Jueves 28 de marzo de 2024

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Ordenaciones diaconales

Homilía de monseñor Marcelo Julián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús en la misa de ordenaciones diaconales (Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, Lanús, 10 de julio de 2022)

Querida comunidad,
queridos Hugo, Miguel, Pablo, Fernando, Cristian, Felipe y Horacio:

Como comunidad diocesana nos encontramos una vez más en torno a la mesa de Jesús, hoy con la alegría de acompañar a estos siete hermanos nuestros que son ordenados diáconos, servidores del pueblo de Dios.

Este domingo, la palabra de Dios nos ofrece una luz potente con la parábola del «buen samaritano», una de las parábolas más célebres de todo el evangelio. Conocemos bien esta historia, en la que estamos invitados a detenernos con atención una vez más, como si la escucháramos por primera vez.

Hay un hombre despojado, golpeado, herido, dejado al borde de la muerte, tirado al margen del camino. Otros dos pasan a su lado: lo ven, pero siguen de largo. Eran personas con funciones importantes en la vida del pueblo, los dos con responsabilidades religiosas -un sacerdote y un levita-. Y siguen de largo: pasan indiferentes ante este hombre sufriente, al borde de la muerte; no se dejan interpelar, no se con- mueven. Tienen su dignidad, sus planes y sus prisas; les falta la capacidad para actuar desde el amor, ese mismo amor que, como nos acaba de recordar el diálogo entre Jesús y el doctor de la Ley, es la síntesis de toda la Escritura.

Pasa un tercero. Después del sacerdote y el levita, esperaríamos que se trate de un laico, alguien del pueblo de Dios. Pero Jesús nos sorprende diciendo que es un samaritano, uno tenido por despreciable y ajeno, uno que no cuenta. Es precisamente este el que se detiene ante el hombre caído, víctima de la violencia de unos y la indiferencia de otros. Es precisamente este el que se detiene, y se acerca, se hace cercano, se hace prójimo. Una sola cosa lo diferencia de los otros dos: «Lo vio y se conmovió» (Lc 10, 34). No es una simple reacción emotiva, ni un sentimiento fugaz: es un amor que lo compromete en primera persona y lo mueve a actuar. La parábola se detiene en la narración de sus gestos, nos hace verlos con todo detalle: se acerca, lo cura con sus propias manos, carga con él, pone de su propio dinero para darle un refugio donde reponerse, se ocupa de él y se encarga de que, en su ausencia, no le falten cuidados.

Es admirable el tiempo que el samaritano dedica a este hombre desconocido. En nuestro mundo ansioso, de prisas interesadas e indiferencias egoístas, el samaritano nos recuerda algo que con frecuencia olvidamos: dar tiempo es amar. Seguramente tenía sus propios planes, y quería ocupar ese día para sus compromisos, sus necesidades o sus deseos. Pero ante el hombre herido, fue capaz de dejar todo de lado, y aún sin conocerlo, lo consideró digno de dedicarle su tiempo.

Aquí hay una primera constatación que quisiera subrayar esta tarde: enfermos de in- diferencia, somos curados por la compasión.

Entre los males de la vida humana, como una enfermedad que se apodera incluso de nuestras fibras más hondas, la indiferencia nos mueve a desentendernos de los demás, especialmente los más débiles. Como sociedades hemos crecido en muchos aspectos, pero en algún sentido seguimos siendo analfabetos en relación al gesto sim- ple, primordial, de acercarnos, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles. Nos hemos acostumbrado incluso a mirar para el costado, a pasar de largo, a ignorar el dolor humano hasta que nos golpea directamente.

Hay una insistencia en el evangelio de Jesús sobre la necesidad de experimentar la solidaridad y la fraternidad como prioridades de la vida común. Es el giro y la gran enseñanza de esta parábola. El doctor de la Ley había preguntado: «¿Quién es mi prójimo, ese al que debo amar?» (cf. Lc 10, 29). Jesús invierte la pregunta, y en lugar de este cuestionamiento, en cierto modo egoísta, que quiere ponerle límites al amor, dice: «¿Quién se comportó como prójimo del ser humano sufriente?» (cf. Lc 10, 36). Es un giro radical: ser prójimo es una decisión, un modo de obrar, un compromiso que nos aproxima. No estamos llamados a amar a quienes nos resultan cercanos (permitiéndonos pasar de largo ante el desconocido y el «ajeno»), sino a hacernos cercanos para amar.

Es precisamente la compasión, la misericordia, la que nos permite dar el paso. Es esa capacidad de ver y dejarse tocar, interpelar, comprometer, por el dolor del otro. La parábola que hoy escuchamos nos pide mirarnos honestamente, sin excusas, ante la imagen del sacerdote, el levita y el samaritano. Nos pide reconocer nuestras cobardías, tibiezas y temores; nos llama a una conversión que nos permita dar el paso de la indiferencia que nos aleja a la compasión que nos hace cercanos a toda persona que sufre, sea quien sea. Enfermos de indiferencia, sólo la compasión puede curarnos.

Queridos Hugo, Miguel, Pablo, Fernando, Cristian, Felipe y Horacio: En la plegaria de ordenación, que dentro de un momento voy a pronunciar sobre ustedes, se recuerda a «los levitas [llamados a] servir en el primitivo tabernáculo». Por favor, cuídense mucho de ser como el levita de esta parábola. Sean, sí, de los levitas que servían al pueblo de Dios, de los que se entregaban humildemente y por entero al servicio de sus hermanos y hermanas. Pero cuídense de convertirse en celosos guardianes de honores y dignidades, que pasan indiferentes ante el sufrimiento humano.

Sean este samaritano, sean el hombre de la compasión. A esto fueron llamados ustedes, a esto fuimos llamados todos.

El camino de diaconía que hoy emprenden es un camino que, en más de un momento, los va a exponer a situaciones de precariedad, de necesidad y de sufrimiento. Son situaciones que seguramente estén fuera de sus planes, y en más de una ocasión, van a desbordar lo que han aprendido hasta ahora. La pregunta del doctor de la Ley y la parábola del buen samaritano son un buen recordatorio en este sentido.

Hay una pedagogía trazada en esta parábola. Jesús quiere conducir al maestro, experto en la interpretación de las Escrituras, a una conversión que abraza de un modo nuevo toda su vida. Comienza por la mirada: el samaritano fue precisamente el único capaz de ver al otro, de verlo realmente, verlo sin estar cegado por nuestros prejuicios y vanidades, verlo sin ponerse a sí mismo en primer lugar. Sacude las entrañas: lo que le sucede al samaritano, «se conmovió» (Lc 10, 33), significa literalmente una conmoción de las entrañas, en lo más hondo, que moviliza todas las fuerzas de la persona. Se extiende entonces por todo el cuerpo: las manos que vendan y dan de lo que se tiene, los pies que desandan distancias, los brazos que cargan y ponen de pie, el pensamiento que vislumbra modos de asumir responsabilidades…

Hay una pedagogía trazada en esta parábola, y es una pedagogía con la que Jesús quiere llamarnos a nosotros hoy. Para que la vida, el dolor y la muerte de tantas y tantos no nos resulten indiferentes y ajenas, necesitamos aprender de Jesús este modo limpio y transparente de mirar al otro, de ver realmente, que nos conmueva desde las entrañas y nos lleve a «obrar de la misma manera» (Lc 10, 37). De poco sirven las fórmulas doctas y las respuestas correctas (como las del doctor de la Ley, cf. Lc 10, 28), si a fin de cuentas no somos capaces de ver y dejarnos interpelar, cuestionar, comprometer por la vida real -con sus gozos y esperanzas, sus dolores y angustias- de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.

Queridos Hugo, Miguel, Pablo, Fernando, Cristian, Felipe y Horacio: déjense guiar por Jesús en este camino. Procuren aprender ese modo de ver que tenía Jesús. Déjense tocar, interpelar y conmover por quienes encuentren, y aprendan de Jesús a dejarse sacar de su propio camino para hacerse prójimos, como él se hizo nuestro prójimo. Lo que tengan que aprender, lo aprenderán ante todo en ese dejarse interpelar por la vida y el dolor de nuestro pueblo, al modo de Jesús. La formación permanente comienza aquí y tiene su quicio aquí. Es la mirada atenta y la compasión entrañable la que les permitirá ser aquello que han sido llamados a ser: diáconos, imagen viva de Aquel que no vino a ser servido sino a servir (Mc 10, 45).

Mons. Marcelo Julián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús