A los fieles y comunidades de la Iglesia diocesana de San Francisco
Queridos hermanos:
Dios mediante, el próximo 1º de noviembre reabriremos la Capilla de Adoración de la catedral de San Francisco cerrada en la pandemia. Gracias a todos los que trabajaron para concretar este paso tan deseado.
Se podría pensar que este hecho solo atañe a la ciudad de San Francisco. No es así. Los ojos de la fe ven mejor y más lejos: cada Misa, cada exposición del Santísimo y cada oración personal ante el Sagrario jamás son hechos aislados. En la comunión de los santos, esta gracia se irradia a toda la familia diocesana. Expresa con fuerza la naturaleza espiritual del “camino sinodal” que estamos transitando.
Repasemos entonces algunas verdades de nuestra fe sobre la Eucaristía. Siguiendo al beato Carlos Acutis, les propongo que tomemos esa “autopista al cielo”. Y, como música para nuestro viaje, la bella antífona de santo Tomás de Aquino: “Oh, sagrado banquete, en que se recibe a Cristo, renovamos el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura.”
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La Eucaristía que celebramos, que contemplamos y que adoramos es un prodigio de amor y sabiduría.
Ella nos da “la prenda de la gloria futura”. Hace presente lo definitivo: la nueva creación que ha comenzado en el cuerpo resucitado del Señor (y en María asunta al cielo). Es de verdad sacramento de esperanza.
Es “banquete sagrado” en torno a la mesa del altar y nos ofrece el alimento más santo: Cristo, Verbo encarnado. Es el sacramento en el que el Señor está presente de forma inigualable. En todos los sacramentos experimentamos su fuerza salvadora; pero, en la Eucaristía, su Presencia adquiere una intensidad única.
Ante todo, en la Misa se hace presente su Sacrificio pascual. Es el Señor en su mejor momento: el memorial de su pasión, muerte y resurrección. Pero, esa intensidad de presencia desborda todo lo imaginable cuando contemplamos cómo el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Lo cantamos con realismo y sencillez: “Ni el pan es pan, ni el vino es vino. Tu Cuerpo y Sangre hoy compartimos…”
Así lo cantamos en una versión libre de uno de los himnos eucarísticos más conocidos de santo Tomás: “Te adoro con fervor, Deidad oculta, que estás bajo estas formas escondidas; a ti mi corazón se rinde entero, y desfallece todo si te mira./Se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto. Mas tu palabra engendra fe rendida; cuanto el Hijo de Dios ha dicho, creo; pues no hay verdad cual verdad divina. Amén”
Te animo a recogerte en oración silenciosa ante el Sagrario. Y que te ayude a rezar esta oración de santo Tomás. Que el Espíritu te ilumine y te encienda el corazón, como le pasó al beato Carlos Acutis.
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En este viaje al cielo, me animo a hacer algunas preguntas. Revisemos nuestra experiencia eucarística: ¿Cómo vivimos esta verdad de nuestra fe? ¿Cómo la transmitimos en la catequesis? ¿Cómo marca el estilo de nuestras celebraciones? Nunca nos cansaremos de admirarnos: ¡Es el Señor en nuestras manos, en nuestra boca y en nuestro corazón!
En la Eucaristía, Cristo es el Amigo que prepara la mesa y sirve la comida que es Él mismo. Es banquete de bodas: todos estamos invitados y tenemos que acudir con el “traje de fiesta” de los amigos de Jesús (cf. Mt 22, 13). Pero, somos pecadores y solemos olvidar esa amistad. Por eso, acudimos al sacramento de la Reconciliación. Y, con la humildad de los pecadores perdonados nos acercamos al Pan de Vida: los fuertes para no debilitarse, y los débiles para fortalecerse (san Francisco de Sales). Incluso si, por alguna circunstancia no podemos comulgar, Jesús Eucaristía nos mueve a la penitencia interior y a la conversión.
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Una vez en la sala del banquete, la amistad con Jesús nos dice cómo prepararnos, cómo celebrar y, sobre todo, cómo recibirlo con fruto.
¿Cómo nos preparamos para la Misa, tanto en casa como ya en nuestro templo? ¿Cómo oramos durante la celebración litúrgica? ¿Cómo es nuestro silencio y nuestra participación en los gestos, cantos y oraciones? ¿Con qué disposición interior nos acercamos a comulgar?
Al ir a comulgar, el deseo ferviente del sacramento es esencial. El canto compartido nos ayuda en ese camino hacia Jesús. Puedo recibirlo en la boca o en la mano. Antes de hacerlo, con una sencilla reverencia de cabeza expreso mi amor y mi adoración. Si lo recibo en la mano, comulgo delante del ministro. Y, cuando éste me muestra la santa Hostia y me dice: “Cuerpo de Cristo”, respondo con un gozoso “Amén”.
“Oh, sagrado banquete… el alma se llena de gracia”. El fruto de la Eucaristía es la comunión con el Señor que nos santifica y nos une en comunión: “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único Pan” (1 Co 10, 17).
La vida joven del beato Carlos Acutis fue hermosamente eucarística: amaba a Jesús y participaba cada día de la Misa, amaba a María y rezaba el Rosario; y, como desborde de ese amor, era amigo entrañable de los pobres. Con ellos compartía sus bienes; pero, sobre todo, su persona y su alegría.
Carlos vivió con “coherencia eucarística” cada día, hasta el final. Fue, como Jesús y en Él, cuerpo entregado por amor. Vivió de verdad lo que rezamos en la liturgia: “Te rogamos, Dios nuestro, que el don celestial que hemos recibido impregne nuestra alma y nuestro cuerpo, para que nuestras obras no respondan a impulsos puramente humanos sino a la acción de este sacramento.” (Oración después de la comunión, domingo XXIV del TO). ¿No es lo que deseamos para nosotros, para nuestros niños y jóvenes?
Aquí me detengo. Prosigamos nuestro viaje por la “autopista al cielo” como Iglesia diocesana “en camino sinodal”. ¡Bendito y alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del altar! ¡Sea por siempre bendito y alabado, Jesús sacramentado!
Nos encontramos en cada Eucaristía.
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco