Sábado 2 de noviembre de 2024

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San Cayetano

Homilía de monseñor Adolfo Armando Uriona FDP, obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto en la Fiesta de San Cayetano (7 de agosto de 2020)

Queridos hermanos:

Como todos los años, estamos de nuevo hoy aquí, para tener nuestro encuentro con el Santo amigo de Jesús y de su pueblo. Un encuentro de cercanía, de agradecimiento, de petición… ¡cuántas cosas traemos en el corazón particularmente en estos tiempos tan difíciles!

¡El Coronavirus nos sumió en la desolación! Percibimos sus efectos devastadores no sólo por la cantidad de infectados y fallecidos sino también en las consecuencias en el plano personal, psicológico y social que estamos sufriendo.

La COVID-19 la estamos padeciendo todos; “estamos en la misma barca”, nos decía el Papa Francisco en la desolada Plaza San Padre el 27 de marzo... Se nos hizo patente cuán vulnerables y frágiles éramos; radicalmente marcados por la experiencia de la finitud de nuestra existencia.

La pandemia nos ha mostrado el desolador espectáculo de calles vacías, de la cercanía humana herida, del distanciamiento físico. Nos ha privado de los abrazos, de los apretones de manos, el afecto de los besos, y ha convertido las relaciones humanas en interacciones temerosas entre extraños…

Las limitaciones de los contactos sociales son muy duras; pueden conducir a situaciones de aislamiento, desesperación, enojo… En el caso de las personas de edad avanzada, en las últimas etapas de la vida, el sufrimiento ha sido aún más pronunciado, ya que a la angustia física se suma la disminución de la calidad de vida y la falta de visitas de familiares y amigos…

Hemos sido testigos del rostro más trágico de la muerte: algunos experimentan la soledad en la separación tanto física como espiritual de este mundo, dejando a sus familias impotentes, incapaces de decirles adiós, sin ni siquiera poder proporcionar los actos de piedad básica como por ejemplo un entierro adecuado. Hemos visto la vida llegar a su fin, sin tener en cuenta la edad, el estatus social o las condiciones de salud.

En nuestro país sufrimos además el hambre, el crecimiento de la pobreza, la pérdida de tantos puestos de trabajo, la situación de muchas empresas que quiebran y comercios que deben cerrar sus puertas, sumado al peso de una deuda externa agobiante que veníamos arrastrando…

En esta situación límite con mucha fe nos acercamos a San Cayetano y queremos dejarnos iluminar por la Palabra de Dios que siempre es viva y eficaz.

En la primera lectura que hemos leído se nos dice: “Fíjense en las generaciones pasadas y vean: ¿Quién confió en el Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y fue abandonado? ¿Quién lo invocó y no fue tenido en cuenta?...

Ante todo es un llamado a mirar la historia y así comprender todo lo que hizo el Señor por su pueblo y luego una invitación a perseverar en el “temor del Señor”.

Debemos comprender bien esta acepción... El temor del Señor no tiene nada que ver, más bien es lo contrario, al miedo al que muchas veces experimentamos y que se nos hace particularmente patente hoy a través de esta pandemia.

El temor de Dios es un don del Espíritu Santo, una gracia que nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos.

Este don nos invita al abandono confiado en la bondad del Corazón del Padre que nos quiere infinitamente y que si bien permite que pasemos esta prueba, él está a nuestro lado confortándonos.

En estos momentos, en efecto, no logramos captar el designio de Dios y nos angustia la situación que vivimos. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre, “porque el Señor es misericordioso y compasivo”.

Cuando dejamos entrar al Espíritu Santo en nuestro corazón, éste nos infunde consuelo y paz, y nos lleva a sentirnos tal como somos, es decir pequeños, con esa actitud de quien pone todas sus preocupaciones y sus expectativas en Dios y se siente envuelto y sostenido por su calor y su protección, precisamente como un niño con su papá. En este sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Ya no pongo mi confianza en mis fuerzas y potencialidades, hoy más que nunca nos damos cuenta de lo débiles que son, sino que pongo mi confianza en Dios Padre.

Por eso en el Evangelio escuchamos que Jesús dice a los suyos “no temas, pequeño Rebaño porque el Padre de ustedes ha querido darles el reino”…

Es como si les dijera: “no tengan miedo, confíen en el Padre quien en su Providencia cuida de todos”. Él gobierna la historia y sabe escribir derecho en renglones torcidos.

Pidamos a San Cayetano que nos dejemos invadir por el don del temor de Dios que engendra confianza y nos predispone a seguir al Señor confiados en su amor infinito.

Que siguiendo su ejemplo de vida no bajemos los brazos, no perdamos la confianza y sigamos luchando, poniendo todo de nuestra parte, que el Padre nos auxiliará en el momento oportuno…

Mons. Adolfo Armando Uriona DFP, obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto