Viernes 22 de noviembre de 2024

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Misa Crismal

Homilía del cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires, durante la Misa Crismal (Catedral de Buenos Aires, 1 de abril de 2021)

Is 61, 1-3ª, 6ª.8b-9 | Salmo 88; Ap 1, 4b-8 | Evg Lc 4, 16-21

Hay unas palabras de Jesús que expresan un sentimiento compartido en este encuentro de Jueves Santo: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión» (Lc 22,15). Lo que expresaba a sus discípulos en las vísperas de su muerte, hoy resuena como un llamado para nuestro presbiterio en Buenos Aires, y nadie, sino solo Él puede congregar tanta diversidad en el ministerio apostólico: a los jóvenes recién ordenados como a los que están viviendo la serena edad de la experiencia que los años de servicio sacerdotal le brindaron. Aquí nos encontramos hermanados los diáconos, presbíteros y obispos porque nos sentimos íntimamente unidos en el único sacerdocio y ministerio de Cristo. Venimos a renovar la comunión eclesial y las promesas que la Iglesia recibió en el día de nuestra ordenación. Unámonos cordialmente para que la concelebración en esta Misa exprese la comunión eclesial tan deseada, con una sentida acción de gracias por la gratuidad de la elección, inmerecida e incondicional, cuanto más, si consideramos nuestras debilidades para llevar la inapreciable participación de su misma consagración.

Como nuestra misión apostólica reconoce su origen en el ministerio de Jesús, todos los años volvemos sobre los textos que nos ofrece la liturgia de la Palabra de la Misa Crismal.

El primer mensaje que nos llega es la voz cálida del profeta, y su anuncio alegre es una «buena noticia» al pueblo de Israel, empobrecido y esclavizado durante el cautiverio en Babilonia. Para comunicar este consuelo, el vocero de Dios confirma que vino a «proclamar un año de gracia del Señor», refiriéndose a una antigua institución del pueblo hebreo cuando estaba en su tierra: era la solemnidad del Jubileo que se celebraba cada cincuenta años. Entonces, se proclamaba la paz, los esclavos debían ser liberados y las deudas perdonadas (cfr. Lv 25,8-12).

Las palabras de Isaías son un bálsamo de esperanza para los enfermos, una promesa de liberación para los esclavos y prisioneros, como también un llamado al consuelo de los pobres y marginados, voz que se convirtió en una luz que brilló en la larga noche de la deportación, cuando todo el pueblo humillado suspiraba volver a la tierra de sus padres. Esa profecía se cumplió cuando cambiaron «su ropa de luto por el óleo de la alegría» y celebraron un gran jubileo al regresar del exilio a Jerusalén.

Cinco siglos después, San Lucas nos sitúa en una escena que transcurre en una modesta sinagoga de Nazaret, donde otra voz profética se eleva para hacer suyas las palabras de Isaías. Es Jesús, y como ocurre en un pueblo chico, todos lo conocían como «el hijo del carpintero» (Mt 13,55). Él se presentó «como de costumbre» en el templo; era día sábado y fue invitado a leer y comentar las Sagradas Escrituras. La lectura del texto sagrado con la voz del Señor, tomó un renovado realismo que captó la mirada y admiración de todos: se presentó como portador de una «Buena Noticia», inaugurando el tiempo definitivo de la misericordia divina. Él fue ungido por el Espíritu Santo como un profeta para anunciar la liberación a los pobres y el perdón de Dios para todos; como rey, para dar la libertad a los cautivos y oprimidos; y como sacerdote, «para proclamar un año de gracia del Señor».

Acto seguido, Jesús agregó a esas palabras desbordantes de esperanza un breve y sorprendente comentario: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Todos en la asamblea se complacen al escuchar este anuncio y le piden signos para creer. No obstante, el Señor sabía «que ningún profeta es bien recibido en su tierra». Y citando los ejemplos de los profetas Elías y Eliseo, cuando estos favorecieron con milagros a paganos, demostró que la salvación estaba destinada a todos; de la admiración se pasó al rechazo de su persona, y el clima se le tornó adverso hasta el punto de intentar eliminarlo.

Desde ese instante, el eterno presente del «hoy» de Jesús de Nazaret, recorre toda la historia de la Iglesia y se actualiza cada vez que nos encontramos para aspirar el suave aroma de Cristo que emana del crisma que vamos a consagrar en instantes. Llega hoy hasta nosotros como un reclamo para que no se postergue el anuncio de la buena noticia de la salvación para todos.

Nos apremia la caridad de Cristo, que camina los barrios de nuestra ciudad, la que no está ajena a los desafíos de la Argentina toda: con un porcentaje humillante de pobres, a los que se suman una alarmante generación de niños y jóvenes indigentes y postergados; con la novedad –en el contexto de una gravísima pandemia que se cobró muchas vidas–, de la sanción de leyes inicuas y contrarias a la ciencia y la fe, que alumbraron en madrugadas porteñas a espaldas del común sentimiento de un pueblo que mayoritariamente apuesta a la familia, al trabajo honrado y a la dignidad de toda persona, y confiesa con su fe que la vida es un don. Esa cultura de nuestro pueblo es fruto de una predicación ininterrumpida de siglos, el que a veces no se ve reflejado en la legislación.

Nos asombra y duele ver con qué premura se avanzó en aplicar una ley de muerte que sentencia a los no nacidos inocentes, actitud que contrasta con el encomiable esfuerzo de los médicos, enfermeros y tantos agentes solidarios que hoy siguen arriesgando la vida por curar, asistir y proteger a los enfermos. No faltan motivos para el desaliento, aunque la gracia de la unción que hoy renovamos nos fortalece y anima a emprender nuevamente el anuncio de la Buena Noticia, convencidos de que el Evangelio de Jesús es capaz de iluminar toda realidad humana.

Podemos quedarnos con el libro de las lamentaciones en la mano o, por el contrario, abrazar la realidad que nos toca vivir en nuestras comunidades con realismo cristiano, y con el Evangelio de la vida emprender nuevamente la paciente tarea de la misión, dejándonos mover por el mismo Espíritu Santo que posó sobre Jesús. Hoy, volvemos sobre el ejemplo de la parábola del sembrador que salió a sembrar la semilla de la palabra. Es una de las bellas imágenes que nos regaló el Concilio sobre la Iglesia, campo de Dios:

«La palabra de Dios se compara a la semilla que se siembra en el campo (Mc 4,14); quienes la reciben y se agregan a la pequeña grey de Cristo (Lc 12,32) recibieron el mismo Reino» (Lumen Gentium 5). La siembra constante ha sido la tarea ordinaria de la Iglesia: el anuncio misionero con sus mártires, la catequesis, la celebración de los sacramentos para acercar a los fieles la vida de Dios mientras peregrinamos, y la enseñanza «del acto de piedad más agradable a Dios…, el dispendio en favor de los pobres, ya que en esta solicitud misericordiosa reconoce él la imagen de su propia bondad»[1]. En fin, anunciamos la sobriedad de la vida cristiana que fundamenta un verdadero código de convivencia pacífica en la comunidad humana.

Este es un tiempo propicio para sembrar consolaciones, ubicándonos al lado de los pobres y humildes de corazón; consolando a los afligidos, a los afligidos de nuestro pueblo[2]. En el lenguaje del profeta, la consolación consiste en cambiar su ceniza por una corona, su ropa de luto por el óleo de la alegría, y su abatimiento por un canto de alabanza (cfr. Is 61,3). Cuando Isaías nos alienta: «¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! (40,5)», nos está invitando para que no privemos a nadie del amoroso y paternal abrazo del Padre Dios, que consolando, perdona, sana y salva.

La siembra misionera siempre tiene un ida y vuelta, como nos recuerda el Salmo: «Los que siembran entre lágrimas, cosecharán entre canciones» (Sal 126,5). Pero siempre será una fuente inacabable de alegrías para los que creen, como nos enseñó Pablo VI: «Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas»[3].

En estos días que fijamos nuestros sentimientos en quien «gustó la muerte en beneficio de todos» (Hb 2, 9-10), renovemos con entusiasmo nuestro deseo de servir por amor a quien nos participó de su Sacerdocio eterno.

Card. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires


Notas:
[1] De los Sermones de san León Magno, papa (Sermón 10 Sobre la Cuaresma, 3-5: PL 54, 299-301).
[2] Palabras del Cardenal Bergoglio en la Misa Crismal de 2011.
[3]Evangelii Nuntiandi 80.