Jueves 21 de noviembre de 2024

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A 40 años del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile

Homilía de monseñor Oscar Ojea, obispo de San Isidro y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, en la misa en acción de gracias a 40 años del Tratado de Paz y Amistad entre la Argentina y Chile (Catedral de Buenos Aires, 6 de noviembre de 2024)

Queridos hermanos y hermanas:

El deseo de paz expresado por Jesús a los apóstoles después de resucitar, resuena de un modo especial en nuestras mentes y corazones en esta celebración de los 40 años del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile.

Hace cuatro décadas cuando la amenaza de la guerra entre nuestras naciones era inminente y se iniciaban los preparativos para el combate, al tiempo que las negociaciones directas sobre la fijación del límite desde el Canal de Beagle hasta el pasaje de Drake al Sur del cabo de Hornos habían fracasado, los representantes de Argentina y Chile decidieron abrir paso a una nueva vía para la resolución del conflicto: la mediación papal solicitada al Papa San Juan Pablo II, quien hacía muy poco tiempo había iniciado su pontificado.

Así comenzó un periodo de nuevas negociaciones para alcanzar la paz entre nuestros pueblos, un proceso que culminaría en la firma del Tratado que determino “la solución completa y definitiva de las cuestiones que a él se refiere”. (Preámbulo del Tratado)

La primera palabra que pronuncia Jesús resucitado es la Paz. La paz es el primer fruto de la Pascua. Es lo que le va a dar seguridad a estos hombres que estaban encerrados en el Cenáculo, llenos de temor, llevando en sus corazones la tragedia que habían vivido en las últimas horas. Vivian una profunda incertidumbre ya que habían dejado todo por Jesús y pensaban que todo lo que habían invertido, entregando sus vidas en función de un gran ideal, había llegado a su fin.

Muchos de estos sentimientos se asemejaban a los que vivíamos en aquel tiempo, argentinos y chilenos, ya que la sombra de la guerra entre nosotros, países hermanos, parecía visitarnos inexorablemente.

A la luz de la Palabra de Dios quisiera expresar tres pensamientos que se me ocurren oportunos, al mirar desde el presente lo ocurrido hace cuarenta años:

En primer lugar, dar gracias a Dios por el Don de la Paz.

Queremos rendir un sentido homenaje al pueblo argentino y al pueblo chileno, a los ministros de gobierno y de relaciones exteriores de ambos países, al Cardenal Primatesta y al Cardenal Silva Henríquez, ambos presidentes de las conferencias episcopales de ambos países que fueron claves en la solicitud de la intervención de la Santa Sede, y muy especialmente a todos aquellos hombres y mujeres que ofrecieron su tiempo, sus esfuerzo y su profesionalidad para lograr este tratado de Paz y de Amistad.

Nos demostraron que incluso en los momentos más tensos y complejos es posible tomar decisiones que nos saquen del encierro y del temor, abriendo paso a la esperanza para reencontrar esa fraternidad tan seriamente amenazada. ‘La esperanza es audazb y saber mirar más allá de las dificultades abriendo caminos donde otros ven solo muros”. Fratelli Tutti, 55.

En segundo lugar, es bueno que esta memoria agradecida que hacemos nos permita reconocer el inmenso valor de la diplomacia en la vida de los Estados y sus efectos fecundos en la vida concreta de cada ciudadano. La diplomacia es un arte, es un trabajo que exige paciencia y constancia, muchas veces silencioso, que busca unir la diversidad de vivencias históricas diferentes y muy arraigadas en la educación y en la cultura. Es un servicio a la armonía entre las diferencias. La paz social es laboriosa y artesanal. Solo es posible lograrla integrando a todos.

Cuanta necesidad tiene el mundo en el que vivimos del ejercicio de esta diplomacia.

La violencia desatada hoy en tantos frentes va logrando oscurecer el valor de la palabra, pierden importancia los gestos que acercan la vida de los seres humanos y que crean los puentes necesarios para que los espíritus se sosieguen y para que el dialogo se restablezca a partir de nuevas escuchas más atentas y superadoras. La violencia que nos envuelve corre el riesgo de cerrar los canales del espíritu para salvar vidas humanas, vidas de hombres y mujeres, de niños y ancianos, que se exterminan infligiendo una derrota incalculable en el corazón de la humanidad.

Inspirados en el ejemplo del recordado cardenal Antonio Samoré quien, con una paciencia tenaz, y una precisa neutralidad alcanzo a divisar esa luz de esperanza al final del túnel, es necesario aprender a transitar las sendas del respeto mutuo y del cuidado de nuestras acciones, palabras y gestos para construir el Bien Común de nuestros pueblos.

Finalmente, el regalo de la paz nos invita a la misión. Jesús sopló sobre los apóstoles y los envió a predicar el Evangelio. La luz al final del túnel, de la que hablaba el Cardenal Samoré, debe convertirse en una luz que nos lleve a iluminar a todos nuestros hermanos con el evangelio de la paz que es don de Dios y tarea humana.

Que esta acción de gracias nos impulse a cuidar la paz y a transmitirla a los demás. No se trata solo de un compromiso en los grandes escenarios, sino que podemos construirla en la vida de todos los días, en nuestros espacios familiares, en nuestros lugares de trabajo, y en todos los ambientes en donde podamos sembrar la semilla de la paz.

Este gran bien brota de las profundidades del corazón humano y requiere una continua revitalización, abriendo nuevos procesos que reconcilien y unan a las personas y a los pueblos.

Le pedimos al Señor y a nuestra Madre de Luján y del Carmen, patronas de la Argentina y de Chile, que nos transformen en artesanos de la paz y de la concordia, sembradores del bien y apóstoles de la esperanza.

Mons. Oscar V. Ojea, obispo de San Isidro y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Buenos Aires, Catedral Metropolitana, miércoles 6 de noviembre de 2024.