Miércoles 24 de abril de 2024

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Conmemoración de los Fieles Difuntos

Homilía de monseñor Santiago Olivera, obispo castrense, en la misa de conmemoración de los Fieles Difuntos (Catedral castrense, Stella Maris, 2 de noviembre de 2020)

Para nosotros, como Iglesia diocesana, es una gran alegría verlos aquí a Uds, los jefes de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas Federales de Seguridad. Son nuestra familia, nuestros fieles de esta diócesis, que tiene la particularidad de ser personal y no tener un territorio, como las diócesis que conocemos; nosotros, tenemos a los miembros de las Fuerzas viviendo a lo largo y ancho del país, y también en los lugares de misión, así que, encontrarnos, es como hacer viva y presente a la Diócesis castrense. Gracias entonces, por el esfuerzo que han hecho de venir, y nos sumamos desde youtube, a tantos que puedan llegar a estar compartiendo esta Eucaristía, en la cual tradicionalmente, en esta fiesta que conmemoramos a los Fieles Difuntos, rezamos por los caídos, por los hombres y mujeres de nuestras Fuerzas.

Y es una alegría poder juntarnos para rezar iluminados por esta primera lectura, que hemos oído del Segundo Libro de los Macabeos, (2 Mac 12,43-46) la cual siempre me da mucho gozo escuchar porque da sentido a la oración; en ella dice, que Judas Macabeo hizo este enorme gesto, con el pensamiento puesto en la Resurrección, y además teniendo presente la magnífica recompensa que está reservada a los que mueren piadosamente, y éste es un pensamiento santo, por eso mandó ofrecer el sacrificio de expiación por los muertos… Y así, con este sentimiento, es que estamos rezando en esta Misa, y nos viene muy bien, porque una vez al año ponemos en oración a todos los que han partido, pero nos viene bien también, para tener presente el tema de la muerte en nuestra vida cristiana.

Sabemos, porque alguna vez lo hemos leído o por nuestra propia experiencia, que el tema de la muerte va variando según nuestras realidades, circunstancias y edades, podríamos decir que va variando también, de acuerdo a nuestra fe. Fe que no sólo es expresada con los labios, sino una fe que se expresa con la vida.

Hemos escuchado en el Evangelio, que Marta le expresó a Jesús “la Fe”, podríamos decir “el Dogma”, pero ella pensó que si Jesús hubiera estado allí, su hermano estaría vivo, no habría muerto (Juan 11,21-35), pero luego en la vida, ella tuvo que experimentar que el Señor siempre está… Y en Marta, un poco estamos todos, no sólo en lo dramático de la muerte, sino en algunas situaciones que nos tocan vivir; hay algo en que nos asemejamos todos por nuestra propia naturaleza, y es la aversión a la muerte. Aún los más santos, sufrieron y/o sufren frente a ella; el mismo Jesús, verdadero Dios, y verdadero Hombre sufrió ante la Pasión, porque la muerte es una agresión a nuestra naturaleza, pues hemos sido llamados a la vida para siempre, a la vida eterna, a la inmortalidad, y el pecado nos privó de ese don de Dios. Pero Él, en su gran amor, envió a su Hijo para recuperarla. Y como sabemos, la recuperó con su Muerte y Resurrección.

Este tiempo de pandemia nos puso a todos en el mundo, frente al temor de la posibilidad de la muerte. La enfermedad siempre nos preanuncia, nos manifiesta, la debilidad y fragilidad humana… Lo benéfico de esta situación, creo yo, -por lo menos para mí lo fue- es ver lo relativo de tantas cosas y preguntarnos ¿Dónde está nuestro corazón? ¿Dónde ponemos nuestros mejores esfuerzos, o ¿por qué? o ¿para qué?, ¿dónde está nuestro tesoro? ¿qué es lo que esperamos?, o ¿cómo esta nuestra preparación para el viaje?, si tenemos listas las valijas…

El motivo que nos reúne hoy, es rezar por nuestros camaradas, que murieron en actos de servicio, por todos los difuntos de nuestra familia Diocesana y por la triste realidad del coronavirus, porque muchos fueron contagiados y murieron por servir. Sabemos que nos distinguimos, porque los hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas Federales de Seguridad se preparan, -y podríamos decir-, es la única profesión donde “valientemente” se preparan para entregar la vida, si fuera necesario, por la Patria.

El texto del Señor, que dice que “no sabemos el día ni la hora de nuestra partida” es muy real, y quizá muchos cristianos lo leemos rápido o somos como esos oyentes olvidadizos, y por lo tanto en esto, no tan felices (Lucas 12, 13-40).

No sabemos el último día, justamente para que no descuidemos ninguno. Frente al final, y de cara a la verdad, lo superfluo cuenta poco.

Esta celebración Eucarística nos viene muy bien para ver cómo está nuestra relación con respecto a la muerte, a la cual, San Francisco pudo llamarla, “hermana muerte”. San Ignacio en los Ejercicios, en el día quinto de la primera semana, lo dedica a la meditación sobre la muerte, y en la composición de lugar nos dice: “…Imaginémonos a nosotros mismos en el lecho de la muerte rodeados de nuestros hermanos, de religión, recibidos los sacramentos a punto de morir, y parte de la petición es: “Dadme Señor, que en vida juzgue de las cosas que me rodean como juzgaré a ellas a la hora de la muerte”.

San Ignacio, nos dice de la muerte que “es cierta, inevitable y única” es más, nos dice, que es “pronta y próxima”. “Moriremos pronto”… “Para los viejos es cosa clara, -y esto lo dice Ignacio textualmente-, ya que no pueden vivir mucho tiempo; pero ¿y para los jóvenes? También; ¡tan pronto viene la muerte!”, y nos remite a la Carta de Santiago, (4,14-15) que dice: “¿Qué saben del mañana? ¿qué es su vida? “Ustedes son como una neblina que aparece un rato y enseguida desaparece. Más bien tendrían que decir: Sí, si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello…”

El tiempo es corto. Los que tenemos más edad, ¿no nos sorprende cómo nos pasaron los años? El libro de la Sabiduría dirá “como una sombra, como un correo veloz” (Sab 5,9 y ss) y la muerte nos despojará de todo: Parientes, amigos, honores, riqueza… y lo recuerda bien San Francisco de Borja, cuando ante el cadáver desfigurado de la esposa de Carlos V, la emperatriz, Isabel de Portugal, comparte que “la muerte se lleva hasta su hermosura”.

La muerte es tránsito a otra vida, puerta de la eternidad, fin de una vida temporal, y para el alma, el comienzo de una vida eterna… ¡eternamente felíz o eternamente desdichada!

Creer en la Resurrección, ciertamente, nos pone en el camino de la búsqueda de lo absoluto. Creer en la Resurrección nos sitúa en el camino de la confianza. El “¡No temas!”, tantas veces dicho por Jesús en sus Evangelios, debería calar hondo en nuestro corazón para transitar por la vida, con la certeza de que nada aquí es definitivo, todo es transitorio y pasajero. Quizá la oración de Santa Teresa de Jesús, que dice “¡nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene nada le falta!, o el Salmo 22, recitado y hecho de verdad oración, “¡el Señor es mi Pastor nada me puede faltar!”, estoy seguro que nos ayuda a encarar el hoy, el ahora, el presente, con renovada esperanza del futuro eterno.

A la luz de la muerte de Jesús, es maravilloso pensar y saber que la muerte no es un fin, sino que es el comienzo.

En el Prefacio de la Misa de difuntos, rezamos “nuestra vida no termina, sino que se transforma”. La muerte es “el día de volver al Padre”. La muerte, nuestra muerte está pensada por Dios; no moriremos por fatalidad, no moriremos por distracción, no moriremos por casualidad, no moriremos “en las vísperas”… La muerte está pensada por Dios. Aquí son los tantos que Marta le dice a Jesús, “si hubieras estado aquí”, a veces muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo le decimos a Dios: “Si hubieras estado aquí…”

El día de nuestra muerte también forma parte de la Providencia Amorosa del Padre. Nuestra muerte debe ser siempre pensada desde la muerte de Cristo. Allí podrá ser mirada sin tanto temor…“Dios nos hizo para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse definitivamente en Él”, nos recordó San Agustín, y es maravilloso lo que cantaba Santa Teresa: “Sácame de aquesta muerte, mi Dios y dame la vida; no me tengas impedida en este lazo tan fuerte. Mira qué pena no verte, y mi mal es tan entero, que muero porque no muero, vivo sin vivir en mí…”

La muerte de Jesús ilumina nuestra propia muerte porque su muerte es un paso al Padre. Vamos hacia la casa del Padre. Vamos al abrazo del Padre. Vamos al encuentro de quien nos Ama desde siempre, llevados por la mano de Jesús, porque Él dijo “nadie va al Padre sino por mí”, como nos recuerda la Escritura. Nuestra naturaleza se resiste a disgregarse, pues fuimos hechos para la unidad de alma y cuerpo, y su separación no es natural. Pero el Padre de la Misericordia nos hizo para Sí y nos espera como el padre de la parábola del hijo pródigo, y esperamos porque María, nuestra Madre, nos dio a Jesús, “el Dios que nos salva”, y a ella le decimos muchas veces “ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte” y le rezamos en la Salve: “Al final de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.

Para concluir, yo creo y espero que avivemos el gozo en nuestro corazón porque un día tendremos el encuentro con el Señor en plenitud. Para ese gozoso encuentro, para esa, nuestra Pascua, debemos velar, debemos estar preparados, (Mateo 24,44), y estar preparados significa, experimentar el amor del Padre todos los días y volver a Él con toda el alma; vivir en estado de vigilia, con las lámparas encendidas (Mateo 25,1-13) y ser fieles en nuestra misión, haciendo fructificar nuestros talentos, (Mateo 25-14-30); como les compartía al inicio de esta predicación, es “estar listos y con las valijas preparadas”, porque no sabemos ni el día ni la hora, en que iremos al encuentro del Padre, a descansar en paz con el Señor que nos Ama desde siempre y sin límite.

En el estilo ignaciano de los Ejercicios, es bueno, como se nos enseña para sacar provecho, reflexionar: “He de morir, ciertamente, una sola vez, pronto y ser despojado de todo y pasar a otra vida. Luego, he de vivir como quien sabe que ha de morir, preparado siempre, desasido de todo, sólo apegado a lo que no me podrá arrancar la muerte, que es mi Dios y mis buenas obras”.

En la formación y en la preparación de nuestros fieles castrenses, militares y Fuerzas Federales de Seguridad, para quienes en este Obispado estamos a su servicio, la dimensión de la muerte es hablada, es parte de la formación y nada se antepone, ni la propia vida si peligra la Patria, su pueblo y/ o su territorio.

Rezamos entonces por aquellos que han partido, por aquellos que se adelantaron y nos esperan en la Patria del cielo; por aquellos hermanos, hijos, amigos que han partido, entregando su vida en actos de servicios, sirviendo hasta el extremo. Dales, Señor el descanso eterno y brille para ellos la Luz que no tiene fin. Amén.

Mons. Santiago Olivera, obispo castrense