia”, como si el Señor no hubiera hablado y obrado grandes cosas también en la vida de la Iglesia de los siglos sucesivos. Tampoco significa ser demasiado idealistas, imaginando que en esa comunidad no hayan existido dificultades; al contrario, leemos que los discípulos discutían, que llegaron incluso a pelearse entre ellos, y que no siempre comprendían las enseñanzas del Señor. Volver a los orígenes significa más bien recuperar el espíritu de la primera comunidad cristiana, es decir, volver al corazón y redescubrir el centro de la fe: la relación con Jesús y el anuncio de su Evangelio al mundo entero. ¡Y esto es lo esencial! Esta es la alegría de la Iglesia: evangelizar.

Vemos, en efecto, que los primeros discípulos, como María Magdalena y Juan, después de la hora de la muerte de Jesús, viendo la tumba vacía corrieron con el corazón estremecido, sin perder tiempo, para ir a anunciar la buena noticia de la Resurrección. El llanto de dolor junto a la cruz se transforma en la alegría del anuncio. Y pienso también en los apóstoles, de los que se escribió que «todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar la Buena Noticia de Cristo Jesús» (Hch 5,42). La principal preocupación de los discípulos de Jesús no era el prestigio de la comunidad y de sus ministros, no era la influencia social, no era el refinamiento del culto. No. La inquietud que los movía era el anuncio y el testimonio del Evangelio de Cristo (cf. Rm 1,1), porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Hermanos y hermanas, la Iglesia maltesa cuenta con una historia inestimable que ofrece numerosas riquezas espirituales y pastorales. Sin embargo, la vida de la Iglesia -recordémoslo siempre- no es solamente “una historia pasada que hay que recordar”, sino “un gran futuro que hay que construir”, dóciles a los proyectos de Dios. No nos puede bastar una fe hecha de costumbres transmitidas, de celebraciones solemnes, de hermosas reuniones populares y de momentos fuertes y emocionantes; necesitamos una fe que se funda y se renueva en el encuentro personal con Cristo, en la escucha cotidiana de su Palabra, en la participación activa en la vida de la Iglesia, en el espíritu de la piedad popular.

La crisis de la fe, la apatía de la práctica creyente sobre todo en la pospandemia y la indiferencia de tantos jóvenes respecto a la presencia de Dios no son cuestiones que debemos “endulzar”, pensando que al fin y al cabo un cierto espíritu religioso todavía resiste, no. A veces, en efecto, el andamiaje puede ser religioso, pero detrás de ese revestimiento la fe envejece. De hecho, el elegante guardarropa de los hábitos religiosos no siempre corresponde a una fe entusiasta animada por el dinamismo de la evangelización. Es necesario vigilar para que las prácticas religiosas no se reduzcan a la repetición de un repertorio del pasado, sino que expresen una fe viva, abierta, que difunda la alegría del Evangelio, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Sé que a través del Sínodo habéis iniciado un proceso de renovación, os doy las gracias por este camino. Hermanos, hermanas, esta es la hora para volver a ese comienzo, al pie de la cruz, mirando a la primera comunidad cristiana. Para ser una Iglesia a la que le importa la amistad con Jesús y el anuncio de su Evangelio, no la búsqueda de espacios y atenciones; una Iglesia que pone en el centro el testimonio, y no ciertas prácticas religiosas; una Iglesia que desea ir al encuentro de todos con la lámpara encendida del Evangelio y no ser un círculo cerrado. No tengáis miedo de recorrer, como ya estáis haciendo, itinerarios nuevos, quizá incluso arriesgados, de evangelización y de anuncio, que transforman la vida, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Sigamos contemplando los orígenes, a María y Juan al pie de la cruz. En los inicios de la Iglesia está su gesto de acogerse mutuamente. El Señor, en efecto, confió a cada uno al cuidado del otro: Juan a María y María a Juan, de modo que «desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,27). Volver al inicio también significa desarrollar el arte de la acogida. Entre las últimas palabras que Jesús pronunció desde la cruz, las dirigidas a su Madre y a Juan exhortan a hacer de la acogida el estilo permanente del discipulado. No se trató, en efecto, de un simple gesto de piedad, por medio del cual Jesús confió su mamá a Juan para que no se quedara sola después de su muerte, sino de una indicación concreta sobre el modo de vivir el mandamiento más alto, el del amor. El culto a Dios pasa por la cercanía al hermano.

¡Y qué importante es en la Iglesia el amor entre los hermanos y la acogida del prójimo! El Señor nos lo recuerda en la hora de la cruz, en la acogida recíproca de María y Juan, exhortando a la comunidad cristiana de cada tiempo a no perder de vista esta prioridad: «Ahí tienes a tu hijo», «ahí tienes a tu madre» (vv. 26.27). Es como decir: han sido salvados por la misma sangre, son una única familia, por tanto, acójanse mutuamente, ámense unos a otros, cúrense las heridas recíprocamente. Sin sospechas, sin divisiones, sin habladurías, rumores o recelos. Hermanos y hermanas, hagan “sínodo”, es decir, “caminen juntos”. Porque Dios está presente donde reina el amor.

Queridos amigos, la acogida recíproca, no por mera formalidad sino en el nombre de Cristo, es un desafío permanente. Lo es sobre todo para nuestras relaciones eclesiales, porque nuestra misión da fruto si trabajamos en la amistad y la comunión fraterna. Malta y Gozo: sois dos hermosas comunidades, Gozo y Malta -no sé cuál es la más importante o cuál va antes-, precisamente como dos eran María y Juan. Que las palabras de Jesús en la cruz sean entonces vuestra estrella polar, para acogerse mutuamente, crear familiaridad y trabajar en comunión. Y siempre avanzando en la evangelización, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Pero la acogida también es la prueba de fuego para verificar cuán efectivamente la Iglesia está impregnada del espíritu del Evangelio. María y Juan se acogen no en el cálido refugio del cenáculo, sino al pie a la cruz, en aquel lugar oscuro donde eran condenados y crucificados como malhechores. Y también nosotros, no podemos acogernos sólo entre nosotros, a la sombra de nuestras hermosas iglesias, mientras fuera tantos hermanos y hermanas sufren y son crucificados por el dolor, la miseria, la pobreza, la violencia. Ustedes se encuentran en una posición geográfica crucial, frente al Mediterráneo como polo de atracción y puerto de salvación para tantas personas sacudidas por las tormentas de la vida que, por diversos motivos, llegan a vuestras costas. En el rostro de estos pobres es Cristo mismo el que se presenta a ustedes. Esta ha sido la experiencia del apóstol Pablo que, después de un terrible naufragio, fue acogido calurosamente por vuestros antepasados. Los Hechos de los Apóstoles afirman: «Como llovía intensamente y hacía mucho frío, [los nativos] encendieron una hoguera y nos recibieron a todos» (Hch 28,2).

Este es el Evangelio que estamos llamados a vivir: acoger, ser expertos en humanidad y encender hogueras de ternura cuando el frío de la vida se cierne sobre aquellos que sufren. Y también en este caso, de una experiencia dramática nació algo importante, porque Pablo anunció y difundió el Evangelio y, a continuación, muchos anunciadores, predicadores, sacerdotes y misioneros siguieron sus huellas, impulsados por el Espíritu Santo, por evangelizar, por hacer patente la alegría de la Iglesia que es evangelizar. Quisiera agradecerles especialmente a ellos, a estos evangelizadores, a los numerosos misioneros malteses que difunden la alegría del Evangelio en el mundo entero, a tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, y a todos ustedes. Como ha dicho vuestro obispo, Mons. Teuma, sois una isla pequeña, pero de corazón grande. Sois un tesoro en la Iglesia y para la Iglesia. Lo digo otra vez: son un tesoro en la Iglesia y para la Iglesia. Para cuidarlo, es necesario volver a la esencia del cristianismo: al amor de Dios, motor de nuestra alegría, que nos hace salir y recorrer los caminos del mundo; y a la acogida del prójimo, que es nuestro testimonio más sencillo y hermoso en la tierra, y así seguir avanzando, recorriendo los caminos del mundo, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Que el Señor los acompañe en esta senda y la Virgen Santa los guíe. Que Ella, que pidió que recemos tres “Ave María” para acordarnos de su corazón materno, reavive en nosotros sus hijos el fuego de la misión y el deseo de cuidarnos unos a otros. ¡Que la Virgen los cuide y los acompañe en la evangelización!

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A MALTA
(2 y 3 DE ABRIL DE 2022)

Señor Presidente de la República,
miembros del gobierno y del Cuerpo Diplomático,
distinguidas autoridades religiosas y civiles,
insignes representantes de la sociedad y del mundo de la cultura,
señoras y señores:

Los saludo cordialmente y agradezco al señor Presidente las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los ciudadanos. Vuestros antepasados ofrecieron hospitalidad al apóstol Pablo cuando se dirigía a Roma, tratándolo a él y a sus compañeros de viaje con «una cordialidad fuera de lo común» (Hch 28,2); ahora, viniendo de Roma, yo también experimento la cálida acogida de los malteses, tesoro que se transmite en este país de generación en generación.

Por su posición, Malta puede ser definida el corazón del Mediterráneo. Pero no sólo por su posición: el entramado de acontecimientos históricos y el encuentro de los pueblos hacen de estas islas, desde milenios, un centro de vitalidad y de cultura, de espiritualidad y de belleza, una encrucijada que ha sabido acoger y armonizar influjos provenientes de muchas partes. Esta diversidad de influencias hace pensar en la variedad de vientos que caracterizan al país. No es casual que en las antiguas representaciones cartográficas del Mediterráneo la rosa de los vientos se colocara a menudo cerca de la isla de Malta. Quisiera tomar prestada precisamente esa imagen de la rosa de los vientos, que posiciona las corrientes de aire en base a los cuatro puntos cardinales, para delinear cuatro influencias esenciales para la vida social y política de este país.

Los vientos que prevalentemente soplan en las islas malteses son del noroeste. El norte evoca Europa, en particular la casa de la Unión Europea, edificada para que allí viva una gran familia unida en la salvaguardia de la paz. Unidad y paz son los dones que el pueblo maltés pide a Dios cada vez que entona el himno nacional. La oración escrita por Dun Karm Psaila, en efecto, dice: «Concede, Dios omnipotente, sabiduría y misericordia a los que gobiernan, salud a los que trabajan, y asegura al pueblo maltés la unidad y la paz». La paz sigue a la unidad y brota de ella. Esto recuerda la importancia de trabajar juntos, de anteponer la cohesión a toda división, de afianzar las raíces y los valores compartidos que han forjado la singularidad de la sociedad maltesa.

Pero para garantizar una buena convivencia social, no basta con consolidar el sentido de pertenencia, sino que hay que reforzar los fundamentos de la vida común, que se basa en el derecho y la legalidad. La honestidad, la justicia, el sentido del deber y la transparencia son pilares esenciales de una sociedad civilmente desarrollada. Que el compromiso para extirpar la ilegalidad y la corrupción sea, por tanto, fuerte como el viento que, soplando desde el norte, barre las costas del país. Y que se cultiven siempre la legalidad y la transparencia, que permiten erradicar la delincuencia y la criminalidad, unidas por el hecho de que no actúan a la luz del sol.

La casa europea, que se compromete a promover los valores de la justicia y de la equidad social, también está en primera línea para salvaguardar la casa más amplia, la de la creación. El ambiente en el que vivimos es un regalo del cielo, como lo reconoce el himno nacional, pidiéndole a Dios que mire la belleza de esta tierra, madre adornada con la más alta luz. Es cierto, en Malta, donde la luminosidad del paisaje alivia las dificultades, la creación se muestra como el don que, en medio de las pruebas de la historia y de la vida, recuerda la belleza de habitar la tierra. Por eso, hay que protegerla de la avidez voraz, de la codicia del dinero y de la especulación edilicia, que no sólo afectan el paisaje, sino el futuro. En cambio, el cuidado del ambiente y la justicia social preparan el porvenir, y son excelentes caminos para que los jóvenes se apasionen por la buena política, sustrayéndolos a las tentaciones del desinterés y de la falta de compromiso.

El viento del norte a menudo se mezcla con el que sopla del oeste. Este país europeo, particularmente en su juventud, comparte, en efecto, los estilos de vida y de pensamiento occidentales. De esto proceden grandes bienes -pienso, por ejemplo, en los valores de la libertad y de la democracia-, pero también riesgos que es necesario vigilar, para que el afán de progreso no lleve a apartarse de las raíces. Malta es un maravilloso “laboratorio de desarrollo orgánico”, donde progresar no significa cortar las raíces con el pasado en nombre de una falsa prosperidad dictada por las ganancias y las necesidades creadas por el consumismo, así como por el derecho de tener cualquier derecho. Para un desarrollo sano es importante conservar la memoria y tejer respetuosamente la armonía entre las generaciones, sin dejarse absorber por homologaciones artificiales y colonizaciones ideológicas, que frecuentemente se suscitan, por ejemplo, en el campo de la vida, del inicio de la vida. Son colonizaciones ideológicas que van contra el derecho a la vida desde el momento de la concepción.

En el fundamento de un crecimiento sólido está la persona humana, el respeto a la vida y a la dignidad de todo hombre y de toda mujer. Conozco el compromiso de los malteses por abrazar y proteger la vida. Ya en los Hechos de los Apóstoles ustedes se distinguían por salvar a mucha gente. Los animo a seguir defendiendo la vida desde el inicio hasta su fin natural, pero también a protegerla en todo momento del descarte y del abandono. Pienso especialmente en la dignidad de los trabajadores, de los ancianos y de los enfermos. Y en los jóvenes, que corren el peligro de desperdiciar el bien inmenso que son, persiguiendo espejismos que dejan tanto vacío interior. Es lo que provocan el consumismo exacerbado, la cerrazón ante las necesidades de los demás y la plaga de la droga, que sofoca la libertad creando dependencia. ¡Protejamos la belleza de la vida!

Continuando con la rosa de los vientos, miramos al sur. Desde allí llegan tantos hermanos y hermanas en busca de esperanza. Quisiera agradecer a las autoridades y a la población por la acogida que les ofrecen en nombre del Evangelio, de la humanidad y del sentido de hospitalidad típico de los malteses. Según la etimología fenicia, Malta significa “puerto seguro”. Sin embargo, ante la creciente afluencia de los últimos años, los temores y las inseguridades han provocado desánimo y frustración. Para afrontar de una manera adecuada la compleja cuestión migratoria es necesario situarla dentro de perspectivas más amplias de tiempo y de espacio. De tiempo: el fenómeno migratorio no es una circunstancia del momento, sino que marca nuestra época; lleva consigo las deudas de injusticias pasadas, de tanta explotación, de los cambios climáticos yde los desventurados conflictos cuyas consecuencias hay que pagar. Desde el sur, pobre y poblado, multitud de personas se trasladan hacia el norte más rico. Es un hecho que no se puede rechazar con cerrazones anacrónicas, porque en el aislamiento no habrá prosperidad ni integración. Asimismo, hay que considerar el espacio. La expansión de la emergencia migratoria -pensemos en los refugiados de la martirizada Ucrania actualmente- exige respuestas amplias y compartidas. No pueden cargar con todo el problema sólo algunos países, mientras otros permanecen indiferentes. Y países civilizados no pueden sancionar por interés propio acuerdos turbios con delincuentes que esclavizan a las personas. Desgraciadamente esto sucede. El Mediterráneo necesita la corresponsabilidad europea, para convertirse nuevamente en escenario de solidaridad y no ser la avanzada de un trágico naufragio de civilizaciones. El mare nostrum no puede convertirse en el mayor cementerio de Europa.

Y a propósito de naufragio, pienso en san Pablo, que en el curso de su última travesía en el Mediterráneo llegó a estas costas de manera inesperada y fue socorrido. Después, mordido por una víbora, pensaron que era un asesino; pero luego, al ver que no le pasó nada malo, fue en cambio considerado un dios (cf. Hch 28,3-6). Entre las exageraciones de los dos extremos se escapaba la evidencia principal: Pablo era un hombre, necesitado de acogida. La humanidad está ante todo y recompensa en todo. Lo enseña este país, cuya historia se ha visto beneficiada por la llegada forzosa del apóstol náufrago. En nombre del Evangelio que él vivió y predicó, ensanchemos el corazón y descubramos la belleza de servir a los necesitados. Sigamos por este camino.Hoy, mientras prevalece el miedo y “la narrativa de la invasión”, y el objetivo principal parece ser la tutela de la propia seguridad a cualquier costo, ayudémonos a no ver al migrante como una amenaza y a no ceder a la tentación de alzar puentes levadizos y de erigir muros. El otro no es un virus del que hay que defenderse, sino una persona que hay que acoger, y «el ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88). ¡No dejemos que la indiferencia desvanezca el sueño de vivir juntos! Ciertamente, acoger supone esfuerzo y exige renuncias. También le ocurrió a san Pablo: para ponerse a salvo primero tuvo que sacrificar los bienes de la nave (cf. Hch 27,38). Pero son santas las renuncias que se hacen por un bien más grande, por la vida del hombre, que es el tesoro de Dios.

Por último, está el viento proveniente del este, que a menudo sopla al amanecer. Homero lo llamaba “Euro” (cf. La Odisea, Canto V). Pero, precisamente del este de Europa, del Oriente, donde surge antes la luz, han llegado las tinieblas de la guerra. Pensábamos que las invasiones de otros países, los brutales combates en las calles y las amenazas atómicas fueran oscuros recuerdos de un pasado lejano. Pero el viento gélido de la guerra, que sólo trae muerte, destrucción y odio, se ha abatido con prepotencia sobre la vida de muchos y los días de todos. Y mientras una vez más algún poderoso, tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de intereses nacionalistas, provoca y fomenta conflictos, la gente común advierte la necesidad de construir un futuro que, o será juntos, o no será. Ahora, en la noche de la guerra que ha caído sobre la humanidad -por favor- no hagamos que desaparezca el sueño de la paz.

Malta, que resplandece con luz propia en el corazón del Mediterráneo, puede inspirarnos, porque es urgente devolver la belleza al rostro del hombre, desfigurado por la guerra. Hay una hermosa estatua mediterránea datada siglos antes de Cristo que representa a la paz, Irene, como una mujer que tiene en brazos a Pluto, la riqueza. Nos recuerda que la paz produce bienestar y la guerra solamente pobreza, y nos hace pensar el hecho de que en la estatua la paz y la riqueza se representen como una mamá que tiene en brazos un bebé. La ternura de las madres, que dan la vida al mundo, y la presencia de las mujeres son la verdadera alternativa a la lógica perversa del poder, que conduce a la guerra. Necesitamos compasión y cuidados, no visiones ideológicas y populismos que se alimentan de palabras de odio y no se preocupan de la vida concreta del pueblo, de la gente común.

Hace más de sesenta años, en un mundo amenazado por la destrucción, donde las leyes eran dictadas por las contraposiciones ideológicas y la férrea lógica de las coaliciones, desde la cuenca mediterránea se elevó una voz contracorriente, que a la exaltación de la propia parte opuso un impulso profético en nombre de la fraternidad universal. Era la voz de Giorgio La Pira, que dijo: «La coyuntura histórica que vivimos, el choque de intereses e ideologías que sacuden a la humanidad, presa de un increíble infantilismo, restituyen al Mediterráneo una responsabilidad capital: definir nuevamente las normas de una Medida donde el hombre, abandonado al delirio y a la desmesura, pueda reconocerse» (Intervención en elCongreso Mediterráneo de la Cultura,19 febrero 1960). Son palabras actuales; podemos repetirlas porque tienen una gran actualidad. Cuánto necesitamos una “medida humana” frente a la agresividad infantil y destructiva que nos amenaza, frente al riesgo de una “guerra fría ampliada” que puede sofocar la vida de pueblos y generaciones enteros. Ese “infantilismo”, lamentablemente, no ha desaparecido. Vuelve a aparecer prepotentemente en las seducciones de la autocracia, en los nuevos imperialismos, en la agresividad generalizada, en la incapacidad de tender puentes y de comenzar por los más pobres. Hoy es muy difícil pensar con la lógica de la paz. Nos hemos habituado a pensar con la lógica de la guerra.Es aquí donde comienza a soplar el viento gélido de la guerra, que también esta vez ha sido alimentado a lo largo de los años. Sí, la guerra se fue preparando desde hace mucho tiempo, con grandes inversiones y comercio de armas. Y es triste ver cómo el entusiasmo por la paz, que surgió después de la segunda guerra mundial, se haya debilitado en los últimos decenios, así como el camino de la comunidad internacional, con pocos poderosos que siguen adelante por cuenta propia, buscando espacios y zonas de influencia. Y, de este modo, no sólo la paz, sino tantas grandes cuestiones, como la lucha contra el hambre y las desigualdades han sido de hecho canceladas de las principales agendas políticas.

Pero la solución a las crisis de cada uno es hacerse cargo de las de todos, porque los problemas globales requieren soluciones globales. Ayudémonos a escuchar la sed de paz de la gente, trabajemos para poner las bases de un diálogo cada vez más amplio, volvamos a reunirnos en conferencias internacionales por la paz, donde el tema central sea el desarme, con la mirada dirigida a las generaciones que vendrán. Y que los cuantiosos recursos que siguen siendo destinados a los armamentos se empleen en el desarrollo, la salud y la alimentación.

En fin, mirando todavía hacia el este, quisiera dirigir un pensamiento al vecino Oriente Medio, que se refleja en la lengua de este país, que se armoniza con otras, como recordando la capacidad de los malteses de generar convivencias benéficas, en una suerte de coexistencia de las diferencias. Esto es lo que necesita Oriente Medio: el Líbano, Siria, Yemen y otros contextos destrozados por los problemas y la violencia. Que Malta, corazón del Mediterráneo, siga haciendo palpitar el latido de la esperanza, el cuidado de la vida, la acogida del otro, el anhelo de paz, con la ayuda de Dios, cuyo nombre es paz.

¡Que Dios bendiga a Malta y a Gozo!

Francisco