Hoy celebramos, ante todo, a la patrona de nuestra arquidiócesis: Nuestra Señora de Itatí. Y, al mismo tiempo, patrona y protectora de esta querida comunidad parroquial que está bajo su advocación. También nos unimos a tantos devotos que peregrinaron hasta este santuario, como también a las comunidades parroquiales, capillas e instituciones que están bajo su maternal cuidado. Es la Virgen la que nos atrae hacia ella, pero no para retenernos, sino para mostrarnos el fruto bendito de su vientre, Jesús, como rezamos en el Ave María. La meta de nuestra peregrinación es el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros: Jesucristo.
Nuestra plegaria se extiende hoy también a nuestra Patria, en el día en que celebramos un aniversario más de su independencia. La encomendamos a la maternal protección de María. Que, por su intercesión, nuestros gobernantes, legisladores y jueces, con leyes adecuadas, no pierdan de vista el bien de todos, sean transparentes, digan siempre la verdad, aun cuando eso les traiga incomprensiones y sufrimientos; y que todos aprendamos a asumir nuestro compromiso ciudadano participando allí donde nos reclaman las responsabilidades en la familia y la sociedad.
Vayamos a la Palabra de Dios. La primera lectura (cf. Is 7,10-14) relata la temeraria actitud del hombre, que pretende salvarse por sí solo, prescindiendo de Dios, a pesar de las señales que Él le envía para que se dé cuenta que sólo Dios puede salvarlo. Así es como el rey Acaz, en su insensatez, prefiere hacer alianzas con el poderoso rey de Asiria para librarse de las amenazas de los reyes vecinos. Él no se fiaba de Dios, prefería apoyarse en los poderosos de turno, para convertirlos en sus propios dioses, ídolos que tarde o temprano los someterán a sus propios intereses. Solo Dios, que ama a sus hijos, los salva, los hace libres para amar y les concede vida en abundancia.
El Evangelio (cf. Lc 1,39-47) nos presenta a dos mujeres unidas por lazos familiares y bendecidas por Dios con una maternidad sublime: María de Nazaret y su prima Isabel. Ambas le dijeron sí a Dios y, consecuentemente, sí a la vida que se estaba gestando en ellas. Por eso, el saludo entre ambas es un verdadero canto a la vida: Dichosa tú que has creído, le dice Isabel a María y esta le responde: Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi Salvador. María confía plenamente en el proyecto que Dios tiene sobre ella. La fe va íntimamente unida a la alegría y a la paz.
María, tiernísima Madre de Dios y de los hombres, será siempre la memoria viva de un Dios cercano y amigo de los hombres, y una defensa contra cualquier forma de convertir a Dios en una idea abstracta y lejana. Gracias a la Virgen Madre, nosotros creemos en el Dios de Jesús, el Verbo hecho carne en el seno purísimo de la Santísima Virgen María; en el Dios que se hizo un trabajador humilde de Nazaret; en el que mostró un corazón sensible ante el dolor de una madre que perdió a su hijo; en aquel que no apedrea a la pecadora sino que la perdona; en el crucificado que no reacciona con violencia ante la injusticia que se comete contra él, sino que promete el paraíso al ladrón arrepentido; en el que ama hasta las últimas consecuencias; en Aquel, al que el Padre sostiene con todo su amor en la cruz, y lo hace surgir del abismo de la muerte, hasta donde lo sometió la insensatez de nuestro pecado. María, como una madre buena y sabia, nos enseña a escuchar a ese Dios y a reconocerlo; ella nos conduce al encuentro con Él, y nos hace sentir el gusto espiritual de ser una familia de hijos y de hermanos.
Cuando reconocemos a un Dios tan cercano, tan accesible y amigo, nos damos cuenta que nuestra misión es compartir esa experiencia de cercanía y de amistad con los demás, con todos. Al ver a Jesús que se acerca al ciego del camino, o cuando deja que la prostituta le unja los pies, o al verlo cómo miraba a los ojos con una atención amorosa (cf. EG 269), nos sentimos también nosotros llamados a reflejarlo en nuestro modo de tratar a los otros, especialmente a los más alejados y despreciados por la sociedad. Pidamos la gracia de tener un corazón puro, humilde y prudente, virtudes indispensables, sobre todo para aquel que está llamado a ejercer la función pública, a fin de que ese ejercicio realmente se oriente hacia servicio y para el bien de todos.
Concluyo recordando con ustedes que no hay refugio más seguro ante los peligros que la Cruz y la Virgen. En la ternura de sus brazos de Patrona y Protectora: patrona para conducirnos por el camino de la virtud, y protectora para advertirnos del peligro, ponemos la vida de nuestra Iglesia particular, peregrina y misionera, a nuestra patria y a sus gobernantes, y le pedimos que nos enseñe a construirla donde todos nos sintamos hijos y hermanos, acogidos, valorados e inmensamente amados por Dios. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo emérito de Corrientes