Ese ramo que llevaré a mi casa significa mucho:
1. Ese día Jesús entró a Jerusalén y mucha gente lo recibió con alegría levantando ramos. A esas personas que tenían el corazón abierto ¿qué les llevó Jesús? Les dio todo, les dio su vida, les entregó todo su ser sin reservas. Cuando veo ese ramito en mi casa vuelvo a decirle que lo recibo con el corazón abierto, y él me da todo.
2. Con los ramos en alto lo proclamaban rey de sus vidas. Cuando veo ese ramito en mi casa vuelvo a decirle a Jesús: “Vos sos el rey de este lugar, el rey de mi vida, el rey de mi familia, el rey de mis sueños. Por eso me siento protegido”.
3. Si lo proclamo a él como mi rey no puedo tener otros reyes. Por eso renuncio a ser esclavo de cosas y de personas. No acepto arrastrarme detrás de nada ni de nadie, porque Jesús es mi único rey que sostiene mi dignidad. De ese modo, cuando veo el ramo de olivo, echo fuera todas esas esclavitudes que se han apoderado de mí y me han llenado de obsesiones, y entonces me siento más libre.
Por eso hoy la pregunta es: “¿qué está dominando mi vida, a qué le he dado el poder, el reinado sobre mi vida? Dios quiere hablarnos al corazón, en el fondo para que nos liberemos de esas seguridades falsas que no nos salvan realmente sino que nos dominan, nos abruman, nos vacían.
¿Cuál ha sido tu rey, a qué le diste el dominio en tu vida? ¿A la tristeza, a la melancolía, a los malos recuerdos, a la comodidad, al rencor? ¿Qué es lo que ha dominado en tu mente y en tu corazón la mayor parte del tiempo? Y ahora mismo ¿cuál es tu rey y dominador? ¿A qué o a quién le estás dando el dominio sobre tu existencia?
Pero lo más importante es preguntarte: ¿Qué tipo de rey quiero tener? De la boca para afuera todos podemos decir que nada ni nadie nos domina, que no tenemos un rey, que somos libres, que no somos esclavos de nada ni de nadie, que no nos dejamos dominar por nada. Pero no es así. Todos los seres humanos estamos dominados por muchas cosas, todos tenemos algunos reyes interiores que nos oprimen.
Nadie puede considerarse completamente libre, nadie puede decir que tiene un dominio pleno sobre sus pensamientos, sentimientos o estados de ánimo. Hay pensamientos que nos condicionan, incluso desde la oscuridad del inconsciente, y despiertan en nosotros extrañas tristezas, iras, impulsos destructivos o auto agresiones. Todos estamos habitados por fuerzas, inclinaciones, fantasmas interiores que van más allá de nuestro dominio pleno.
Por eso, hoy se te propone aceptar a Jesús como rey o como Señor de la propia vida en lugar de cualquier forma de esclavitud que pueda afectar tu existencia. Para expulsar todo eso que no sirve y que reine él luminoso y radiante. Y que este ramo que colocaremos en nuestra casa sea un modo de liberar nuestro hogar, para que cada vez que lo veamos no sea una rama seca sino que volvamos a decir: “Jesús, que seas vos mi rey, que domine tu luz en esta casa”. Estas no son palabras vacías, debe ser un acto de abandono, de confianza total, de quedarme en sus brazos y dejarme llevar pase lo que pase, sin pretender otras seguridades mundanas.
¿No es mejor su paz que la inquietud permanente? ¿No es mejor su amistad que la soledad y el abandono? ¿No es mejor aferrarse a él que pretender que otros te hagan sentir seguro o segura? ¿No es mejor dar el trono de la propia existencia a ideales de servicio y entrega generosa, en lugar de pasarse la vida contemplándose a sí mismo?
Cuando Jesús entró a Jerusalén y fue recibido como rey, iba montado en un pequeño burro. Los reyes solían hacer una entrada triunfal, montados en un fino caballo egipcio y rodeados de carruajes finamente adornados. Jesús entró en un burrito. Y luego su trono fue la cruz. Ese tipo de rey eligió ser, para burlarse de toda pretensión humana de aparecer, dominar, ganar, someter, avasallar, superar, aplastar. No cabe tenerle miedo.
Jesús vino a servir. Entonces nos conviene que él sea nuestro rey y señor.
Proclamación del señorío
Te proclamo Jesús como único rey y Señor
de mi casa
de todos mis seres queridos
de mis trabajos
de mis proyectos
de mi cuerpo y mi salud
de mis afectos y mis estados de ánimo
de todo mi futuro
de todos mis miedos
de toda mi vida y de todo mi ser. Amén.
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata