Lunes 25 de noviembre de 2024

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Pentecostés, comunidad llevada por el espíritu

Mensaje de monseñor Luis Armando Collazuol, obispo de Concordia, a la Asamblea diocesana de pastoral (Concordia, 7de noviembre de 2020)

El Espíritu Santo, “Soplo de Dios Viviente”
Nos confiamos a la gracia divina del Espíritu Santo, que siempre suscita los carismas y servicios adecuados a cada momento de la vida eclesial, aún los más difíciles, como el que actualmente nos toca en tiempo de pandemia.

Basta una rendija para que el viento pueda colarse en la habitación. Que el Espíritu Santo encuentre esa rendija en nuestras comunidades para poder renovarlo y refrescarlo todo.

Basta una brisa para que el piloto experto despliegue las velas de la nave. Que nuestras comunidades se dejen impulsar mar adentro por la brisa del Espíritu.

El cristiano y las comunidades son conducidos por el Espíritu Santo en una doble orientación:

  • Hacia el Padre. Contemplemos la oración filial de Jesús diciendo Abbá; miremos como discípulos cuándo y cómo ora Jesús. Sintamos que el Espíritu Santo nos impulsa a lo mismo.
  • Hacia los hombres. La misión, expresada en la lectura del primer Pentecostés (He 2,1-11) nos lleva a reconocer que Padre nos hace sentir al prójimo como hermano, con quien debo sentirme coheredero en Cristo, y darle este anuncio para caminar junto a él.

Jesús de Nazaret, Hijo del Abbá, ungido por el Espíritu se presentó en medio de su pueblo como el testigo que anunciaba el Reinado de Dios, es decir, su venida salvadora por la fuerza del mismo Espíritu (Lc 4,18). Pero también anunció el don del Espíritu Santo a la comunidad mesiánica.

La Pascua constituye la gran comunicación de Vida a la Iglesia por el poder de Dios, manifestada por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado. La Iglesia siempre será comunidad pascual.

En la Ascensión la comunidad de discípulos supo por la voz de Jesús que había llegado la hora de la misión, de salir al mundo: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). La misión de la Iglesia es permanente y universal.

“Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles” (AG 4)
En Pentecostés es dada a luz la Iglesia, es manifestada a los pueblos por la efusión del Espíritu Santo. La Iglesia nace en el Cenáculo, lugar eucarístico. La Iglesia naciente es la comunidad orante junto a María, que por voluntad de Jesús es también su Madre. Pidamos la gracia de ser también nosotros una comunidad eclesial eucarística y mariana.

El misterio de Pentecostés vincula a la Pascua, y es como una prolongación y consumación de ésta.

San Lucas refleja la existencia de una continuidad dinámica entre Jesús y la Iglesia en el libro de los Hechos como prolongación de su Evangelio. El Espíritu que engendró a Jesús en el seno de María, da a luz a la Iglesia en Pentecostés; al igual que condujo a Jesús en su ministerio después de la unción en su Bautismo, desde Galilea a Jerusalén (He 10,38), anima el apostolado de la Iglesia desde Jerusalén hasta los confines de la tierra (1,8).

Para los Hechos, el Espíritu Santo es de suyo el Protagonista de la obra evangelizadora de los apóstoles y sus colaboradores, que asegura la expansión de la Iglesia. Su papel consiste en actualizar y extender la salvación lograda en y por Cristo, la que se nos comunica en su “Nombre”, es decir, por su virtud (4,12.29- 31). El Espíritu obra mediante la predicación y el testimonio apostólico, y la caridad ardiente de todos los discípulos.

Por el Espíritu se realiza la misión de la Iglesia. En los Hechos de los Apóstoles vemos cómo el Espíritu Santo precede, acompaña y dirige de diversas maneras la acción apostólica:

  • por la palabra dirigida a los apóstoles para guiar su tarea evangelizadora (10,19; 11,12; 13,2; 20,23; 21,11);
  • por la predicación y el testimonio apostólicos: ya sea ante el pueblo (2,4; 4,8.31), como ante el mismo Sanedrín que intenta prohibirles anunciar a Jesús (5,32);
  • por el bautismo: que otorga la gracia no solo al pueblo de la Antigua Alianza, sino de un modo universal, a los gentiles (10,44-45; 11,15), al eunuco (8,29.39);
  • por la evangelización de los pueblos: el Espíritu Santo guía en la obra misionera, conduciendo a los discípulos y señalando los territorios de misión; escoge a Bernabé y a Saulo para la misión en Chipre (13,2-4), a Pablo y Timoteo para la misión en Asia Menos (16,6-7);
  • por el gobierno de la Iglesia: instituye a quienes han de gobernar la comunidad (20,28). Los apóstoles dan testimonio de la presencia real del Espíritu en ellos al encabezar el decreto del Concilio de Jerusalén con las palabras: “El Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido...” (15,28).

“El verdadero misionero es el santo” (RM 90)
San Pablo nos enseña que el Espíritu Santo es el principio de la Vida nueva en Cristo. La vida nueva del cristiano es transformación interior a imagen del Hijo, incorporación a Cristo resucitado por la fe (cf Rom 3,25-26) y el bautismo (6,4; Ti 3,4-7), gracias a la acción interior del Espíritu Santo como principio de una vida propiamente divina: “Ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo” (Rom 8,9).

Cuando el Espíritu Santo “toca” a alguien, lo hace partícipe de la Santidad

de Dios, y puede llamarse verdaderamente “santo”.

La comunicación del Espíritu Santo es un don del Padre y es principio de una vida nueva, divina, que hace al cristiano templo de Dios (1 Cor 6,19). “Ustedes han sido purificados, santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por Espíritu de nuestro Dios (1 Cor 6,11). Es allí, en lo más profundo del alma, donde experimentamos esta hermosa realidad de la presencia santificante del Espíritu Santo, que nos permite vencer las tempestades superficiales de la vida y sentir la alegría de la vida en Dios, el gozo de ser santos. Esta paz y esta alegría profundas se irradian vitalmente hacia afuera en la presencia, los gestos, las acciones y las palabras del cristiano “santificado”. La gracia del Espíritu nos hace capaces de transformar la atmósfera de nuestros ambientes enrarecida por el pecado; la gracia nos hace santos y misioneros.

Del Espíritu vienen también todos los carismas de la experiencia cristiana (1 Cor 12,4-11). Los carismas son dones espirituales concedidos por Dios que nos permiten vivir una experiencia religiosa de especial intensidad, haciéndonos capaces de comunicar esa experiencia a otros. Los carismas son tanto más preciosos cuanto más contribuyen a edificar la Iglesia (1 Cor 12,7; 14,4-19). Siempre los carismas son “de utilidad pública”; los carismas nos son dados para la misión.

El Espíritu opera la unidad del Cuerpo eclesial (1 Cor 12,13). Es Espíritu de comunión que, derramando en los corazones el don supremo de la caridad (1 Cor 13; 2 Cor 6,6; Gal 5,22), reúne a todos en la unidad (Ef 4,3-4; Flp 2,1). Si recordamos que Jesús había dicho a los Doce que la unidad es condición para la eficacia de la misión: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea” (Jn 17,21), entenderemos que la comunión, participación de la Vida trinitaria, es para la misión. La Iglesia es Misterio de comunión misionera.

El Concilio Vaticano II nos enseña que el Espíritu Santo “hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (cf. Ap 22,17)” (LG 4). Por la misión el Espíritu conduce hacia la plenitud escatológica.

Pentecostés, comunidad llevada por el Espíritu
Por lo que hemos expuesto, vemos que hay una diferente presentación de la doctrina del Espíritu Santo en San Pablo con relación a los Hechos.

Los Hechos cuentan la intervención del Espíritu en el desarrollo misionero de la Iglesia hacia el exterior, al pueblo judío y ad gentes; mientras que Pablo considera ante todo lo que concierne a cada miembro interiormente, su santificación, y es desde esta perspectiva que reflexiona sobre su actuación eclesial y evangelizadora.

Según los Hechos, Cristo envía el Espíritu a los discípulos para realizar su obra en la línea de la misión y la profecía. Según Pablo, el Espíritu Santo realiza en cada cristiano su ser nuevo en Cristo, por el cual cada cristiano es hecho miembro de Cristo y templo del Espíritu, y la comunidad eclesial es, por tanto, Cuerpo de Cristo y también ella es llamada Templo.

En los Hechos, la acción del Espíritu es constatable, carismática; para Pablo la acción del Espíritu, por ser santificación interior es ante todo objeto de fe, aunque también reconoce los carismas que son objeto de experiencia. Si bien el Apóstol sabe que gran parte de los cristianos no tiene la experiencia de dones extraordinarios, también sabe que todos reciben carismas: “En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1 Cor 12,7).

Sin embargo, aunque desde diversas perspectivas, lo que tanto los Hechos como San Pablo nos han testimoniado y enseñado, es paradigma de la vida de cada cristiano, de cada comunidad y de la Iglesia en todos los tiempos, también los nuestros. Tanto Lucas como Pablo nos muestran un horizonte misionero universal, y al mismo tiempo nos dan una certeza: en la tarea no estamos solos, el Espíritu Santo nos seguirá dando, como en los tiempos apostólicos, la luz, la asistencia, la fuerza, los medios para desarrollar la misión.

La lectura de los escritos de San Juan enriquece esta doctrina, aunque por las características de esta presentación no hemos profundizado en ella.

“Se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace” (Redemptoris Missio, 23).

El ardor evangelizador no es un entusiasmo humano, es un don del Espíritu, gratuito e inmerecido como lo fue el primer Pentecostés, pero que debemos pedir con nuestra oración constante, y al que debemos disponernos con todo nuestro ser.

Hoy también el Espíritu del Señor llena la tierra y la Iglesia. Renueva el rostro de las personas. Creemos en la irrupción del Espíritu sobre niños y ancianos, varones y mujeres (He 2,16-20). Dios lo está derramando para una renovación de la Iglesia y de la humanidad, en este momento tan probada y desconcertada por la pandemia. El Espíritu obra desde dentro, impulsa y vivifica como hizo con Jesús en el Bautismo, en el desierto y en el anuncio del Reino (Lc 3,22; 4,1.14.18); como hizo en la comunidad reunida con María y los apóstoles, a la espera de la “Promesa de Dios” (He 2,14; Lc 24,49; He 1,8).

Dejarse llevar por el Espíritu es acoger la nueva llamada misionera de la Iglesia actual y sus propuestas para el mundo de hoy. Es atreverse a estar en todos los espacios de nuestra sociedad, participar de los gozos y preocupaciones de las personas, a veces más allá de nuestros esquemas pastorales y expectativas. Dejarse llevar por el Espíritu es amar apasionadamente a Jesús, y en Él a todos los seres humanos, en especial a los pequeños, a los que sufren, a los excluidos. Es también abrirnos a todas las religiones y culturas, donde el Espíritu está actuando por caminos desconocidos por nosotros. Es esperar la novedad que Dios tiene para esta humanidad que Él ha creado.

Nos estamos preparando a celebrar los 60 años de nuestra diócesis. Pedimos a Dios la gracia de dejarnos guiar en nuestro Camino pastoral por el Espíritu Santo como María desde la Anunciación hasta Pentecostés. Abrimos nuestros corazones y nuestras comunidades al Soplo vivificador del Espíritu Santo para que pueda germinar un nuevo Pentecostés. Con la santidad, la luz y la fortaleza que el Espíritu nos infunde seremos misioneros para anunciar a todos: ¡la Vida es Cristo!

Mons. Luis Armando Collazuol, obispo de Concordia