Eminencia,
Excelencias,
señoras y señores,
la paz esté con ustedes:
Doy gracias a S.E. el Sr. George Poulides, Embajador de la República de Chipre y Decano del Cuerpo Diplomático, por las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos ustedes y por su trabajo incansable, que lleva adelante con la fuerza, la pasión y la simpatía que lo caracterizan, dotes por los que ha merecido la estima de todos mis Predecesores, que ha conocido en estos años de misión ante la Santa Sede y, en particular, del recordado Papa Francisco.
Deseo además expresarles mi gratitud por los numerosos mensajes de felicitación enviados luego de mi elección, así como por las precedentes condolencias que han llegado al fallecer el Papa Francisco, incluso de países con los que la Santa Sede no mantiene relaciones diplomáticas. Se trata de una significativa manifestación de estima, que alienta a profundizar las mutuas relaciones.
En nuestro diálogo, quisiera que predominase siempre el sentido de ser familia -la comunidad diplomática representa, en efecto, la entera familia de los pueblos-, que comparte las alegrías y los dolores de la vida junto con los valores humanos y espirituales que la animan. La diplomacia pontificia es, de hecho, una expresión de la misma catolicidad de la Iglesia y, en su acción diplomática, la Santa Sede está animada por una urgencia pastoral que la impulsa no a buscar privilegios sino a intensificar su misión evangélica al servicio de la humanidad. Ésta combate la indiferencia y apela continuamente a las conciencias, como ha hecho incansablemente mi venerado Predecesor, siempre atento al clamor de los pobres, los necesitados y los marginados, como también a los desafíos que caracterizan nuestro tiempo, desde la protección de la creación hasta la inteligencia artificial.
Además de ser un signo concreto de la atención que sus países reservan a la Sede Apostólica, su presencia hoy es para mí un don, que permite renovar la aspiración de la Iglesia -y mía personal- de alcanzar y abrazar a cada pueblo y a cada persona de esta tierra, deseosa y necesitada de verdad, de justicia y de paz. En cierto sentido, mi propia experiencia de vida, desplegada entre América del Norte, América del Sur y Europa, pone de manifiesto esta aspiración de traspasar los confines para encontrarse con personas y culturas diferentes.
Por medio del constante y paciente trabajo de la Secretaría de Estado, intento consolidar el conocimiento y el diálogo con ustedes y con sus países, muchos de los cuales he tenido ya la gracia de visitar a lo largo de mi vida, especialmente cuando fui Prior General de los Agustinos. Confío en que la Divina Providencia me conceda tener en el futuro ocasión de encontrarme con las realidades de las que ustedes provienen, permitiéndome acoger las oportunidades que se presenten para confirmar en la fe a tantos hermanos y hermanas dispersos por el mundo y construir nuevos puentes con todas las personas de buena voluntad.
En nuestro diálogo, quisiera que tuviéramos presente las tres palabras clave que constituyen los pilares de la acción misionera de la Iglesia y de la labor de la diplomacia de la Santa Sede.
La primera palabra es paz. Muchas veces la consideramos una palabra “negativa”, o sea, como mera ausencia de guerra o de conflicto, porque la contraposición es parte de la naturaleza humana y nos acompaña siempre, impulsándonos en demasiadas ocasiones a vivir en un constante “estado de conflicto”; en casa, en el trabajo, en la sociedad. La paz entonces pareciera una simple tregua, una pausa de descanso entre una discordia y otra, porque, aunque uno se esfuerce, las tensiones están siempre presentes, un poco como las brasas que arden bajo las cenizas, prontas a reavivarse en cualquier momento.
En la perspectiva cristiana -como también en la de otras experiencias religiosas- la paz es ante todo un don, el primer don de Cristo: «Les doy mi paz» (Jn 14,27). Pero es un don activo, apasionante, que nos afecta y compromete a cada uno de nosotros, independientemente de la procedencia cultural y de la pertenencia religiosa, y que exige en primer lugar un trabajo sobre uno mismo. La paz se construye en el corazón y a partir del corazón, arrancando el orgullo y las reivindicaciones, y midiendo el lenguaje, porque también se puede herir y matar con las palabras, no sólo con las armas.
En esta óptica, considero fundamental el aporte que las religiones y el diálogo interreligioso pueden brindar para favorecer contextos de paz. Eso, naturalmente, exige el pleno respeto de la libertad religiosa en cada país, porque la experiencia religiosa es una dimensión fundamental de la persona humana, sin la cual es difícil -si no imposible- realizar esa purificación del corazón necesaria para construir relaciones de paz.
A partir de este trabajo, que todos estamos llamados a realizar, se pueden extirpar las premisas de cualquier conflicto y de cualquier destructiva voluntad de conquista. Esto exige también una sincera voluntad de diálogo, animada por el deseo de encontrarse más que de confrontarse. En esta perspectiva es necesario revitalizar la diplomacia multilateral y esas instituciones internacionales que han sido queridas y pensadas en primer lugar para poner remedio a los conflictos que pudiesen surgir en el seno de la comunidad internacional. Ciertamente, es necesaria también la voluntad de dejar de producir instrumentos de destrucción y de muerte, porque, como recordaba el Papa Francisco en su último Mensaje Urbi et Orbi, «la paz tampoco es posible sin un verdadero desarme [y] la exigencia que cada pueblo tiene de proveer a su propia defensa no puede transformarse en una carrera general al rearme»[1].
La segunda palabra es justicia. Procurar la paz exige practicar la justicia. Como ya he tenido modo de señalar, he elegido mi nombre pensando principalmente en León XIII, el Papa de la primera gran encíclica social, la Rerum novarum. En el cambio de época que estamos viviendo, la Santa Sede no puede eximirse de hacer sentir su propia voz ante los numerosos desequilibrios y las injusticias que conducen, entre otras cosas, a condiciones indignas de trabajo y a sociedades cada vez más fragmentadas y conflictivas. Es necesario, además, esforzarse por remediar las desigualdades globales, que trazan surcos profundos de opulencia e indigencia entre continentes, países e, incluso, dentro de las mismas sociedades.
Es tarea de quien tiene responsabilidad de gobierno aplicarse para construir sociedades civiles armónicas y pacíficas. Esto puede realizarse sobre todo invirtiendo en la familia, fundada sobre la unión estable entre el hombre y la mujer, «bien pequeña, es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra»[2]. Además, nadie puede eximirse de favorecer contextos en los que se tutele la dignidad de cada persona, especialmente de aquellas más frágiles e indefensas, desde el niño por nacer hasta el anciano, desde el enfermo al desocupado, sean estos ciudadanos o inmigrantes.
Mi propia historia es la de un ciudadano, descendiente de inmigrantes, que a su vez ha emigrado. Cada uno de nosotros, en el curso de la vida, se puede encontrar sano o enfermo, ocupado o desocupado, en su patria o en tierra extranjera. Su dignidad, sin embargo, es siempre la misma, la de una creatura querida y amada por Dios.
La tercera palabra es verdad. No se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas, incluso dentro de la comunidad internacional, sin verdad. Allí donde las palabras asumen connotaciones ambiguas y ambivalentes, y el mundo virtual, con su percepción distorsionada de la realidad, prevalece sin control; es difícil construir relaciones auténticas, porque decaen las premisas objetivas y reales de la comunicación.
Por su parte, la Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo a lo que sea necesario, incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión. La verdad, sin embargo, no se separa nunca de la caridad, que siempre tiene radicada la preocupación por la vida y el bien de cada hombre y mujer. Por otra parte, en la perspectiva cristiana, la verdad no es la afirmación de principios abstractos y desencarnados, sino el encuentro con la persona misma de Cristo, que vive en la comunidad de los creyentes. De ese modo, la verdad no nos aleja; por el contrario, nos permite afrontar con mayor vigor los desafíos de nuestro tiempo, como las migraciones, el uso ético de la inteligencia artificial y la protección de nuestra amada tierra. Son desafíos que requieren el compromiso y la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en afrontarlos solo.
Queridos embajadores:
Mi ministerio comienza en el corazón del Año jubilar, dedicado de manera particular a la esperanza. Es un tiempo de conversión y de renovación, y sobre todo la ocasión para dejar atrás las contiendas y comenzar un camino nuevo, animados por la esperanza de poder construir, trabajando juntos, cada uno según sus propias sensibilidades y responsabilidades, un mundo en el que cada uno de nosotros pueda realizar la propia humanidad en la verdad, en la justicia y en la paz. Espero que esto pueda suceder en todos los contextos, empezando por los más que más sufren, como Ucrania y Tierra Santa.
Les agradezco todo el trabajo que hacen para construir puentes entre sus países y la Santa Sede, y de todo corazón los bendigo, bendigo a sus familias y a sus pueblos. Gracias.
[Bendición]
Y gracias por todo el trabajo que hacen.
León XIV
Notas:
[1]Mensaje «Urbi et Orbi» (20 abril 2025).
[2] León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891), 9.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ¡la paz esté con ustedes!
Beatitudes, Eminencias, Excelencias,
queridos sacerdotes, consagradas y consagrados,
hermanos y hermanas,
Cristo ha resucitado. ¡Ha resucitado verdaderamente! Los saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano no se cansa de repetir en este tiempo pascual, profesando el núcleo central de la fe y de la esperanza. Y es hermoso verlos aquí precisamente con motivo del Jubileo de la esperanza, de la que la resurrección de Jesús es el fundamento indestructible. ¡Bienvenidos a Roma! Me alegra encontrarme con ustedes y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.
Ustedes son valiosos. Al mirarlos, pienso en la variedad de sus procedencias, en la historia gloriosa y en los duros sufrimientos que muchas de sus comunidades han padecido o padecen. Y quisiera reiterar lo que dijo el papa Francisco sobre las Iglesias orientales: «Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; piensen en los Padres antiguos, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024).
Deseo citar también al Papa León XIII, que fue el primero en dedicar un documento específico a la dignidad de sus Iglesias, dada ante todo por el hecho de que «la obra de la redención humana comenzó en Oriente» (cf. Lett. ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894). Sí, ustedes tienen «un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva» (San Juan Pablo II, Carta. ap. Orientale Lumen, 5). Es significativo que algunas de sus liturgias -que estos días están celebrando solemnemente en Roma según las diversas tradiciones- sigan utilizando la lengua del Señor Jesús. Pero el papa León XIII hizo un sentido llamamiento para que «la legítima variedad de la liturgia y la disciplina oriental [...] redunde en [...] gran decoro y utilidad de la Iglesia» (Lett. ap. Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es muy actual, porque en nuestros días muchos hermanos y hermanas orientales, entre los que se encuentran varios de ustedes, obligados a huir de sus territorios de origen a causa de la guerra y las persecuciones, de la inestabilidad y de la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder, además de su patria, también su identidad religiosa. Así, con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio inestimable de las Iglesias orientales.
Hace más de un siglo, León XIII señaló que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree» y, con este fin, prescribió incluso que «cualquier misionero latino, del clero secular o regular, que con consejos o ayudas atraiga a algún oriental al rito latino» sea «destituido y excluido de su cargo» (ibíd.). Acogemos el llamamiento a custodiar y promover el Oriente cristiano, sobre todo en la diáspora; aquí, además de erigir, donde sea posible y oportuno, circunscripciones orientales, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias Orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, y directrices a través de los cuales los pastores latinos puedan apoyar concretamente a los católicos orientales de la diáspora, y a preservar sus tradiciones vivas y a enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven.
La Iglesia los necesita. ¡Cuán grande es la contribución que el Oriente cristiano puede darnos hoy! ¡Cuánta necesidad tenemos de recuperar el sentido del misterio, tan vivo en sus liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! ¡Y cuán importante es redescubrir, también en el Occidente cristiano, el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogia, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Por eso es fundamental custodiar sus tradiciones sin diluirlas, tal vez por practicidad y comodidad, para que no se corrompan por un espíritu consumista y utilitarista.
Sus espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro por la misericordia divina, de modo que nuestras bajezas no provocan desesperación, sino que invitan a acoger la gracia de ser criaturas sanadas, divinizadas y elevadas a las alturas celestiales. Necesitamos alabar y dar gracias sin cesar al Señor por esto. Con ustedes podemos rezar las palabras de San Efrén el sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti, que hiciste de tu cruz un puente sobre la muerte. […] Gloria a ti, que te revestiste del cuerpo mortal y lo transformaste en fuente de vida para todos los mortales» (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don que hay que pedir: saber ver la certeza de la Pascua en cada tribulación de la vida y no desanimarnos recordando, como escribía otro gran padre oriental, que «el mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I, 5).
¿Quién, pues, más que ustedes, puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que ustedes, que conocen de cerca los horrores de la guerra, hasta el punto de que el Papa Francisco llamó a sus Iglesias «martiriales»? (Discurso a la ROACO, cit.) Es cierto: desde Tierra Santa hasta Ucrania, desde el Líbano hasta Siria, desde Oriente Medio hasta Tigray y el Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre la masacre de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, son personas las que mueren, se alza un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). Y especifica: «Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el mundo, yo se la doy a ustedes» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral después del conflicto, no es el resultado de la opresión, sino un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valentía para pasar página y volver a comenzar.
Para que esta paz se difunda, yo emplearé todos mis esfuerzos. La Santa Sede está a disposición para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que a los pueblos se les devuelva la esperanza y se les restituya la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontremos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben callar, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan; porque pasarán a la historia quienes siembran la paz, no quienes cosechan víctimas; porque los demás no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no son malos a quienes odiar, sino personas con quienes hablar. Rechacemos las visiones maniqueas típicas de los relatos violentos, que dividen el mundo entre buenos y malos.
La Iglesia no se cansará de repetirlo: que callen las armas. Y quiero dar gracias a Dios por todos aquellos que, en el silencio, en la oración, en la entrega, tejen tramasde paz; y a los cristianos -orientales y latinos- que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos hay que darles la posibilidad, no solo con palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. ¡Les ruego que se comprometan por esto!
Y gracias, gracias a ustedes, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde surgió Jesús, el Sol de justicia, por ser «luces del mundo» (cf. Mt 5,14). Sigan brillando por la fe, la esperanza y la caridad, y por nada más. Que sus Iglesias sean un ejemplo, y que los pastores promuevan con rectitud la comunión, sobre todo en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y de auténtica corresponsabilidad. Cuiden la transparencia en la gestión de los bienes, den testimonio de una dedicación humilde y total al santo pueblo de Dios, sin apegos a los honores, a los poderes del mundo y a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo daba un bello ejemplo: «Como quien, echando polvo sobre la llama de un horno encendido, la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apego a cosas mezquinas y sin valor destruyen el calor del corazón encendido al principio» (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano pide, hoy más que nunca, libertad de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélicos.
Les doy las gracias por esto y les bendigo de corazón, pidiéndoles que recen por la Iglesia y que eleven sus poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. ¡Gracias!
León XIV
Buenos días, y muchas gracias por esta maravillosa acogida. Dicen que cuando se aplaude al comenzar, no tiene mucha importancia. Pero, si están todavía despiertos al finalizar y aún quieren aplaudir, se lo agradezco mucho.
Hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida a ustedes, representantes de los medios de comunicación de todo el mundo. Les agradezco el trabajo que han hecho y están haciendo en este tiempo, que para la Iglesia es esencialmente un tiempo de gracia.
En el “Sermón de la montaña” Jesús proclamó: «Felices los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Se trata de una bienaventuranza que nos desafía a todos y que nos toca de cerca, llamando a cada uno a comprometerse en la realización de un tipo de comunicación diferente, que no busca el consenso a cualquier coste, no se reviste de palabras agresivas, no asume el modelo de la competición, no separa nunca la investigación de la verdad del amor con el que humildemente debemos buscarla. La paz comienza por cada uno de nosotros, por el modo en el que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás; y, en este sentido, el modo en que comunicamos tiene una importancia fundamental; debemos decir “no” a la guerra de las palabras y de las imágenes, debemos rechazar el paradigma de la guerra.
Permítanme entonces reiterar hoy la solidaridad de la Iglesia con los periodistas encarcelados por haber intentado contar la verdad, y por medio de estas palabras también pedir la liberación de los mismos. La Iglesia reconoce en estos testigos —pienso en aquellos que informan sobre la guerra incluso a costa de la vida— la valentía de quien defiende la dignidad, la justicia y el derecho de los pueblos a estar informados, porque sólo los pueblos informados pueden tomar decisiones con libertad. El sufrimiento de estos periodistas detenidos interpela la conciencia de las naciones y de la comunidad internacional, pidiéndonos a todos que custodiemos el bien precioso de la libertad de expresión y de prensa.
Gracias, queridos amigos, por su servicio a la verdad. Ustedes han estado en Roma durante estas semanas para informar sobre la Iglesia, su diversidad y, junto a ella, su unidad. Han acompañado los ritos de la Semana Santa, después han trasmitido el dolor por la muerte del Papa Francisco, acaecida sin embargo a la luz de la Pascua. Esa misma fe pascual nos ha introducido en el espíritu del cónclave, que les ha visto particularmente comprometidos en jornadas fatigosas y, también en esta ocasión, han conseguido comunicar la belleza del amor de Cristo que nos une a todos y nos hace ser un único pueblo, guiado por el Buen Pastor.
Vivimos tiempos difíciles de atravesar y describir, que representan un desafío para todos nosotros, de los que no debemos escapar. Por el contrario, nos piden a cada uno que, en nuestras distintas responsabilidades y servicios, no cedamos nunca a la mediocridad. La Iglesia debe aceptar el desafío del tiempo y, del mismo modo, no pueden existir una comunicación y un periodismo fuera del tiempo y de la historia. Como nos recuerda san Agustín, que decía: «Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros» (Sermón 80,8).
Gracias, por todo lo que han hecho para abandonar los estereotipos y los lugares comunes, a través de los cuales leemos frecuentemente la vida cristiana y la misma vida de la Iglesia. Gracias, porque han conseguido percibir lo esencial de lo que somos y trasmitirlo al mundo entero gracias a los distintos medios de comunicación.
Hoy, uno de los desafíos más importantes es el de promover una comunicación capaz de hacernos salir de la “torre de Babel” en la que a veces nos encontramos, de la confusión de lenguajes sin amor, frecuentemente ideológicos y facciosos. Por eso, su servicio, con las palabras que usan y el estilo que adoptan, es importante. La comunicación, de hecho, no es sólo trasmisión de informaciones, sino creación de una cultura, de ambientes humanos y digitales que sean espacios de diálogo y de contraste. Y, considerando la evolución tecnológica, esta misión se hace más necesaria aún. Pienso, particularmente, en la inteligencia artificial con su potencial inmenso, que requiere, sin embargo, responsabilidad y discernimiento para orientar los instrumentos al bien de todos, de modo que puedan producir beneficios para la humanidad. Y esta responsabilidad nos concierne a todos, de acuerdo a la edad y a los roles sociales.
Queridos amigos, aprenderemos con el tiempo a conocernos mejor. Hemos vivido -podemos decir juntos- días verdaderamente especiales. Los hemos, los han compartido a través de los distintos medios de comunicación: la televisión, la radio, la web y las redes sociales. Quisiera que cada uno de nosotros pudiera decir que ellos nos han desvelado una pizca del misterio de nuestra humanidad, y que nos han dejado un deseo de amor y de paz. Por eso, hoy les repito a ustedes la invitación que hizo el Papa Francisco en su último mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Desarmemos la comunicación de cualquier prejuicio, rencor, fanatismo y odio; purifiquémosla de la agresividad. No sirve una comunicación estridente, de fuerza, sino más bien una comunicación capaz de escucha, de recoger la voz de los débiles que no tienen voz. Desarmemos las palabras y contribuiremos a desarmar la tierra. Una comunicación desarmada y desarmante nos permite compartir una mirada distinta sobre el mundo y actuar de modo coherente con nuestra dignidad humana.
Ustedes están en primera línea para describir los conflictos y las esperanzas de paz, las situaciones de injusticia y de pobreza, así como el trabajo silencioso de muchos en favor de un mundo mejor. Por eso les pido que elijan de forma juiciosa y valiente el camino de una comunicación para la paz.
Gracias a todos. Que Dios los bendiga.
León XIV
Muchas gracias, Eminencia:
Antes de sentarnos comencemos con una oración, pidiendo que el Señor siga acompañando el Colegio y a toda la Iglesia con este espíritu y entusiasmo, que es sin embargo de profunda fe. Recemos juntos en latín: Pater noster… Ave María…
En la primera parte del encuentro hay un pequeño discurso con las reflexiones que quisiera compartir con ustedes. Pero después habrá una segunda parte, que muchos han solicitado, será una especie de diálogo con el Colegio Cardenalicio en el cual poder escuchar los consejos, las sugerencias, las propuestas concretas, de las cuales que ya se ha hablado en los días anteriores al cónclave.
Hermanos cardenales:
Los saludo y les agradezco a todos por este encuentro y por los días que lo han precedido, dolorosos por la pérdida del Santo Padre Francisco, arduos por las responsabilidades afrontadas juntos y, al mismo tiempo, según la promesa que Jesús mismo nos ha hecho, ricos de gracia y de consolación en el Espíritu (cf. Jn 14,25-27).
Ustedes, queridos cardenales, son los más estrechos colaboradores del Papa, y esto me sirve de consuelo al aceptar un yugo que claramente supera no sólo mis fuerzas, sino a las de cualquier otro. Su presencia me recuerda que el Señor, que me ha confiado esta misión, no me deja solo con la carga de esta responsabilidad. Ante todo, sé que cuento siempre, siempre, con su auxilio, el auxilio del Señor, y, por su Gracia y Providencia, con la cercanía de ustedes y de tantos hermanos y hermanas que en el mundo entero creen en Dios, aman a la Iglesia y sostienen con la oración y las buenas obras al Vicario de Cristo.
Mi agradecimiento al Decano del Colegio Cardenalicio, el cardenal Giovanni Battista Re -merece un aplauso, al menos uno, si no más- que, con su sabiduría, fruto de una larga vida y de muchos años de fiel servicio a la Sede Apostólica, nos ha ayudado mucho en este tiempo. También agradezco al Camarlengo de la santa Iglesia romana, el cardenal Kevin Joseph Farrell -creo que está aquí presente-, por el valioso y difícil papel que ha desempeñado durante el tiempo de la Sede Vacante y la convocación del cónclave. Dirijo también mi pensamiento a los hermanos cardenales que, por razones de salud, no han podido estar presentes y, junto con ustedes, me uno a ellos en comunión de afecto y oración.
En este momento, a la vez triste y alegre, envuelto providencialmente en la luz de la Pascua, quisiera que contempláramos juntos el tránsito del recordado Santo Padre Francisco y el cónclave como un acontecimiento pascual, una etapa del largo éxodo a través del cual el Señor sigue guiándonos hacia la plenitud de la vida. En esta perspectiva, confiamos al «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3) el alma del Pontífice difunto y también el futuro de la Iglesia.
El Papa, desde san Pedro hasta mí, su indigno sucesor, es un humilde siervo de Dios y de los hermanos, y nada más que esto. Lo han demostrado bien los ejemplos de muchos de mis predecesores, como el del Papa Francisco mismo, con su estilo de total dedicación al servicio y de sobria esencialidad de vida, de abandono en Dios durante el tiempo de la misión y de serena confianza en el momento del retorno a la Casa del Padre. Recojamos esta valiosa herencia y retomemos el camino, animados por la misma esperanza que nos viene de la fe.
Es el Resucitado, presente en medio de nosotros, quien protege y guía a la Iglesia, y continúa a reavivarla en la esperanza, a través del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). A nosotros nos toca ser dóciles oyentes de su voz y ministros fieles de sus designios de salvación, recordando que Dios ama comunicarse, más que en el fragor del trueno o del terremoto, en «el rumor de una brisa suave» (1 R 19,12) o, como lo traducen algunos, en una “sutil voz de silencio”. Este es el encuentro importante, que no hay que perder, y hacia el cual hay que educar y acompañar a todo el santo Pueblo de Dios que nos ha sido confiado.
En los días pasados hemos podido ver la belleza y sentir la fuerza de esta inmensa comunidad que, con tanto afecto y devoción, ha despedido y llorado a su Pastor, acompañándolo con la fe y la oración hasta su encuentro definitivo con el Señor. Hemos visto cuál es la verdadera grandeza de la Iglesia, que vive en la variedad de sus miembros, unidos a su única Cabeza, Cristo «Pastor y Guardián» (1 P 2,25) de nuestras almas. Ella es el vientre en el que también nosotros fuimos generados y, al mismo tiempo, la grey (cf. Jn 21,15-17), el campo (cf. Mc 4, 1-20) que se nos ha entregado para que lo cuidemos y lo cultivemos, lo alimentemos con los Sacramentos de salvación y lo fecundemos con la semilla de la Palabra, de manera que, sólido en la concordia y entusiasta en la misión, camine, como una vez los israelitas en el desierto, a la sombra de la nube y a la luz del fuego de Dios (cf. Ex 13,21).
Y a este propósito, quisiera que renováramos juntos, hoy, nuestra plena adhesión a ese camino, a la vía que desde hace ya decenios la Iglesia universal está recorriendo tras las huellas del Concilio Vaticano II. El Papa Francisco ha recordado y actualizado magistralmente su contenido en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de la que me gustaría destacar algunas notas fundamentales: el regreso al primado de Cristo en el anuncio (cf. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cf. n. 9); el crecimiento en la colegialidad y en sinodalidad (cf. n. 33); la atención al sensus fidei (cf. nn. 119-120), especialmente en sus formas más propias e inclusivas, como la piedad popular (cf. 123); el cuidado amoroso de los débiles y descartados (cf.n. 53); el diálogo valiente y confiado con el mundo contemporáneo en sus diferentes componentes y realidades (cf. n. 84, Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1-2).
Se trata de los principios del Evangelio que animan e inspiran, desde siempre, la vida y la obra de la Familia de Dios; de los valores a través de los cuales el rostro misericordioso del Padre se ha revelado y continúa a revelarse en el Hijo hecho hombre, esperanza última de todos los que busquen con ánimo sincero la verdad, la justicia, la paz y la fraternidad (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 2; Francisco, Bulla Spes non confundit, 3).
Precisamente, al sentirme llamado a proseguir este camino, pensé tomar el nombre de León XIV. Hay varias razones, pero la principal es porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial y hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo.
Queridos hermanos, quisiera terminar esta primera parte de nuestro encuentro haciendo mío -y proponiéndoselo también a ustedes- el deseo que san pablo VI, en 1963, expresó en el inicio de su ministerio petrino: «Que sobre el mundo entero pase una gran llama de fe y de amor que ilumine a todos los hombres de buena voluntad, allanando los caminos de la colaboración recíproca y que atraiga sobre la humanidad, la abundancia de la benevolencia divina, la fuerza misma de Dios, sin cuya ayuda nada vale ni nada es santo» (Primer Mensaje al mundo entero Qui fausto die, 22 junio 1963).
Que sean también estos nuestros sentimientos y, con la ayuda del Señor, los traduzcamos en oración y compromiso. Gracias.
León XIV
Comienzo con unas palabras en inglés, y el resto será en italiano. Quisiera repetir la frase del salmo responsorial: «Canten al Señor un canto nuevo, porque Él hizo maravillas» (Sal 98,1). Y en efecto, no sólo conmigo, hermanos míos cardenales, sino con todos nosotros, como lo celebramos esta mañana.
Los invito a reconocer las maravillas que el Señor ha hecho, las bendiciones que el Señor sigue derramando sobre todos nosotros, a través del ministerio de Pedro.
Ustedes me han llamado a cargar esa cruz y a ser bendecido con esa misión. Y sé que puedo contar con todos y cada uno de ustedes para caminar conmigo, mientras continuamos, como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como creyentes, anunciando la Buena Nueva y proclamando el Evangelio.
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Con estas palabras Pedro, interrogado por el Maestro junto con los otros discípulos sobre su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite.
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre.
En Él Dios, para hacerse cercano a los hombres, se ha revelado a nosotros en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo, supera todos nuestros límites y capacidades.
Pedro, en su respuesta, asume ambas cosas: el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la humanidad. Nos las confía a nosotros, elegidos por Él antes de que nos formásemos en el vientre materno (cf. Jr 1,5), regenerados en el agua del Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin ningún mérito propio, conducidos aquí y desde aquí enviados, para que el Evangelio se anuncie a todas las criaturas (cf. Mc 16,15).
Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Co 4,2) en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; de modo que esta sea cada vez más la ciudad puesta sobre el monte (cf. Ap 21,10), arca de salvación que navega a través de las mareas de la historia, faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones -como los monumentos en los que nos encontramos-, sino por la santidad de sus miembros, de ese «pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9).
Con todo, por encima de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe, hay otra pregunta: «¿Qué dice la gente -pregunta Jesús- sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?» (Mt 16,13). No es una cuestión banal, al contrario, concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones.
«¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?» (Mt 16,13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando, podremos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que delinean otras tantas actitudes.
En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo señala que la conversación entre Jesús y los suyos acerca de su identidad sucede en la hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, rica de palacios lujosos, engarzada en un paraje natural encantador, a las faldas del Hermón, pero también sede de círculos crueles de poder y teatro de traiciones y de infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona que carece totalmente de importancia, al máximo un personaje curioso, que puede suscitar asombro con su modo insólito de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelva molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que solicita, este mundo no dudará en rechazarlo y eliminarlo.
Hay también otra posible respuesta a la pregunta de Jesús, la de la gente común. Para ellos el Nazareno no es un charlatán, es un hombre recto, un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos hasta donde pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados.
Llama la atención la actualidad de estas dos actitudes. Ambas encarnan ideas que podemos encontrar fácilmente -tal vez expresadas con un lenguaje distinto, pero idénticas en la sustancia- en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer.
Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente, porque la falta de fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas heridas más que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad.
No faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho.
Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Es fundamental hacerlo antes de nada en nuestra relación personal con Él, en el compromiso con un camino de conversión cotidiano. Pero también, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando a todos la Buena Noticia (cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática, Lumen gentium, 1).
Lo digo ante todo por mí, como Sucesor de Pedro, mientras inicio mi misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la caridad la Iglesia universal, según la célebre expresión de S. Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Proemio). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribía a los cristianos que allí se encontraban: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo» (Carta a los Romanos, IV, 1). Hacía referencia a ser devorado por las fieras del circo -y así ocurrió-, pero sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo.
Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia.
León XIV
Reverendo Padre Alejandro Russo, Rector de la Basílica Catedral.
El último domingo, hace tres días, en el Vaticano se cerraron los “Novendiales”, los nueve días de duelo después del funeral del querido Papa Francisco. Este tiempo, después de su piadosa muerte acontecida el 21 de abril, ha servido a toda la Iglesia para agradecer a Dios por todo el bien que ha hecho a la Iglesia a través del servicio, de la persona y de la obra de Papa Francisco.
Estamos celebrando esta eucaristía en la antigua catedral del Cardenal Bergoglio. Estoy profundamente convencido de que la Iglesia en Argentina está llamada a conservar el patrimonio y la enseñanza del Papa argentino. Deben estar orgullosos de su compatriota que por 12 años dirigió el rebaño del Señor en la tierra.
Recordando con tristeza la muerte del Santo Padre Papa Francisco, no podemos dejar de reconocer la importancia en la vida eclesial, de un liderazgo que mantenga la unidad de los cristianos. Santa Catalina de Siena nos recuerda que no existe el catolicismo sin la guía moral, humana y espiritual del Papa. La Iglesia lo necesita para mantenerse fiel y, al mismo tiempo, unida. A Pedro, Jesús le dijo “Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos” (Mt 16, 18-19).
Per esta razón estamos aquí, reunidos en la Catedral de Buenos Aires, en unión con los cardenales, que en este momento entran en la Capilla Sixtina para pedir la luz del Espíritu Santo. Recemos con insistencia al Señor para que nos done un nuevo pastor según su corazón, para que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor y a la verdadera alegría.
La Iglesia católica es consciente de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, el ministerio del Sucesor de Pedro. Pedimos a Dios que nos dé el 267 (ducentésimo sexagésimo séptimo) Sucesor de San Pedro.
En la lectura del Evangelio, que hemos escuchado hace un momento hemos visto que, para los discípulos de Cristo, Él les recomendó de permanecer en su amor; “como el Padre me amó así yo los he amado: permanezcan en mi amor”.
Recordemos también la aparición de Jesús resucitado en el lago de Tiberiades (Juan 21), cuando Él le preguntó tres veces a Simón Pedro: “Simón hijo de Juan, ¿me quieres más que éstos? La respuesta de Pedro fue siempre “sí, Señor, te quiero” y Jesús le dijo “apacienta mis ovejas”.
La primera misión de Pedro y sus sucesores es justamente la de cuidar y proteger la Iglesia.
El Obispo de Roma, por su carácter episcopal, se explicita, en primer lugar, en la transmisión de la Palabra de Dios y por eso esta tarea incluye una responsabilidad específica y particular en la misión evangelizadora en el mundo entero.
La tarea episcopal que el Romano Pontífice tiene con respecto a la transmisión de la Palabra de Dios se extiende también dentro de toda la Iglesia. Como tal, es un oficio magisterial supremo y universal; es una función que implica un carisma: una asistencia especial del Espíritu Santo al Sucesor de Pedro, que involucra también, en ciertos casos, la prerrogativa de la infalibilidad. Como «todas las Iglesias están en comunión plena y visible, porque todos los pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo», del mismo modo los Obispos son testigos de la verdad divina y católica cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice.
Junto a la función magisterial del Primado, la misión del Sucesor de Pedro sobre toda la Iglesia comporta la facultad de realizar los actos de gobierno eclesiástico necesarios o convenientes para promover y defender la unidad de fe y de comunión; entre éstos hay que considerar, por ejemplo: dar el mandato para la ordenación de nuevos Obispos, exigir de ellos la profesión de fe católica, y ayudar a todos a mantenerse en la fe profesada.
La unidad de la Iglesia, al servicio de la cual se sitúa de modo singular el ministerio del Sucesor de Pedro, alcanza su más elevada expresión en el Sacrificio Eucarístico, que es centro y raíz de la comunión eclesial; comunión que se funda también necesariamente en la unidad del Episcopado. Por eso, «toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio Obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera.
Cada Sucesor de Pedro tiene una enorme responsabilidad por la Santa Iglesia y nadie puede pretender de cubrir solo esta grande responsabilidad y honor.
“No me eligieron ustedes a mí; yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto”. Son justamente los cardenales que elegirán al próximo Papa.
Pedimos que la luz del Espíritu Santo ilumine a los Cardenales, pero también pedimos la fuerza para que el elegido acepte.
“Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro, cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías; cuando seas viejo; extenderás las manos; otro te atará y te llevará a donde no quieras”.
Estas palabras que Jesús dirige a Pedro, a la orilla del lago, son válidas para todos los sucesores de Pedro. Ser Papa no es solo un honor, sino que una grande responsabilidad y sacrificio.
Señor Jesús, Hijo del Dios vivo
Tú eres el Señor,
el único Salvador.
Mira a tu pueblo en esta hora de orfandad
y manda a tu Espíritu Santo a renovar
la faz de la Iglesia.
Concédenos un Papa santo, que santifique al rebaño, que
lo gobierne con la verdad y la caridad, que le enseñe con la claridad de tu perenne Evangelio y doctrina.
Danos un Papa que predique con pasión y
ardor tu Evangelio, que proclame que Tú eres
el único Señor y Salvador, que atraiga
suavemente a las naciones a tu Reino, que dé testimonio valiente de la única verdad que eres Tú.
Danos un Papa lleno de amor y misericordia
con los pobres y los pecadores, un pastor
que cure las heridas y que sea incansable
en llamar a la conversión, pues sin
arrepentimiento tampoco hay perdón.
Danos un Pastor que nos lleve a volver la
mirada a lo alto y nos haga entender que
nuestro destino no es esta tierra sino en la gloria
del Cielo donde reinaremos contigo.
Ilumina a los Cardenales, que huyan de la
tentación de la mundanidad y del poder,
que busquen solo tu Gloria y el bien de la
Iglesia y que se abran a la inspiración
de tu Santo Espíritu. Amén
Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico
En los Hechos de los Apóstoles se lee que, después de la ascensión de Cristo al cielo y en espera de Pentecostés, todos perseveraban unidos en la oración junto con María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,14).
Es precisamente lo que también nosotros estamos haciendo a pocas horas del inicio del cónclave, bajo la mirada de la Virgen colocada al lado del altar, en esta Basílica que se eleva sobre la tumba del apóstol Pedro.
Notamos como todo el pueblo de Dios está unido a nosotros con su sentido de fe, su amor al Papa y su confiada esperanza.
Estamos aquí para invocar el auxilio del Espíritu Santo, para implorar su luz y su fuerza, a fin de que sea elegido el Papa que la Iglesia y la humanidad necesitan en este momento de la historia tan difícil y complejo.
Rezar, invocando al Espíritu Santo, es la única actitud justa y necesaria, mientras los cardenales electores se preparan a un acto de máxima responsabilidad humana y eclesial, y a una decisión de gran importancia; un acto humano por el cual se debe abandonar cualquier consideración personal, y tener en la mente y en el corazón sólo al Dios de Jesucristo y el bien de la Iglesia y de la humanidad.
En el Evangelio que ha sido proclamado han resonado palabras que nos conducen al corazón del mensaje-testamento supremo de Jesús, entregado a sus Apóstoles en la tarde de la última cena en el Cenáculo: «Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15,12). Y para precisar ese “como yo los he amado” e indicar hasta dónde debe llegar nuestro amor, Jesús afirma a continuación: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13).
Es el mensaje del amor, que Jesús define mandamiento “nuevo”. Nuevo porque transforma en positivo y amplía en gran medida la exhortación del Antiguo Testamento, que decía: “No hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti”.
El amor que Jesús revela no conoce límites y debe caracterizar los pensamientos y la acción de todos sus discípulos, que en su conducta siempre deben manifestar un amor auténtico y comprometerse en la construcción de una nueva civilización, que Pablo VI llamó “civilización del amor”. El amor es la única fuerza capaz de cambiar el mundo.
Jesús nos ha dado ejemplo de este amor al comienzo de la última cena con un gesto sorprendente: se abajó al servicio de los demás, lavando los pies a los Apóstoles, sin discriminaciones, sin excluir a Judas que lo iba a traicionar.
Este mensaje de Jesús se enlaza con lo que hemos escuchado en la primera lectura de la Misa, en la que el profeta Isaías nos ha recordado que la cualidad fundamental de los Pastores es el amor hasta el don total de sí.
De los textos litúrgicos de esta celebración eucarística nos llega, por tanto, una invitación al amor fraterno, a la ayuda mutua y al compromiso por la comunión eclesial y la fraternidad humana universal. Entre las tareas de todo sucesor de Pedro está la de acrecentar la comunión: comunión de todos los cristianos con Cristo; comunión de los obispos con el Papa; comunión entre los obispos. No una comunión autorreferencial, sino dirigida totalmente a la comunión entre las personas, los pueblos y las culturas, velando para que la Iglesia sea siempre “casa y escuela de comunión”.
También es fuerte la llamada a mantener la unidad de la Iglesia en la senda trazada por Cristo a los Apóstoles. La unidad de la Iglesia es querida por Cristo; una unidad que no significa uniformidad, sino una firme y profunda comunión en la diversidad, siempre que se mantenga en plena fidelidad al Evangelio.
Todo Papa sigue encarnando a Pedro y su misión, y de esa manera representa a Cristo en la tierra; él es la roca sobre la cual se edifica la Iglesia (cf. Mt 16,18).
La elección del nuevo Papa no es una simple sucesión de personas, sino que es siempre el apóstol Pedro que regresa.
Los cardenales electores expresarán su voto en la Capilla Sixtina, donde -como dice la Constitución apostólica Universi dominici gregis- «todo contribuye a hacer más viva la presencia de Dios, ante el cual cada uno deberá presentarse un día para ser juzgado».
En Tríptico Romano, el Papa Juan Pablo II expresaba el deseo de que, en las horas de la gran decisión mediante el voto, la majestuosa imagen de Miguel Ángel que representa a Jesús Juez recordase a cada uno la grandeza de la responsabilidad de poner las “soberanas llaves” (Dante) en las manos adecuadas.
Recemos, por tanto, para que el Espíritu Santo, que en los últimos cien años nos ha dado una serie de Pontífices verdaderamente santos y grandes, nos regale un nuevo Papa según el corazón de Dios para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Recemos para que Dios conceda a la Iglesia el Papa que mejor sepa despertar las conciencias de todos y las fuerzas morales y espirituales en la sociedad actual, caracterizada por un gran progreso tecnológico, pero que tiende a olvidarse de Dios.
El mundo de hoy espera mucho de la Iglesia para la tutela de esos valores fundamentales, humanos y espirituales, sin los cuales la convivencia humana no será mejor ni portadora de bien para las generaciones futuras.
Que la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, intervenga con su intercesión maternal, para que el Espíritu Santo ilumine las mentes de los cardenales electores y los haga concordes en la elección del Papa que necesita nuestro tiempo.
Card. Giovanni Battista Re, decano del Colegio Cardenalicio
Queridos hermanos:
En el comienzo de nuestra Asamblea plenaria, la celebración de esta Santa Misa alimenta nuestra fraternidad sacramental en torno al Señor resucitado, en este particular contexto eclesial que vivimos, apenas fallecido el Papa Francisco. Esta tarde hemos podido evocarlo con un sentido intercambio, donde hubo espacio para poner de manifiesto nuestra experiencia personal en relación con su vida y ministerio. Junto a la viva emoción, queremos dar gracias a Dios por la fecundidad de su entrega pastoral y su legado de gestos y palabras, que nos ayudará siempre en el servicio de nuestras Iglesias particulares.
En la primera lectura asistimos a la narración de la vida y testimonio del diácono Esteban, “hombre lleno de gracia y de poder, que hacía grandes prodigios y signos en el pueblo” (Hch 6,8). Atacado por ciertos sectores que se sentían dueños de la vida religiosa de su pueblo, nos dice el libro de los Hechos que “no encontraban argumentos frente a la sabiduría y al espíritu que se manifestaba en su palabra” (Hch 6,10). Apasionado evangelizador, Esteban les hablaba de Dios y ponía signos de vida nueva entre ellos. Había que suprimirlo, desautorizándolo con falsos testimonios y enojando a la gente contra él. Como su Maestro Jesús, Esteban desafiaba sus tradiciones con sus rígidos formalismos cultuales sin Dios.
El Evangelio nos presenta a Jesús, buscado por la multitud a la que había alimentado y que estaba intrigada por sus movimientos. Jesús les hace notar su obrar interesado y les enseña que, más que el pan material, deben buscar aquel Pan que los sacie eternamente y creer en Aquel que es el enviado por Dios.
Ese “Ustedes me buscan” de corto plazo, guiado por la necesidad, es confrontado por las enseñanzas de Jesús, que amplía el horizonte de sus interlocutores, para proponerles un encuentro más pleno con Él: "Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana" (Mt. 11,28-30); "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame" (Lc. 9,23); "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed" (Jn. 6,35); “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su seno brotarán ríos de agua viva." (Jn. 7,38).
Aun así, el Señor siempre los atendió con un corazón misericordioso y bien dispuesto, porque estaba comprometido con su bien integral. Es ese amor incondicional de Cristo el que hoy nos interpela y sostiene nuestra esperanza de pastores, para amar según sus enseñanzas a tantos hermanos que nos buscan y que, en nosotros, quieren encontrarse con la cercanía de Dios.
Así nos lo enseñó el Papa Francisco con numerosos gestos y palabras. También él quiso recibir a todos los que lo buscaban con distintas motivaciones, necesidades e intenciones, sin dejar de hablarles con fuerza en nombre de Dios. Guardamos en nuestro corazón su testimonio de salir al encuentro de todos: sus visitas a las verdaderas periferias del mundo, casi siempre ajenas a las prioridades de los poderosos; esos diálogos profundos con dirigentes y creyentes de otras confesiones cristianas y religiones, en la búsqueda sincera del conocimiento recíproco y de una sinergia por la paz; sus decisiones eclesiales, que ponían de manifiesto la primacía del servicio a los pobres y alejados; su hacer presente nuestra condición de hermanos junto al clamor de la tierra, don de Dios y casa de todos, para cuidarla de la explotación irresponsable y codiciosa, por encima del destino que le dio su Creador.
Como Esteban, como Jesús, Francisco se puso en las manos del Padre y actuó en consecuencia, entregándonos su vida. Y al hacerlo, nos habló de la verdadera libertad, ésa que se hace cargo del dolor y del sufrimiento de los otros, que no se olvida de los últimos, los descartados, los invisibilizados o silenciados, para considerarlos protagonistas, lejos de cualquier forma de indiferencia.
Nuestra agenda interna, eclesial, así como nuestra presencia social, nos piden un decidido compromiso con los gestos y palabras de Jesús; por eso la necesidad de la renovación de las estructuras y servicios pastorales para hacerlo presente entre los hombres, para señalar con claridad sus preferencias y prioridades y para jugarnos por ello, sin eufemismos ni cortapisas.
Estos días de cónclave, lejos de constituir una feria de vanidades humanas -según el modelo de las confrontaciones políticas partidarias, la avidez periodística y la desmesura de las operaciones de las redes sociales-, son la oportunidad para confirmar nuestra plena confianza en el Señor que guía la historia. En sus manos estamos. Los procesos iniciados para la renovación de la vida eclesial al servicio de la comunidad humana, necesitan ser conducidos y acompañados en vistas de su consolidación y fecundidad evangelizadora. Por eso, reforzamos nuestra oración por los cardenales electores, para que pongan en primer lugar la fidelidad a Dios y el bien de su pueblo, la Iglesia, y elijan con toda libertad al padre y pastor que el Señor, en su providencia, nos ha reservado.
En nuestra ayuda, nos viene bien recordar las palabras de la bula de convocatoria del Año Jubilar, indicado por el Papa Francisco como una ayuda para “recuperar la confianza necesaria -tanto en la Iglesia como en la sociedad- en los vínculos interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto de la creación. Que el testimonio creyente pueda ser en el mundo levadura de genuina esperanza, anuncio de cielos nuevos y tierra nueva (cf. 2 P 3,13), donde habite la justicia y la concordia entre los pueblos, orientados hacia el cumplimiento de la promesa del Señor.” (Francisco, Spes non confundit, 25c)
Pilar, 5 de mayo de 2025
Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza y presidente de la CEA
Textos bíblicos: Col 3, 14-15. 17. 23-24
Mt 13, 54-58
Queridos hermanos y hermanas:
1. Celebramos hoy en la diócesis el Jubileo de los Trabajadores. Lo hacemos poniendo los ojos fijos en Jesús que quiso ser reconocido como carpintero de Nazaret o como el “el hijo del carpintero”. Gran parte de su vida la transcurrió en su familia y el ámbito de trabajo manual, junto a su padre, san José, carpintero de oficio, para iniciar luego su trabajo de instaurar el Reino de su Padre. Decía “mi Padre trabaja… y yo también trabajo” (Jn 5,17) reconociendo ser un trabajador pleno junto a su Padre.
Celebramos este jubileo sintiéndonos unidos a todos los trabajadores de la provincia de La Rioja: los agricultores y productores de ganado, los docentes, obreros de fábricas, cosecheros, comerciantes, industriales, personal de la salud y la educación, trabajadoras domésticas, empleados públicos, trabajadores de la economía popular, y tantos más. También unidos a quienes no tienen trabajo, están desocupados en búsqueda de una oportunidad. Rezamos por ellos especialmente en este día.
Celebramos este Jubileo en el marco de la sentida partida del Papa Francisco quien trabajó incansablemente para que se cuide y respete la dignidad del trabajador. Especialmente se unió tantos trabajadores que están en situación de precariedad. En este sentido una de las banderas que levantó Francisco fue: “Tierra, Techo, Trabajo” animando a los Movimientos Sociales a trabajar por los derechos fundamentales de las persona.
2. El Papa Francisco[1] en uno de sus mensajes señaló cuatro características del trabajo que quiero hoy compartirles:
a. El trabajo libre: “La verdad del trabajo significa que el hombre, prosiguiendo la obra del Creador, hace que el mundo reencuentre su fin. Ser obra de Dios que, en el trabajo cumplido, encarna y promulga la imagen de su presencia en la creación y en la historia del hombre”. Sin embargo, “demasiado a menudo, el trabajo está bajo la opresión a diferentes niveles: del hombre sobre el hombre; de nuevas organizaciones esclavistas que oprimen a los más pobres; en particular, muchos niños y muchas mujeres sufren una economía que obliga a un trabajo indigno que contradice la creación en su belleza y en su armonía”. Por tanto, “debemos hacer que el trabajo no sea instrumento de alienación, sino de esperanza y de vida nueva”.
* Podemos pensar hoy en La Rioja, el trabajo ¿permite que viva en mayor libertad o me termina haciendo vivir en una dependencia que no me permite crecer?
Es fundamental poder emprender nuevas iniciativas laborales, o participar con libertad de organizaciones que busquen generar trabajo digno y honesto.
b. El trabajo creativo: En este punto trata sobre la originalidad que tiene todo trabajo y las propias personas que lo realizan. Esto puede suceder “cuando se le permite al hombre expresar en libertad y creatividad algunas formas de empresa, de trabajo colaborativo desarrollado en comunidad que permitan a él y a otras personas un pleno desarrollo económico y social”. “No podemos cortar las alas, a quienes tienen tanto que dar con su inteligencia y capacidad; en particular a los jóvenes es necesario quitar lo que les impide entrar a pleno derecho y cuanto antes en el mundo del trabajo”.
* Teniendo en cuenta nuestra realidad ¿Cuánto permiten nuestro trabajos de hoy aportar de modo creativo lo que sé, mis inspiraciones, lo original de mis ideas?
Cada uno de nosotros somos valiosos y originales, por tanto tenemos algo o mucho que aportar en la realización de nuestras tareas. Por eso necesitamos organizaciones que permitan la contribución de cada miembro. Empresas o emprendimientos laborales que favorezcan el aporte original de sus miembros.
c. El trabajo participativo: Hace referencia a la capacidad del hombre “para incidir en la realidad”. “El ser humano está llamado a expresar el trabajo según la lógica que les es propia, la relacional, esto es, ver siempre en el fin del trabajo el rostro del otro y la colaboración responsable con otras personas”. Por eso, “allí donde a causa de una visión economicista se piensa en el hombre en clave egoísta y en los otros como medio y no como fin, el trabajo pierde su sentido primario de continuación de la obra de Dios, obra destinada a toda la humanidad para que todos puedan beneficiarse”.
* En nuestras realidades: ¿podemos trabajar de modo participativo, en relación respetuosa con otras personas? ¿Tenemos en cuenta que en la finalidad de todo trabajo hay personas que se benefician?
d. El trabajo solidario: Ante la situación generalizada de desempleo y de gente que busca trabajo, se necesita “dar una respuesta”. Primero “se les debe ofrecer la propia cercanía, la propia solidaridad” y su propia Organización pueden ser lugar “de acogida y de encuentro”.
En este sentido cuán valiosas son las instancias organizadas para acompañar a quien está sin empleo. Las organizaciones sociales, la propuesta de una economía alternativa que incluya a los descartados del sistema, son esenciales en una sociedad sana.
*Podemos preguntarnos: ¿Cómo están hoy nuestras organizaciones o movimientos sociales? ¿Tienen en cuenta, en primer lugar, incluir a los que están al costado del camino? Los demás sectores sociales y del Estado ¿trabajan por nuevas políticas públicas que pongan en el centro la generación de trabajo digno? ¿Lo hacen escuchando y dando participación a los mismos trabajadores?
Decía Monseñor Angelelli: “Aún nos falta mucho para que la Rioja sienta que todos sus hijos somos felices y señores de las cosas. Se hace muy doloroso ganar el pan de cada día; nos cuesta arrancar del corazón el egoísmo para hacernos plenamente hermanos; nos cuesta mucho poder sumar todas las manos, como pueblo, para construir juntos esta tierra de bendición”.[2]
3. Por esto queridos hermanos, estamos reunidos hoy aquí celebrando con alegría y esperanza esta jornada por el día del Trabajador en pleno año de Jubileo.
Esta misa quiere aportar a un mundo distinto, por eso fue organizada con distintas organizaciones sociales y con diversas áreas de la pastoral Social. Lo hacemos porque queremos poner todas nuestras vidas y trabajos en manos de Dios y porque necesitamos su ayuda indispensable. Sabemos que unidos a Dios, somos más libres, creativos y solidarios y podemos construir una sociedad más participativa. Y podemos ayudarnos de un modo más concreto en nuestras necesidades y también compartir sueños para realizarlos juntos.
Así, entre todos, de modo participativo tenemos que trabajar y hacerlo del mejor modo, como nos decía la primera lectura: “Cualquiera sea el trabajo de ustedes, háganlo de todo corazón, teniendo en cuenta que es para el Señor y no para los hombres. Sepan que el Señor los recompensará, haciéndolos sus herederos”.
4. Damos gracias a la Parroquia de Santa Rita, al P. Miguel La Civita, que hoy nos reciben y abren las puertas de este templo santo para celebrar esta Eucaristía y recibir la gracia de las indulgencias.
Gracias a todos los que colaboraron en preparar esta celebración. Que el Señor haga fecunda esta valiosa siembra. Que nuestra Madre la Virgen y su esposo San José Obrero, nos cuiden y asistan, y que intercedan por nosotros los beatos Mártires Enrique, Carlos, Gabriel y Wenceslao. Así sea.
Mons. Dante Braida, obispo de La Rioja
Notas:
[1] Papa Francisco. Mensaje a las Asociaciones Cristianas de Trabajadores Italianos. 23 Mayo 2015.
[2] Angelelli, Enrique. Misa del 1° de mayo de 1975.
Queridos hermanos: ¡Felices Pascuas de Resurrección!
Celebramos con profunda alegría la Pascua del Señor y con Él la Pascua del papa Francisco.
Agradezco la presencia de las autoridades, de los hermanos de la Mesa de Diálogo interreligiosa y ecuménica, la presencia de los fieles laicos, consagrados, sacerdotes y le agradezco cardenal Luis Villalba por aceptar presidir esta Eucaristía, sabiendo de su cariño, amistad y cercanía con el Papa Francisco. Muchas gracias a todos y a los que nos hicieron llegar sus saludos y condolencias.
Acabamos de escuchar en el Evangelio la hermosa escena de la aparición de Jesús resucitado junto al lago, después de la pesca milagrosa y de comer con los discípulos, quiere escuchar de labios de mismo Pedro que lo negó, la triple confesión de amor para confirmarlo en su Misión: ¿Me amas?... Apacienta mis ovejas… Sígueme…
Estas palabras de Jesús resucitado han resonado en los oídos y en el corazón de Pedro, de Francisco y hoy resuenan en el corazón de cada uno de nosotros.
Todos somos amados por el Señor, elegidos para corresponder a su amor y participar de la misión de pastor siguiendo el camino que nos huelló el mismo Jesús. Amando hasta dar la vida y anunciando la alegría del Evangelio a todos con palabras y gestos.
Queridos hermanos, la vida y el ministerio del Papa Francisco nos estimulan a vivir una vida profundamente evangélica, de cara a Jesucristo.
En primer lugar, Jorge Bergoglio, desde su infancia conoció a Jesús, creció en la fe, reconoció su amor, su misericordia, vivió la experiencia de comunión eclesial. Allí recibió su vocación sacerdotal y los demás servicios a los que el Señor lo llamó al episcopado y como sucesor de Pedro al servicio de la Iglesia universal.
La vida y el ministerio del Papa Francisco son un don de Dios para la Iglesia y para toda la humanidad. Él ha manifestado a través de su magisterio, de sus gestos, de sus actitudes, que Jesucristo es el Redentor, nos muestra la misericordia del Padre, está siempre dispuesto a perdonar, quiere llegar a todos a través del ministerio de la Iglesia.
Vemos al mismo Jesús en los gestos y palabras del Papa Francisco.
Francisco nos ha mostrado a Jesús, y su Evangelio y nos ha impulsado a ser una Iglesia en salida, salir de la propia comodidad para llegar a todos, todos, todos, con la alegría del Evangelio y la luz de la esperanza; a tantos hermanos que viven en la oscuridad y la postergación de las periferias territoriales y existenciales.
La alegría del Evangelio es una alegría misionera. La cercanía, el abrazo, la sonrisa del Papa Francisco han sido un signo de esa alegría misionera. Él se acercaba a cada uno, lo miraba a los ojos, lo escuchaba, le daba una palabra, lo bendecía; a pesar que había una multitud alrededor. Él lo mostraba al mismo Jesús cuando recibía un mate, besaba a los niños, ancianos, presos, discapacitados y hasta los líderes de Sudán para invitarlos a la reconciliación, cuando comía con los hombres y mujeres de la calle, cuando llamaba por teléfono…
Francisco nos recordó que todos somos dignos, todos somos importantes y necesarios, que todos estamos en esta barca, cuando la humanidad se sumergía en la pandemia y que no podemos salvarnos solos, que nos necesitamos.
Francisco nos invitó a cuidar la casa común y a tomar en serio el cambio climático (Laudato Si – Laudate Deum); nos recordó que Todos somos hermanos y estamos llamados a vivir la amistad social (Fratelli Tutti). El amor de Jesucristo, que nos llama amigos y que nos revela el amor de Dios, que nos amó primero, no es ajeno a nuestro encuentro con Él y los hermanos, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común (Dilexit Nos). Él mismo decía pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota de su Corazón abierto. (DN)
El Papa Francisco nos ha invitado a irradiar la alegría del Evangelio, siendo una Iglesia en salida, en conversión permanente, para no dejarse tentar por el egoísmo, el pesimismo, la mundanidad y vivir desde el corazón del Evangelio. Siendo más sinodales, viviendo en comunión y participación para la Misión. Él nos enseñó que iniciemos procesos y hasta nos dejó tarea para la casa para vivir el Año Jubilar de la esperanza y el camino de implementación del Sínodo hasta 2028…
Nos ha impulsado a ser una comunidad de discípulos misioneros que primerean, se involucran, acompañan, fructifican y festejan. Él mismo ha hecho este camino… con sus viajes, los encuentros con los jóvenes, los pobres, los enfermos, los presos, los refugiados; sus enseñanzas en las homilías, las catequesis, las encíclicas y exhortaciones apostólicas y todo su magisterio hecho de palabras y de gestos.
Nos impulsó a la Misión y a la alegría en Evangelii Gaudium: nos decía: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús… Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”. Además, nos dejó los cuatro principios que orientan la convivencia social para armonizar las diferencias en un proyecto común: el tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto, la realidad es más importante que la idea y el todo es superior a la parte (EG. 221-237) Siempre poniendo a Jesucristo en el centro.
Les habló a las familias invitando a la alegría del amor vivido en el matrimonio y la familia; desde el proyecto del Señor, atendiendo todas las realidades, también las dolorosas y difíciles, así como la importancia de la educación de los hijos y la importancia de la espiritualidad matrimonial en la exhortación Amoris Laetitia.
Francisco invitó a los jóvenes a encontrarse con Jesús, les dijo: “Cristo vivo es nuestra esperanza… y todo lo que toca se llena de vida, se hace joven. Cristo está vivo y te quiere vivo, te ama, te salva y te da vida. Él tiene un proyecto de amor sobre cada uno, en una vocación; sin dejarse engañar por las ideologías y los llama a la santidad y al compromiso en el hoy de la humanidad y la Iglesia”
También nos ha dicho que el Señor nos hace felices y nos quiere santos; no mediocres, ni licuados ni aguados…; que la paciencia, el aguante, la mansedumbre, la audacia, el fervor y la perseverancia en la oración son herramientas valiosas para crecer en santidad, para ser felices y hacer felices a los demás, confiados en el amor misericordioso de Dios (Gaudete et Exsultate - C’est la confiance)
La vida del Papa Francisco es un testimonio de Amor sincero a Jesús. Toda su vida fue un “Si, Señor, Tú lo sabes todo, sabes que te amo”, consciente de su fragilidad, como Pedro, rezaba mucho desde muy temprano, se confesaba y pedía a todos recen por mi… Francisco tenía una firme convicción del amor de Dios en su vida y que él lo amaba al Señor sinceramente.
El Papa Francisco fue obediente al pedido del Señor “Apacienta mis ovejas…” Su ministerio sacerdotal y episcopal lo vivió hasta el extremo de dar todo de sí mismo hasta el último día entregando el Anuncio de la resurrección y su cercanía con el Pueblo santo de Dios en la Plaza de San Pedro
Las palabras de San Pablo, ¡qué bien que nos hacen!… “Nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” Con esta esperanza vivimos esta Eucaristía, en la comunión de fe y amor…
Sí, la resurrección de Jesús es el fundamento de la esperanza; a partir de este acontecimiento, esperar ya no es una ilusión. No; gracias a Cristo crucificado y resucitado, la esperanza no defrauda. Y es una esperanza comprometida que nos responsabiliza. Los que esperan en Dios ponen sus frágiles manos en su mano grande y fuerte, se dejan levantar y comienzan a caminar; junto con Jesús resucitado se convierten en peregrinos de esperanza, testigos de la victoria del Amor, de la potencia desarmada de la Vida.
¡Cristo ha resucitado! En este anuncio está contenido todo el sentido de nuestra existencia, que no está hecha para la muerte sino para la vida.
¡La Pascua es la fiesta de la vida! ¡Dios nos ha creado para la vida y quiere que la humanidad resucite!
Que la Virgen a quien tanto amó el Papa Francisco lo reciba en la gloria del Señor y a nosotros nos siga cuidando, peregrinos en esperanza hasta el reencuentro en el cielo. Amén.
Y rezamos por el Papa que vendrá…
QUE ELIJAS VOS, JESÚS.
Que elijas vos, Jesús.
Vas a buscar quien pase haciendo el bien por Galilea
y pague el precio de morir en cruz
por andar con los más pobres de tu pueblo.Que elijas vos, hijo de María.
Que tenga la voz y el tono de tu madre,
que derribe del trono a poderosos
... y enaltezca a aquellos más humildes.Que elijas vos, pastor bueno.
Mirarás ahí donde ya nadie mira,
buscarás al menor de los hermanos
a aquél que siga con olor a ovejas.Que elijas vos, Cristo-Mesías.
Señalarás a aquel que más se aleje
de ascensos y ambiciones desmedidas,
de negociar para ocupar la primacía.Que elijas vos, profeta de verdades,
a quien se atreva a proponer el Reino
con la humildad de los que siempre aprenden
y el respeto por lo que no lo creen.Que elijas vos, Hijo de Dios anonadado
A quien tenga tus mismos sentimientos
Y sea capaz de hacerse esclavo
De lo bueno, lo bello y verdaderoQue elijas vos, esposo enamorado,
sabrás del corazón de cada uno
buscando a aquel que ame sin reservas
y esté dispuesto a llevarnos a tu abrazo.Que elijas vos…
La iglesia está esperando.