Queridos hermanos:
Con alegría nos congregamos en torno al altar del Señor en este querido colegio “Obispo Caixal” de las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgel.
Quiero dar un “gracias inmenso” al Señor, y quiero hacerlo junto con todos ustedes, por el precioso don que Él, en su bondad y misericordia, me hizo hace ya cincuenta años: la ordenación sacerdotal.
Fue también un sábado 17 de julio, como hoy, en la parroquia del “Santísimo Sacramento y San Pío X, de barrio Cofico, de esta ciudad de Córdoba.
La pandemia en curso nos impone limitaciones. Por ello, sólo mis familiares íntimos y mis colaboradores más estrechos me acompañan en esta celebración.
Doy gracias a las Hermanas de la Sagrada Familia que me acogen en su casa y también me acompañan, como lo hicieron en aquel 17 de julio de 1971.
Saludo a todos los que a través de las redes sociales se asocian a esta Eucaristía en la Arquidiócesis de Córdoba, en la querida y siempre recordada Arquidiócesis de Tucumán, y en la ciudad de Jujuy.
Mis sentimientos en este gratísimo momento son de asombro y de admiración, ante todo, por el inaudito regalo de poder celebrar la Misa cada día. Desde que descubrí mi vocación, experimenté un especial atractivo por el misterio eucarístico. Hoy quiero celebrarla con la alegría y el estupor de las primeras veces, y la ofrezco como acción de gracias a Dios nuestro Señor por sus muchos y preciosos beneficios y encomendando especialmente a todos los que me acompañan y a todos aquellos a quienes procuro servir desde mi ministerio.
También experimento esos sentimientos de asombro y admiración, al considerar la obra realizada por el Señor en mi vida. Él me enriqueció con sus dones, me preservó de peligros, me protegió en las pruebas, me cuidó en el diario acontecer, me acompañó constantemente, cumpliendo su promesa: “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Él es realmente el pastor que no nos hace faltar nada (cfr. Sal 22, 1).
Asombro y admiración también por la obra que a través de mi ministerio me ha permitido realizar y me permite seguir llevando adelante.
Con el salmista, de corazón, quiero decir: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades” (Sal 89, 2).
Junto a la gratitud a Dios nuestro Señor, mi reconocimiento y sincero agradecimiento a quienes me acompañaron y me ayudaron a lo largo de estos cincuenta años: a mis padres: a papá, desde el cielo; a mamá hasta que partió de este mundo; a mis hermanos y sobrinos, a todos mis familiares y amigos. En el seno de sus hogares yo he encontrado siempre “mi hogar de Betania” en el cual descansar, como Jesús junto a Lázaro, Marta y María.
También mi agradecimiento especial al Seminario Mayor “Nuestra Señora de Loreto”, a los formadores y seminaristas; a los miembros de las comunidades parroquiales y de las distintas capillas de la ciudad y del interior, por la cordial acogida que siempre me han dispensado.
Una especial gratitud para mis colaboradores en la tarea pastoral, que en el trabajo ofrecieron lo mejor de sí. En las pruebas y dolores, con su cercanía y con su compasión llena de cariño, fueron mis cireneos, pacientes y generosos. En las realizaciones y alegrías, supieron compartir los logros sin competencias, mezquindades ni envidias. Los logros eran ciertamente obra del Señor que Él nos regalaba generosamente a todos, y entre todos los disfrutábamos.
En mi agradecimiento, quiero mencionar especialmente a Mons. Pedro Torres y a Mons. Ricardo Seirutti, obispos auxiliares de esta Arquidiócesis, a los Vicarios episcopales P. Pablo Nassif y P. Roberto Giardino, al Vicario judicial P. Dante Simón. Todos ellos me acompañan actualmente en mi tarea.
Quiero recordar también con gratitud a quienes me acompañaron a lo largo de mi ministerio en la Arquidiócesis de Córdoba: a Mons. José Rovai, a los Padres Horacio Álvarez, Marcos García, Víctor Sosa, Eduardo Córdoba, Daniel Ferreira y a Walter Gómez.
Agradezco la cercanía de Mons. José María Arancibia, antiguo arzobispo de Mendoza, residente hoy entre nosotros. La de todos los obispos de la Provincia de Córdoba, con quienes integramos la región pastoral Centro y a todos los hermanos miembros de la Conferencia episcopal argentina.
Agradezco a todos los sacerdotes y diáconos permanentes de la Arquidiócesis; a todos los consagrados y consagradas, por su testimonio y su servicio. A los laicos integrantes de los consejos y comisiones arquidiocesanos por su colaboración desinteresada y eficaz.
Mi gratitud también para los hermanos pertenecientes a otras tradiciones religiosas, que desde el Centro ecuménico de Córdoba, el Consejo de pastores y el Comipaz, me han honrado con su amistad y han colaborado con mi ministerio en la Arquidiócesis de Córdoba.
En mis agradecimientos quiero también tener un recuerdo especial para la comunidad arquidiocesana de Tucumán, y para su arzobispo, Mons. Carlos Alberto Sánchez. Con ustedes, queridos tucumanos, pasé tres hermosos e inolvidables años.
Un recuerdo y una gratitud especial, también para la familia de Gabriel Moreno y de Viviana Ybrán, que tanta s veces me han recibido en su casa en Jujuy, y con los que he compartido momentos preciosos junto a toda su familia. Y a tantos otros, que no menciono, pero que llevo en mi corazón y los hago presentes en mis oraciones.
Esta celebración señala también un tiempo de balance. Lo que intenté hacer en estos años de ministerio ha sido testimoniar y anunciar el evangelio, con mis características personales, mis límites y fragilidades.
Lo logrado es ciertamente obra del Señor. Él me ayudó a realizarlo junto a quienes me acompañaron y secundaron. No evalúo lo actuado; lo juzga y lo juzgará el Señor, que es el verdadero pastor que cuida de su grey, como nos acaba de recordar el profeta Jeremías en la primera lectura que hemos escuchado (cfr. Jer 23, 1-6).
Pido perdón al Señor y su Iglesia por lo que no supe o no me animé a hacer; por las veces que no supe o no terminé de animarme a reflejar el evangelio en mi vida de discípulo y de pastor, y si perjudiqué u ofendí a alguien, le pido perdón de corazón.
El apóstol san Pablo nos acaba de ilustrar sobre la maravillosa reconciliación obrada por Dios en Cristo Jesús. Ha derribado los muros que separaban a judíos y no judíos. Es una invitación apremiante a obrar la reconciliación entre nosotros, en nuestra Patria, superando diferencias, enfrentamientos u ofensas (cfr. Ef 2, 13-18).
¿Cuál es mi propósito de ahora en más? Inspirándome en el evangelio que acabamos de escuchar y contemplando al Señor Jesús que acoge a los que acuden a Él, quiero seguir ejerciendo mi ministerio como sacerdote y obispo desde otro lugar. Quiero ofrecer mi servicio y disponibilidad a la Iglesia en donde el Señor me indique.
El obispo que el Señor regale a esta Iglesia que peregrina en Córdoba continuará la obra realizada, aportando, seguramente, su novedad y creatividad. Lo que importa es lo que nos proponía el XI° Sínodo arquidiocesano, es decir, que Jesús sea anunciado, que su gracia llegue al mayor número posible de corazones.
Le tocará a la comunidad de la Arquidiócesis recibirlo con fe, acompañarlo con calidez y caridad y colaborar con su ministerio con disponibilidad y generosidad.
Los pastores pasamos, Jesús, a quien seguimos, “es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre” (Hebr 13, 8).
Para finalizar, quiero mencionar, profundamente agradecido, una gracia particular que el Señor me concedió en mi ministerio en Córdoba: la de participar de la canonización de san José Gabriel del Rosario Brochero, patrono del clero argentino, y de las beatificaciones de Madre María del Tránsito Cabanillas, fundadora de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas; de Madre Catalina de María Rodríguez, fundadora de las Hermanas Esclavas del Corazón de Jesús; de Mons. Enrique Angelelli, antiguo obispo auxiliar de esta Arquidiócesis, y sus compañeros mártires. Y como “broche de oro”, si Dios quiere, participaré de la próxima beatificación de Fray Mamerto Esquiú, antiguo obispo de Córdoba, a concretarse el próximo 4 de setiembre, en la ciudad de Catamarca.
Se trata, sin lugar a dudas, de una gracia que nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad, que hemos sido predestinados a ello, como nos recordaba hace poco el apóstol san Pablo.
Es una ayuda preciosa porque los santos son nuestros intercesores privilegiados. Su vida, además, nos recuerda el precioso desafío al que estamos convocados: ser santos, juntos, como ellos. Procurando de veras una santidad comunitaria, la del pueblo de Dios.
María Santísima ha estado siempre presente en mi vida. En los diversos santuarios que he recorrido en mi vida y en sus diversas advocaciones me he encomendado siempre a Ella; como niño, adolescente, seminarista, sacerdote y obispo. Su ayuda, junto a la de su esposo San José, ha sido decisiva en mi vida.
A ellos, a María y a José, y a todos los santos cordobeses me encomiendo nuevamente y los encomiendo a todos ustedes, queridos hermanos, para que juntos alcancemos la meta que nos trazaba el apóstol san Pablo: ser santos e irreprochables en la presencia de Dios (cfr. Ef 1, 4), lo cual el Señor con su gracia nos lo conceda.
¡Que así sea!
Mons. Carlos José Ñáñez, arzobispo de Córdoba