Domingo 24 de noviembre de 2024

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Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor

Homilía de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco, en la solemnidad del Corpus Christi (Catedral de San Francisco, sábado 18 de junio de 2022)

“Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud.” (Lc 9, 16).

Les propongo que, llegados a casa, busquemos este versículo del evangelio de Lucas. Releámoslo lentamente, como quien rumia cada palabra de la Escritura. Fijémoslo en nuestra memoria y que, de esa forma, pase por nuestro corazón.

Rumiar, repetir, memorizar, pasar por el corazón. Es el modo mariano de dejar entrar la Palabra en nuestra vida. La Palabra, llena del Espíritu, lo libera en nosotros y nos hace dóciles a sus inspiraciones.

Nunca olvidemos este precioso dato: la Palabra de Dios nos engendra como hijos e hijas de Dios. Tiene el poder de concebirnos y darnos a luz como criaturas del Espíritu y para la obra del Espíritu (cf. Jn 1, 12-13; 1 Pe 1, 22-23).

Eso ocurre cuando, cada mañana, por ejemplo, abrimos con fe las Escrituras y buscamos en ellas el corazón de Dios que late de amor por nosotros.

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Volvamos al texto de san Lucas. Centremos nuestra atención en lo que Jesús hace con los cinco panes y los dos pescados que le presentan los discípulos.

El evangelio nos describe cuatro acciones de Jesús. Ellas son el origen y la norma permanente de la liturgia de la Iglesia, especialmente, de la Eucaristía, cumbre y fuente de la que mana y hacia la que tiende toda la vida de la Iglesia peregrina, orante y misionera; la cumbre de la predicación misma del Evangelio.

Cuatro acciones simples, cotidianas, esenciales. Cuatro acciones que, domingo tras domingo, los cristianos venimos repitiendo desde los orígenes. Con ellas hacemos la Eucaristía. Ellas definen también nuestra vida.

En la segunda lectura hemos escuchado el relato de la Eucaristía celebrada por la comunidad de Antioquía, donde Pablo fue iniciado en la vida cristiana. Allí aprendió a celebrar la Cena del Señor y a nutrirse de su Pascua.

¡Cómo quisiéramos reconectar con el clima espiritual, hondamente evangélico y lleno del Espíritu, de esa celebración originaria, impregnada de lo que dijo e hizo el Señor en la última cena!

No es solo un anhelo lleno de una inútil nostalgia. Es una realidad posible por actual. Es lo que precisamente nos ofrece la liturgia de la Madre Iglesia. Eso sí: cuando la dejamos ser ella misma, recibiéndola con fe y no imponiéndole nuestros esquemas o ideas.

Pablo y la comunidad de Antioquía vivían del mismo Espíritu que nosotros hemos recibido en el bautismo y la confirmación. Celebraban la misma Eucaristía que ahora estamos celebrando: la que viene del Señor y pasa de generación en generación, alimentando nuestra vida de fe y de servicio.

Es el Espíritu joven del Dios uno y trino que, una y otra vez, se derrama en nuestros corazones y viene en ayuda de nuestra debilidad. Él ora en nosotros: gime, suplica, alaba y bendice. Él inspira, sostiene y lleva a plenitud la plegaria de la Iglesia orante.

Desde entonces hasta hoy, y hasta la consumación de la historia, el Espíritu inspirará la acción litúrgica de la Iglesia que ejerce el sacerdocio de Cristo, llenando de vida esas cuatro acciones que llevan el ritmo de nuestra oración litúrgica.

Solo tenemos que dejarnos llevar y acertar con el “arte de celebrar” que la Iglesia cultiva y en el que nos inicia con sabiduría, llevándonos de los signos externos al misterio invisible de la Gracia.

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Cuatro gestos que se suceden uno detrás de otro. Cada uno da paso orgánicamente al siguiente hasta constituir la gran oración del Pueblo de Dios peregrino, unido a María, a los ángeles y los santos para gloria de la Santa Trinidad.

Repasémoslos.

Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados. Los discípulos se han dado cuenta. Son sinceros. Es poco -nada, en realidad- para tantos. No alcanza. Y ellos no son capaces de nada más. Pero está Jesús. Están sus manos. Está su Espíritu. Y, eso, hace la diferencia. Nosotros como ellos lo sabemos muy bien.

En cada Eucaristía llevamos pan y vino; con ellos va también nuestra vida. Los tomamos, los llevamos al altar y se los presentamos a Él. Y lo que pasa con el pan y el vino es lo que también ocurre con nosotros: llega Jesús resucitado y, con la potencia de su Aliento, todo se transforma.

Y, con las ofrendas de pan y vino, nos presentamos a nosotros mismos, lo que somos y lo que tenemos. Incluso la ofrenda material de la colecta de dinero, poca o mucha, se la entregamos a Dios para la Iglesia, para los pobres, para sostener la misión evangelizadora. Es nuestra ofrenda.

Levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición. Ese gesto define a Jesús (y debería hacerlo también con nosotros). Él está así en la vida: siempre de cara al Padre, vuelto hacia Él y siendo Él mismo una bendición de alabanza.

Y la bendición que invoca sobre los dones de pan y vino es el Espíritu que lo une al Padre y que se derrama sobre las ofrendas para entrar también en nuestra vida y transformarla.

Los partió. El pan bendito no puede quedar así: tiene que ser repartido, porque la bendición que ha sido invocada es para todos. En la última cena, Jesús dirá, acompañando ese mismo gesto: esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes.

Por eso, la liturgia ha destacado con solemnidad el gesto del Señor, haciéndolo un rito propio que antecede a la santa comunión: comulgaremos del Pan Santo que se ha partido para unirnos a todos en un solo Cuerpo.

Eso es Cristo. Eso es su Iglesia. Eso estamos llamados a ser, cada uno de nosotros: pan que se parte para ser repartido, una bendición que nos ha alcanzado y que debemos multiplicar…

Los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. De sus manos a las nuestras y, a través de ellas, a la multitud. Así es la Eucaristía. Y así es la vida cristiana cuando es vivida a pleno, como lo hizo Jesús y, tras Él, tantos y tantas. Brochero, por ejemplo. Y hasta el final.

La Eucaristía llega a su punto culminante cuando, caminando y cantando, como Pueblo peregrino y hambriento, nos acercamos a recibir el Cuerpo glorioso del Señor, comulgando con piedad, con fe, con adoración.

Esa comunión tiene tal dinamismo que, si la hacemos con fe viva, se prolongará en nuestra vida, en nuestros gestos, sentimientos, actitudes e incluso en nuestra mentalidad que, paulatinamente, irá adquiriendo aquella coherencia eucarística que distingue la vida de los santos, los mejores discípulos del Señor.

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Oramos como vivimos. Vivimos como oramos. Y también así caminamos como Iglesia diocesana. Lo expresaremos visiblemente en la procesión que prolongará esta celebración del Corpus.

El camino sinodal que estamos empezando a transitar (como un chico que pone a prueba la firmeza de sus piernitas y se anima, al menos, a “gatear”), es un camino eucarístico: supone una profunda, progresiva y perseverante conversión.

Al irnos sumando al camino, estamos experimentando la llamada a una conversión personal muy onda, decisiva y determinante: ¿vivo de verdad, y con coherencia, mi vocación bautismal? ¿Sentimos los pastores el llamado a vivir nuestro ministerio de una manera nueva, más comunitaria y compartida? ¿Qué nos anima del camino compartido? ¿Qué nos atemoriza e intimida? ¿Realmente estoy conforme con el modo cómo vivo mi ser Iglesia, miembro del Cuerpo de Cristo y del santo Pueblo de Dios?

Pero también es, a la vez e indisociablemente, una conversión de nuestro modo visible de ser Iglesia: de procedimientos, de estructuras pastorales, de formas de participación y de corresponsabilidad.

No puede darse lo uno sin lo otro. Ambos aspectos de la conversión -personal e institucional- se implican, refuerzan y sostienen recíprocamente.

Caminemos. Y hagámoslo con el ritmo que nos da la Eucaristía. Acompañémonos en este camino común, con paciencia, con cariño entrañable. También con el necesario humor de los que avanzan, se cansan y se levantan.

Caminemos juntos y, así, oremos:

“Señor Jesús, volvemos a llevarte nuestro pan. Es poco, pero Vos sabés multiplicar. «Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas». Sabemos que, una vez más, lo harás con nosotros, en nosotros y para nosotros. Gracias. Amén.”

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco