En el capítulo primero del libro de los Hechos de los Apóstoles se nombra a María, la madre de Jesús, quien con algunas otras mujeres se dedicaban a la oración, aguardando, junto a los Apóstoles, la venida del Espíritu Santo (Cf. 1,14). Después, a lo largo de todo el libro, no hay mención alguna a su nombre. La presencia de María es siempre discreta, pero necesaria y eficaz, a ejemplo de la acción del Espíritu Santo. Es obvio y de sentido común, que tanto los Apóstoles, como los demás discípulos y hermanos de las primitivas comunidades cristianas, al anunciar el Nombre, la vida y las enseñanzas de Jesús, reconociéndole como el Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, comunicaran el nombre y vida de María, la madre del Salvador, como lo atestiguan los Evangelios.
Fue y es la fe de la Iglesia, Pueblo de Dios, iluminada y guiada siempre por el Espíritu Santo, la que se encargaría, a lo largo de los siglos, de dar cumplimiento a la profecía de la Virgen de Nazaret, quien al visitar a su prima Isabel, en la montaña de Judá, proclamó, con alegría y humildad, acerca de sí misma: En adelante todas las generaciones me llamarán feliz (Lc 1,48). ¡Y cómo, verdaderamente se han cumplido, y continúan cumpliéndose estas palabras, inspiradas por el mismo Espíritu de Dios!
Así, poco a poco, de manera progresiva, pero con toda certeza y seguridad, la fe, la enseñanza y el culto de la Iglesia, profesaron y celebraron, desde siempre, la virginidad y maternidad divina de María a lo largo de la historia de la Iglesia. Ella misma había reconocido, en su canto, las grandes cosas que el Todopoderoso hizo en su persona; y nosotros hoy, seguimos, con fe y alegría, proclamando en el Credo: Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María, la Virgen.
Estamos muy agradecidos, primero a Dios por su misericordioso designio y plan de Salvación para con la humanidad; pero, también a María, por su “SÍ” a la voluntad divina: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). A la vez, sentimos la necesidad y confiamos en el consuelo y la intercesión de la Mujer, madre de Jesús y madre de la Iglesia, modelo de fe y de esperanza, durante nuestro peregrinar en la vida, tanto a nivel personal, como de familia humana.
Nuestra Iglesia Diocesana, en este mes de julio, volverá nuevamente a encontrarse para honrar y celebrar gozosamente a María, en su advocación de Nuestra Señora del Carmen, madre y patrona de todos los formoseños, y suplicarle que nos enseñe a caminar juntos, creciendo en Comunión, Participación y Misión. Misión que consiste, sobre todo, en medio de este mundo herido, fragmentado, violento y tan necesitado de paz y concordia fraterna, en ser testigos de su Hijo Jesucristo y de anunciar, con fidelidad y alegría, su Nombre, hasta los confines de la Tierra. Nos fundamos en aquellas palabras de Pedro, quien lleno de la fuerza y el poder del Espíritu Santo, exhortaba con vehemencia: «Porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12).
¡FELIZ FIESTA DIOCESANA DE NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN!
Mons. José Vicente Conejero Gallego, obispo de Formosa