En la vida personal y en la historia de los pueblos, hay momentos en los que todo parece oscurecerse. El dolor, la injusticia, la pobreza, el desencanto o la violencia pueden volverse tan fuertes que uno se pregunta: ¿vale la pena seguir esperando? ¿Tiene sentido seguir creyendo? Son esos los tiempos difíciles, que golpean la fe y ponen a prueba el corazón.
Pero es justamente ahí donde la esperanza deja de ser una idea y se vuelve el grito silencioso del corazón: esa fuerza inexplicable -y hasta irracional- que no nos deja bajar los brazos y nos empuja a seguir andando, apostando a la vida. No es una actitud ingenua, sostenida por ilusiones pasajeras o promesas vacías. Es una esperanza que nace desde las entrañas del dolor y se apoya en una certeza profunda: Dios no abandona a su pueblo.
Una esperanza que no significa evadirnos cerrando los ojos a lo que pasa, sino mirar la realidad con ojos nuevos, con la certeza de que Dios está, acompañando desde dentro, sosteniendo en silencio.
Los tiempos difíciles se convierten así en una oportunidad para vivir la esperanza verdadera, una esperanza que no se apoya en seguridades humanas, sino en el amor fiel de Dios. Como decía el cardenal Pironio: “La esperanza cristiana nace de la cruz”, y por eso es más fuerte que cualquier sufrimiento.
Hoy, en este tiempo de crisis, exclusión e incertidumbre social, en medio de tanta desesperanza colectiva -sin confianza en las instituciones, con una inseguridad que paraliza, una Macroeconomía que asfixia a los más pobres-, los tiempos difíciles nos desafían, nos provocan. Nos llaman a elegir entre el miedo o la confianza, entre la resignación o la fe que se traduce en gestos que construyen, entre el individualismo o la comunidad que se organiza. Ese es el gran aporte del Jubileo de la Esperanza: volver a creer que lo nuevo es posible, aunque todavía no se vea. Hacemos nuestras las palabras del Papa Francisco: “No dejemos que nos roben la esperanza”.
Por eso estamos aquí, en nuestra querida casa de Luján, que es como “una especie de Nazaret para nuestro pueblo”, donde María engendró esta Nación en la fe, la cuidó y la hizo crecer. Aquí, en este pequeño rincón de la llanura, la Virgen transformó la historia argentina en una historia de salvación, donde la fe y la identidad se abrazan, donde nos sentimos “creyentes y argentinos”. Y lo sigue haciendo, cada vez que alguien se arrodilla a sus pies.
Luján es un cruce de caminos, un lugar por donde pasan las penas y las esperanzas del pueblo. Cada año, miles de peregrinos, como nosotros hoy, venimos a la Madre de las manos juntas, el rostro sereno y moreno, con la mochila del corazón cargada de vida, dolor, sueños y preguntas.
Para nosotros, los argentinos, María de Luján no es solo una madre cercana, es una madre que se quedó junto al pueblo para sostenerlo en los momentos difíciles y acompañarlo en cada búsqueda de vida. Venimos a su casa para entrar, una vez más, en “su escuela: la escuela de la esperanza”. Y como toda madre de pueblo, ella enseña con su vida.
Es Madre y maestra. Su esperanza no fue conducida por cantos de ángeles, sino que se amasó en los caminos embarrados y en los tiempos áridos de su pueblo. Con ella aprendemos que la esperanza no es algo abstracto ni ideal, que espera que Dios resuelva todo al margen de nuestras decisiones. Es una esperanza encarnada, fuerte, sostenida en lo cotidiano. Una esperanza que no baja los brazos cuando las cosas se complican, sino que redobla la apuesta con la oración compartida y el trabajo organizado.
Con ella aprendemos a esperar con fe, a caminar con otros, a sembrar incluso en tierra seca. Y los tiempos difíciles dejan de ser el final para transformarse en el umbral de una nueva etapa.
María es maestra de esperanza no porque tenga respuestas fáciles, sino porque supo vivir de pie, y al pie de la vida, sin renunciar al amor ni al futuro. Es la mujer contemplativa, que guarda en su corazón lo que no entiende y lo transforma en disponibilidad.
Su esperanza no es ingenua: nace del dolor, pero se convierte en fuerza que sostiene, consuela e impulsa.
En este Jubileo, como sus hijos en San Justo, volvemos a mirar a María.
Ponemos en sus manos la vida de nuestro pueblo, y en especial la de nuestro pueblo matancero herido que, mientras la selfie dice que avanza, por dentro se desangra.
Se desangra por una inseguridad que cobra víctimas en cualquier esquina o parada de colectivo;
se desangra en pibitos con los pies descalzos chapoteando en un frío como el de hoy;
se desangra con los jóvenes que clausuran su futuro con la droga, sirviendo a los narcos;
se desangra en los viejos abandonados, en un sistema sanitario precario, con una justicia que mira para otro lado;
se desangra en el hambre, que ya no aparece solo en los barrios de la periferia sino también en pleno centro.
No le esquivamos a la realidad. Pero le pedimos a María que nos enseñe y nos ayude a esperar de pie y al pie, como ella:
Esperó de pie… y por eso también pudo estar de pie en el abrazo de la Pascua, de pie en el cenáculo, cuidando la fe como se cuida una semilla, y organizando la comunidad de los discípulos desesperanzados.
Con Dios: siempre de pie, y siempre al pie.
Que María de Luján nos enseñe a vivir este Jubileo como un tiempo de gracia, como un renacer de la esperanza, como un nuevo comienzo desde la fe, desde lo pequeño, desde lo más nuestro.
Y lo más nuestro -lo aprendimos en la pandemia- es la solidaridad.
En medio de la parálisis social, muchas comunidades se pusieron de pie y al pie de la necesidad, organizándose y poniéndose al hombro el hambre y la enfermedad.
Esa es esperanza viva. Ese es el potencial de fe que construye. Ese es nuestro modo más fuerte y real de vivir la esperanza.
De pie y al pie, cuidemos la esperanza con el estilo de María:
Que no nos cansemos de esperar.
Que no dejemos de sembrar el bien.
Que no bajemos los brazos.
Mons. Eduardo García, obispo de San Justo