¡Cuánto bien nos hace que estemos aquí junto a nuestra Madre! ¡Qué enorme es la diferencia entre estar uno al lado de otro o solo vernos a la distancia a través de una pantalla! Hoy nos damos cuenta mucho mejor qué importante es “caminar juntos” y qué bien nos sentimos cuando logramos hacerlo. Y, por el contrario, estar lejos, nos entristece. En lo profundo del ser humano de todos los tiempos, independientemente de las diversas ideologías, religiones y culturas, hay un profundo anhelo de encontrarnos y de caminar juntos todos.
Sin embargo, y aun persistiendo ese anhelo hondo, ¡cuánto nos cuesta concretarlo y mantenerlo en el tiempo! La historia humana, la historia de nuestra patria y sobre el momento actual que nos toca vivir a los argentinos, nos muestra qué difícil resulta caminar juntos. Desde los que convivimos bajo un mismo techo, pasando por los vínculos que tenemos con nuestros vecinos; hasta la convivencia social más amplia, está marcada por la desconfianza, la incertidumbre y el malestar, más que por tiempos de paz, de desarrollo equitativo y de esperanza para las generaciones futuras.
En nuestro modo de ser y de caminar prevalece, lamentablemente, un estilo sectario y excluyente: miramos con recelo a los que viven de otra manera, o piensan distinto que nosotros. Nos agrupamos más bien para defendernos de los que tienen otros valores y estilos de vida, que para buscar convivir pacíficamente en las diferencias y valorar lo que hay de bueno en los que consideramos que no son de los nuestros. Y así nos debatimos continuamente entre quién es el más fuerte, gastando lo mejor de nuestras energías en anular al otro hasta hacerlo desaparecer. Ese otro puede ser puede ser tu pareja, tus vecinos, el que pertenece a otra comunidad religiosa, o es de otro signo político. La finalidad ilusoria que se persigue así es una sola: ser dueños de todos y de todo. Los que lo logran se desilusionan. Ese es el pecado original que está adherido como un carcinoma al alma del ser humano, lo daña, engaña y confunde.
Y, sin embargo, estamos aquí. Creemos que, a pesar de nuestras negligencias, la Virgen Madre, no nos abandona. Nos reúne una y otra vez para recordarnos que Dios nos ama y que su amor llega hasta el extremo de dar su vida por nosotros y por todos. No hay amor más grande que dar la vida por otro y así lo hizo Jesús, el Verbo de Dios hecho carne en el seno de María. Ella nos muestra a Jesús, Dios con nosotros. Por eso, en la oración Tiernísima Madre le pedimos a Ella que nos conceda un gran amor a su Divino Hijo Jesús. Y, enseguida añadimos otra petición: que nos dé un corazón humilde y prudente. Humilde para aceptar que Dios nos ama y que esa es la fuente para amar a nuestro prójimo, a todo prójimo sin excepción, y caminar con él. Y también que nos dé un corazón prudente, para discernir dónde está el verdadero bien y dónde está lo que se presenta aparentemente bueno, pero esconde el engaño y es tremendamente destructivo.
El jefe guerrero, Ajaz, del que nos habla la primera lectura (cf. Is 7, 10-14; 8, 10c), cayó en ese engaño porque prefirió confiar en sus propias fuerzas. A él le parecía que eso era lo mejor, pero así dejó de confiar en Dios. Sin embargo, Dios no abandona a su pueblo y le anuncia, por boca del profeta, con palabras de desconsuelo y también de esperanza: «Escuchen, entonces, casa de David: ¿Acaso no les basta cansar a los hombres, que cansan también a mi Dios? Por eso el Señor mismo les dará un signo. Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emanuel, que significa Dios está con nosotros.»
Esa promesa se cumplió en María. Así lo confirma su prima Isabel cuando se encuentra con María: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”, tal como lo hemos escuchado hoy en el Evangelio (cf. Lc 1,39-47). Ella canta desbordada de alegría: “Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora”.
También nosotros, como la Virgen, estamos hoy aquí para abrir humildemente nuestro corazón a ese mismo don que a ella la hizo estremecer de gozo: a su Hijo Jesús. Luego, San Pablo (cf. Gal 4,4-7), en la segunda lectura de hoy, nos recuerda que es precisamente por medio de Jesús que Dios Padre quiere infundir en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, para que también nosotros, como él podamos llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Y el Apóstol concluye diciendo que así ya no seremos más esclavos sino hijos y, como hijos, hermanos, para caminar juntos construyendo la fraternidad humana, sin descartar a nadie, y cuidando a los más frágiles y abandonados.
“Caminamos juntos bajo la mirada de María de Itatí”. El homenaje que más le agrada es ver a sus hijos caminando juntos, cuidándose unos a otros y atendiendo con especial cariño a aquellos que son más difíciles de tratar, aun a aquellos que nos hecho daño. El cristiano se distingue porque le abre la mano a todos, no le cierra el corazón a nadie. Un sabio y santo cristiano del siglo VI que se llamaba Fulgencio de Ruspe, dijo esto: “Escuchen cristianos, escuchen Hijos de Dios, para ser cristianos no solo deben amar a los amigos, sino también a los enemigos. A nadie nieguen la caridad, que es el patrimonio común de los hombres buenos, extiéndala a todos, buenos y malos”. Y otro sabio de la misma época, San Gregorio de Nacianceno, decía que “hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: la acción, la manera de hablar y el pensamiento”.
Supliquemos intensamente la gracia de poder testimoniar que somos cristianos con nuestra manera de actuar, de hablar y de pensar. Cada uno en el lugar y la función que le toca desempeñar, sobre todo aquellos a los que se nos ha confiado la responsabilidad de servir, acompañar y presidir comunidades en la Iglesia o en la sociedad: que nuestro modo de obrar, de hablar y de pensar sea cristiano, y se distinga siempre por el esfuerzo perseverante de caminar juntos todos. Hagámoslo bajo la tierna, firme y dulce mirada de nuestra querida Madre de Itatí. Que así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes