Queridos hermanos,
Llenos de alegría hemos peregrinado desde la parroquia Santiago Apóstol hasta la Catedral, para expresar nuestro deseo de vivir en comunión el desafío del Jubileo de la Esperanza proclamado por el Papa Francisco.
A lo largo de todo el año, nosotros mismos experimentamos la gracia del año jubilar arquidiocesano para dar gracias por los noventa años de vida de nuestra Iglesia particular y comprometernos fuertemente con la misión, viviendo a fondo nuestra vocación y estado de vida. Por eso, sabemos que ponernos en marcha para vivir un Jubileo, ahora con toda la Iglesia, nos fortalecerá y ofrecerá nuevos dones para nuestras vidas y la vida de la Iglesia.
Providencialmente la Iglesia celebra litúrgicamente la fiesta de la Sagrada Familia, y vienen muy justas las palabras del Papa en la bula convocando el Jubileo, proponiéndonos como Iglesia poner señales de esperanza, entre las cuales está el valor de trasmitir la vida y comunicar el amor de padres y esposos a los hijos y a la familia.
La Sagrada Familia, celebrar los gozos y las tensiones de la vida
Por eso, podemos tomar el texto del evangelio de la misa para contemplar la participación de María, José y Jesús en una peregrinación religiosa. Lejos de vivir aisladamente su fe religiosa, ellos viven como parte de su pueblo. A la vez, Jesús les va a dar una sorpresa a todos, comenzando a ejercer su ministerio para confrontar con los doctores de la ley. ¡Que sorpresa habrán tenido esos ancianos frente a este adolescente que hablaba con tanta libertad y claridad las cosas de Dios! El texto nos hace ver cómo María y José buscan a su hijo; tomados por la angustia de cualquier padre que ha perdido a su hijo, vuelven sus pasos cuando descubren que no está.
Me parece importante destacar en el texto tres hermosas tensiones. La primera tensión tiene que ver con la relación entre familia e Iglesia, prefigurada en esta escena del templo, donde la sagrada familia ha estado participando de una celebración religiosa. La Iglesia doméstica conformada por Jesús, José y María sabía participar con gozo de las celebraciones de su pueblo. Lejos de aislarse, de decir “nosotros lo tenemos a Diosito, y nos quedamos en casa”, José y María iban con su hijo felices de experimentar la alegría de ser pueblo de Dios. Familia e Iglesia, lejos de oponerse, se enriquecen recíprocamente. Nadie podría decir que, porque participa de la vida de la Iglesia, se sustrae de su familia. Nunca una y otra podrían oponerse o excluirse.
Hay una segunda tensión que me parece muy interesante, que se da entre la libertad y la obediencia. Jesús vive su relación con las cosas del Padre con mucha pasión. Por eso queda a discutir con los maestros de la ley. Sus padres, sin embargo, lo llaman a la responsabilidad. María le pone palabra a su preocupación y Jesús no se guarda de decir lo que piensa; no obstante, dice el texto que volvió con sus padres para vivir sujeto a ellos. Ninguno se privó de decir cuanto pensaba, pero finalmente había una autoridad en las palabras de María, que indicaba un camino a seguir hasta tanto llegara la hora de Jesús.
La tercera tensión se da entre “hacer las cosas del padre” o hacer otras cosas. “¿No ven que tengo que hacer las cosas de mi padre?” Creo que aquí está planteado el tema vocacional, vivir el proyecto de Dios para cada hombre y cada mujer. A eso se refieren “hacer las cosas del Padre”, ocuparse de lo que Dios le pide a uno. Esa tensión entre el hacer lo que Dios pide, no excluye ocuparse de otras cosas importantes, pero secundarias en importancia. Nadie que experimenta la vocación entendida como llamada de Dios a ocuparse de sus cosas, deja de vivir e interactuar con los demás y ponerse a su disposición. Llamados por Dios, mientras vivimos nuestra vocación, damos lugar también a nuestros vínculos humanos. Jesús vivió con sus padres, Jesús generó amigos, Jesús creó comunidad...
Jubileo, tiempo de poner señales de esperanza
Volvamos ahora al Jubileo que estamos comenzando. Junto al Santo Padre y a todos los cristianos del mundo, queremos caminar unidos en esperanza y anclados a la Cruz de Cristo.
El Papa Francisco nos invita a reconocer la vida cristiana y la vida de toda la humanidad como un camino de esperanza y paciencia, esperanza que ponemos en Dios y paciencia para asumir los rigores del camino, trabajar nuestros dones, enfrentar el pecado y toda forma de injusticia, animarnos a arriesgar y ponerle el hombro a Dios.
Si como creyentes ponemos nuestra confianza en Dios, no podemos dejar de sumar nuestros esfuerzos al servicio del don del Señor. Por eso acogemos con atención la invitación del Santo Padre a poner señales de esperanza frente a los signos de los tiempos y ser así, testigos de un amor más grande.
¿Qué señales nos pide el Papa? Señales de paz en un mundo atravesado por guerras y divisiones; frente a la creciente cancelación de la natural trasmisión de la existencia por parte de los esposos, sseñales de promoción y cuidado de la vida, gestando redes de apoyo para que la vida sea valorada y protegida desde la concepción del seno materno hasta la muerte natural; frente a la ideología del descarte, señales de esperanza en las situaciones de exclusión, señales de cuidado y acompañamiento de la vida de los más pobres, de los ancianos, de los enfermos, de las personas con discapacidad o patologías graves, de los jóvenes, de los migrantes.
La esperanza que nos anima no nos pone anteojeras, frente a la realidad, sino que nos invita a abrazarla y amarla, afrontarla en perspectiva samaritana y con el deseo de hacerlo junto a los otros. Esa esperanza, estrechamente unida a las otras dos virtudes teologales la fe y la caridad, trasforma nuestras vidas y llena de ardor nuestros corazones para asumir nuestros compromisos de creyentes.
Cuando afrontamos la realidad y sus signos dolorosos, lo hacemos poniendo nuestra esperanza en Cristo y no en ideologías humanas con fecha de vencimiento y pies de barro. Nuestra esperanza es en Cristo y en Cristo crucificado y resucitado por amor a los hombres. Por eso este año jubilar es tan importante. Porque estamos llamados a enfrentar cuanto hace agonizar al mundo y la humanidad, envejecidos por mezquindades e inconsistencias. Queremos hacer del mundo un lugar que se parezca más a cuanto Dios nos entregó en su amor.
Jubileo, tiempo de indulgencias
En un decreto especialmente redactado para esta ocasión, hemos proclamado aquellos lugares donde se podrán obtener las indulgencias. La gracia que nos otorga la indulgencia, alarga la misericordia de Dios. A la reconciliación sacramental y el perdón de los pecados, le añade el perdón y la sanación de aquellas consecuencias que el pecado causó en nosotros. Bien preparados con la reconciliación sacramental y participando de las distintas celebraciones que se organicen, podemos recibir esas indulgencias en los iglesias y templos que se indican, así como en oportunidades especiales de la comunidad como son sus fiestas patronales. Pero también hemos visto importante ampliar la posibilidad a aquellos lugares de dolor y sufrimiento, para poder transfigurar esos dolores en esperanza: hospitales y establecimientos de salud, públicos y privados, como clínicas y el Cottolengo, los espacios solidarios de la Iglesia Ntra. Sra. de la Merced, de la ciudad de Mendoza, verdadero pulmón de la caridad en la ciudad y en las cárceles, donde nuestros capellanes y voluntarios llevan el mensaje de salvación y lo celebran.
Queridos hermanos, ¡Feliz Jubileo de la Esperanza! A seguir caminando en esperanza.
Mons. Marcelo Colombo, arzobispo de Mendoza