“El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.
Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres…” (Is 61, 1 y Lc 4, 17).
Queridos hermanos:
No nos ha faltado el soplo del Espíritu en los tiempos que vivimos. Ni nos faltará, para los que se avecinan: de reconstrucción y solidaridad, de consuelo y esperanza.
Los pueblos poseen una enorme energía de bien, de ingenio y de creatividad. Sometidos a duras pruebas, llevados incluso al límite, son capaces de una sorprendete resiliencia.
Esa indómita vitalidad viene del Creador. Es signo de su imagen en nosotros. Con ella contamos para levantarnos ahora, como ha pasado en otras horas dramáticas de la historia.
La Iglesia no posee un programa específico para que la sociedad salga de esta crisis. Acompaña sí el fatigoso camino de búsqueda, errores y logros que transitan hombres y mujeres, tan diversos por procedencia y cultura, como ansiosos de alumbrar un mundo más humano.
Más que un proyecto, lo que si puede y debe ofrecer la Iglesia es el Aliento que la anima: el Espíritu creador, el mismo que el Padre sopló sobre el cuerpo exánime de su Hijo en la tumba, resucitándolo de entre los muertos.
Viene del Padre, mana del costado abierto del Crucificado y derrama la caridad en los corazones cuando nos es dado en los sacramentos.
Y nos lleva al Evangelio. En él encontramos palabras, gestos, personas, experiencias. Encontramos a Jesús, el humilde Ungido del Padre.
El Espíritu nos pone a sus pies, como a María de Betania, para escuchar, de sus labios, el sueño de la Trinidad que somos nosotros, nuestro mundo, la creación.
* * *
En breves instantes vamos a consagrar el Crisma perfumado y a bendecir los santos Óleos.
El símbolo de la unción es elocuente: aceite que se derrama, suave y penetrante. Hay que esparcirlo con generosidad y dejarlo hacer lo suyo: impregnar, suavizar, perfumar, aliviar…
Somos servidores de este misterio vivificante. Servidores, no patrones.
Cuando intentamos someter el Espíritu a nuestros esquemas, terminamos levantando becerros de oro, tristes remedos del Dios vivo. Presumiblemente más parecidos a nosotros, a nuestros miedos y mezquindades.
¿No es este uno de los aprendizajes que estamos haciendo en los tiempos que corren?
Se nos ha confiado la unción del Espíritu para que, por nuestras manos, pase a la vida de nuestros hermanos.
El Espíritu es fuerza, vida, consuelo, gozo.
Por eso: ¡seamos como niños!
¡Dejémonos llevar con confianza, docilidad y alegría hacia donde quiera el Espíritu!
Este tiempo de cuarentena comienza ya a tener mucho de cenáculo: puertas, corazones y mentes cerrados. También miedo que roba libertad. Es cierto. Pero, precisamente en medio de ese amasijo de sentimientos, está creciendo la espera del Espíritu.
María, madre de la Iglesia, sostiene esa espera y la transforma en oración.
Y camina con esta Iglesia diocesana.
Nos anima a caminar juntos.
Hermanos:
El Resucitado ya está entre nosotros, soplando su Espíritu y confiándonos la misma misión que ha recibido del Padre.
Dejémonos entonces llevar. Amén.
Mons. Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco