Jueves 21 de noviembre de 2024

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Meditaciones pastorales en torno a la pandemia V

Meditaciones de monseñor Ángel José Macín, obispo de Reconquista, en torno a la pandemia V (16 de agosto de 2021)

Hoy, en el segundo día de mi aislamiento, comienzo a escribir un nuevo capítulo referido a esta experiencia tan particular y difícil que nos toca atravesar. Como se podrán imaginar, esta entrega será un poco distinta a las demás. En parte se irá escribiendo sola. Poco después de mi contagio, recibí una reflexión del P. Francisco Nazar, un sacerdote amigo de Formosa, que tiene que iniciar un delicado tratamiento; con hondura, dice en un fragmento del texto: “Este nuevo tiempo lo vivo como un ‘viaje al país de los enfermos’, no ya visitando, sino que incorporándome a esta gran comunidad de quienes sufren en sus cuerpos y de quienes, como buenos samaritanos los cuidan y buscan sanar. En esta comunidad de iguales no estamos solos…” (F. Nazar, Mensaje a compañeros de camino, Laguna Yema, 2021).

Comparto plenamente lo expresado. La enfermedad es un viaje, un viaje a lo desconocido. Cada enfermedad es así. Pero no es un viaje cualquiera. Hay que dejarse llevar por lugares desconocidos y eso cuesta bastante. Hay que estar abiertos a las sorpresas, agradables y desagradables. Aceptar los momentos más tranquilos y los momentos un poco más duros. También es cierto que no estamos solos. Aunque de un modo indirecto, siempre hay gente que está velando por nosotros. Un inesperado descubrimiento es que el país de la enfermedad está poblado de rostros y de personas que sufren. Y hay una solidaridad de fondo en todo eso. También hay infinidad de rostros que te acompañan, visibles e invisibles.

Para quien tiene fe en Dios, la presencia del Señor se experimenta de un modo particularmente intenso. No es fácil describir esta vivencia. Por momentos, aparece la queja y el malestar. Pero la Palabra del mismo Señor nos ayuda en eso, cuando dice “el Señor está conmigo, no temo” (Sal 118,6). A la memoria también acude la palabra del apóstol: “nadie puede separarnos del amor de Cristo” (cf. Rom 8,35-39). Es verdad que Cristo está con nosotros hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,20), incluso en el trance de la tribulación.

1. Mboyeré (mezcla) de sentimientos
Hablando del Covid-19 (aunque reitero que podría aplicarse a otras enfermedades), es cierto que el comienzo y el transcurrir de los días está muy lejos de ser una vivencia placentera. Una cosa es leer e informarse sobre la enfermedad, cosas necesarias por cierto. Otra es el respeto de las medidas de seguridad, a veces ingenua o culposamente transgredidas. También es molesto y preocupante estar aislado por contacto directo. Pero es algo totalmente nuevo cuando uno comienza a darse cuenta que el virus ha entrado en su cuerpo, que algunos síntomas coinciden, que se pierde el olfato o el gusto. Entonces sobreviene una mezcla de sensaciones: quizá la primera reacción es la negación de lo que está pasando. Por ejemplo, tomarse varias veces la temperatura para ver si se equivocó el mercurio; perplejidad ante decisiones que hay que ejecutar, es decir, a quien llamar, avisar o si conviene esperar un poco; luego sigue el tiempo “interminable” entre el hisopado y la comunicación del resultado, hasta que la realidad patente se presenta de un modo implacable. Allí comienza otra historia. No la maneja uno. La conducen otros. En lo más recóndito del corazón de quien ha pasado por este momento, quedará una huella grabada de un modo indeleble. Al parecer, por ahora, esta es una particularidad del Covid-19: no se sabe a ciencia cierta cómo será la evolución de los días que siguen.

A partir de entonces todo el panorama cambia de un solo golpe. Las cosas que parecían imprescindibles y urgentes, ya no lo son. Me ha pasado de sentirme extrañamente ensimismado, con la mente en blanco o imaginando diversos escenarios. Luego logré reaccionar. Pude ordenar mínimamente los sentimientos y “dejarme llevar por la mano de otros”. ¡Qué difícil es esto! ¡Cómo ha calado hondo la autosuficiencia en nosotros!

No hay certezas. No hay recetas claras para seguir. Si aparecen personas muy amables y comprensivas que hacen de Buen Samaritano, aconsejando y curando las heridas, sobre todo aquellas del alma. Y trámites que son necesarios, pero que resultan una pesada carga que afrontar. Y después, las preguntas de la gente conocida, totalmente comprensibles y hasta alentadoras, pero que incluyen la dificultad de que uno no sabe que decir. Estoy bien. Más o menos. No me siento bien…Con el paso de los días, en mi caso estas vivencias se fueron serenando, porque el impacto del virus no fue intenso, y entonces el transcurrir del tiempo se hizo más llevadero. Apenas alcanzo a imaginar lo que habrán sentido o estarán sintiendo aquellos que han tenido síntomas fuertes, o que fueron desmejorando con el paso de los días. Entiendo que solamente alguien con una experiencia de este tipo puede narrar algo de lo vivido. Lo demás es inefable.

Podría extenderme ampliamente en la descripción de este comienzo y en el transcurrir de los días. Cada uno tiene su propio proceso, con vaivenes emocionales, momentos de mayor preocupación, perdida de ánimo por las condiciones físicas, pérdida del ánimo por otros factores. En circunstancias como éstas, se percibe con claridad la unidad que somos como personas, como sabiamente lo describe la antropología bíblica, revelada siglos atrás. El uso de las palabras es muy significativo en el mundo bíblico. La expresión hebrea “bashar” se refiere a la persona, en cuanto a su condición de fragilidad, formada a partir del barro, en tanto que “nefesh” quiere indicar la persona completa, pero como ser vivo, quien posee el aliento vital, soplado por Dios en sus narices, que no reside en un órgano específico, sino en todo el cuerpo. Y finalmente el vocablo hebreo “Ruah”, una palabra clave, que dice del ser humano abierto a la trascendencia y también se utiliza para nombrar al mismo Espíritu de Dios.

2. La soledad y el amor virgen
El tiempo es una de las cuestiones claves. Parece que no pasa nunca. Personalmente me gusta leer y escribir. Pero la soledad es el grito silencioso que rodea la habitación donde quien padece la enfermedad se encuentra. No es nada fácil estar sólo. Evidentemente no fuimos hechos para estar solos, y por eso se extraña el contacto cotidiano. Tampoco es fácil disminuir abruptamente la actividad, cuando se está acostumbrado a la misma.

Así, se va cayendo en la cuenta que predomina la soledad, y que la soledad tiene su propio ritmo, su propia lógica. Tarde o temprano, no tenemos más remedio que encontrarnos con nosotros mismos, con nuestros sentimientos contradictorios, nuestras miserias, y también con nuestro optimismo y nuestra esperanza. En ese espacio, al parecer vacío, comienza a percibirse la presencia de quien nos acompaña y es el único que pude llenar nuestro corazón. Se diría que es un camino de una soledad desierta a una soledad poblada.

Tal vez parezca que me salgo un poco del foco, pero leyendo algunas páginas de A. Cencini, un psicólogo cristiano, me encontré con un párrafo “En el corazón de la persona, de cada hombre y de cada mujer, hay un espacio virgen que solo Dios puede ocupar…el amor humano es siempre penúltimo” (A. Cencini, Ha cambiado algo en la Iglesia…, 160). Me pareció muy iluminadora esta reflexión. El ser humano tiene un espacio de soledad donde, o habita el Creador, o es el caos infinito. Y esto vale para todo tipo de relación. Nadie, ni siquiera en el amor de pareja o el amor de amistad, puede alcanzar ese lugar recóndito del corazón humano. Solo quien nos hizo tiene acceso a ese espacio. Por eso, el principio del amor es siempre virgen. Y esto es algo que se puede descubrir en el “tiempo obligado” que nos impone una enfermedad de estas características. La expresión del Papa Francisco, cuando afirma que de la Pandemia no salimos iguales (Cf. Francisco, Audiencia 19 de agosto de 2020), vale también a nivel personal. Puede ser un tiempo de silencio fecundo y de encuentro con quien nos habita desde siempre. No se trata, como dice Teresa de Jesús de la “sola soledad” sino de la “soledad habitada” (cf. Teresa de Ávila, C 26,1).

3. Asociados a los sufrimientos de Cristo
La enfermedad siempre se experimenta como injusta. En el caso del Covid-19, se busca algún responsable del estado actual, se reprocha a uno mismo por haber tenido algún descuido, se siente impotencia y fastidio ante preguntas insistentes sobre el dónde y el cómo del contagio. El aislamiento aparece como pérdida de tiempo. Con frecuencia se siente la preocupación de parte de allegados. Por otra parte, todo eso, por lo general no tiene explicación, a no ser que el descuido haya sido consciente y deliberado, que ya es otra cosa. Al enfermo le cuesta encontrar una razón firme para explicar su enfermedad. Y hasta llega a sentir culpa por lo que le está pasando.

En este contexto, y muy lentamente, si se deja actuar a esa presencia que habita nuestra soledad, se va abriendo paso una extraña sensación de gracia, de elección, de oportunidad. Puede parecer una atrocidad lo que estoy diciendo, pero creo que es así. Alguno puede pensar: estoy con esta situación, pero quizá me he librado de otra peor, dejándose arrastrar por una visión un tanto mágica. Luego se profundiza, con algunas preguntas más de fondo: ¿Y porque no me puede pasar a mí esto? ¿Cuál será el sentido de lo que me toca vivir? Ya no se pregunta por qué a mí, sino ¿Qué será de mí al final de este trayecto y cómo recorrerlo?. Y cosas más de fondo todavía: ¿Qué es la enfermedad? ¿Estoy listo para asumirla? ¿Cómo la voy integrando a mi existencia, ya que tarde o temprano, indefectiblemente llega?

Entonces se dibuja el contorno del crucificado, de Aquel que sufrió por nosotros, sin ninguna responsabilidad. Solo por amor. Dios se hizo solidario con el ser humano caído. Y el punto extremo de la kénosis es subir al leño de la cruz, y el descenso a los infiernos (¡Al sufrimiento extremo de la lejanía del Padre!) Mirándolo, contemplando la cruz, no se consiguen explicaciones. A cambio, surgiendo imperceptiblemente un deseo de imitarlo, o mejor, de unirse a su dolor y sufrimiento. De dejarse envolver y ser llevado por esta corriente de amor.

4. Ofrenda de reparación
Seguramente para muchos, una de las expresiones del subtítulo pertenece a un lenguaje un tanto arcaico, y el contenido desechable. Pero quien visita el país de la enfermedad comienza a percibir una extraña y desconocida solidaridad entre quienes están sufriendo, y a notar que el sufrimiento propio, no soportado simplemente, sino asumido y ofrecido por los otros, adquiere otra dimensión, otro talante.

La tradición cristiana es rica en esta experiencia, no sin algunas exageraciones. No faltaron quienes, a veces con intención recta, hicieron del sufrimiento auto-inflingido un culto a su persona o a sus propias ideas. Pero sufrir por los demás es uno de los actos más nobles que corresponden al ser humano. Es la unión con el sufrimiento vicario de Cristo, quien siendo inocente padeció y se humillo hasta la muerte por los culpables (cf. Is 52,3-53,2; 1 Pe 3,18).

Entonces asoma otra lógica. Todos estamos enfermos de alguna manera. Todos necesitamos de los otros, de su compañía, pero sobre todo de la ofrenda de su existencia. El camino es la solidaridad en el dolor.

Stein, martirizada en agosto de 1942 en un tristemente conocido campo de concentración, nos deja un testimonio claro sobre el sentido del dolor en Cristo: “Ante todo, quiero contestar a tu pregunta. Existe una vocación al sufrimiento con Cristo y, a través de eso, a colaborar en su obra redentora. Si estamos unidos al Señor, somos miembros del cuerpo místico de Cristo; Cristo continúa viviendo en sus miembros y sufre con ellos; y el sufrimiento soportado en unión con el Señor es su sufrimiento, insertado en la gran obra de la redención y, por eso, fructífero. Ese es un pensamiento fundamental de toda vida religiosa, pero especialmente de la vida del Carmelo: interceder por los pecadores a través del sufrimiento voluntario y gozoso, colaborando de este modo a la redención de la humanidad” (E. Stein, Carta a Ameliese Litchenberger, 1932).

5. Una salida pascual
Para la fe cristiana, la respuesta última a la oscuridad del camino y a la antesala del paso definitivo, es la Pascua, o mejor, la certeza que Cristo ha resucitado. Todo pequeño problema, toda pequeña crisis, si seguimos al Maestro, tienen una resolución pascual. Quizá todavía incipiente, apenas perceptible. Pero la vida tiene la palabra última. Es la expresión primera y última. Creación y Redención se dan la mano y ofrecen un marco para interpretar la propia existencia y la de tanta gente que sufre y que muere.

En la pedagogía de la formación de los discípulos, un rol fundamental juega la experiencia de la transfiguración, que es el anticipo de la Pascua (cf. Mc 91-13 y par.). Un texto que no debiéramos perder de vista nunca. En el Oficio de Lecturas de esta solemnidad, que cayó durante mis días de aislamiento, se expresa esta relación que necesitamos hacer entre el dolor, la incertidumbre, la desesperación, con la experiencia del monte Tabor. Dice parte del himno del Oficio de Lecturas de esa festividad:

“Para los largos días de pena y dolor,
cuando se arrastra la vida inútilmente
nada mejor
que el monte Tabor.

Para el fracaso, la soledad, la incomprensión,
cuando es gris el horizonte y el camino,
nada mejor
que el monte Tabor”

(Himno Oficio de Lecturas, Solemnidad de la Transfiguración del Señor).

El monte Tabor oficia de recuerdo estimulante, de experiencia esperanzada y esperanzadora. De todas formas las heridas permanecen. Las llagas no se borran más de las manos y los pies del Señor. Tampoco la herida de su costado (cf. Jn 20,27). Algo parecido sucede con quien atraviesa una enfermedad y sigue su camino. Las heridas quedan como una marca indeleble. Y no me refiero tanto a las secuelas físicas, sino a las huellas generales que acompañan a la persona. Ese es el camino pascual que nos invita a recorrer el Señor.

6. Preocupaciones e interrogantes
Hasta aquí, algo de una inesperada y extraña experiencia vivida, con cierta aproximación personal a lo que venimos padeciendo durante más de un año: la pandemia por el Covid-19. Lo que he compartido es una experiencia de otras tantas; quizá bastante modesta; seguro que muchas han sido más difíciles y dolorosas. La fe en el Misterio Pascual fue un importante sostén y un modo de orientar las mociones interiores. Fue la luz que nunca dejó de brillar para vivir lo más serenamente posible los días transcurridos; y esa es una simple verdad que merece ser compartida.

Pero todo esto no nos debiera engañar, dejándonos llevar por una actitud pasiva, de olvido y resignación. La pandemia no es fruto de un castigo de Dios, aunque Él, en su providencia, permita la autonomía de la naturaleza y la libertad humana, nos ayude a sobrellevar las pruebas y nos acompañe y resuelva finalmente nuestro drama. Pero también nuestra fe en Jesús de Nazaret nos mueve a reconocer que necesitamos cultivar, junto al cuidado y la solidaridad, una actitud profética y crítica en torno al mal. Precisamente porque Cristo vino para liberarnos del mal. Sus milagros son testimonio de eso. Aunque sepamos que el fondo de todos los sufrimientos está en el misterio de la iniquidad, y de eso solamente nos puede librar el Señor, no significa que la propuesta del evangelio sea resignación y apatía.

 De esta manera, se asoman algunas preocupaciones e interrogantes no fáciles de clarificar, y que estimo son objeto de reflexión de mucha gente: ¿Qué origen y que destino tiene todo esto? ¿Es algo fortuito, parte de ciclos o evolución de la vida o es algo provocado? ¿Cuáles son los pasos que siguen, y cuándo podremos salir de este laberinto? ¿Somos en parte responsables nosotros, con el maltrato de la naturaleza, de lo que está sucediendo, o hay quienes manipulan estos sucesos? ¿Por qué aparecen visiones tan dispares y prácticas cuestionables? Solo algunas de las tantas preguntas sin respuestas claras. Humildemente pienso que no podemos resignarnos a que las cosas sigan como están hoy, especialmente los cristianos. El sufrimiento de tanta gente merece una reacción, creyente y comprometida, que contagie y proclame esperanza y fortaleza.

Está visto que la humanidad, y especialmente quienes conducen sus destinos, no le terminan de encontrar la vuelta al tema, o no se logra administrar adecuadamente el fenómeno, para llevar un mayor alivio a la gente que está sufriendo las consecuencias de algo inesperado y destructivo. Tal vez algunos tratan de dar lo mejor. Pero la insuficiencia está a la vista. Pienso que las características de la pandemia, la lentitud en encontrar respuestas, las idas y vueltas, terminan por genera una cierta actitud pasiva en el pueblo que no es evangélica ni acorde con la dignidad humana.

Es muy claro que la resignación y la pasividad frente a este fenómeno y sus ramificaciones no pueden constituirse en la única alternativa que nos queda. Los ciudadanos de una zona, de un país, del mundo, tenemos que despertar nuestra conciencia y la de otros, unirnos y comprometernos, buscando soluciones y caminos de salida, y exigiendo con nuestra presencia y compromiso que se tome en serio la cuestión, se clarifiquen algunas cosas, que la inmunización sea pareja para todos los que quieran sumarse. Es tiempo de coraje, audacia y valentía. Es tiempo de mayor participación, desde el diálogo y la diversidad constructiva, y desde una actitud sistemáticamente proactiva. La voz de la sangre de los muertos en la pandemia clama al cielo como la del justo Abel (cf. Gn 4,10), y podemos oír su grito. No nos quedemos de brazos cruzados…

7. María, de pie junto a la cruz
Como ícono y síntesis de lo compartido, me parece elocuente la imagen de María al pie de la cruz. Sabe que ese es el camino para la redención y acepta entregar a su hijo, lo acompaña en su dolor, pero permanece de pie, expresando que la dignidad de la persona nunca se negocia.

No nos dejemos arrastrar por la inercia de este río de sufrimiento. Tratemos de reaccionar, cada uno desde sus posibilidades, y adoptemos una actitud positiva y constructiva, de acción, de superación del miedo y de cualquier tipo de engaño. Dios ha confiado el cuidado de la creación a todos; este mandato no es patrimonio o propiedad de algunos.

 Unamos nuestras fuerzas para erradicar la pandemia y todas sus consecuencias, para quitar la injusticia e inequidad, la corrupción y las mentiras que se tejen en su entorno. Es necesario “blanquear la pandemia” y con un gran respeto a la creación, hacer todo lo que está a nuestro alcance para que no haya muerto tanta gente en vano.

Sede Episcopal de Reconquista, 16 de agosto de 2021, festividad de San Roque, Intercesor ante las epidemias y enfermedades.

Mons. Ángel José Macín, obispo de Reconquista