Viernes 19 de abril de 2024

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VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO Y A SUDÁN DEL SUR
(Peregrinación ecuménica de paz a Sudán del Sur)
(31 DE ENERO AL 5 DE FEBRERO DE 2023]

Me alegra estar en esta tierra que llevo en el corazón. Le agradezco, señor presidente, las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente a cada uno de ustedes y, a través de ustedes, a todas las mujeres y a los hombres que habitan en este joven y querido país. Vengo como peregrino de reconciliación, con el sueño de acompañarles en su camino de paz, un camino tortuoso, pero que ya no puede ser postergado. No he llegado solo, porque en la paz, como en la vida, se camina juntos. Me encuentro ante ustedes con dos hermanos, el Arzobispo de Canterbury y el Moderador de la Asamblea general de la Iglesia de Escocia, a los que agradezco lo que nos acaban de decir. Juntos, tendiéndoles la mano, nos presentamos a ustedes y a este pueblo en el nombre de Jesucristo, Príncipe de la paz.

Nos hemos embarcado en esta peregrinación ecuménica de paz después de haber escuchado el grito de todo un pueblo que, con gran dignidad, llora por la violencia que sufre, por la constante inseguridad, por la pobreza que lo golpea y por los desastres naturales que lo atormentan. Son años de guerras y conflictos que parecen no tener fin, incluso recientemente se han verificado violentos enfrentamientos, mientras que los procesos de reconciliación y las promesas de paz permanecen incumplidas. Que este sufrimiento extenuante no sea en vano; que la paciencia y los sacrificios del pueblo sursudanés, de esta gente joven, humilde y valiente, interpelen a todos y, que como semillas que en la tierra dan vida a la planta, vean nacer brotes de paz que den fruto.

Aquí abundan los frutos y la vegetación gracias al gran río que atraviesa el país. Lo que el antiguo historiador Heródoto decía de Egipto, es decir, que era un “don del Nilo”, vale también para Sudán del Sur. Verdaderamente, como se dice aquí, esta es una “tierra de gran abundancia”. Quisiera por tanto dejarme transportar por la imagen del gran río que atraviesa este país reciente, pero con una historia antigua. Durante siglos los exploradores se han adentrado en el territorio en que nos encontramos para remontar el Nilo Blanco en búsqueda de las fuentes del río más largo del mundo. Quisiera comenzar mi itinerario con ustedes partiendo precisamente de la búsqueda de las fuentes de nuestra convivencia. Porque esta tierra, que abunda de muchos bienes en el subsuelo, pero, sobre todo, en los corazones y en las mentes de sus habitantes, necesita volver a apagar su sed en fuentes frescas y vitales.

Distinguidas autoridades, ustedes son esas fuentes, las fuentes que riegan la convivencia común, los padres y las madres de este país niño. Ustedes están llamados a regenerar la vida social, como fuentes límpidas de prosperidad y de paz, porque esto es lo que necesitan los hijos de Sudán del Sur: padres, no patrones; pasos decididos hacia el desarrollo, no continuas caídas. Que los años sucesivos al nacimiento del país, marcados por una infancia herida, dejen paso a un crecimiento pacífico. Ilustres autoridades, vuestros “hijos” y la historia misma les recordarán si hacen el bien a esta población, que les has sido confiada para servirla. Las generaciones futuras honrarán o borrarán la memoria de sus nombres en base a cuanto ustedes hagan ahora, porque, así como el río deja las fuentes para comenzar su curso, también el curso de la historia dejará atrás a los enemigos de la paz y dará renombre a quienes trabajaron por la paz. En efecto, lo enseña la Escritura, «el que busca la paz tendrá una descendencia» (Sal 37,37).

La violencia, sin embargo, hace retroceder el curso de la historia. El mismo Heródoto mostraba el trastorno generacional, señalando cómo en la guerra no son los hijos quienes entierran a los padres, sino los padres los que entierran a los hijos (cf. Historias I, 87). Para que esta tierra no quede reducida a un cementerio, sino que vuelva a ser un jardín floreciente, les ruego, de todo corazón, que acojan una palabra sencilla, que no es mía, sino de Cristo. Él la pronunció precisamente en un jardín, en el Getsemaní, cuando, ante el discípulo que había desenvainado la espada, dijo: «Basta» (Lc 22,51). Señor Presidente, señores Vicepresidentes, en nombre de Dios, del Dios al que juntos rezamos en Roma; del Dios manso y humilde de corazón (cf. Mt 11,29), en el que mucha gente de vuestro país cree, ha llegado la hora de decir basta, sin condiciones y sin “peros”. Basta ya de sangre derramada, basta de conflictos, basta de agresiones y acusaciones recíprocas sobre quien haya sido culpable, basta de dejar al pueblo sediento de paz. Basta de destrucción, es la hora de la construcción. Hay que dejar atrás el tiempo de la guerra y propiciar un tiempo de paz.

Volvamos a las fuentes del río, al agua que simboliza la vida. En las fuentes de este país encontramos otra palabra, que designa el curso emprendido por el pueblo sursudanés el 9 de julio de 2011: República. Pero, ¿qué quiere decir ser una república? Significa reconocerse como realidad pública, es decir, afirmar que el Estado es de todos; y, por tanto, que quien, en su seno, asume responsabilidades mayores, presidiéndolo y gobernándolo, está obligado a ponerse al servicio del bien común. Este es el propósito de la autoridad: servir a la comunidad. La tentación que está siempre al acecho es servirse de ella para alcanzar los propios intereses. No basta por tanto llamarse República; es necesario serlo, a partir de los bienes primarios. Que los abundantes recursos, con los que Dios ha bendecido esta tierra, no se reserven a unos pocos, sino que sean prerrogativa de todos, y que los planes de reactivación económica se correspondan con proyectos dirigidos a una igual distribución de las riquezas.

Para la vida de la República es fundamental el desarrollo democrático. Este tutela la benéfica distribución de los poderes públicos, de modo que, por ejemplo, quien administra la justicia pueda ejercitarla sin condicionamientos por parte de quien legisla o gobierna. La democracia presupone, además, el respeto de los derechos humanos, custodiados por la ley y por su aplicación, y específicamente presupone la libertad de expresar las propias ideas. En efecto, es necesario recordar que no hay paz sin justicia (cf. S. JUAN PABLO II, Mensaje para la celebración de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2002), pero también que no hay justicia sin libertad. Por tanto, se debe conceder a cada ciudadano y ciudadana la posibilidad de disponer del don único e irrepetible de la existencia con los medios adecuados para realizarlo. Como escribía el Papa Juan, el hombre tiene «derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida» (S. JUAN XIII, Carta enc. Pacem in terris, 11).

El río Nilo, dejando las fuentes, después de haber atravesado algunas zonas escarpadas que crean cascadas y rápidos, una vez que entra en la llanura sursudanesa, precisamente en los alrededores de Yuba, se hace navegable, para después adentrarse en zonas más pantanosas. Análogamente, espero que el itinerario de paz de la República no proceda entre altos y bajos, sino que, desde esta capital, se vuelva transitable, sin quedarse empantanado en la inercia. Amigos, es tiempo de pasar de las palabras a los hechos. Es tiempo de pasar página; es tiempo de compromiso en favor de una transformación que es urgente y necesaria. El proceso de paz y de reconciliación requiere un nuevo impulso. Que se entienda y se lleve adelante el acuerdo de paz, así como la hoja de ruta. En un mundo marcado por las divisiones y los conflictos, este país acoge una peregrinación ecuménica de paz, que constituye una rareza; ojalá represente un cambio de marcha, la ocasión para que Sudán del Sur vuelva a navegar por aguas tranquilas, reanudando el diálogo sin falsedades y oportunismos. Que sea para todos una ocasión para relanzar la esperanza; que cada ciudadano pueda comprender que ya no es tiempo de dejarse llevar por las aguas malsanas del odio, del tribalismo, del regionalismo y de las diferencias étnicas; es tiempo de navegar juntos hacia el futuro.

El cauce del gran río nos sigue ayudando, sugiriéndonos la modalidad. En su recorrido, junto al lago, no se une a otro río, dando vida al denominado Nilo Blanco. La límpida claridad de las aguas brota, por tanto, del encuentro. Este es el camino: respetarse, conocerse y dialogar. Porque, si detrás de cada agresión hay rabia y rencor, y detrás de cada rabia y rencor está el recuerdo de heridas, humillaciones y errores que no se han sanado, la única ruta para salir de ahí es el encuentro: acoger a los demás como hermanos y darles su espacio, incluso sabiendo dar un paso atrás. Esta actitud, esencial para los procesos de paz, es indispensable también para el desarrollo cohesionado de la sociedad. Y para pasar de la barbarie del enfrentamiento al civismo del encuentro es decisivo el papel que pueden y quieren realizar los jóvenes. Que se les aseguren por ello espacios de libertad y de encuentro donde reunirse y debatir; y donde puedan hacerse cargo, sin miedo, del futuro que les pertenece. Que se involucre más, incluso en los procesos políticos y decisionales, también a las mujeres, las madres, que saben cómo se genera y se conserva la vida. Que haya respeto hacia ellas, porque quien comete violencia contra una mujer, la comete contra Dios, que de una mujer tomó la carne.

Cristo, el Verbo encarnado, nos ha enseñado que cuanto más pequeños nos hacemos, dando espacio a los demás y acogiendo a cada prójimo como a un hermano, más grandes somos a los ojos del Señor. La joven historia de este país, desgarrado por los enfrentamientos étnicos, necesita reencontrar la mística del encuentro, la gracia de la comunidad. Es necesario mirar más allá de los grupos y de las diferencias para caminar como un único pueblo, en el que, como sucede en el Nilo, los distintos afluentes traigan riquezas. Fue precisamente a través del río que los primeros misioneros, hace más de un siglo, llegaron a estas costas; a ellos se unieron con el tiempo muchos cooperantes. A todos ellos quisiera agradecerles la hermosa obra que realizan. Pero también pienso en los misioneros, que lamentablemente encuentran la muerte mientras siembran la vida. No los olvidemos y no dejemos de garantizarles a ellos y a los cooperantes la necesaria seguridad; ni de respaldar sus obras de bien con los apoyos necesarios, de modo que el río del bien siga fluyendo.

Con todo, un gran río puede a veces desbordarse y provocar desastres. En esta tierra, lamentablemente, lo han experimentado muchas víctimas de inundaciones, a las que expreso mi cercanía, invitando a que no se les prive de las ayudas oportunas. Las calamidades naturales recuerdan una creación herida y destrozada, que de ser fuente de vida puede convertirse en amenaza de muerte. Es necesario hacerse cargo, con una mirada amplia, que tenga en el punto de mira a las generaciones futuras. Pienso, en particular, en la necesidad de combatir la deforestación causada por el afán de conseguir más ganancias.

Para prevenir los desbordamientos de un río es necesario mantener limpio su lecho. Dejando de lado la metáfora, la limpieza que el curso de la vida social necesita es la lucha contra la corrupción. Tráficos inicuos de dinero, tramas ocultas para enriquecerse, negocios clientelares, falta de transparencia: este es el fondo contaminado de la sociedad humana, que impide que los recursos necesarios lleguen donde es más necesario; en primer lugar, para combatir la pobreza, que constituye el terreno fértil en el que se enraízan odios, divisiones y violencia. La urgencia de un país civilizado es hacerse cargo de sus ciudadanos, en particular de los más frágiles y desfavorecidos. Pienso sobre todo en los millones de desplazados que viven aquí. Cuántos de ellos han tenido que dejar su casa y se encuentran relegados en los márgenes de la vida luego de enfrentamientos y migraciones forzadas.

Con el fin de que las aguas de vida no se transformen en peligros de muerte es fundamental dotar a un río de diques adecuados. Esto vale también para la convivencia humana. En primer lugar, debe detenerse el tráfico de armas que, a pesar de las prohibiciones, continúan llegando a muchos países de la zona y también a Sudán del Sur. Aquí se necesitan muchas cosas, pero ciertamente no hay ninguna necesidad de más instrumentos de muerte. Otros diques son imprescindibles para garantizar el curso de la vida social; me refiero al desarrollo de adecuadas políticas sanitarias; a la necesidad de infraestructuras vitales; y, de modo especial, al papel primordial de la alfabetización y de la instrucción, único camino para que los hijos de esta tierra tomen las riendas de su futuro. Ellos, como todos los niños de este continente y del mundo, tienen derecho a crecer teniendo en sus manos cuadernos y juguetes, y no herramientas de trabajo y armas.

El Nilo Blanco, finalmente, deja Sudán de Sur, atraviesa otros estados, se encuentra con el Nilo Azul y llega al mar. El río no conoce fronteras, sino que une territorios. De modo similar, para alcanzar un desarrollo adecuado es esencial, hoy más que nunca, cultivar las relaciones positivas con otros países, comenzando por los circundantes. Pienso también en la preciosa contribución de la comunidad internacional en lo que respecta a este país. Expreso mi reconocimiento por el esfuerzo dirigido a favorecer la reconciliación y el desarrollo del mismo. Estoy convencido de que, para aportar subsidios provechosos, es indispensable una comprensión real de las dinámicas y de los problemas sociales. No basta observarlos y denunciarlos desde el exterior; es necesario implicarse, con paciencia y determinación y, más en general, resistir la tentación de imponer modelos prestablecidos que, por el contrario, son extraños a la realidad local. Como dijo San Juan Pablo II hace treinta años en Sudán: «Hay que hallar soluciones africanas para los problemas africanos» (Discurso durante la ceremonia de bienvenida, 10 febrero 1993).

Señor presidente, distinguidas autoridades, siguiendo el itinerario del Nilo he querido adentrarme en el camino de este país que es tan joven como querido. Sé que algunas de mis expresiones pueden haber sido francas y directas, pero les ruego que crean que esto nace sólo del afecto y de la preocupación con la que sigo vuestras vicisitudes, junto a los hermanos con los que he venido hoy aquí, peregrino de paz. Deseamos ofrecerles de corazón nuestra plegaria y nuestro respaldo para que Sudán del Sur se reconcilie y cambie de ruta; para que su curso vital no se detenga ante el aluvión de la violencia, obstaculizado por los cenagales de la corrupción ni frustrado por el desbordamiento de la pobreza. El Señor del cielo, que ama esta tierra, le conceda un nuevo tiempo de paz y de prosperidad. Que Dios bendiga la República de Sudán del Sur.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO Y A SUDÁN DEL SUR
(Peregrinación ecuménica de paz a Sudán del Sur)
(31 DE ENERO AL 5 DE FEBRERO DE 2023]

Queridos hermanos obispos, ¡buenos días!

Me alegra encontrarme con ustedes y les agradezco de corazón la calurosa acogida. Gracias a Mons. Utembi Tapa por el saludo que me ha dirigido y por haberles dado voz con sus palabras: les agradezco cómo anuncian con valentía el consuelo del Señor, caminando en medio del pueblo, compartiendo sus fatigas y sus esperanzas.

Ha sido hermoso para mí pasar estos días en vuestra tierra, que con su gran selva representa el “corazón verde” de África, un pulmón para el mundo entero. La importancia de este patrimonio ecológico nos recuerda que estamos llamados a conservar la belleza de la creación y a defenderla de las heridas causadas por el egoísmo rapaz. Pero esta inmensa extensión verde que es vuestra selva, es también una imagen que habla a nuestra vida cristiana. Como Iglesia necesitamos respirar el aire puro del Evangelio, expulsar el aire contaminado de la mundanidad y custodiar el corazón joven de la fe. Así imagino a la Iglesia africana y así veo a esta Iglesia congoleña, una Iglesia joven, dinámica, alegre, animada por el anhelo misionero, por el anuncio de que Dios nos ama y de que Jesús es el Señor. Vuestra Iglesia está presente en la historia concreta de este pueblo, enraizada de modo capilar en la realidad, protagonista de la caridad; una comunidad capaz de atraer y contagiar con su entusiasmo y, por tanto, al igual que vuestras selvas, con mucho “oxígeno”. ¡Gracias por ser un pulmón que da aliento a la Iglesia universal!

Es desagradable comenzar un párrafo con la palabra “lamentablemente”, pero debo hacerlo. Lamentablemente, sé bien que la comunidad cristiana de esta tierra tiene también otra fisonomía. En efecto, vuestro rostro joven, luminoso y hermoso está surcado por el dolor y la fatiga, marcado a veces por el miedo y el desaliento. Es el rostro de una Iglesia que sufre por su pueblo, es un corazón en el que palpita intensamente la vida de la gente con sus alegrías y tribulaciones. Es una Iglesia signo visible de Cristo que, aún hoy, es rechazado, condenado y despreciado en tantos crucificados del mundo, y llora nuestras mismas lágrimas. Es una Iglesia que, como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo.

Con ustedes, hermanos, veo a Jesús que sufre en la historia de este pueblo, pueblo crucificado, pueblo oprimido, devastado por una violencia que no perdona, marcado por el dolor inocente, obligado a convivir con las aguas turbias de la corrupción y la injusticia que contaminan la sociedad; y que sufre la pobreza en tantos de sus hijos. Pero veo al mismo tiempo a un pueblo que no ha perdido la esperanza, que abraza con entusiasmo la fe y mira a sus Pastores, que sabe volver al Señor y confiar en sus manos, porque la paz que anhela, sofocada por la explotación, por egoísmos de grupos, por el veneno de los conflictos y las verdades manipuladas, pueda finalmente llegar como un don de lo alto.

Cabe preguntarse, ¿cómo ejercer el ministerio en esta situación? Pensando en ustedes, pastores del Pueblo santo de Dios, me vino a la mente la historia de Jeremías, un profeta llamado a vivir su misión en un momento dramático de la historia de Israel, en medio de injusticias, abominaciones y sufrimientos. Él gastó su vida para anunciar que Dios nunca abandona a su pueblo y lleva adelante proyectos de paz incluso en las situaciones que parecen perdidas e irrecuperables. Pero este anuncio consolador de fe, Jeremías lo vivió ante todo en su persona, él fue el primero en experimentar la cercanía de Dios. Sólo así pudo llevar a los demás una valiente profecía de esperanza. También vuestro ministerio episcopal vive entre estas dos dimensiones, de las que quisiera hablarles: la cercanía de Dios y la profecía para el pueblo.

Ante todo, quisiera invitarlos a que se dejen abrazar y consolar por la cercanía de Dios. Él está cerca nuestro. La primera palabra que el Señor dirige a Jeremías es esta: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía» (Jr 1,5). Es una declaración de amor que Dios esculpe en el corazón de cada uno de nosotros, que nadie puede borrar y que, en medio de las tormentas de la vida, es una fuente de consuelo. Para nosotros, que hemos recibido la llamada a ser pastores del Pueblo de Dios, es importante estar cimentados en esta cercanía del Señor, “estructurarnos en la oración”, estando horas delante de Él. Sólo así se acerca al Buen Pastor el pueblo que nos ha encomendado y sólo así nos convertiremos verdaderamente en pastores, pues nosotros, sin Él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Seríamos empresarios, “maestros”, pero no seguiríamos la vocación del Señor. Sin Él no podemos hacer nada. Que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder. Ese feo espíritu del “carrerismo”. Y, sobre todo, que no entre el espíritu de la mundanidad, que nos hace interpretar el ministerio según criterios de beneficio personal, que nos vuelven fríos y alejados de la administración de cuanto nos ha sido confiado, que nos lleva a servirnos del rol antes que a servir a los demás, y a no cuidar más esa relación indispensable, la de la oración humilde y cotidiana. No olvidemos que la mundanidad es lo peor que le puede suceder a la Iglesia, es lo peor. Siempre me ha impactado ese final del libro del cardenal De Lubac sobre la Iglesia, las últimas tres, cuatro páginas, donde dice que la mundanidad espiritual es lo peor que puede suceder, peor aún que la época de los Papas mundanos y concubinarios. Es peor. Y la mundanidad está siempre al acecho. ¡Estemos atentos!

Queridos hermanos obispos, cuidemos la cercanía con el Señor para ser sus testigos creíbles y portavoces de su amor ante el pueblo. Él quiere ungirlo a través de nosotros con el aceite de la consolación y de la esperanza. Son ustedes la voz con la que Dios quiere decir a los congoleses: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios» (Dt 7,6). El anuncio del Evangelio, la animación de la vida pastoral y la guía del pueblo no pueden resolverse con principios distantes de la realidad de la vida cotidiana, sino que deben tocar las heridas y comunicar la cercanía divina, para que las personas descubran su dignidad de hijos de Dios y aprendan a caminar con la frente en alto, sin agachar la cabeza ante las humillaciones y las opresiones. Por medio de ustedes este pueblo tiene la gracia de sentir dirigidas a él palabras similares a las que el Señor dijo a Jeremías: «Eres un pueblo bendito, antes de formarte yo ya te había pensado, conocido, amado». Si cultivamos la cercanía con Dios, nos sentimos impulsados hacia el pueblo y sentiremos siempre compasión por aquellos que nos son confiados. Esa actitud de la compasión, que no es un sentimiento; es un sufrir con. Animados y fortalecidos por el Señor, nos hacemos, a su vez, instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión. De manera que la cercanía con Dios da profetas para el pueblo, capaces de sembrar la Palabra que salva en la historia herida de la propia tierra.

Y para adentrarnos en este segundo punto, la profecía para el pueblo, miremos de nuevo la experiencia de Jeremías. Después de haber recibido la Palabra amorosa y consoladora de Dios, está llamado a ser «profeta para las naciones» (Jr 1,5), enviado para llevar luz en la oscuridad, para dar testimonio en un contexto de violencia y corrupción. Y Jeremías, que devora la Palabra del Señor, pues es para él gozo y alegría del corazón (cf. Jr 15,16), confiesa que esa misma Palabra siembra en él una inquietud imposible de suprimir, y lo conduce a encontrarse con otros para que sean abrazados por la presencia de Dios. «Pero había en mi corazón —escribe— como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9). No podemos retener sólo para nosotros la Palabra de Dios, no podemos contener su fuerza; es un fuego que quema nuestra apatía y enciende en nosotros el deseo de iluminar a quien está en la oscuridad. La Palabra de Dios es un fuego que quema por dentro y que nos empuja a salir. Esta es nuestra identidad episcopal: encendidos por el fuego de la Palabra de Dios, en salida hacia el Pueblo de Dios, con celo apostólico.

Pero -podríamos preguntarnos-, ¿en qué consiste este anuncio profético de la Palabra, este ardor? Al profeta Jeremías el Señor le dice: «Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar» (Jr 1,9-10). Son verbos fuertes: primero arrancar y derribar, para luego poder edificar y plantar. Se trata de colaborar en favor de una historia nueva que Dios desea construir en un mundo de perversión e injusticia. Así que también ustedes están llamados a seguir alzando su voz profética, para que las conciencias se sientan interpeladas y cada uno pueda ser protagonista y responsable de un futuro diferente. Por tanto, es necesario arrancar las plantas venenosas del odio y el egoísmo, del rencor y la violencia; derribar los altares consagrados al dinero y a la corrupción; edificar una convivencia fundada en la justicia, la verdad y la paz; y finalmente, plantar semillas de renovación, para que el Congo del mañana sea verdaderamente el que el Señor sueña, una tierra bendecida y feliz, ya no más maltratada, oprimida ni ensangrentada.

Pero tengamos cuidado, pues no se trata de una acción política. La profecía cristiana se encarna en muchas acciones políticas y sociales, pero la tarea de los obispos y de los pastores en general no es esta. Es más bien la del anuncio de la Palabra para despertar las conciencias, para denunciar el mal, para alentar a los que están abatidos y sin esperanza. “Consuela, consuela a mi pueblo”, esa frase que resuena es una invitación del Señor: consolar al pueblo. “Consuela, consuela a mi pueblo”. Es un anuncio hecho no sólo con palabras, sino con cercanía y testimonio: cercanía, ante todo, con los sacerdotes —los sacerdotes son los más próximos a un obispo—, escucha de los agentes pastorales, apoyo al espíritu sinodal para trabajar juntos. Y testimonio, porque los pastores, primero y en todo, deben ser creíbles, y en particular al cultivar la comunión, en la vida moral y en la administración de los bienes. En este sentido, es esencial saber construir armonía, sin subirse a pedestales, sin asperezas, sino dando buen ejemplo con el sostén y perdón mutuos, trabajando juntos, como modelos de fraternidad, de paz y de sencillez evangélica. Que nunca suceda que, mientras el pueblo sufre de hambre, se diga de ustedes: “a aquellos no les importa y se va uno a su campo, otro a su negocio” (cf. Mt 22,5). No, por favor, los negocios dejémoslos fuera de la viña del Señor. Un pastor no puede ser un hombre de negocios, ¡no puede! Seamos pastores y servidores del pueblo de Dios, no administradores de cosas, no hombres de negocios, ¡pastores! La administración del obispo debe ser la del pastor: delante del rebaño, en medio del rebaño, detrás del rebaño. Delante del rebaño para indicar el camino; en medio del rebaño para sentir su olor y no perderlo; detrás del rebaño para ayudar a los que van más despacio, y también para dejar al rebaño un poco solo y ver dónde encuentra pastos. El pastor tiene que moverse en estas tres direcciones.

Queridos hermanos obispos, he compartido con ustedes lo que sentía en mi corazón, es decir, cultivar la cercanía con el Señor para ser signos proféticos de su compasión por el pueblo. Les ruego que no descuiden el diálogo con Dios y no dejen que el fuego de la profecía se extinga por cálculos o ambigüedades con el poder, ni tampoco por la vida tranquila o por la rutina. Ante el pueblo que sufre y ante la injusticia, el Evangelio nos pide alzar la voz. Cuando alzamos la voz, según Dios, nos arriesgamos. Un hermano de ustedes lo hizo, el siervo de Dios Mons. Christophe Munzihirwa, pastor valiente y voz profética, que protegió a su pueblo ofreciendo su vida. El día antes de morir envió un mensaje a todos, diciendo: “En estos días, ¿qué más podemos hacer? Permanezcamos firmes en la fe. Confiemos en que Dios no nos abandonará y que de alguna parte surgirá para nosotros un pequeño destello de esperanza. Dios no nos abandonará si nos comprometemos a respetar la vida de nuestros vecinos, sea cual sea la etnia a la que pertenecen”. El día después fue asesinado en una plaza de la ciudad, pero su semilla, plantada en esta tierra, junto a la de muchos otros, dará fruto. Es bueno recordar, con gratitud, a los grandes pastores que marcaron la historia de vuestro país y de vuestra Iglesia; que los evangelizaron y precedieron en la fe. Hermanos, ellos son vuestras raíces, que los robustecen en el ardor evangélico. Pienso en el bien que me ha hecho conocer al cardenal Laurent Monsengwo Pasinya.

Estimados hermanos, no tengan miedo de ser profetas de esperanza para el pueblo, voces armónicas de la consolación del Señor, testigos y anunciadores gozosos del Evangelio, apóstoles de la justicia, samaritanos de la solidaridad; testigos de misericordia y reconciliación en medio de la violencia desencadenada no sólo por la explotación de los recursos y por los conflictos étnicos y tribales, sino también y sobre todo, por la fuerza oscura del maligno, enemigo de Dios y del hombre. Pero no se desanimen nunca, el Crucificado ha resucitado, Jesús vence, es más, ya ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33) y desea resplandecer en ustedes, en vuestra valiosa labor, en vuestra semilla fecunda de paz. Hermanos, quiero agradecerles vuestro servicio, vuestro celo pastoral y vuestro testimonio.

Llegando ya al final de este viaje, quisiera expresarles mi agradecimiento a todos ustedes y a cuantos lo han preparado. Tuvieron la paciencia de esperar un año, ¡qué buenos son! Gracias por esto. Tuvieron que trabajar el doble, porque la primera vez la visita fue cancelada, pero yo sé que son misericordiosos con el Papa. De verdad, gracias. El próximo mes de junio van a celebrar en Lubumbashi el Congreso Eucarístico Nacional. Jesús está verdaderamente presente y operante en la Eucaristía; ahí da paz y restaura, consuela y une, ilumina y transforma; ahí inspira, sostiene y hace eficaz su ministerio. Que la presencia de Jesús, pastor manso y humilde de corazón, vencedor del mal y de la muerte, transforme este gran país y sea siempre vuestra alegría y vuestra esperanza. Los bendigo de corazón.

Quisiera agregar una sola cosa: dije “sean misericordiosos”. La misericordia. Perdonar siempre. Cuando un fiel viene a confesarse, viene a pedir perdón, viene a pedir la caricia del Padre. Y nosotros, con el dedo acusador: “¿Cuántas veces? ¿Y cómo lo has hecho?”. No, esto no. Perdonar. Siempre. “Pero no sé… es que el código me dice…”. El código lo tenemos que observar, porque es importante, pero el corazón del pastor va más allá. Arriesguen. Por el perdón, arriesguen. Siempre. Perdonen siempre, en el Sacramento de la Reconciliación. Y así sembrarán perdón en toda la sociedad.

Los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí, porque esta tarea es un poco difícil. Pero confío en ustedes. Gracias.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO Y A SUDÁN DEL SUR
(Peregrinación ecuménica de paz a Sudán del Sur)
(31 DE ENERO AL 5 DE FEBRERO DE 2023]

Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas, queridas consagradas, queridos consagrados: buenas tardes y feliz fiesta. Me alegra encontrarme con ustedes precisamente hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, día en el cual rezamos de modo especial por la vida consagrada.

Todos, como Simeón, esperamos la luz del Señor para que ilumine las oscuridades de nuestra vida y, más aún, todos desearíamos vivir la misma experiencia que él hizo en el Templo de Jerusalén: tomar en brazos a Jesús. Tomarlo en brazos, para poder tenerlo ante los ojos y cerca del corazón.

De ese modo, poniendo a Jesús en el centro nos cambia la perspectiva sobre la vida y, aun en medio de trabajos y fatigas, nos sentimos envueltos por su luz, consolados por su Espíritu, animados por su Palabra, sostenidos por su amor.

Digo esto pensando en las palabras de bienvenida pronunciadas por el cardenal Ambongo, las cuales agradezco. Ha hablado de los «enormes desafíos» que se deben afrontar para vivir el compromiso sacerdotal y religioso en esta tierra marcada por «condiciones difíciles y frecuentemente peligrosas», y por tanto sufrimiento.

Y, sin embargo, como señalaba, también hay mucha alegría en el servicio del Evangelio y son numerosas las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Ahí está la abundancia de la gracia de Dios, que actúa precisamente en la debilidad (cf. 2 Co 12,9) y que los hace capaces, junto a los fieles laicos, de generar esperanza en las circunstancias muchas veces dolorosas, de vuestro pueblo.

Es la fidelidad de Dios la que nos da certeza de que nos acompaña incluso en las dificultades. Él, por medio del profeta Isaías, dice: «Pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa» (43,19).

He pensado proponerles algunas reflexiones que nacen, precisamente, de estas palabras de Isaías. Dios abre sus caminos en nuestros desiertos y nosotros, ministros ordenados y personas consagradas, estamos llamados a ser signo de esta promesa y a realizarla en la historia del Pueblo santo de Dios.

Pero, concretamente, ¿a qué se nos llama? A servir al pueblo como testigos del amor de Dios. Isaías nos ayuda a comprender de qué manera. Por boca del profeta, el Señor llega a su pueblo en un momento dramático, mientras los israelitas habían sido deportados a Babilonia y reducidos a la esclavitud. Movido por la compasión, Dios quiere consolarlos.

Esta parte del libro de Isaías, efectivamente, es conocida como el “Libro de la consolación”, porque el Señor dirige a su pueblo palabras de esperanza y promesas de salvación. Y lo primero que hace es recordar el vínculo de amor que lo une a su pueblo: «No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las llamas no te abrasarán» (43,1-2). 

De ese modo, el Señor se revela como Dios de la compasión y nos asegura que nunca nos dejará solos, siempre estará a nuestro lado, siendo refugio y fortaleza en las dificultades. Dios es compasivo. Los tres nombres de Dios son misericordia, compasión y ternura. Es un Dios compasivo, misericordioso y tierno.

Queridos sacerdotes y diáconos, consagradas y consagrados, seminaristas: a través de ustedes el Señor también hoy quiere ungir a su pueblo con el aceite de la consolación y de la esperanza.

Y ustedes están llamados a ser eco de esta promesa de Dios; a recordar que Él nos ha formado y a Él le pertenecemos, a animar la senda de la comunidad; y a acompañarla en la fe al encuentro de Aquel que ya camina junto a nosotros.

Dios no permite que las aguas nos sumerjan, ni que el fuego nos abrase. Sintámonos portadores de este anuncio en medio de los sufrimientos de la gente. Esto es lo que significa ser servidores del pueblo: sacerdotes, religiosas, misioneros que han experimentado la alegría del encuentro liberador con Jesús y la ofrecen a los demás.

Recordemos que, si vivimos para “servirnos” del pueblo en vez de “servir” al pueblo, el sacerdocio y la vida consagrada se vuelven estériles. No se trata de un trabajo para ganar dinero o tener una posición social, ni tampoco para resolver la situación de la familia de origen, sino que se trata de ser signos de la presencia de Cristo, de su amor incondicional; del perdón con el que quiere reconciliarnos; de la compasión con la que quiere hacerse cargo de los pobres.

Nosotros fuimos llamados para ofrecer la vida por los hermanos y las hermanas, llevándoles a Jesús, el único que cura las heridas del corazón. 

Para vivir de ese modo nuestra vocación siempre tendremos desafíos que afrontar, tentaciones que vencer. Quisiera brevemente detenerme sobre estos tres: la mediocridad espiritual, la comodidad mundana, la superficialidad. 

Ante todo, vencer la mediocridad espiritual. ¿Cómo? La Presentación del Señor, que en el Oriente cristiano se llama la “fiesta del encuentro”, nos recuerda cuál es la prioridad de nuestra vida: el encuentro con el Señor, especialmente en la oración personal, porque la relación con Él es el fundamento de nuestra acción.

No olvidemos que el secreto de todo está en la oración, porque el ministerio y el apostolado no son, en primer término, obra nuestra y no dependen sólo de los medios humanos. Y ustedes me dirán: sí, es verdad, pero los compromisos, las urgencias pastorales, los esfuerzos apostólicos, el cansancio amenazan con no dejarnos ni tiempo ni energías suficientes para la oración.

Por eso quisiera compartir algunos consejos: en primer lugar, seamos fieles a ciertos ritmos litúrgicos de oración que acompasan la jornada, desde la Misa al breviario. La celebración eucarística cotidiana es el corazón palpitante de la vida sacerdotal y religiosa.

La Liturgia de las Horas nos permite rezar con la Iglesia y de forma regular; no la descuidemos nunca. Y tampoco olvidemos la Confesión; siempre necesitamos ser perdonados para poder ofrecer misericordia. 

Otro consejo: como sabemos, no podemos limitarnos a la mera recitación protocolaria de las oraciones, sino que es necesario reservar cada día un tiempo intenso de oración, para estar con nuestro Señor, corazón con corazón.

Un momento prolongado de adoración, de meditación de la Palabra, el Santo Rosario; un encuentro íntimo con Aquel que amamos sobre todas las cosas. Además, cuando estamos en plena actividad, recurramos también a la oración del corazón, a breves “jaculatorias”, que son un tesoro, palabras de alabanza, de agradecimiento y de invocación que podemos repetir al Señor en cualquier lugar donde nos encontremos.

La oración nos hace salir del yo, nos abre a Dios, nos vuelve a poner en pie porque nos pone en sus manos; crea en nosotros el espacio para experimentar la cercanía de Dios, para que su Palabra nos sea familiar y, a través de nosotros, lo sea a todos los que encontramos.

Sin la oración no se va lejos. Finalmente, para superar la mediocridad espiritual, no nos cansemos nunca de invocar a la Virgen María, nuestra Madre, y de aprender de ella a contemplar y seguir a Jesús.

El segundo desafío es vencer la tentación de la comodidad mundana, de una vida cómoda, en la que se tienen las cosas más o menos resueltas y se sigue adelante por inercia, buscando nuestro confort y dejándonos llevar sin entusiasmo.

Pero de este modo se pierde el corazón de la misión, que es salir de los territorios del yo para ir hacia los hermanos y las hermanas ejercitando, en nombre de Dios, el arte de la cercanía. Hay un gran riesgo ligado a la mundanidad, especialmente en un contexto de pobreza y sufrimiento: el de aprovecharse del papel que tenemos para satisfacer nuestras necesidades y nuestras comodidades.

Es muy triste realmente cuando nos replegamos en nosotros mismos, convirtiéndonos en fríos burócratas del espíritu. Entonces, en vez de servir al Evangelio, nos preocupamos de gestionar las finanzas y de llevar adelante algún negocio que nos resulte ventajoso.

Hermanos y hermanas, es escandaloso cuando esto sucede en la vida de un sacerdote o de un religioso, que, por el contrario, deberían ser modelos de sobriedad y de libertad interior. En cambio, qué hermoso es mantenerse rectos en las intenciones y libres de componendas con el dinero, abrazando con alegría la pobreza evangélica y trabajando junto a los pobres.

Y qué hermoso es ser signos luminosos de disponibilidad total al Reino de Dios, viviendo el celibato. No permitamos que esos vicios, los cuales quisiéramos arrancar de los demás y de la sociedad, se encuentren bien arraigados en nosotros.Por favor, estemos alerta a la comodidad mundana. 

Por último, el tercer desafío es vencer la tentación de la superficialidad. Dado que el Pueblo de Dios espera ser alcanzado y consolado por la Palabra del Señor, se necesitan sacerdotes, religiosos, religiosas preparados, formados, apasionados por el Evangelio.

Se ha puesto un don en nuestras manos y, de nuestra parte, sería presuntuoso pensar que podemos vivir la misión a la que Dios nos ha llamado sin trabajar cada día en nosotros mismos y sin formarnos de forma adecuada, tanto en la vida espiritual como en la preparación teológica.

La gente no necesita funcionarios de lo sagrado o profesionales distantes del pueblo. Estamos obligados a entrar en el corazón del misterio cristiano, a profundizar la doctrina, a estudiar y meditar la Palabra de Dios; y al mismo tiempo a permanecer abiertos a las inquietudes de nuestro tiempo, a las preguntas cada vez más complejas de nuestra época, para poder comprender la vida y las exigencias de las personas; para entender de qué manera tomarlas de la mano y acompañarlas.

Por eso, la formación del clero no es opcional. Lo digo a los seminaristas, pero vale para todos: la formación es un camino que debe continuar siempre, toda la vida. Se llama formación permanente.

Si queremos servir al pueblo como testigos del amor de Dios, hay que afrontar estos desafíos de los que les he hablado, porque el servicio es eficaz sólo si pasa a través del testimonio. No se olviden de esta palabra: el testimonio. De hecho, después de haber pronunciado las palabras de consolación, el Señor dice por medio de Isaías: «¿Quién de entre ellos había anunciado estas cosas? ¿Quién nos predijo lo que sucedió en el pasado? Ustedes son mis testigos» (43,9.10).

Testigos, porque para ser buenos sacerdotes, diáconos, consagradas y consagrados no son suficientes las palabras y las intenciones; lo que realmente cuenta es la vida misma. Queridos hermanos y hermanas, mirándolos a ustedes doy gracias a Dios, porque son signos de la presencia de Jesús que pasa por los caminos de este país y toca la vida de la gente, las heridas de su carne. Pero todavía se necesitan jóvenes que le digan “sí” al Señor; más sacerdotes y religiosos que dejen trasparentar su belleza con la propia vida. 

En sus testimonios me recordaron cuán difícil es vivir la misión en una tierra rica de bellezas naturales y recursos, pero herida por la explotación, la corrupción, la violencia y la injusticia. Hablaron también de la parábola del buen samaritano; es Jesús que pasa por nuestros caminos y, especialmente a través de su Iglesia, se detiene y se hace cargo de las heridas de los oprimidos.

Queridos hermanos y hermanas, el ministerio al que están llamados es precisamente este: ofrecer cercanía y consolación, como una luz siempre encendida en medio de la oscuridad. Aprendamos del Señor que es cercano siempre. Y para ser hermanos y hermanas de todos, séanlo en primer lugar entre ustedes.

Testigos de fraternidad, jamás en guerra; testigos de paz, aprendiendo a superar también las particularidades de cada cultura y origen étnico, para que, como afirmó Benedicto XVI al dirigirse a los sacerdotes africanos: «vuestro testimonio de vida pacífica, por encima de los confines tribales y raciales, puede tocar los corazones» (Exhort. ap. Africae munus, 108).

Un proverbio dice: «El viento no quiebra lo que sabe plegarse». La historia de muchos pueblos de este continente ha sido, por desgracia, plegada y plagada de heridas y de violencia, y por eso, si hay un deseo que nace del corazón, es el de no tener que hacerlo más; el de no tener que someterse más a la prepotencia del más fuerte; el de no tener que abajar más la cabeza bajo el yugo de la injusticia.

Pero podemos acoger las palabras del proverbio principalmente en sentido positivo: existe un plegarse que no es sinónimo de debilidad sino de fortaleza; que significa ser flexibles, superando los rigorismos; significa cultivar una humanidad dócil, que no se cierre en el odio y en el rencor; significa estar disponibles a dejarnos cambiar, sin obstinarnos en nuestras propias ideas y posiciones.

Si nos inclinamos ante Dios, con humildad, Él nos hará como Él, obreros de la misericordia. Cuando permanecemos dóciles en las manos de Dios, Él nos modela y hace de nosotros personas reconciliadas, que saben abrirse y dialogar, acoger y perdonar, poner ríos de paz en las áridas estepas de la violencia.

Y, así, cuando soplan, impetuosos, los vientos de los conflictos y de las divisiones, estas personas no pueden ser quebrantadas, porque están llenas del amor de Dios. Sean ustedes también así, dóciles al Dios de la misericordia, sin jamás dejarse quebrantar por los vientos de las divisiones.

Gracias de corazón, hermanos y hermanas, por lo que son y lo que hacen; por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. No se desanimen, los necesitamos. Ustedes son valiosos, importantes, se lo digo en nombre de toda la Iglesia.

Deseo que sean siempre canales del consuelo del Señor y testigos gozosos del Evangelio; profecía de paz en las espirales de la violencia; discípulos del Amor dispuestos a curar las heridas de los pobres y de los que sufren.

Gracias una vez más por su servicio y por su celo pastoral. Los bendigo y los llevo en el corazón. Y ustedes, por favor, recen siempre por mí.

Francsisco

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO Y A SUDÁN DEL SUR
(Peregrinación ecuménica de paz a Sudán del Sur)
(31 DE ENERO AL 5 DE FEBRERO DE 2023]

Gracias por el cariño, por la danza y por sus palabras. Estoy feliz de haberlos mirado a los ojos, de haberlos saludado y bendecido mientras festejaban levantando sus manos al cielo.

Ahora quisiera pedirles, por unos instantes, no me miren a mí, sino miren sus manos. Abran las palmas de las manos, mírenlas atentamente. Amigos, Dios ha puesto en sus manos el don de la vida, el futuro de la sociedad y de este gran país. Hermano, hermana, ¿tus manos te parecen pequeñas y débiles, vacías e inadecuadas para tareas tan grandes? Quisiera llamar tu atención sobre un detalle: todas las manos son similares, pero ninguna es igual a la otra; nadie tiene unas manos iguales a las tuyas, por eso eres un tesoro único, irrepetible e incomparable. Nadie en la historia puede sustituirte. Pregúntate entonces, ¿para qué sirven mis manos?, ¿para construir o para destruir, para dar o para acaparar, para amar o para odiar? Ves, puedes apretar la mano y cerrarla, y se vuelve un puño; o puedes abrirla y ponerla a disposición de Dios y de los demás. Esta es la decisión fundamental, desde tiempos antiguos, desde Abel, que ofreció con generosidad los frutos de su trabajo, mientras Caín «se abalanzó sobre su hermano y lo mató» (Gn 4,8). Joven que sueñas con un futuro distinto, de tus manos nace el mañana, de tus manos puede llegar la paz que falta en este país. Pero, concretamente, ¿qué es lo que hay que hacer? Quisiera sugerirles algunos “ingredientes para el futuro”, cinco, que pueden asociar a los dedos de la mano.

Al pulgar, el dedo más cercano al corazón, corresponde la oración, que hace latir la vida. Puede parecer una realidad abstracta, lejana de los problemas tangibles. Sin embargo, la oración es el primer ingrediente, el más esencial, porque nosotros solos no somos capaces. No somos omnipotentes y, cuando alguien cree que es así, fracasa miserablemente. Es como un árbol arrancado que, aunque sea grande y robusto, no se mantiene en pie por sí mismo. Por eso, es necesario enraizarse en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios, que nos permite crecer cada día en profundidad, dar fruto y transformar la contaminación que respiramos en oxígeno vital. Para conseguirlo, cada árbol necesita un elemento simple y esencial, el agua. Y es así, la oración es “el agua del alma”, es humilde, no se ve, pero da vida. Quien reza, madura interiormente y sabe levantar la mirada hacia lo alto, acordándose que fue hecho para el cielo.

Hermano, hermana, es necesaria la oración, una oración viva. No te dirijas a Jesús como a un ser lejano y distante al que hay que tenerle miedo, sino como al mejor de los amigos, que dio la vida por ti. Él te conoce, cree en ti y te ama, siempre. Mirándolo clavado en la cruz para salvarte, comprendes cuánto vales para Él. Y puedes confiarle tus propias cruces, tus temores, tus afanes, arrojándolas sobre su cruz. Los abrazará. Lo hizo ya hace dos mil años y aquella cruz, que hoy soportas, era ya parte de la suya. No tengas miedo de tomar entre las manos el crucifijo y apretarlo contra tu pecho, derramando tus lágrimas sobre Jesús. Y no te olvides mirar su rostro, el rostro de un Dios joven, vivo, resucitado. Sí, Jesús ha vencido el mal, hizo de la cruz un puente hacia la resurrección. Entonces, levanta cada día las manos hacia Él para alabarlo y bendecirlo; grítale las esperanzas de tu corazón, confíale los secretos más íntimos de la vida: la persona que amas, las heridas que llevas dentro, los sueños que tienes en el corazón. Cuéntale acerca de tu barrio, de tus vecinos, de tus maestros y compañeros, de tus amigos y coetáneos; cuéntale de tu país. Dios ama esta oración viva, concreta, hecha con el corazón. Le permite intervenir, entrar en los pliegues de la vida de un modo especial, llegar con su “fuerza de paz”, que tiene un nombre. ¿Saben cuál es? El Espíritu Santo, aquel que consuela y da la vida. Él es el motor de la paz, es la verdadera fuerza de la paz. Por eso la oración es el arma más potente que existe. Te trasmite el consuelo y la esperanza de Dios. Te abre siempre nuevas posibilidades y te ayuda a vencer los miedos. Sí, quien reza supera el miedo y se hace cargo de su propio futuro. ¿Creen esto? ¿Quieren elegir la oración como su secreto; como el agua del alma; como la única arma que llevarán con ustedes; como compañera de viaje cada día?

Miremos ahora el segundo dedo, el índice. Con este indicamos algo a los demás. Los otros, la comunidad, este es el segundo ingrediente. Amigos, no dejen que su juventud se estropee por la soledad y el aislamiento. Piénsense siempre juntos y serán felices, porque la comunidad es el camino para estar bien consigo mismo, para ser fieles a la propia llamada. Las decisiones individualistas, en cambio, al principio parecen atrayentes, pero después sólo dejan un gran vacío interior. Piensen en la droga; te esconde de los demás, de la verdadera vida, para hacerte sentir omnipotente, pero al final te encuentras despojado de todo. Piensen también en la dependencia del ocultismo y de la brujería, que te atrapan en las garras del miedo, de la venganza y de la rabia. No se dejen encantar por esos falsos paraísos egoístas, construidos en base a la apariencia, los beneficios fáciles o unas religiosidades desviadas.

Y cuídense de la tentación de señalar a alguien con el dedo, de excluir a otro porque tenga un origen distinto al de ustedes, del regionalismo, del tribalismo, que parecen fortalecerlos en su grupo y, en cambio, representan la negación de la comunidad. ¿Saben cómo sucede esto? Primero se cree en los prejuicios sobre los demás, después se justifica el odio y, por tanto, la violencia, y al final nos encontramos en medio de la guerra. Pero —me pregunto— ¿has hablado alguna vez con las personas de los otros grupos o has estado siempre encerrado en el tuyo? ¿Has escuchado alguna vez las historias de los otros?, ¿te has acercado a sus sufrimientos? Cierto, es más fácil condenar a alguien que entenderlo; pero el camino que Dios nos indica para construir un mundo mejor pasa por el otro, por el conjunto, por la comunidad. Es hacer Iglesia, ampliar horizontes, ver en cada uno el propio prójimo, hacerse cargo del otro. ¿Ves alguien solo, sufriendo, olvidado? Acércate. No para hacerle ver lo bueno que eres, sino para darle tu sonrisa y ofrecerle tu amistad.

David, dijiste que los jóvenes quieren justamente estar conectados con los demás, pero que las redes sociales a veces los confunden. Es verdad, la virtualidad no basta. No podemos conformarnos con el mero interactuar con personas lejanas e incluso falsas. La vida no se escoge tocando la pantalla con el dedo. Es triste ver jóvenes que están horas frente a un teléfono. Después de que contemplaran tanto tiempo la pantalla, los miras a la cara y ves que no sonríen, la mirada está cansada y aburrida. Nada ni nadie puede sustituir la fuerza del grupo, la luz de los ojos, la alegría de compartir. Hablar, escucharse es esencial; mientras que en la pantalla cada uno busca sólo lo que le interesa, ustedes descubran cada día la belleza de dejarse sorprender por los demás, por sus historias y sus experiencias.

Intentemos ahora hacer una prueba de lo que significa formar comunidad. Por unos instantes, por favor, tomen la mano del que está a su lado. Siéntanse una única Iglesia, un único Pueblo. Siente que tu bien depende del bien del otro, que es multiplicado por la comunidad. Siéntete custodiado por el hermano y por la hermana, por alguien que te acepta tal como eres y que quiere cuidar de ti. Y siéntete responsable de los demás, parte viva de una gran red de fraternidad donde nos sostenemos mutuamente y en la que tú eres indispensable. Sí, eres indispensable y responsable para tu Iglesia y tu país; perteneces a una historia más grande, que te llama a ser protagonista, creador de comunión, defensor de fraternidad, indómito soñador de un mundo más unido.

En esta aventura no están solos, toda la Iglesia, esparcida por el mundo, los apoya. ¿Es un desafío difícil? Sí, pero es posible. Tienen también amigos que desde las tribunas del cielo los alientan hacia estas metas. ¿Saben quiénes son? Los santos. Pienso por ejemplo en el beato Isidoro Bakanja, en la beata María Clementina Anuarite, en san Kisito y sus compañeros, testigos de la fe, mártires que no cedieron a la lógica de la violencia, sino que confesaron con la vida la fuerza del amor y del perdón. Sus nombres, escritos en el cielo, permanecerán en la historia, mientras que la cerrazón y la violencia se vuelven siempre en contra de quienes las comenten. Sé que muchas veces han demostrado que saben levantarse para defender, incluso a costa de grandes sacrificios, los derechos humanos y la esperanza en una vida mejor para todos en el país. Les agradezco por esto y honro la memoria de cuantos —tantos— han perdido la vida o la salud en favor de estas nobles causas. Y los animo a que sigan adelante juntos, sin miedo, como comunidad.

Oración, comunidad, llegamos al dedo central, que se eleva por encima de los otros casi para recordarnos algo imprescindible. Es el ingrediente fundamental para un futuro que esté a la altura de sus expectativas. Es la honestidad. Ser cristianos es testimoniar a Cristo. Por tanto, el primer modo para hacerlo es vivir rectamente, como Él quiere. Eso significa no dejarnos enredar en los lazos de la corrupción. El cristiano no puede más que ser honesto, de lo contrario traiciona su identidad. Sin honestidad no somos discípulos ni testigos de Jesús; somos paganos, idólatras que adoran su propio yo en vez de adorar a Dios, que usan a los demás en lugar de servirlos.

Pero —me pregunto— ¿cómo vencer el cáncer de la corrupción, que parece difundirse sin parar? Nos ayuda san Pablo, con una frase sencilla y genial, que pueden repetir hasta aprenderla de memoria. Es esta: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21). No te dejes vencer por el mal, no se dejen manipular por los individuos o los grupos que buscan usarlos para mantener vuestro país en la espiral de la violencia y la inestabilidad, para poder así seguir controlándolo sin tener consideración por nadie. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien, sean ustedes los que transformen la sociedad, los que conviertan el mal en bien, el odio en amor, la guerra en paz. ¿Quieren serlo? Si lo quieren, es posible. ¿Saben por qué? Porque cada uno de ustedes tiene un tesoro que nadie puede robarles. Es vuestra capacidad de decidir. Sí, tú eres las decisiones que tomas y siempre puedes elegir hacer lo correcto. Somos libres para elegir. No permitan que sus vidas sean arrastradas por la corriente contaminada; no se dejen llevar como un tronco seco en un río de lodo. Siéntanse indignados, sin caer nunca en los halagos de la corrupción, que son persuasivos pero envenenados.

Recuerdo el testimonio de un joven como ustedes, Floribert Bwana Chui: hace 15 años, con tan solo veintiséis años de edad, fue asesinado en Goma por haber obstruido el paso de productos alimenticios en mal estado, que habrían dañado la salud de la gente. Podía haberlo ignorado, no lo habrían descubierto e incluso se habría beneficiado. Pero, como cristiano, rezó, pensó en los demás y eligió ser honesto, diciendo “no” a la suciedad de la corrupción. Esto significa mantener las manos limpias, mientras que las manos que trafican con dinero se manchan de sangre. Si alguno te intentara sobornar, te prometiera favores y riquezas, no caigas en la trampa, no dejes que te engañen, no permitas que te engulla la ciénaga del mal. No te dejes vencer por el mal, no creas en las tramas oscuras del dinero, que te hundirán en las tinieblas. Ser honestos es resplandecer en el día, es difundir la luz de Dios, es vivir la bienaventuranza de la justicia: vence al mal, haciendo el bien.

Hemos llegado al cuarto dedo, el anular. En él se ponen los anillos nupciales. Pero, si lo piensan, el anular es también el dedo más débil, el que cuesta más trabajo levantar. Nos recuerda que las grandes metas de la vida, el amor en primer lugar, pasan a través de la fragilidad, el esfuerzo y las dificultades. Estos deben vivirse, afrontarse con paciencia y confianza, sin abrumarse por problemas inútiles, como por ejemplo transformar el valor simbólico de la dote en un precio casi de mercado. Pero, en nuestra fragilidad, en las crisis, ¿cuál es la fuerza que nos permite seguir adelante? El perdón. Porque perdonar quiere decir saber empezar de nuevo. Perdonar no significa olvidar el pasado, sino no resignarse a que se repita. Es cambiar el curso de la historia. Es levantar al que ha caído. Es aceptar la idea de que nadie es perfecto y que no sólo yo, sino que todos tienen el derecho de empezar de nuevo.

Amigos, para crear un futuro nuevo necesitamos dar y recibir perdón. Esto es lo que hace el cristiano: no ama sólo a aquellos que lo aman, sino que sabe detener con el perdón la espiral de las venganzas personales y tribales. Pienso en el beato Isidoro Bakanja, vuestro hermano, que fue torturado durante mucho tiempo porque no había renunciado a dar testimonio de su piedad y había propuesto el cristianismo a otros jóvenes. No cedió nunca a sentimientos de odio y al dar la vida, perdonó a su verdugo. El que perdona lleva a Jesús también allí donde no lo acogen, introduce el amor donde el amor es rechazado. El que perdona construye el futuro. Pero, ¿cómo conseguir esta capacidad de perdonar? Dejándonos perdonar por Dios. Cada vez que nos confesamos somos nosotros los primeros en recibir esa fuerza que cambia la historia. Dios nos perdona siempre, siempre y de forma gratuita. Y también a nosotros se nos dice, como está escrito en el Evangelio: «Ve, y procede tú de la misma manera» (Lc 10,37). Sigue adelante dejando el rencor, sin veneno ni odio. Sigue adelante haciendo tuyo el estilo de Dios, el único que renueva la historia. Sigue adelante y cree que con Dios siempre se puede empezar de nuevo, siempre se puede perdonar.

Oración, comunidad, honestidad, perdón. Hemos llegado al último dedo, el más pequeño. Tú podrías decir, soy poca cosa y el bien que puedo hacer es una gota en el mar. Pero es precisamente la pequeñez, el hacerse pequeño, lo que atrae a Dios. La palabra clave en este sentido es servicio. El que sirve se hace pequeño. Como una semilla minúscula, parece que desaparece en la tierra y, sin embargo, da fruto. Según nos dice Jesús, el servicio es el poder que transforma el mundo. Por eso, la pequeña pregunta que puedes atarte al dedo cada día es: ¿qué puedo hacer yo por los demás? Es decir, ¿cómo puedo servir a la Iglesia, a mi comunidad, a mi país? Olivier nos dijo que en algunas regiones aisladas son los catequistas los que sirven cotidianamente a las comunidades de fe y que esto en la Iglesia deber ser “una tarea de todos”. Es verdad, y es hermoso servir a los demás, hacerse cargo, hacer algo gratuitamente, como lo hace Dios con nosotros. Yo quisiera agradecerles, queridos catequistas, porque para muchas comunidades ustedes son vitales como el agua; háganlas crecer siempre con la limpidez de su oración y de su servicio. Servir no es permanecer con los brazos cruzados; es ponerse en movimiento. Muchos se movilizan porque son atraídos por su propio interés; ustedes no tengan miedo de movilizarse por el bien, de invertir en el bien, en el anuncio del Evangelio, preparándose de manera apasionada y adecuada, dando vida a proyectos organizados, de largo alcance. Y no tengan miedo de hacer oír sus voces, porque no sólo el futuro, sino también el presente está en sus manos. Sitúense en el centro del presente.

Amigos, les he dejado cinco consejos para distinguir las prioridades entre todas esas voces persuasivas que circulan. En la vida, como en el tránsito urbano, frecuentemente el desorden crea atascos y bloqueos inútiles, que hacen perder tiempo y energías, y alimentan la rabia. Nos hace bien, en cambio, aun en la confusión, tener en el corazón y en la vida puntos fijos, direcciones estables, para dar comienzo a un futuro distinto, sin perseguir los vientos del oportunismo. Queridos amigos, jóvenes y catequistas, les agradezco lo que hacen y lo que son, su entusiasmo, su luz y su esperanza. Quisiera decirles una última cosa: no se desanimen nunca. Jesús cree en ustedes y no los dejará solos. La alegría que tienen hoy cuídenla y no dejen que se apague. Como decía Floribert a sus amigos cuando tenían baja la moral: “Toma el Evangelio y léelo. Te consolará, te dará alegría”. Salgan juntos del pesimismo que paraliza. La República Democrática del Congo espera de sus manos un futuro distinto, porque el futuro está en sus manos. Que su país vuelva a ser, gracias a ustedes, un jardín fraterno, el corazón de paz y de libertad de África. Gracias.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO Y A SUDÁN DEL SUR
(Peregrinación ecuménica de paz a Sudán del Sur)
(31 DE ENERO AL 5 DE FEBRERO DE 2023]

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias. Gracias por estos testimonios. Ante la violencia inhumana que han visto con sus ojos y experimentado en su propia carne, nos quedamos impresionados. Y no hay palabras; sólo llorar, permaneciendo en silencio.

Bunia, Beni-Butembo, Goma, Masisi, Rutshuru, Bukavu, Uvira, lugares que los medios de comunicación internacionales no mencionan casi nunca; aquí y en otros sitios, muchos de nuestros hermanos y hermanas, hijos de la misma humanidad, son tomados como rehenes por la arbitrariedad del más fuerte, por el que posee las armas más potentes, armas que siguen circulando. Mi corazón está hoy en el oriente de este inmenso país, que no tendrá paz hasta que la paz no haya llegado allí, a la zona oriental.

Queridos habitantes del este, quiero decirles que estoy cerca de ustedes. Sus lágrimas son mis lágrimas, su dolor es mi dolor. A cada familia en luto o desplazada a causa de poblaciones incendiadas y otros crímenes de guerra, a los sobrevivientes de agresiones sexuales, a cada niño y adulto herido, les digo: estoy con ustedes, quisiera traerles la caricia de Dios. Su mirada tierna y compasiva se posa sobre ustedes.

Mientras los violentos los tratan como objetos, el Padre que está en los cielos mira su dignidad y le dice a cada uno: «Tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo» (Is 43,4). Hermanos y hermanas, la Iglesia está y estará siempre de vuestra parte. Dios los ama y no se ha olvidado de ustedes, ¡pero que también los hombres se acuerden de ustedes!

En su nombre, junto a las víctimas y a quienes se comprometen por la paz, la justicia y la fraternidad, condeno la violencia armada, las masacres, los abusos, la destrucción y la ocupación de las aldeas, el saqueo de campos y ganado, que se siguen perpetrando en la República Democrática del Congo. Y también la explotación sangrienta e ilegal de la riqueza de este país, así como los intentos por fragmentarlo para poderlo controlar.

Causa vergüenza e indigna saber que la inseguridad, la violencia y la guerra que golpean trágicamente a tanta gente, son alimentadas no sólo por fuerzas externas, sino también internas, por intereses y para obtener ventajas. Me dirijo al Padre que está en los cielos, que quiere que todos en la tierra seamos hermanos y hermanas. Inclino la cabeza humildemente y, con dolor en el corazón, le pido perdón por la violencia del hombre contra el hombre.

Padre, ten piedad de nosotros. Consuela a las víctimas y a los que sufren. Convierte los corazones de los que cometen crueles atrocidades, que deshonran a toda la humanidad. Y abre los ojos de aquellos que los cierran o miran para otro lado ante estas abominaciones.

Se trata de conflictos que obligan a millones de personas a dejar sus casas, que provocan gravísimas violaciones de los derechos humanos, que desintegran el tejido socio-económico, que causan heridas difíciles de sanar.

Son luchas en las que se entrecruzan dinámicas étnicas, territoriales y de grupos; conflictos que tienen que ver con la propiedad de la tierra; con la ausencia o la debilidad de las instituciones; con odios en los que se introduce la blasfemia de la violencia en nombre de un dios falso. Pero, sobre todo, es la guerra desatada por una insaciable avidez de materias primas y de dinero, que alimenta una economía armada, la cual exige inestabilidad y corrupción. Qué escándalo y qué hipocresía: la gente es agredida y asesinada, mientras los negocios que causan violencia y muerte siguen prosperando.

Dirijo un vehemente llamado a todas las personas, a todas las entidades, internas y externas, que manejan los hilos de la guerra en la República Democrática del Congo, depredándola, flagelándola y desestabilizándola. Ustedes se están enriqueciendo por medio de la explotación ilegal de los bienes de este país y el sacrificio cruento de víctimas inocentes.

Escuchen el grito de su sangre (cf. Gn 4,10), presten atención a la voz de Dios, que los llama a la conversión y escuchen la voz de su conciencia: hagan callar las armas, pongan fin a la guerra. ¡Basta! ¡Basta de enriquecerse a costa de los más débiles, basta de enriquecerse con recursos y dinero manchado de sangre!

Queridos hermanos y hermanas, y nosotros, ¿qué podemos hacer? ¿Por dónde comenzar? ¿Cómo actuar para promover la paz? Hoy quisiera proponerles comenzar de nuevo con dos “no” y dos “sí”.

En primer lugar, no a la violencia, siempre y en cualquier caso, sin condiciones y sin “peros”. Amar a la propia gente no significa alimentar el odio hacia los demás. Al contrario, querer al propio país supone negarse a ceder ante los que incitan al uso de la fuerza. Es un engaño trágico: el odio y la violencia nunca son aceptables, nunca son justificables, nunca son tolerables, con mayor razón para los cristianos. El odio sólo genera más odio y la violencia, más violencia. Un “no” claro y fuerte también debe decirse a quienes propagan esto en nombre de Dios.

Queridos congoleses, no se dejen seducir por personas o grupos que incitan a la violencia en su nombre. Dios es Dios de la paz y no de la guerra. Predicar el odio es una blasfemia, y el odio siempre corroe el corazón del hombre. El que vive de la violencia, en efecto, nunca vive bien; piensa que salva su vida y, en cambio, es devorado por un torbellino de mal que, llevándolo a combatir a los hermanos y a las hermanas con los que ha crecido y vivido durante años, lo mata por dentro.

Pero para decir verdaderamente “no” a la violencia no es suficiente evitar actos violentos; es necesario extirpar las raíces de la violencia. Pienso en la codicia, en la envidia y, sobre todo, en el rencor. Mientras me inclino con respeto ante el sufrimiento que tantos han padecido, quisiera pedirles a todos que se comporten como nos han sugerido ustedes, testigos valerosos, que tienen la fuerza de desarmar el corazón.

Lo pido a todos en nombre de Jesús, que perdonó a quienes le traspasaron las manos y los pies con los clavos, sujetándolo a una cruz; les ruego que desarmen el corazón. Eso no quiere decir dejar de indignarse frente al mal y no denunciarlo, ¡esto es un deber! Tampoco significa impunidad y condonación de las atrocidades, siguiendo adelante como si nada pasara.

Lo que se nos pide, en nombre de la paz, en nombre del Dios de la paz, es desmilitarizar el corazón, quitarle el veneno, rechazar el odio, aplacar la avaricia, eliminar el resentimiento. Decir “no” a todo eso pareciera que nos hace débiles, pero en realidad nos hace libres, porque nos da paz. Sí, la paz nace de los corazones, de corazones libres de rencor.

También hay que decir un segundo “no”: no a la resignación. La paz requiere combatir el desaliento, el malestar y la desconfianza, que llevan a creer que es mejor recelar de todos, vivir separados y distantes, en vez de darse la mano y caminar juntos. Nuevamente, en nombre de Dios, reitero la invitación para que cuantos viven en la República Democrática del Congo no bajen los brazos, sino que se esfuercen por construir un mundo mejor.

Un futuro de paz no caerá del cielo, pero será posible si se destierra de los corazones el fatalismo resignado y el miedo de involucrarse con los demás. Un futuro diferente llegará, si es para todos y no para algunos, si es en favor de todos y no contra algunos.

Un futuro nuevo llegará, si el otro, sea tutsi o hutu, ya no es más un adversario o un enemigo, sino un hermano y una hermana en cuyo corazón es necesario creer que existe, aun escondido, el mismo deseo de paz. ¡También en el este la paz es posible! ¡Creámoslo! Y trabajemos por ello, sin delegar el cambio.

El futuro no se puede construir quedándose encerrados en los propios intereses particulares, replegados en los propios grupos, etnias y clanes. Un dicho suajili enseña: «jirani ni ndugu» [el vecino es un hermano]; por tanto, hermano, hermana, todos tus vecinos son tus hermanos, sean burundeses, ugandeses o ruandeses. Somos todos hermanos, porque somos hijos del mismo Padre; así nos enseña la fe cristiana, que profesa gran parte de la población.

Entonces, elevemos la mirada al cielo y no permanezcamos prisioneros del temor. El mal que cada uno ha sufrido necesita ser transformado en bien para todos; que el desánimo que paraliza ceda el paso a un ardor renovado, a una lucha indómita por la paz, a valientes propósitos de fraternidad, a la belleza de gritar juntos nunca más: nunca más violencia, nunca más rencor, nunca más resignación.

Y he aquí finalmente los dos “sí” para la paz. Ante todo, sí a la reconciliación. Amigos, es maravilloso lo que están por hacer. Quieren comprometerse y perdonarse mutuamente, y repudiar las guerras y los conflictos para resolver las distancias y las diferencias. Y quieren hacerlo orando juntos, dentro de unos momentos, unidos alrededor del árbol de la cruz, bajo el cual, con gran valentía, desean deponer los signos de la violencia que han visto y sufrido: uniformes, machetes, martillos, hachas, cuchillos.

También la cruz era un instrumento de dolor y de muerte, el más terrible en los tiempos de Jesús, pero, atravesado por su amor, se convirtió en instrumento universal de reconciliación, en árbol de vida.

Quisiera decirles: sean también ustedes árboles de vida. Hagan como los árboles, que absorben contaminación y devuelven oxígeno. O, como dice un proverbio: “En la vida haz como la palmera: recibe piedras, entrega dátiles”. Esta es la profecía cristiana: responder al mal con el bien, al odio con el amor, a la división con la reconciliación. La fe lleva consigo una nueva idea de justicia, que no se conforma con castigar y renunciar a la venganza, sino que quiere reconciliar, desactivar nuevos conflictos, extinguir el odio, perdonar. Y todo esto es más poderoso que el mal. ¿Saben por qué? Porque transforma la realidad desde dentro en vez de destruirla desde fuera.

Sólo así se derrota el mal, precisamente como hizo Jesús en el árbol de la cruz, tomándolo sobre sí y transformándolo con su amor. De ese modo, el dolor se convirtió en esperanza. Amigos, sólo el perdón abre las puertas al mañana, porque abre las puertas a una justicia nueva que, sin olvidar, rompe el círculo vicioso de la venganza. Reconciliarse significa generar el mañana, creer en el futuro en vez de quedarse anclados en el pasado, apostar por la paz en lugar de resignarse a la guerra, huir de la prisión de las propias razones para abrirse a los demás y disfrutar juntos la libertad.

El último “sí”, decisivo: sí a la esperanza. Si se representase la reconciliación como un árbol, como una palmera que da frutos, la esperanza sería el agua que la hace fecunda. Esta esperanza tiene una fuente y esta fuente tiene un nombre, que quiero proclamar aquí con ustedes: ¡Jesús! Jesús: con Él, el mal ya no tiene la última palabra sobre la vida; con Él, que ha hecho de un sepulcro —final del trayecto humano—, el inicio de una historia nueva, siempre se abren nuevas posibilidades. Con Él, cada tumba puede transformarse en una cuna, cada calvario en un jardín pascual.

Con Jesús nace y renace la esperanza; para quien ha sufrido el mal e, incluso, para quien lo ha cometido. Hermanos, hermanas del oriente del país, esta esperanza es para ustedes, tienen derecho a ella. Pero también es un derecho que debe ser conquistado. ¿Cómo? Sembrándola cada día, con paciencia. Vuelvo a la imagen de la palmera. Un refrán dice: «Cuando comes el coco, ves la palmera, pero el que la plantó volvió a la tierra hace mucho tiempo».

En otras palabras, para conquistar los frutos esperados es necesario trabajar con el mismo espíritu de los que plantan palmeras, pensando en las generaciones futuras y no en los resultados inmediatos. Sembrar el bien hace bien, libera de la lógica estrecha del beneficio personal y regala a cada día su razón; aporta a la vida el aliento de la gratuidad y nos asemeja a Dios, sembrador paciente que esparce esperanza sin cansarse nunca.

Hoy agradezco y bendigo a todos los sembradores de paz que trabajan en el país; a las personas y a las instituciones que se prodigan en la ayuda y la lucha por las víctimas de la violencia, la explotación y los desastres naturales; a las mujeres y los hombres que están aquí animados por el deseo de promover la dignidad de la gente. Algunos perdieron la vida mientras servían a la paz, como el embajador Luca Attanasio, el guardia Vittorio Iacovacci y el conductor Mustapha Milambo, asesinados hace dos años en el este del país. Eran sembradores de esperanza y su sacrificio no se perderá.

Hermanos, hermanas, hijos e hijas de Ituri, de Kivu del Norte y del Sur, estoy con ustedes, los abrazo y los bendigo a todos. Bendigo a cada niño, adulto, anciano, a cada persona herida por la violencia en la República Democrática del Congo, en particular a cada mujer y a cada madre. Y rezo para que la mujer, toda mujer, sea respetada, protegida y valorada. Agredir a una mujer y a una madre es hacérselo a Dios mismo, que tomó de una mujer la condición humana, de una madre.

Que Jesús, nuestro hermano, Dios de la reconciliación que plantó el árbol de la vida de la cruz en el corazón de las tinieblas del pecado y del sufrimiento, Dios de la esperanza que cree en ustedes, en su país y en su futuro, los bendiga y los consuele; que derrame la paz en sus corazones, en sus familias y en toda la República Democrática del Congo.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO Y A SUDÁN DEL SUR
(Peregrinación ecuménica de paz a Sudán del Sur)
(31 DE ENERO AL 5 DE FEBRERO DE 2023]

Bandeko, bobóto [Hermanos y hermanas, paz] R/Bondeko [Fraternidad]

Bondéko [Fraternidad] R/ Esengo [Alegría]

Esengo, alegría: la alegría de verlos y encontrarlos es grande; he anhelado mucho este momento -¡nos ha hecho esperar un año!-, ¡gracias por estar aquí!

El Evangelio acaba de decirnos que también la alegría de los discípulos era grande la noche de Pascua, y que esta alegría surgió «cuando vieron al Señor» (Jn 20,20). En ese clima de alegría y asombro, el Resucitado habla a los suyos. ¿Y qué les dice? Ante todo, estas palabras: «¡La paz esté con ustedes!» (v. 19). Es un saludo, pero es más que un saludo: es un envío. Porque la paz, esa paz anunciada por los ángeles en la noche de Belén (cf. Lc 2,14), esa paz que Jesús prometió dejar a los suyos (cf. Jn 14,27), ahora, por primera vez, es entregada solemnemente a los discípulos. La paz de Jesús, que también se nos entrega en cada Misa, es pascual; llega con la resurrección, porque antes el Señor tenía que vencer a nuestros enemigos, el pecado y la muerte, y reconciliar al mundo con el Padre; tenía que experimentar nuestra soledad y nuestro abandono, nuestros infiernos, abrazar y salvar las distancias que nos separaban de la vida y de la esperanza. Ahora, terminadas las distancias entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre, la paz de Jesús se da a los discípulos.

Pongámonos, pues, en su lugar. Aquel día estaban completamente aturdidos por el escándalo de la cruz, heridos interiormente por haber abandonado a Jesús, escapando; decepcionados por el desenlace de su historia, temerosos de acabar como él. En ellos había sentimientos de culpa, frustración, tristeza, miedo. Sin embargo, Jesús anuncia la paz mientras el corazón de los discípulos está lleno de escombros; anuncia la vida mientras ellos sienten dentro la muerte. En otras palabras, la paz de Jesús llega en el momento en que todo parecía haber terminado para ellos, en el momento más imprevisto e inesperado, cuando no había atisbos de paz. Así actúa el Señor: nos asombra, nos tiende la mano cuando estamos a punto de hundirnos, nos levanta cuando tocamos fondo. Hermanos, hermanas, con Jesús el mal nunca prevalece, nunca tiene la última palabra. «Porque Cristo es nuestra paz» (Ef 2,14) y su paz triunfa siempre. Por eso, los que pertenecemos a Jesús no podemos dejar que prevalezca en nosotros la tristeza, no podemos permitir que crezca la resignación y el fatalismo. Si a nuestro alrededor se respira este clima, que no sea así para nosotros. En un mundo abatido por la violencia y la guerra, los cristianos hacen como Jesús. Él, casi insistiendo, repitió a los discípulos: ¡La paz, la paz esté con ustedes! (cf. Jn 20,19.21); y nosotros estamos llamados a hacer nuestro y proclamar al mundo este anuncio profético e inesperado del Señor, anuncio de la paz.

Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo conservar y cultivar la paz de Jesús? Él mismo nos señala tres fuentes de paz, tres manantiales para seguir alimentándola. Son el perdón, la comunidad y la misión.

Veamos la primera fuente: el perdón. Jesús dice a los suyos: «Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen» (v. 23). Pero antes de dar a los apóstoles el poder de perdonar, los perdona; no con palabras, sino con un gesto, el primero que el Resucitado realiza ante ellos. Dice el Evangelio que Él, «les mostró sus manos y su costado» (v. 20). Es decir, les muestra las llagas, se las ofrece, porque el perdón nace de las heridas. Nace cuando las heridas sufridas no dejan cicatrices de odio, sino que se convierten en un lugar para hacer sitio a los demás y acoger sus debilidades. Entonces las fragilidades se convierten en oportunidades y el perdón en el camino hacia la paz. No se trata de dejarlo todo atrás como si nada hubiera sucedido, sino de abrir a los demás con amor el corazón. Esto es lo que hace Jesús. Ante la miseria de quien lo negó y abandonó, muestra las heridas y abre la fuente de la misericordia. No usa muchas palabras, sino que abre de par en par su corazón herido, para decirnos que Él está siempre herido de amor por nosotros.

Hermanos, hermanas, cuando la culpa y la tristeza nos oprimen, cuando las cosas no van bien, sabemos dónde mirar: a las llagas de Jesús, dispuesto a perdonarnos con su amor herido e infinito. Él conoce tus heridas, conoce las heridas de tu país, de tu gente, de tu tierra. Son heridas que queman, continuamente infectadas por el odio y la violencia, mientras que la medicina de la justicia y el bálsamo de la esperanza parecen no llegar nunca. Hermano, hermana, Jesús sufre contigo, ve las heridas que llevas dentro y desea consolarte y sanarte, ofreciéndote su Corazón herido. Dios repite a tu corazón las palabras que pronunció hoy por medio del profeta Isaías: «Lo sanaré, lo guiaré y lo colmaré de consuelos» (Is 57,18).

Juntos, hoy creemos que con Jesús siempre tenemos la posibilidad de ser perdonados y volver a empezar, y también la fuerza para perdonarnos a nosotros mismos, a los demás y a la historia. Esto es lo que Cristo desea: ungirnos con su perdón para darnos la paz y el valor de poder también nosotros perdonar; el valor de realizar una gran amnistía del corazón. ¡Cuánto bien nos hace limpiar nuestros corazones de la ira, de los remordimientos, de todo resentimiento y envidia! Queridos amigos y amigas, ¡que hoy sea el momento de gracia para acoger y experimentar el perdón de Jesús! Que sea el momento adecuado para ti, que llevas una pesada carga en el corazón y necesitas que te la quiten para poder volver a respirar. Que sea el momento oportuno para ti, que en este país te dices cristiano, pero cometes actos de violencia; a ti el Señor te dice: “Deja las armas, abraza la misericordia”. Y a todos los lastimados y oprimidos de este pueblo les dice: “No teman poner sus heridas en las mías, sus llagas en mis llagas”. Hagámoslo, hermanos y hermanas. No tengan miedo de quitarse el Crucifijo del cuello y de los bolsillos, de tomarlo entre las manos y llevarlo junto al corazón para compartir sus llagas con las de Jesús. Cuando regresen a casa, tomen el Crucifijo que tienen y abrácenlo. Démosle a Cristo la oportunidad de sanar nuestros corazones; pongamos en Él el pasado, todos los miedos y ansiedades. ¡Qué hermoso es abrir las puertas del corazón y del hogar a su paz! ¿Y si escribieran en sus habitaciones, en sus ropas, fuera de sus casas, esas palabras: La paz esté con ustedes? Muéstrenlas, serán una profecía para el país, serán la bendición del Señor sobre aquellos que encuentren. La paz esté con ustedes, dejémonos perdonar por Dios y perdonémonos unos a otros.

Veamos ahora la segunda fuente de paz: la comunidad. Jesús resucitado no se dirige a los discípulos individualmente, sino que se reúne con ellos; les habla en plural, y a la primera comunidad le entrega su paz. No hay cristianismo sin comunidad, como no hay paz sin fraternidad. Pero, como comunidad, ¿hacia dónde hemos de caminar, hacia dónde hemos de ir para encontrar la paz? Volvamos a mirar a los discípulos. Antes de la Pascua, seguían a Jesús, pero pensaban de forma demasiado humana: esperaban un Mesías conquistador que expulsara a sus enemigos, que hiciera prodigios y milagros, que aumentara su prestigio y su éxito. Pero estos deseos mundanos los dejaron con las manos vacías; es más, le quitaron paz a la comunidad, suscitando discusiones y oposición (cf. Lc 9,46; 22,24). Para nosotros también existe este riesgo; estar juntos, pero caminar por cuenta propia, buscando en la sociedad, y también en la Iglesia, el poder, la carrera, las ambiciones. Sin embargo, de ese modo, en vez de seguir al Dios verdadero, seguimos al propio yo, y terminamos como aquellos discípulos: encerrados en casa, vacíos de esperanza y llenos de miedo y decepción. Pero he aquí que en la Pascua encuentran el camino de la paz gracias a Jesús, que sopla sobre ellos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Gracias al Espíritu Santo, ya no mirarán lo que les separa, sino lo que los une; ya no irán por el mundo para sí mismos, sino para los demás; no para ganar visibilidad, sino para dar esperanza; no para obtener aprobación, sino para gastar su vida con alegría por el Señor y por los demás.

Hermanos, hermanas, el peligro que tenemos es seguir el espíritu del mundo en lugar del espíritu de Cristo. ¿Y cuál es el camino para no caer en las trampas del poder y del dinero, para no ceder a las divisiones, a las seducciones del carrerismo que corroen a la comunidad; a las falsas ilusiones del placer y de la brujería que llevan a encerrarse en sí mismos? El Señor nos lo sugiere de nuevo a través del profeta Isaías, diciendo «estoy con el contrito y humillado, para reavivar los espíritus humillados, para reavivar los corazones contritos» (Is 57,15). El camino es compartir con los pobres. Este es el mejor antídoto contra la tentación de dividirnos y mundanizarnos. Tener el valor de mirar a los pobres y escucharlos, porque son miembros de nuestra comunidad y no extraños a los que hay que eliminar de la vista y de la conciencia. Abrir el corazón a los demás, en lugar de concentrarlo en los propios problemas o vanidades personales. Recomencemos desde los pobres y descubriremos que todos compartimos la pobreza interior; que todos necesitamos el Espíritu de Dios para liberarnos del espíritu del mundo; que la humildad es la grandeza del cristiano y la fraternidad su verdadera riqueza. Creamos en la comunidad y, con la ayuda de Dios, construyamos una Iglesia vacía de espíritu mundano y llena del Espíritu Santo, libre de riquezas para sí misma y llena de amor fraterno.

Llegamos, en fin, a la tercera fuente de paz: la misión. Jesús dice a los discípulos: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21). Nos envía como el Padre lo ha enviado a Él. ¿Y cómo lo envió el Padre al mundo? Lo envió a servir y a dar su vida por la humanidad (cf. Mc 10,45), a manifestar su misericordia por cada uno (cf. Lc 15), a buscar a los que están lejos (cf. Mt 9,13). En una palabra, lo envió para todos; no sólo para los justos, sino para todos. En este sentido, resuenan todavía las palabras de Isaías: «¡Paz al que está lejos, paz al que está cerca! […], dice el Señor» (Is 57,19). A los que están lejos, en primer lugar, y a los que están cerca; no sólo a los “nuestros”, sino a todos.

Hermanos, hermanas, estamos llamados a ser misioneros de paz, y esto nos dará paz. Es una decisión; es hacer sitio en nuestros corazones para todos, es creer que las diferencias étnicas, regionales, sociales, religiosas y culturales vienen después y no son obstáculos; que los demás son hermanos y hermanas, miembros de la misma comunidad humana; que cada uno es destinatario de la paz que Jesús ha traído al mundo. Es creer que los cristianos estamos llamados a colaborar con todos, a romper el ciclo de la violencia, a desmantelar las tramas del odio. Sí, los cristianos, enviados por Cristo, están llamados, por definición, a ser conciencia de paz en el mundo; no sólo conciencias críticas, sino sobre todo testigos del amor; no pretendientes de sus propios derechos, sino de los del Evangelio, que son la fraternidad, el amor y el perdón; no buscadores de sus propios intereses, sino misioneros del amor apasionado que Dios tiene por cada ser humano.

La paz esté conustedes, dice Jesús hoy a cada familia, comunidad, grupo étnico, barrio y ciudad de este gran país. La paz esté con ustedes. Dejemos que estas palabras de nuestro Señor resuenen, en silencio, en nuestros corazones. Escuchémoslas dirigidas a nosotros y decidamos ser testigos de perdón, protagonistas en la comunidad, personas en misión de paz en el mundo.

Moto azalí na matói ma koyoka [El que tenga oídos para oír] R/Ayoka [Que oiga]

Moto azalí na motema mwa kondima [El que tenga corazón para aceptar] R/Andima [Que acepte]

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A KAZAJOSTÁN
(13 AL 15 DE SEPTIEMBRE DE 2022)

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos caminado juntos. Gracias por haber venido desde diferentes partes del mundo, trayendo la riqueza de sus credos y de sus culturas. Gracias por haber vivido intensamente estos días de intercambio, trabajo y compromiso con el signo del diálogo, que tienen un valor aún más precioso durante un período tan difícil, al que, además de la pandemia, se agrega el peso de la locura insensata de la guerra. Hay demasiado odio y divisiones, demasiada falta de diálogo y de comprensión del otro; esto, en el mundo globalizado, resulta aún más peligroso y escandaloso. No podemos salir adelante conectados y separados, vinculados y desgarrados por tanta desigualdad. Así pues, gracias por los esfuerzos realizados en favor de la paz y la unidad. Gracias a las autoridades del lugar, que nos han recibido, preparando y alistando con sumo cuidado este Congreso, y a la población de Kazajistán, amigable y valiente, capaz de abrazar otras culturas preservando su noble historia y sus valiosas tradiciones. Kiop raqmet! Bolshoe spasibo! Thank you very much!

Mi visita, que ya está llegando a su fin, tiene como lema Mensajeros de la paz y la unidad. Está en plural, porque el camino es común. Y este séptimo Congreso, que el Altísimo nos ha concedido la gracia de vivir, ha marcado una etapa importante. Desde su nacimiento en 2003, el evento ha tenido como modelo la Jornada de Oración por la paz en el mundo convocada en 2002 por Juan Pablo II en Asís, para reafirmar el aporte positivo de las tradiciones religiosas al diálogo y a la concordia entre los pueblos. Después de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, era necesario reaccionar, y reaccionar juntos, ante el clima incendiario que la violencia terrorista quería provocar y que amenazaba con hacer de las religiones un factor de conflicto. Sin embargo, el terrorismo de matriz pseudorreligiosa, el extremismo, el radicalismo, el nacionalismo alimentado de sacralidad, fomentan todavía hoy temores y preocupaciones en relación a la religión. Por eso en estos días ha sido providencial reencontrarnos y reafirmar la esencia verdadera e irrenunciable de la misma.

A este respecto, la Declaración de nuestro Congreso afirma que el extremismo, el radicalismo, el terrorismo y cualquier otra incitación al odio, a la hostilidad, a la violencia y a la guerra, cualquier motivación u objetivo que se propongan, no tienen relación alguna con el auténtico espíritu religioso y han de ser rechazados con la más resuelta determinación (cf. n. 5); han de ser condenados, sin condiciones y sin “peros”. Además, en base al hecho de que el Omnipotente ha creado a todas las personas iguales, independientemente de su pertenencia religiosa, étnica o social, hemos acordado afirmar que el respeto mutuo y la comprensión deben ser considerados esenciales e imprescindibles en la enseñanza religiosa (cf. n. 13).

Kazajistán, en el corazón del gran y decisivo continente asiático, ha sido el lugar natural para encontrarnos. Su bandera nos ha recordado la necesidad de custodiar una sana relación entre política y religión. De hecho, así como el águila dorada, que se encuentra en el estandarte, nos recuerda la autoridad terrena, haciendo alusión a los imperios antiguos, el fondo azul evoca el color del cielo, la trascendencia. Por lo que hay un vínculo sano entre política y trascendencia, una sana coexistencia que conserve los ámbitos diferenciados. Distinción, no confusión ni separación. “No” a la confusión, por el bien del ser humano, que necesita, como el águila, un cielo libre para volar, un espacio libre y abierto al infinito que no esté limitado por el poder terreno. Por otro lado, una trascendencia que no debe ceder a la tentación de transformarse en poder, pues de otro modo el cielo caería sobre la tierra, el “más allá” divino quedaría atrapado en el hoy terreno, el amor al prójimo en elecciones partidistas. Por lo tanto, “no” a la confusión. Pero también “no” a la separación entre política y trascendencia, ya que las más altas aspiraciones humanas no pueden ser excluidas de la vida pública y relegadas al mero ámbito privado. Por eso, quien desee expresar de manera legítima su propio credo, que sea amparado siempre y en todo lugar. ¡Cuántas personas, en cambio, aún hoy son perseguidas y discriminadas por su fe! Hemos pedido con firmeza a los gobiernos y a las organizaciones internacionales competentes que apoyen a los grupos religiosos y a las comunidades étnicas que han sufrido violaciones a sus derechos humanos y a sus libertades fundamentales, y violencia por parte de extremistas y terroristas, también como consecuencia de guerras y conflictos militares (cf. n. 6). Sobre todo, es necesario comprometerse para que la libertad religiosa no sea un concepto abstracto, sino un derecho concreto. Defendamos para todos el derecho a la religión, a la esperanza, a la belleza, al cielo. Porque no sólo Kazajistán, como proclama su himno, es un «dorado sol en el cielo», sino también cada ser humano, cada hombre y cada mujer, en su singularidad irrepetible, si entra en relación con lo divino, puede irradiar una luz particular sobre la tierra.

Por eso la Iglesia católica, que no se cansa de anunciar la dignidad inviolable de cada persona, creada “a imagen de Dios” (cf. Gn 1,26), cree también en la unidad de la familia humana. Cree que «todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra» (Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 1). Por eso, desde que comenzamos estos Congresos, la Santa Sede, especialmente por medio del Dicasterio para el Diálogo Interreligioso, ha participado activamente. Y quiere seguir haciéndolo. El camino del diálogo interreligioso es un camino común de paz y por la paz, y como tal, es necesario y sin vuelta atrás. El diálogo interreligioso ya no es sólo una posibilidad, es un servicio urgente e insustituible para la humanidad, para alabanza y gloria del Creador de todos.

Hermanos, hermanas, al pensar en este camino común, me pregunto: ¿cuál es nuestro punto de convergencia? Juan Pablo II -que hace veintiún años visitó en este mismo mes Kazajistán- afirmó que «todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre» y que el hombre es «el camino de la Iglesia» (Carta enc. Redemptor hominis, 14). Quisiera decir hoy que el hombre es también el camino de todas las religiones. Sí, el ser humano concreto, debilitado por la pandemia, postrado por la guerra, herido por la indiferencia. El hombre, creatura frágil y maravillosa, que «sin el Creador desaparece» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 36) y sin los demás no subsiste. Que se mire el bien del ser humano más que a los objetivos estratégicos y económicos, más que a los intereses nacionales, energéticos y militares, antes de tomar decisiones importantes. Para tomar decisiones que sean verdaderamente grandes, que se mire a los niños, a los jóvenes y a su futuro, a los ancianos y a su sabiduría, a la gente común y a sus necesidades reales. Y nosotros alzamos la voz para gritar que la persona humana no se reduce a lo que produce y obtiene, sino que debe ser acogida y nunca descartada; que la familia, que en lengua kazaja significa “nido del alma y del amor”, es el cauce natural e insustituible que ha de protegerse y promoverse para que crezcan y maduren los hombres y las mujeres del mañana.

Para todos los seres humanos, las grandes sabidurías y religiones están llamadas a dar testimonio de la existencia de un patrimonio espiritual y moral común, que se funda sobre dos pilares: la trascendencia y la fraternidad. La trascendencia, el “más allá”, la adoración. Es bonito que cada día millones y millones de hombres y de mujeres, de diferentes edades, culturas y condiciones sociales, se reúnen para orar en innumerables lugares de culto. Es la fuerza escondida que hace que el mundo avance. Y luego, la fraternidad, el otro, la proximidad, porque no puede profesar una verdadera adhesión al Creador quien no ama a sus creaturas. Este es el espíritu que impregna la Declaración de nuestro Congreso, del cual, en conclusión, quisiera destacar tres palabras.

La primera es la síntesis de todo, la expresión de un grito apremiante, el sueño y la meta de nuestro camino: ¡la paz! Beybit?ilik, mir, peace! La paz es urgente porque cualquier conflicto militar o foco de tensión y de enfrentamiento hoy, no puede más que tener un nefasto “efecto dominó” y compromete seriamente el sistema de relaciones internacionales (cf. n. 4). Pero la paz «no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia» (Gaudium et spes, 78). Brota, pues, de la fraternidad, crece a través de la lucha contra la injusticia y la desigualdad, se construye tendiendo la mano a los demás. Nosotros, que creemos en el Creador de todos, debemos estar en primera línea para irradiar una convivencia pacífica. Debemos dar testimonio de ella, predicarla, implorarla. Por eso, la Declaración exhorta a los líderes mundiales a detener los conflictos y el derramamiento de sangre en todo lugar, y a abandonar retóricas agresivas y destructivas (cf. n. 7). Les rogamos, en nombre de Dios y por el bien de la humanidad: ¡comprométanse en favor de la paz, no en favor de las armas! Sólo sirviendo a la paz, el nombre de ustedes será grande en la historia.

Si falta la paz es porque falta el cuidado, la ternura, la capacidad de generar vida. Y, por lo tanto, hay que buscarla implicando mayormente -esta es la segunda palabra- a la mujer. Porque la mujer cuida y da vida al mundo, es camino hacia la paz. Por eso apoyamos la necesidad de proteger su dignidad, y de mejorar su estatus social como miembro de la familia y de la sociedad con los mismos derechos (cf. n. 23). También a las mujeres se les han de confiar roles y responsabilidades mayores. ¡Cuántas opciones que conllevan muerte se evitarían, si las mujeres estuvieran en el centro de las decisiones! Comprometámonos para que sean más respetadas, reconocidas e incluidas.

Finalmente, la tercera palabra: los jóvenes. Ellos son los mensajeros de la paz y la unidad de hoy y del mañana. Ellos son los que, más que otros, invocan la paz y el respeto por la casa común de la creación. En cambio, las lógicas de dominio y de explotación, el acaparamiento de los recursos, los nacionalismos, las guerras y las zonas de influencia trazan un mundo viejo, que los jóvenes rechazan, un mundo cerrado a sus sueños y a sus esperanzas. Así también, religiosidades rígidas y sofocantes no pertenecen al futuro, sino al pasado. Pensando en las nuevas generaciones, se ha afirmado aquí la importancia de la instrucción, que refuerza la acogida recíproca y la convivencia respetuosa entre las religiones y las culturas (cf. n. 21). En las manos de los jóvenes pongamos oportunidades de instrucción, no armas de destrucción. Y escuchémoslos, sin miedo a dejarnos interrogar por ellos. Sobre todo, construyamos un mundo pensando en ellos.

Hermanos, hermanas, la población de Kazajistán, abierta al mañana y testigo de tantos sufrimientos del pasado, con su extraordinaria multirreligiosidad y multiculturalidad nos ofrece un ejemplo de futuro. Nos invita a construirlo sin olvidar la trascendencia y la fraternidad, la adoración al Altísimo y la acogida a los demás. ¡Vayamos adelante así, caminando juntos en la tierra como hijos del Cielo, tejedores de esperanza y artesanos de concordia, mensajeros de la paz y la unidad!

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A KAZAJOSTÁN
(13 AL 15 DE SEPTIEMBRE DE 2022)

La cruz es un patíbulo de muerte y, sin embargo, en este día de fiesta celebramos la exaltación de la Cruz de Cristo. Porque sobre ese leño Jesús ha tomado sobre sí nuestro pecado y el mal del mundo, y los ha vencido con su amor. Por eso hoy festejamos. Nos lo narra la Palabra de Dios que hemos escuchado, contrastando, por un lado, las serpientes que muerden y, por el otro, la serpiente que salva. Detengámonos en estas dos imágenes.

En primer lugar, las serpientes que muerden. Estas atacan al pueblo, caído por enésima vez en el pecado de la murmuración. Murmurar contra Dios significa no sólo hablar mal y quejarse de Él; quiere decir, más profundamente, que el corazón de los israelitas ya no confía en Él, en su promesa. De hecho, el pueblo de Dios está caminando en el desierto hacia la tierra prometida y se encuentra abrumado por el cansancio, no soporta el viaje (cf. Nm 21,4). De manera que se desanima, pierde la esperanza, y llega un momento en que parece que se ha olvidado de la promesa del Señor. Esa gente no tiene ya la fuerza para creer que es Él quien guía su camino hacia una tierra rica y fecunda.

No es casual que, agotándose la confianza en Dios, el pueblo sea mordido por las serpientes que matan. Estas hacen recordar la primera serpiente de la que habla la Biblia en el libro del Génesis, el tentador que envenena el corazón del hombre para hacerlo dudar de Dios. De ese modo el diablo, precisamente bajo la forma de serpiente, cautiva a Adán y Eva, engendra en ellos desconfianza convenciéndoles de que Dios no es bueno, más aún, de que Él envidia su libertad y su felicidad. Y ahora, en el desierto, vuelven las serpientes, unas «serpientes abrasadoras» (v. 6); es decir, vuelve el pecado de los orígenes: los israelitas dudan de Dios, no se fían de Él, murmuran, se rebelan contra Aquél que les dio la vida y de ese modo van al encuentro de la muerte. ¡Hasta ahí lleva la desconfianza del corazón!

Queridos hermanos y hermanas, esta primera parte de la narración nos llama a mirar con detenimiento los momentos de nuestra historia personal y comunitaria en los que ha decaído la confianza, en el Señor y entre nosotros. Cuántas veces, desalentados e intolerantes, nos hemos marchitado en nuestros desiertos, perdiendo de vista la meta del camino. También en este gran país está el desierto que, mientras ofrece un espléndido paisaje, nos habla de esa fatiga, de esa aridez que a veces llevamos en el corazón. Son los momentos de cansancio y de prueba, en los que ya no tenemos fuerzas para levantar la mirada hacia Dios; son las situaciones de la vida personal, eclesial y social en las que nos muerde la serpiente de la desconfianza, que inyecta en nosotros los venenos de la desilusión y del desaliento, del pesimismo y de la resignación, encerrándonos en nuestro “yo”, apagando nuestro entusiasmo.

Pero en la historia de esta tierra no han faltado otras mordeduras dolorosas. Pienso en las serpientes abrasadoras de la violencia, de la persecución atea; en un camino a veces tortuoso durante el cual la libertad del pueblo fue amenazada, y su dignidad herida. Nos hace bien custodiar el recuerdo de todo lo que se ha sufrido; no hay que eliminar de la memoria ciertas oscuridades, pues de otro modo se puede creer que son agua pasada y que el camino del bien está encauzado para siempre. No, la paz nunca se consigue de una vez por todas, se conquista cada día, del mismo modo que la convivencia entre las etnias y las tradiciones religiosas, el desarrollo integral y la justicia social. Y para que Kazajistán crezca todavía más «en la fraternidad, en el diálogo y en la comprensión […] para “construir puentes” de cooperación solidaria con otros pueblos, naciones y culturas» (S. Juan Pablo II, Discurso durante la ceremonia de bienvenida, 22 de septiembre de 2001), es necesario el compromiso de todos. Más aún, es necesario un renovado acto de fe en el Señor; mirar hacia lo alto, mirarlo a Él, y aprender de su amor universal y crucificado.

Llegamos así a la segunda imagen: la serpiente que salva. Mientras el pueblo muere a causa de las serpientes abrasadoras, Dios escucha la oración de intercesión de Moisés y le dice: «Fabrica una serpiente abrasadora y colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado» (Nm 21,8). De hecho, «cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado» (v. 9). Pero, podríamos preguntarnos: ¿Por qué Dios, en vez de dar estas complicadas instrucciones a Moisés, no ha destruido simplemente las serpientes venenosas? Este modo de proceder nos revela su forma de actuar contra el mal, el pecado y la desconfianza de la humanidad. Tanto entonces como ahora, en la gran batalla espiritual que habita la historia hasta el final, Dios no destruye las bajezas que el hombre sigue libremente; las serpientes venenosas no desaparecen, todavía están ahí, al acecho, siempre pueden morder. Entonces, ¿qué ha cambiado? ¿Qué hace Dios?

Jesús lo explica en el Evangelio: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna» (Jn 3,14-15). Este es el cambio radical, ha llegado a nosotros la serpiente que salva: Jesús, que, elevado sobre el mástil de la cruz, no permite que las serpientes venenosas que nos acechan nos conduzcan a la muerte. Ante nuestras bajezas, Dios nos da una nueva estatura; si tenemos la mirada puesta en Jesús, las mordeduras del mal no pueden ya dominarnos, porque Él, en la cruz, ha tomado sobre sí el veneno del pecado y de la muerte, y ha derrotado su poder destructivo. Esto es lo que ha hecho el Padre ante la difusión del mal en el mundo; nos ha dado a Jesús, que se ha hecho cercano a nosotros como nunca habríamos podido imaginar: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21). Esta es la infinita grandeza de la divina misericordia: Jesús que se ha “identificado con el pecado” en favor nuestro, Jesús que sobre la cruz -podríamos decir- “se ha hecho serpiente” para que, mirándolo a Él, podamos resistir las mordeduras venenosas de las serpientes malignas que nos atacan.

Hermanos y hermanas, este es el camino, el camino de nuestra salvación, de nuestro renacimiento y resurrección: mirar a Jesús crucificado. Desde esa altura podemos ver nuestra vida y la historia de nuestros pueblos de un modo nuevo. Porque desde la Cruz de Cristo aprendemos el amor, no el odio; aprendemos la compasión, no la indiferencia; aprendemos el perdón, no la venganza. Los brazos extendidos de Jesús son el tierno abrazo con el que Dios quiere acogernos. Y nos muestran la fraternidad que estamos llamados a vivir entre nosotros y con todos. Nos indican el camino, el camino cristiano; no el de la imposición y la coacción, del poder o de la relevancia, nunca el camino que empuña la cruz de Cristo contra los demás hermanos y hermanas por quienes Él ha dado la vida. El camino de Jesús, el camino de la salvación, es otro: es el camino del amor humilde, gratuito y universal, sin condiciones y sin “peros”.

Sí, porque Cristo, sobre el leño de la cruz, ha extraído el veneno a la serpiente del mal, y ser cristianos significa vivir sin venenos. Es decir, no mordernos entre nosotros, no murmurar, no acusar, no chismorrear, no difundir maldades, no contaminar el mundo con el pecado y con la desconfianza que vienen del Maligno. Hermanos, hermanas, hemos renacido del costado abierto de Jesús en la cruz; que no haya entre nosotros ningún veneno mortal (cf. Sb 1,14). Oremos, más bien, para que por la gracia de Dios podamos ser cada vez más cristianos, testigos alegres de la vida nueva, del amor y de la paz.

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A KAZAJOSTÁN
(13 AL 15 DE SEPTIEMBRE DE 2022)

Hermanos y hermanas:

Permítanme que me dirija a ustedes con estas palabras directas y familiares: hermanos y hermanas. De esta manera deseo saludarlos, Líderes religiosos y Autoridades, miembros del Cuerpo diplomático y de las Organizaciones internacionales, Representantes de instituciones académicas y culturales, de la sociedad civil y de diversas organizaciones no gubernamentales, en nombre de esa fraternidad que nos une a todos, como hijos e hijas del mismo cielo.

Ante el misterio del infinito que nos sobrepasa y nos atrae, las religiones nos recuerdan que somos criaturas; no somos omnipotentes, sino mujeres y hombres en camino hacia la misma meta celestial. La condición de criaturas que compartimos instaura así una comunión, una auténtica fraternidad. Nos recuerda que el sentido de la vida no puede reducirse a nuestros intereses personales, sino que se inscribe en la hermandad que nos caracteriza. Sólo crecemos con los demás y gracias a los demás. Queridos Líderes y Representantes de las religiones mundiales y tradicionales, nos encontramos en una tierra transitada a lo largo de los siglos por grandes caravanas. En estos lugares, también por medio de la antigua ruta de la seda, se han entretejido muchas historias, ideas, creencias y esperanzas. Que Kazajistán pueda ser una vez más tierra de encuentro entre quienes están distanciados. Que pueda abrir una nueva ruta de encuentro, basada en las relaciones humanas: el respeto, la honestidad del diálogo, el valor imprescindible de cada uno, la colaboración; un camino para recorrer juntos hacia la paz. 

Ayer tomé prestada la imagen del dombra; quisiera hoy asociar al instrumento musical una voz, la del poeta más célebre del país, padre de su literatura moderna, el educador y compositor que a menudo se representa precisamente junto al dombra. Abai (1845-1904), como se lo conoce popularmente, nos ha dejado escritos impregnados de religiosidad, en los que se refleja lo mejor del espíritu de este pueblo, una sapiencia armoniosa, que desea la paz y la busca interrogándose con humildad, anhelando una sabiduría digna del hombre, nunca encerrada en visiones limitadas y estrechas, sino dispuesta a dejarse inspirar por múltiples experiencias. Abai nos provoca con una pregunta imperecedera: «¿Cuál es la belleza de la vida, si no se va en profundidad?» (Poesía, 1898). Otro poeta se preguntaba el sentido de la existencia, poniendo en labios de un pastor de estas inconmensurables tierras de Asia una pregunta igualmente esencial: «¿Adónde tiende este vagar mío, tan breve?» (G. Leopardi, Canto nocturno de un pastor errante de Asia). Interrogantes como este son los que suscitan la necesidad de la religión, y nos recuerdan que nosotros seres humanos no existimos para satisfacer intereses terrenos y para establecer relaciones de naturaleza meramente económica, sino para caminar juntos, como peregrinos con la mirada dirigida al cielo. Necesitamos encontrar un sentido a las preguntas últimas, cultivar la espiritualidad; necesitamos, decía Abai, mantener «despierta el alma y clara la mente» (Palabra 6).

Hermanos y hermanas, el mundo espera de nosotros el ejemplo de almas despiertas y de mentes claras, espera una religiosidad auténtica. Ha llegado la hora de despertarse de ese fundamentalismo que contamina y corroe todo credo, la hora de hacer que el corazón se vuelva transparente y compasivo. Pero también es la hora de dejar sólo a los libros de historia los discursos que, por demasiado tiempo, aquí y en otros sitios, han inculcado sospechas y desprecio respecto a la religión, como si fuera un factor de desestabilización de la sociedad moderna. En este lugar es bien conocida la herencia del ateísmo de Estado, impuesto por decenios, esa mentalidad opresora y sofocante por la cual el simple uso de la palabra “religión” era incómodo. En realidad, las religiones no son un problema, sino parte de la solución para una convivencia más armoniosa. La búsqueda de la trascendencia y el valor sagrado de la fraternidad pueden, en efecto, inspirar e iluminar las decisiones a tomar en el contexto de las crisis geopolíticas, sociales, económicas y ecológicas -pero, en la raíz, espirituales- que atraviesan muchas instituciones en la actualidad, también las democracias, poniendo en peligro la seguridad y la concordia entre los pueblos. Por tanto, necesitamos la religión para responder a la sed de paz del mundo y a la sed de infinito que habita en el corazón de todo hombre.

Por eso, una condición esencial para un desarrollo verdaderamente humano e integral es la libertad religiosa. Hermanos, hermanas, somos criaturas libres. Nuestro Creador se ha “hecho a un lado por nosotros”, ha “limitado” su libertad absoluta -por así decirlo- para hacer también de nosotros unas criaturas libres. ¿Cómo podemos entonces obligar a algunos hermanos en su nombre? «Mientras creemos y adoramos -enseñaba Abai-, no debemos decir que podemos obligar a los demás a creer y adorar» (Palabra 45). La libertad religiosa es un derecho fundamental, primario e inalienable, que es necesario promover en todas partes y que no puede limitarse únicamente a la libertad de culto. De hecho, es un derecho de toda persona dar testimonio público de la propia fe; proponerla sin imponerla nunca. Es la buena práctica del anuncio, diferente del proselitismo y del adoctrinamiento, de los que todos están llamados a mantener distancia. Relegar a la esfera de lo privado el credo más importante de la vida privaría a la sociedad de una riqueza inmensa; favorecer, por el contrario, ambientes donde se respire una respetuosa convivencia de las diversidades religiosas, étnicas y culturales es el mejor modo para valorar las características específicas de cada uno, de unir a los seres humanos sin uniformarlos, de promover sus aspiraciones más altas sin cortar su impulso.

Por tanto, he aquí el valor actual, junto al valor inmortal de la religión, que Kazajistán promueve admirablemente, acogiendo desde hace una veintena de años este Congreso de relevancia mundial. La presente edición nos lleva a reflexionar sobre nuestro rol en el desarrollo espiritual y social de la humanidad durante el período pospandémico.

La pandemia, entre vulnerabilidad y cuidados, representa el primero de cuatro desafíos globales que quisiera indicar y que llaman a todos -aunque de manera especial a las religiones- a una mayor unidad de propósitos. El Covid-19 nos ha puesto a todos en igualdad de condiciones. Nos ha hecho entender que, como decía Abai, «no somos demiurgos, sino mortales» (ibíd.). Todos nos hemos sentido frágiles, todos necesitados de asistencia; ninguno plenamente autónomo, ninguno completamente autosuficiente. Pero ahora no podemos dilapidar la necesidad de solidaridad que hemos percibido siguiendo adelante como si no hubiera ocurrido nada, sin dejarnos interpelar por la exigencia de afrontar juntos las urgencias que conciernen a todos. Las religiones no deben ser indiferentes a esto; están llamadas a ir al frente, a ser promotoras de unidad ante las pruebas que amenazan con dividir aún más la familia humana.

Específicamente, nos corresponde a nosotros, que creemos en la Divinidad, ayudar a los hermanos y las hermanas de nuestra época a no olvidar la vulnerabilidad que nos caracteriza, a no caer en falsas presunciones de omnipotencia suscitadas por los progresos técnicos y económicos, que en sí mismos no bastan; a no dejarse enredar por los lazos del beneficio y la ganancia, como si fueran los remedios a todos los males; a no secundar un desarrollo insostenible que no respete los límites impuestos por la creación; a no dejarse anestesiar por el consumismo que aturde, porque los bienes son para el hombre y no el hombre para los bienes. Es decir que nuestra común vulnerabilidad, que se manifestó durante la pandemia, debería estimularnos a no seguir adelante como antes, sino con mayor humildad y amplitud de miras.

Los creyentes en la pospandemia, además de sensibilizarse sobre nuestra fragilidad y responsabilidad, están llamados al cuidado; a hacerse cargo de la humanidad en todas sus dimensiones, volviéndose artesanos de comunión -repito la palabra, artesanos de comunión-, testigos de una colaboración que supere los cercos de las propias pertenencias comunitarias, étnicas, nacionales y religiosas. Pero, ¿cómo emprender una misión tan ardua? ¿Por dónde comenzar? Por escuchar a los más débiles, por dar voz a los más frágiles, por hacerse eco de una solidaridad global que, en primer lugar, se refiera a ellos, a los pobres, a los necesitados que más han sufrido la pandemia, la cual ha hecho emerger prepotentemente la iniquidad de las desigualdades en el planeta. ¡Cuántos, todavía hoy, no tienen fácil acceso a las vacunas! ¡Cuántos! Estamos de su parte, no de la parte del que tiene más y da menos; seamos conciencias proféticas y valientes, hagámonos prójimos a todos, pero especialmente a los tantos olvidados de hoy, a los marginados, a los sectores más débiles y pobres de la sociedad, a aquellos que sufren a escondidas y en silencio, lejos de los reflectores. Lo que les propongo no es sólo un camino para ser más sensibles y solidarios, sino un itinerario de sanación para nuestra sociedad. Sí, porque es precisamente la indigencia la que permite que se propaguen las epidemias y otros grandes males que prosperan en el ámbito de las necesidades y las desigualdades. El mayor factor de riesgo de nuestro tiempo sigue siendo la pobreza. A este respecto, Abai se preguntaba sabiamente: «Los que tienen hambre, ¿pueden conservar una mente clara […] y mostrar diligencia en el aprendizaje? Pobreza y litigios […] generan […] violencia y avidez» (Palabra 25). Mientras sigan haciendo estragos la desigualdad y las injusticias, no cesarán virus peores que el Covid: los del odio, la violencia y el terrorismo.

Y esto nos lleva al segundo desafío global que interpela de modo particular a los creyentes: el desafío de la paz. En las últimas décadas, el diálogo entre los responsables de las religiones se ha centrado sobre todo en esta temática. Sin embargo, vemos que nuestros días están aún marcados por el flagelo de la guerra, por un clima de discusiones exasperadas, por la incapacidad de dar un paso atrás y tender la mano al otro. Se necesita un sacudón y se necesita, hermanos y hermanas, que venga de nosotros. Si el Creador, a quien dedicamos la existencia, ha dado origen a la vida humana, ¿cómo podemos nosotros, que nos profesamos creyentes, consentir que ésta sea destruida? Y, ¿cómo podemos pensar que los hombres de nuestro tiempo -muchos de los cuales viven como si Dios no existiera- estén motivados a comprometerse en un diálogo respetuoso y responsable, si las grandes religiones, que constituyen el alma de tantas culturas y tradiciones, no se comprometen activamente por la paz?

Recordando los horrores y los errores del pasado, unamos los esfuerzos, para que nunca más el Omnipotente se vuelva rehén de la voluntad de poder humano. Abai recuerda que “aquel que permite el mal y no se opone al mal no puede ser considerado un verdadero creyente sino, en el mejor de los casos, un creyente tibio” (cf. Palabra38). Hermanos, hermanas, es necesaria, para todos y para cada uno, una purificación del mal. El gran poeta kazajo insistía en este aspecto, escribiendo que quien «abandona el aprendizaje se priva de una bendición» y «quien no es severo consigo mismo y no es capaz de compasión no puede ser considerado creyente» (Palabra12). Por tanto, hermanos y hermanas, purifiquémonos de la presunción de sentirnos justos y de no tener nada que aprender de los demás; liberémonos de esas concepciones reductivas y ruinosas que ofenden el nombre de Dios por medio de la rigidez, los extremismos y los fundamentalismos, y lo profanan mediante el odio, el fanatismo y el terrorismo, desfigurando también la imagen del hombre. Sí, porque «la fuente de la humanidad -recuerda Abai- es amor y justicia, […] estas son las coronas de la creación divina» (Palabra45). No justifiquemos nunca la violencia. No permitamos que lo sagrado sea instrumentalizado por lo que es profano. ¡Que lo sagrado no sea apoyo del poder y el poder no se apoye en la sacralidad!

Dios es paz y conduce siempre a la paz, nunca a la guerra. Comprometámonos, por tanto, aún más, a promover y reforzar la necesidad de que los conflictos se resuelvan no con las ineficaces razones de la fuerza, con las armas y las amenazas, sino con los únicos medios bendecidos por el cielo y dignos del hombre: el encuentro, el diálogo, las tratativas pacientes, que se llevan adelante pensando especialmente en los niños y en las jóvenes generaciones. Estos encarnan la esperanza de que la paz no sea el frágil resultado de negociaciones escabrosas, sino el fruto de un compromiso educativo constante, que promueva sus sueños de desarrollo y de futuro. Abai, en ese sentido, animaba a ampliar el saber, a cruzar el confín de la propia cultura, a abrazar el conocimiento, la historia y la literatura de los demás. Les ruego que invirtamos en esto, no en los armamentos, sino en la instrucción.

Después de los desafíos de la pandemia y de la paz, recabamos un tercer desafío, el de la acogida fraterna. Hoy es grande la dificultad de aceptar al ser humano. Cada día bebés por nacer y niños, migrantes y ancianos son descartados. Hay una cultura del descarte. Numerosos hermanos y hermanas mueren sacrificados en el altar del lucro, envueltos en el incienso sacrílego de la indiferencia. Y, sin embargo, todo ser humano es sagrado. «Homo sacra res homini», decían los antiguos (Séneca, Epistulae morales ad Lucilium, 95,33). Es sobre todo tarea nuestra, de las religiones, recordarlo al mundo. Nunca como ahora presenciamos grandes movimientos de poblaciones, causados por las guerras, la pobreza, los cambios climáticos, en la búsqueda de un bienestar que el mundo globalizado permite conocer, pero al que a menudo es difícil acceder. Un gran éxodo está en curso, desde las regiones más necesitadas se busca alcanzar aquellas con mayor bienestar. Lo vemos todos los días, en las diversas migraciones en el mundo. No es un dato de crónica, es un hecho histórico que requiere soluciones compartidas y amplitud de miras. Ciertamente, defender las propias seguridades adquiridas y cerrar las puertas por miedo viene de manera instintiva; es más fácil sospechar del extranjero, acusarlo y condenarlo antes que conocerlo y entenderlo. Pero es nuestro deber recordar que el Creador, que vela los pasos de toda criatura, nos exhorta a tener una mirada semejante a la suya, una mirada que reconozca el rostro del hermano. Al hermano migrante es necesario recibirlo, acompañarlo, promoverlo e integrarlo.

La lengua kazaja invita a tener esta mirada acogedora; en ella “amar” significa literalmente “tener una mirada buena sobre alguien”. Pero también la cultura tradicional de estas regiones afirma la misma cosa por medio de un hermoso proverbio popular: «Si encuentras a alguien, intenta hacerlo feliz, quizá sea la última vez que lo veas». Si el culto de la hospitalidad esteparia recuerda el valor irrenunciable de todo ser humano, Abai lo establece diciendo que «el hombre debe ser amigo del hombre» y que dicha amistad se funda en un intercambio universal, porque las realidades importantes de la vida y después de la vida son comunes. Y, por tanto, sentencia, «todas las personas son huéspedes unas de otras» y «el mismo hombre es un huésped en esta vida» (Palabra34). Redescubramos el arte de la hospitalidad, de la acogida, de la compasión. Y aprendamos también a avergonzarnos; sí, a experimentar esa sana vergüenza que nace de la piedad por el hombre que sufre, de la conmoción y del asombro por su condición, por su destino, del cual nos sentimos partícipes. El camino de la compasión es el que nos hace más humanos y más creyentes. Depende de nosotros, además de afirmar la dignidad inviolable de todo hombre, enseñar a llorar por los demás, porque sólo seremos verdaderamente humanos si percibimos como nuestras las fatigas de la humanidad. 

Nos interpela un último desafío global: el cuidado de la casa común. Frente a los cambios climáticos es necesario protegerla, para que no sea sometida a las lógicas de las ganancias, sino preservada para las generaciones futuras, para alabanza del Creador. Escribía Abai: «¡Qué mundo maravilloso nos ha dado el Creador! Él nos dio su luz con magnanimidad y generosidad. Cuando la madre tierra nos albergó en su seno, nuestro Padre celestial se inclinó sobre nosotros con solicitud» (de la poesía “Primavera”). El Altísimo ha dispuesto con cuidado amoroso una casa común para la vida. Y nosotros, que nos profesamos suyos, ¿cómo podemos permitir que se contamine, se maltrate y se destruya? También en este desafío unamos esfuerzos. No es el último por importancia, sino que se une al primero, al de la pandemia. Virus como el Covid-19, que, aun siendo microscópicos, son capaces de erosionar las grandes ambiciones del progreso, a menudo están vinculados a un equilibrio deteriorado -en gran parte por nuestra causa- con la naturaleza que nos rodea. Pensemos por ejemplo en la deforestación, en el comercio ilegal de animales vivos, en los criaderos intensivos. Es la mentalidad de la explotación que devasta la casa que habitamos. No sólo eso; lleva a eclipsar esa visión respetuosa y religiosa del mundo querida por el Creador. Por eso es imprescindible favorecer y promover el cuidado de la vida en todas sus formas.

Queridos hermanos y hermanas, sigamos adelante juntos, para que el camino de las religiones sea cada vez más amistoso. Abai decía que «un falso amigo es como una sombra, cuando el sol resplandece sobre ti, no te liberarás de él, pero cuando las nubes se condensan sobre ti, no se verá por ninguna parte» (Palabra37). Que no nos suceda esto, que el Altísimo nos libre de las sombras de la sospecha y de la falsedad, que nos conceda cultivar amistades luminosas y fraternas, por medio del diálogo asiduo y la franca sinceridad de las intenciones. Y quisiera agradecer aquí por el esfuerzo que hace Kazajistán en relación a este tema: siempre tratando de unir, siempre intentando que se propicie el diálogo, siempre procurando que se entablen lazos de amistad. Este es un ejemplo que nos da Kazajistán a todos nosotros y debemos seguirlo, secundarlo. No busquemos falsos sincretismos conciliadores -no sirven-, sino más bien conservemos nuestras identidades abiertas a la valentía de la alteridad, al encuentro fraterno. Sólo así, por este camino, en los tiempos oscuros que vivimos, podremos irradiar la luz de nuestro Creador. ¡Gracias a todos!

Francisco

VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A CANADÁ
(24 AL 30 DE JULIO DE 2022)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!

Saludo cordialmente a la Señora Gobernadora General y a todos ustedes, estoy feliz de visitarlos. Les agradezco sus palabras, así como los cantos, las danzas y la música, que aprecio mucho.

Hace poco escuché a varios de ustedes, ex alumnos de las escuelas residenciales: gracias por lo que tuvieron la valentía de decir, compartiendo grandes sufrimientos, que yo no hubiera imaginado. Eso ha reavivado en mí la indignación y la vergüenza que me acompañan desde hace meses. También hoy, también aquí, quisiera decirles que estoy muy apenado y quiero pedir perdón por el mal que cometieron no pocos católicos en esas escuelas que contribuyeron a políticas de asimilación cultural y desvinculación. Mamianak (lo siento). Me volvió a la mente el testimonio de un anciano, que describía la belleza del clima que reinaba en las familias indígenas antes de la llegada del sistema de las escuelas residenciales. Comparaba esa época en la que abuelos, padres e hijos estaban juntos en armonía, con la primavera, cuando los pajaritos cantan felices alrededor de la mamá. Pero de repente -decía- el canto se detuvo, las familias fueron disgregadas, se llevaron a los pequeños lejos de su ambiente; el invierno descendió sobre todo.

Dichas palabras, al mismo tiempo que provocan dolor, suscitan también escándalo; más aún si las confrontamos con la Palabra de Dios, que mandó: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te da» (Ex 20,12). Para muchas de vuestras familias esto no fue posible, dejó de cumplirse cuando los hijos fueron separados de sus padres y el propio país fue percibido como algo peligroso y extraño. Esas asimilaciones forzadas evocan otra página bíblica, el relato del justo Nabot (cf. 1 Re, 21), que no quería ceder la viña heredada de sus padres a quien, gobernando, estaba dispuesto a usar cualquier medio para quitársela. Y también vienen a la mente esas palabras fuertes de Jesús contra quien escandaliza a los pequeños y desprecia a alguno de ellos (cf. Mt 18,6.10). ¡Cuánto mal al romper los vínculos entre padres e hijos, al herir los afectos más queridos, al lastimar y escandalizar a los pequeños!

Queridos amigos, estamos aquí con la voluntad de recorrer juntos un camino de sanación y de reconciliación que, con el auxilio del Creador, nos ayude a dar luz sobre lo sucedido y a superar el pasado oscuro. A propósito de vencer la oscuridad, también ahora, como en nuestro encuentro de fines de marzo, ustedes han encendido el qulliq. Este, además de dar luz durante las largas noches invernales, permitía, difundiendo calor, resistir al rigor del clima. Por tanto, era esencial para vivir. También hoy permanece como un bellísimo símbolo de vida, de un vivir luminoso que no se rinde ante la oscuridad de la noche. Así son ustedes, un testimonio perenne de la vida que no se apaga, de una luz que resplandece y que ninguno logra sofocar.

Estoy muy agradecido por la oportunidad de estar aquí en el Nunavut, dentro del Inuit Nunangat. He intentado imaginar, después de nuestro encuentro en Roma, estos vastos lugares donde viven desde tiempos inmemoriales y que para otros serían hostiles. Ustedes han sabido amarlos, respetarlos, custodiarlos y apreciarlos, transmitiendo valores fundamentales de generación en generación, como el respeto por los ancianos, un genuino sentido de fraternidad y el cuidado del medio ambiente. Hay una hermosa y armónica correspondencia entre ustedes y la tierra que habitan, porque también ésta es fuerte y resiliente, y responde con mucha luz a la oscuridad que la envuelve durante gran parte del año. Pero también esta tierra, como cada persona y cada población, es delicada y necesita ser cuidada. Cuidarla, transmitir el cuidado, ¡a esto en particular están llamados los jóvenes, sostenidos por el ejemplo de los ancianos! Cuidar la tierra, cuidar las personas, cuidar la historia.

Quisiera entonces dirigirme a ti, joven Inuit, futuro de esta tierra y presente de su historia. Quisiera decirte, citando a un gran poeta: «Lo que has heredado de tus padres, gánatelo para poseerlo» (J.W. von Goethe, Fausto, I, Noche, 681-682). No basta vivir de rentas, es necesario volver a ganarse lo que se ha recibido como don. Por tanto, no temas escuchar una y otra vez los consejos de los más ancianos, abrazar tu historia para escribir páginas nuevas, apasionarte, tomar posición frente a los hechos y a las personas, arriesgarte. Y para ayudarte a hacer resplandecer la lámpara de tu existencia, también yo quisiera darte, como hermano anciano, tres consejos.

El primero: camina hacia lo alto. Vives en estas vastas regiones del norte. Que ellas te recuerden tu vocación a tender hacia lo alto, sin dejarte tirar abajo por quien quiere hacerte creer que es mejor pensar sólo en ti mismo y usar el tiempo que tienes únicamente para tu diversión y tus intereses. Amigo, no estás hecho para “ir tirando”, para pasar las jornadas equilibrando deberes y placeres, estás hecho para volar alto, hacia los deseos más verdaderos y hermosos que tienes en el corazón, hacia Dios para amarlo y hacia el prójimo para servirlo. No pienses que los grandes sueños de la vida sean cielos inalcanzables. Estás hecho para levantar el vuelo, para abrazar la valentía de la verdad y promover la belleza de la justicia, para “elevar tu temple moral, ser compasivo, servir a los demás y construir relaciones” (cf. InunnguiniqIq Principles 3-4), para sembrar paz y cuidado donde te encuentres; para encender el entusiasmo de los que te rodean; para ir más allá, no para igualarlo todo.

Pero -me podrían decir- vivir así es más arduo que volar. Cierto, no es fácil, porque siempre está acechando esa “fuerza de gravedad espiritual” que empuja para tirarnos abajo, para paralizar los deseos, para debilitar la alegría. Entonces, piensa en la golondrina del ártico que nosotros llamamos “charrán”; esta no deja que los vientos contrarios o los cambios de temperatura le impidan ir de un lado a otro de la tierra; a veces elige caminos que no son directos, acepta desviaciones, se adapta a ciertos vientos; pero siempre mantiene clara la meta, siempre va a su destino. Encontrarás gente que intentará borrar tus sueños, que te dirá que te conformes con poco, que luches sólo por lo que te conviene. Entonces te preguntarás: ¿Por qué tengo que esforzarme por algo en lo que los demás no creen? Y, además, ¿cómo puedo volar en un mundo que parece que cae cada vez más bajo en medio de escándalos, guerras, engaños, injusticias, destrucción del ambiente, indiferencia hacia los más débiles, decepciones por parte de los que tendrían que dar el ejemplo? Ante estas preguntas, ¿cuál es la respuesta?

Quisiera decirte a ti joven, a ti hermano y hermana joven: tú eres la respuesta. Tú, hermano, tú, hermana. No sólo porque si te rindes ya has perdido de antemano, sino porque el futuro está en tus manos. Está en tus manos la comunidad que te ha generado, el ambiente en el que vives, la esperanza de tus coetáneos, de los que, aún sin pedírtelo, esperan de ti el bien original e irrepetible que puedes introducir en la historia, porque “cada uno de nosotros es único” (cf. Principle 5). El mundo que habitas es la riqueza que has heredado, ámalo, como te ha amado quien te ha dado la vida y las alegrías más grandes, como te ama Dios, que por ti ha creado todo lo bello que existe y no deja de confiar en ti ni siquiera por un brevísimo instante. Él cree en tus talentos. Cada vez que lo busques comprenderás cómo el camino que te llama a recorrer tiende siempre hacia lo alto. Lo advertirás cuando rezando mires al cielo y sobre todo cuando alces la mirada al Crucificado. Entenderás que Jesús desde la cruz no te señala con el dedo, sino que te abraza y te anima, porque cree en ti aun cuando tú mismo has dejado de creer en ti. Entonces, no pierdas nunca la esperanza, lucha, dalo todo y no te arrepentirás. Sigue adelante el camino, “un paso tras otro hacia lo mejor” (cf. Principle 6). Instala el navegador de tu existencia hacia una meta grande, ¡hacia lo alto!

El segundo consejo: ir hacia la luz. En los momentos de tristeza y desconsuelo, piensa en el qulliq, que tiene un mensaje para ti. ¿Cuál? Que existes para ir hacia la luz cada día. No sólo el día de tu nacimiento, cuando no dependió de ti, sino cada día. Cotidianamente estás llamado a llevar una luz nueva al mundo, la de tus ojos, la de tu sonrisa, la del bien que tú y sólo tú puedes aportar. No lo puede aportar otro. Pero, para ir hacia la luz, hay que luchar cada día con la oscuridad. Sí, hay una lucha cotidiana entre la luz y las tinieblas, que no sucede afuera, en un lugar cualquiera, sino dentro de cada uno de nosotros. El camino de la luz requiere valientes decisiones del corazón contra la oscuridad de las falsedades, requiere “desarrollar buenas costumbres para vivir bien” (cf. Principle 1), que no se sigan estelas luminosas que desaparecen fugazmente, fuegos artificiales que sólo dejan humo. Son «espejismos, parodias de la felicidad», como dijo aquí en Canadá san Juan Pablo II: «Quizá no haya tiniebla más densa que la que se introduce en el alma de los jóvenes cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor» (Homilía en la XVII Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, 28 julio 2002). Hermano, hermana, Jesús te acompaña y desea iluminar tu corazón para guiarte hacia la luz. Él dijo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), pero también dijo a sus discípulos: «Ustedes son la luz del mundo» (Mt 5,14). Por tanto, también tú eres luz del mundo y lo serás cada vez más si luchas por alejar del corazón la triste oscuridad del mal.

Para aprender a hacerlo, hay que adquirir un arte continuo, que requiere “superar las dificultades y las contradicciones por medio de una búsqueda continua de soluciones” (cf. Principle 2). Es el arte de separar cada día la luz de las tinieblas. Para crear un mundo bueno, dice la Biblia, Dios comenzó justamente así, separando la luz de las tinieblas (cf. Gn 1,4). También nosotros, si queremos ser mejores, tenemos que aprender a distinguir la luz de las tinieblas. ¿Por dónde se empieza? Puedes empezar preguntándote: ¿qué es lo que me parece luminoso y seductor, pero después me deja dentro un gran vacío? ¡Estas son las tinieblas! En cambio, ¿qué es lo que me hace bien y me deja paz en el corazón, aunque antes me haya pedido que saliera de ciertas comodidades y que dominara ciertos instintos? ¡Esta es la luz! Y -me sigo preguntando-, ¿cuál es la fuerza que nos permite separar dentro de nosotros la luz de las tinieblas, que nos hace decir “no” a las tentaciones del mal y “sí” a las ocasiones de bien? Es la libertad. Libertad que no es hacer todo lo que me parece y me gusta; no es aquello que puedo hacer a pesar de los otros, sino por los otros; no es un total arbitrio, sino responsabilidad. La libertad es el don más grande que nuestro Padre celestial nos ha dado junto con la vida.

Por último, el tercer consejo: hacer equipo. Los jóvenes hacen grandes cosas juntos, no solos. Porque ustedes jóvenes son como las estrellas del cielo, que aquí brillan de manera espléndida, su belleza nace del conjunto, de las constelaciones que forman y que iluminan y orientan las noches del mundo. También ustedes, llamados a las alturas del cielo y a resplandecer en la tierra, están hechos para brillar juntos. Es necesario permitir a los jóvenes que formen grupos, que estén en movimiento. No pueden pasar las jornadas aislados, rehenes de un teléfono. Los grandes glaciares de estas tierras me hacen pensar en el deporte nacional de Canadá, el hockey sobre hielo. ¿Cómo es posible que Canadá conquiste todas las medallas olímpicas? ¿Cómo hicieron Sarah Nurse o Marie-Philip Poulin para marcar todos esos goles? El hockey conjuga bien disciplina y creatividad, táctica y físico; pero lo que hace la diferencia siempre es el espíritu de equipo, presupuesto indispensable para afrontar las imprevisibles circunstancias del juego. Hacer equipo significa creer que para alcanzar grandes objetivos no se puede avanzar solos; es necesario moverse juntos, tener la paciencia de combinar pases y movimientos para tejer estrategias de juego. También significa dejar espacio a los demás, salir rápidamente cuando es el propio turno y alentar a los compañeros. ¡Este es el espíritu de equipo!

Amigos, caminen hacia lo alto, vayan cada día hacia la luz, hagan equipo. Y hagan todo esto en vuestra cultura, en el hermosísimo lenguaje Inuktitut. Les deseo que, escuchando a los ancianos y recurriendo a la riqueza de vuestras tradiciones y de vuestra libertad, abracen el Evangelio custodiado y transmitido por sus antepasados, y que encuentren el rostro Inuk de Jesucristo. Los bendigo de corazón y les digo: qujannamiik! [¡gracias!]

Francisco