Jueves 9 de enero de 2025

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Apertura del Año Santo 2025

Homilía de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco, en la aperuta del Año Santo 2025 (Catedral de San Francisco, 29 de diciembre de 2024 - Fiesta de la Sagrada Familia)

El lenguaje simbólico de la liturgia, siempre rico y estimulante, lo es, de manera especial, en esta liturgia de apertura del Año Santo.

En la “sobria embriaguez” del Espíritu, “la armonía de los signos de la celebración” (palabras, gestos, posturas, imágenes, canto, etc.) nos abre para que el “misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.” (CIC 1160).

Participemos entonces con fe viva, deseosos de desentrañar la gracia invisible que se nos ofrece a través de los signos visibles.

Destaco tres aspectos de la metáfora del camino que nos propone la liturgia de hoy: el peregrinaje de la Sagrada Familia, de la Iglesia universal en este Jubileo y de nuestra diócesis hacia su primer Sínodo.

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En primer lugar, el icono que nos propone el evangelio que acabamos de escuchar: “Sus padres iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acababa la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta.” (Lc 2, 41-43).

José, María y Jesús: una familia de peregrinos de la Pascua, en camino hacia y desde Jerusalén. Y la metáfora del camino le sirve al evangelista para confrontarnos con el peregrinaje de la conciencia humana de Jesús que va progresivamente descubriendo su identidad de Hijo amado del Padre, o, lo que es lo mismo: su misión.

Y, como traccionados por esa poderosa fuerza, también José y María caminan la fe, buscando a Jesús y asumiendo paso a paso su propia misión, como harán los peregrinos de Emaús al concluir el evangelio.

A sus desconcertados padres les dirá: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2, 49). Y, a los de Emaús: “¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” (Lc 24, 26).

A sus padres y a sus discípulos, Jesús los confronta con el horizonte siempre más grande de su Padre y el misterio de la salvación.

Aunque no comprenden lo que Jesús dice -tanto como nosotros-, sin embargo, el Señor deja espacio para que la fe haga su camino. Eso sí, nos invita a cultivar la actitud de María: “Su madre conservaba estas cosas en su corazón.” (Lc 2, 51).

Así peregrinamos la fe como entrega cada vez más radical a Dios, a su plan de salvación y así también caminamos la conciencia de nuestra misión (nuestro lugar en su plan de salvación).

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En segundo lugar, la metáfora del camino vuelve a nosotros en el lema del Año Santo: “Peregrinos de la Esperanza”. Miramos ahora el camino desde la perspectiva de los que lo transitan: nosotros somos esos peregrinos que caminamos la Esperanza.

El cardenal Ángel Rossi cuenta que, durante el reciente Sínodo, el Papa Francisco, volviendo sobre el lema añadía: “Peregrinos de la Esperanza… y de la Misericordia”.

Es la experiencia de la misericordia divina la que desata la esperanza en el corazón.

Me viene a la memoria la enseñanza de Benedicto XVI en Spe salvi: la esperanza cristiana -la Gran Esperanza- tiene sustancia y es la fe en Jesucristo.

Sin esa sustancia, la esperanza es una emoción vana, frágil y, al final del día, ilusoria.

Nuestra esperanza se funda sólidamente en Jesús, en su Evangelio y en el acontecimiento de amor hasta el fin: la encarnación y la pascua.

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En tercer lugar, la imagen del camino y la experiencia de los peregrinos que lo recorren tienen para nosotros, como Iglesia diocesana, la forma de nuestro camino sinodal, en cuyo horizonte comenzamos de divisar la celebración de nuestro primer Sínodo.

Conjeturo una objeción que no es bueno desoír: ¿a cuántos realmente ha tocado esta propuesta del camino sinodal y del Sínodo? ¿Ha llegado a entusiasmar sus corazones?

En realidad, no es esta propuesta la que tiene que ganar el corazón -el nuestro y el de todos-, sino la persona de Jesús, su Verdad y Belleza luminosas.

Cuando el obispo de La Rioja, Dante Braida, nos explicaba el Documento Final del Sínodo de Roma, nos hacía ver que su columna vertebral son los encuentros de Jesús resucitado con los primeros testigos de la fe narrados por los evangelios.

La conversión misionera a la que nos desafía, supone una conversión sinodal de la Iglesia, pero una y otra se desatan solamente si los bautizados, como hombres y mujeres del Espíritu, llegamos a ser místicos que “algo” hondo, fuerte y bello hemos experimentado, que desborda nuestras vidas y que, por eso, no dejamos de compartir: el encuentro con Jesucristo vivo, con su Persona y su Gracia.

Podríamos o no celebrar un Sínodo, pero nunca habría de faltar esta experiencia del encuentro de las personas con Jesús en la fe y todo lo que de ahí se sigue.

Es más: el Espíritu Santo nos garantiza que ese “algo”, de hecho, está ocurriendo entre nosotros, aunque estemos distraídos o entretenidos en otras cosas. Basta que miremos lo que realmente pasa en nuestras comunidades cristianas, en tantos “santos de la puerta de al lado”, que constituyen el secreto de la vitalidad de nuestras comunidades cristianas.

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Por eso, al iniciar este Año Jubilar, podemos suplicarle a la Sagrada Familia de Jesús, María y José, peregrinos de la Esperanza y de la Pascua, que animen nuestro caminar, que acompañen el peregrinar de nuestras comunidades cristianas, que le den mística al camino sinodal de nuestra diócesis.

Llegamos caminando a esta Eucaristía. Al entrar en la catedral, el obispo nos invitó a mirar al Crucificado. Después nos acercamos a la fuente bautismal, el seno virginal de la madre Iglesia del que todos hemos nacido a la vida de la gracia, para renovar juntos la gracia de haber bebido del mismo Espíritu para ser un solo cuerpo en Cristo.

Estos gestos visibles nos ayuden a vivir la gracia invisible que la santa Trinidad desborda para nosotros en este tiempo de gracia que compartimos.

Termino con las palabras del Santo Padre al abrir la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, en la pasada Nochebuena:

“El Jubileo se abre para que a todos les sea dada la esperanza, la esperanza del Evangelio, la esperanza del amor, la esperanza del perdón.

Volvamos al pesebre, contemplemos el pesebre, miremos la ternura de Dios que se manifiesta en el rostro del Niño Jesús, y preguntémonos: «¿Tenemos esta expectativa en nuestro corazón? ¿Tenemos esta esperanza en nuestro corazón? Contemplando la benevolencia de Dios, que vence nuestra desconfianza y nuestros miedos, contemplamos también la grandeza de la esperanza que nos aguarda. Que esta visión de esperanza ilumine nuestro camino de cada día”» (cf. C. M. Martini, Homilía de Navidad, 1980).

Hermana, hermano, en esta noche la «puerta santa» del corazón de Dios se abre para ti. Jesús, Dios con nosotros, nace para ti, para mí, para nosotros, para todo hombre y mujer. Y, ¿saben?, con Él florece la alegría, con Él la vida cambia, con Él la esperanza no defrauda.”

Amén.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco