Queridos Hermanos y hermanas:
Feliz día de la Virgen del Rosario, nuestra Patrona, Madre y Señora, que nos trae a Jesús en sus brazos, que nos trae al Redentor del mundo. A Aquel que nos ha dado a conocer el sentido de la existencia y del mundo entero, que nos ha descubierto la vocación a la que estamos llamados: “ser santos e irreprochables ante él por el amor”.
El camino a la santidad está atravesado por las circunstancias concretas de la vida humana, personal, social, universal, y se nos reclama una respuesta. La revelación nos dice que hemos sido elegidos en la persona de Cristo, antes de la creación del mundo: esto quiere decir que cada uno de nosotros, cada ser humano es preciosos a los ojos de Dios. He aquí la raíz de una sana autoestima. Soy un elegido del Rey de Reyes y del Señor de los Señores. No soy un número de una estadística, no soy un engranaje de una gran maquinaria que si se rompe se puede reemplazar por otro. Soy único e irrepetible, amado por Dios, y bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. La primera conciencia que tenemos que tener es la de ser “elegidos”.
El motivo de la elección es únicamente “el amor”. No son nuestros méritos, ni nuestra genialidad, ni nuestra condición social, ni nuestro caudal de bienes materiales. Sólo el amor explica la elección de parte de Dios. El método de Dios siempre ha sido el de la elección; comenzó con Abraham, y así sucesivamente, hasta llegar a María, la Servidora del Señor para darnos a Cristo, el redentor del mundo. Pero la cadena no se corta, sino que Jesús eligió a doce, para que vayan y anuncien el evangelio a toda criatura humana. Y así llega hasta nosotros esta cadena ininterrumpida de elecciones. Dios elige algunos para que a través de ellos llegue a todos. Este ha sido y será siempre el método de Dios para llegar a los hombres en todos los tiempos y lugares.
Toda la iniciativa está en Dios, el siempre nos primerea, como nos dice el Papa Francisco. Una iniciativa grandiosa, única, llena de un amor inconmensurable: “ser sus hijos” en Cristo Jesús. Somos hijos en el Hijo, por la fe, pues todo al que crea en Él le dio el poder de ser hijo de Dios (cf. Jn. 1,12). Podemos sintetizar diciendo que somos hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina (divinizados) y llamados a ser santos e irreprochables para toda la eternidad, ¿Podemos imaginar una predilección de esta magnitud? ¿podemos pensar un amor más grande que éste y una vocación tan sublime?
Decía al inicio que este camino de santidad implica una respuesta a la iniciativa del Señor, que es también una gracia, implica un trabajo, una dedicación, una maduración progresiva en la fe, un crecimiento en la capacidad de reconocer a Cristo presente en nosotros y entre nosotros; “Yo estaré siempre con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo”. La fe es reconocerlo presente, siempre a través de un signo sensible, no lo vemos directamente, por eso hacemos el acto de fe, que es reconocerlo presente dentro de la circunstancia que nos toca vivir, no al margen, no fuera de la realidad, como si quisiéramos escapar de ella, como si quisiéramos evadirnos de la misma. Es en la realidad concreta de cada día donde somos llamados a dejarnos abrazar por Cristo presente dentro de esa realidad. Como hizo la Virgen diciéndole sí al ángel y poniéndose en camino hacia la casa de su prima Isabel, y así a lo largo de toda su vida.
Hoy estamos viviendo circunstancias excepcionales, la de la pandemia de covid-19, que ha traído tantas muertes y sufrimientos, tanto físicos como psicológicos y espirituales. También las consecuencias educativas, económicas, laborales, familiares etc. También la del recrudecimiento de la violencia que trae tantas muertes, y del consumo de drogas.
Estas circunstancias no queridas, no buscadas y que luchamos con todas nuestras fuerzas para superarlas, son el camino que tenemos que transitar para ser santos, hoy, para realizar nuestra vocación.
Es la gran ocasión para verificar que la fe que se nos ha dado en Cristo Jesús vence al mundo, para comprobar que el don de la fe no es una alienación, sino que es la fuente de una humanidad más madura, más consciente de su responsabilidad social, más solidaria, más aún, de una humanidad nueva. Valorar que a la luz de la fe toda realidad encierra un bien escondido que tenemos que aprovechar, pues no hay mal que por bien no venga. San Pablo nos dice: “todo es para el bien de los que aman a Dios”. He aquí nuestra primera tarea como cristianos: ofrecer la fe a nuestros hermanos e iluminar el camino con su luz, para dar esperanza al pueblo que camina en la incertidumbre.
“Junto a María, Madre del Pueblo, servidores de la esperanza”. De la mano de María “vida, dulzura y esperanza nuestra” nos hacemos servidores de la esperanza. La esperanza nace de una realidad presente, “Si la fe es reconocer con certeza una Presencia (la presencia de Cristo) que corresponde de esta forma a la espera del corazón, entonces la esperanza es tener una certeza con respecto al futuro que nace de esta Presencia. Es el dilatarse hacia el futuro de la seguridad del presente”.
“Una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (n. 1).[1]
María es modelo de fe y esperanza, esperando contra toda esperanza al pie de la cruz, hoy goza del triunfo definitivo de su Hijo. De la mano de María, como pueblo peregrino estamos llamados a ser portadores de esperanza verdadera, de la que no defrauda, que va más allá del optimismo, que nos da esa certeza sobre el futuro, certeza de que llegaremos a la meta definitiva.
Finalmente decimos que una fe viva obra por la caridad; estas circunstancias nos llevan a un ejercicio más intenso de la caridad fraterna frente a tanto sufrimiento. María nuevamente nos la enseña con su testimonio de ir sin demora para ayudar a su prima Isabel y quedarse con ella. Quiero agradecer todas las iniciativas de caridad que desde la Iglesia se han desplegado y se siguen desplegando frente a esta pandemia, así como otras tantas iniciativas surgidas de la sociedad civil. Los animo a cada uno a seguir bridando el signo de la caridad que es el distintivo de autenticidad de nuestra fe, y de la santidad.
Y a todos los que están en primera línea, nuestra inmensa gratitud: médicos, enfermeras, agentes de la salud, de seguridad, a todos los que han ido a trabajar cada día hasta el agotamiento para servir al prójimo.
La esperanza nos alienta a pensar formas más humanas para nuestra sociedad después de la pandemia. El Papa Francisco nos ha recordado que de esta situación no vamos a salir iguales, saldremos mejores o peores. Nuestro desafío es salir mejores. Si anclamos nuestra vida en la Fe y vivimos una esperanza activa que culmina en la caridad estamos sentando las condiciones de un mundo más humano y más fraterno, tal como nos anima el Santo Padre en su reciente Encíclica sobre la fraternidad y la amistad social. Dios quiera que así sea. Que la Virgen del Rosario, fundadora y patrona nos ampare a todos y nos haga servidores de la esperanza. Amén
Mons. Eduardo E. Martín, arzobispo de Rosario
Nota
[1] CARRON, Julián. Más allá del optimismo, la Esperanza. Revista Huellas, febrero 2009