En las palabras y los gestos de Jesús, que revivimos en cada Eucaristía y celebramos de un modo especial en esta fiesta, todo habla de don abundante, de generosidad que se desborda, de entrega sin medidas: cuerpo entregado, sangre derramada, vida ofrecida, donde sí para que el mundo tenga vida (cf. Jn 6, 51).
Frente a esta actitud de Jesús, sorprende todavía más la actitud de los discípulos, su miedo mezquino y su falta de confianza. Miedo mezquino: los discípulos no arriesgan a hacerse cargo de la necesidad del otro, de la vida de los otros, y quieren dejar a cada uno librado a su propia suerte: «Despide a la multitud, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento» (Lc 9, 12). Falta de confianza: parecería que los abruma descubrirse en un «lugar desierto» con apenas «cinco panes y dos pescados» (Lc 9, 12.13), y no llegan a confiar —con Jesús y como él— en la generosidad misericordiosa del Padre y en el gesto simple pero eficaz de partir y compartir un mismo pan. El miedo les nubla la vista, y no llegan a ver más allá…
Entonces Jesús reitera su gesto, ese gesto que termina por identificar toda su vida y su persona: «tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. Todos comieron hasta saciarse» (Lc 9, 16-17).
En el marco de la celebración de hoy, de este encuentro diocesano, volvemos a experimentar con el viento de pentecostés que la Iglesia está viva; vivificada en la fraternidad trinitaria, vamos probando salir de la tempestad de la pandemia. Las consecuencias cabales de la tormenta aún no están del todo definidas, y es posible que nos asalten las mismas tentaciones que a los discípulos: un miedo mezquino, una falta de confianza. No son tentaciones nuevas; ya se hacían sentir antes de la pandemia. La expansión del individualismo, que genera abandono y soledad, se manifiesta en una indiferencia contundente que no puede escuchar los gritos de los pobres y de la tierra. Como en aquel «lugar desierto» de la multiplicación de los panes, nos resulta difícil advertir puntos de referencia y se experimenta la angustia de pertenecer a la nada.
Así se nos muestra hoy este mundo a la espera de buenas noticias, que «necesita ser sanado» (Lc 9, 11). Y al caer la tarde, nos invade la tentación de esa cobardía que abandona al otro a su suerte y quiere escapar de su necesidad de «albergue y alimento» (Lc 9, 12), su reclamo de techo y pan. Más aún, se deja llevar por la falsa convicción de que no alcanza, que no hay para todos, que somos muchos y hay quienes sobran, quienes están de más… La experiencia del desierto pone en evidencia la necesidad y, con ella, nuestros temores y cobardías.
Entonces el gesto de Jesús vuelve a hablarnos. La escena del evangelio que hoy escuchamos tiene mucho para decirnos. La presencia real que hoy celebramos tiene mucho que decirle a nuestras tentaciones de abandono y de ausencia. Nos habla de un cambio radical en el modo de relacionarnos unos con otros y con las realidades de este mundo, que Dios creó para todos. Nos piden un cambio de actitudes, un modo nuevo —más evangélico, más humano— de gestionar los bienes de la tierra, el trabajo y la cultura, para que a nadie le falte aquello que es necesario para la vida. Frente a la cobardía de quien se ausenta y la mezquina astucia de quien acapara, el gesto y la presencia de Jesús hablan de un mundo nuevo, de relaciones nuevas. Hablan de comunión.
Este mensaje tan evocador y provocativo se relaciona con lo más íntimo y auténtico de la celebración de la Eucaristía. A quienes recibimos a Cristo en nuestras vidas, comiendo juntos este pan que es él mismo, se nos llama a un cambio fundamental en el modo de gestionar los bienes y de vivir nuestros vínculos. Se nos pide, sencillamente, aprender de nuevo el gesto simple de partir y compartir un mismo pan.
En la Eucaristía Jesús nos ha dado no sólo el sacramento de su presencia, sino también el anticipo, el signo que ya desde ahora hace presente el Reino. Ese Reino que él anunciaba no sólo con palabras, sino también con gestos. Ese Reino en el que la humanidad, esta humanidad necesitada de ser sanada y en búsqueda imperiosa de techo y de pan, reencuentra la vida. De ese Reino su Eucaristía nos pide convertirnos en mensajeros y testigos.
Mons. Marcelo Julián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús