Me pidieron que diga unas palabras finales, cuando termina la misa y la verdad que preparar unas palabras de agradecimiento me resultó una tarea inmensamente difícil. Porque es tanta la gente, a la que le debo tantas cosas, que es inimaginable.
Y se me ocurrió que podía empezar al revés, voy a empezar agradeciendo por el final. Por eso, le agradezco primero al Santo Padre Francisco que me eligió para desempeñar este ministerio, me consideró digno de incorporarme al colegio de los apóstoles y a quien espero ser plenamente fiel.
El magisterio del Papa Francisco, en estos años de mi vida sacerdotal, desde el 2013 hasta ahora, ha sido por un lado muy luminoso, pero por otro lado también profundamente desconcertante, porque tocó aspectos y temas que me desestabilizaron mucho; y para bien. Ciertas estructuras no evangélicas que no tenía en ni corazón, en mi vida, y no evangelizadas y que no sospeché que estaban ahí.
Que leyéndolo, que escuchándolo, que viendo sus gestos, bueno, para mí, la verdad que fue muy lindo todo eso. Así que espero que partir de ahora, como obispo estar cada vez más en comunión con su pensamiento.
Pero, como les decía recién el Papa es como el último eslabón, por eso digo arranco por el final. No porque no sea importante el Papa. Por favor no arranquemos mal (risas); sino porque es el último eslabón de una enorme cadena, una larguísima cadena, que arranca desde muy temprano en mi vida. No solamente en mi vida familiar, sino en la vida de la Iglesia. Algunas personas las conozco, de las que están acá o que no pudieron venir, y otras no, pero sé que estuvieron rezando todo este tiempo por mí.
Bueno, primero, obviamente, a mi familia que tuvo inmensamente mucho que ver con esto, y también misteriosamente. Los que me conocen, saben. Mi viejo y mis abuelos que están en el cielo, mi mamá, mi hermana, mi cuñada, mis sobrinos, primas, tíos. Mis amigos de inquebrantable fidelidad, tendrían que hablar ellos de todas las enseñanzas, las correcciones, los abrazos, las escuchas, las charlas.
Mis maestros, docentes, catequistas que andan por ahí. Formadores del seminario, los obispos, los párrocos, de los cuales algunos también ya están en el cielo. Mis hermanos sacerdotes, a quiénes amo con todo mi corazón. Los compañeros de mi diócesis, los que son de otra diócesis. Mis compañeros del seminario, algunos no llegaron a sacerdotes, pero también me dejaron un montón. Las comunidades que me vieron crecer, que me aguantaron los defectos, que me empujaron a evangelizar. Mis compañeros y colegas de curar. Y tanta gente, tanta, tanta gente. Bueno, no podría nombrarlos a todos.
Hace mucho que venía experimentando como el realismo prácticamente material de esta presencia y de las palabras de Jesús en el Evangelio, que dice al que deja madre, padre e hijos, casa, campo, por mí y por la buena noticia, le voy a dar el ciento por uno en todo eso, y es así. La verdad que es así.
En mi vida, el afecto se multiplicó enormemente a partir de mi decisión y de la decisión de la Iglesia y del señor, de ser sacerdote. Realmente esto que decía el papa Benedicto, que Dios no te quita nada, y que te lo da todo, lo vengo experimentando cada vez más.
Cuando me senté a hacer la lista de invitados en 15 minutos dije ya está, no la hago más, porque era imposible.
En este último tiempo, desde que el Papa me nombró y que se hizo público el nombramiento me conmovió muchísimo cómo la Iglesia de Santa Fe, lo decía monseñor Sergio recién, se movilizó a través de las celebraciones eucarísticas, de las cadenas de oración, de los sacrificios, los ayunos, los rosarios, de las publicaciones en las redes; y eso que yo no tengo redes, pero es impresionante lo que todos ustedes rezaron por mí.
Los sentí tan cerca durante todo este tiempo, cada vez que veía algo... Por ahí en la parroquia donde estaba, por ahí aparecía alguna cuestión en los grupos de WhatsApp. Pero soy consciente, o no, tal vez no soy tan consciente de todo ese amor que me brindaron todo este tiempo. Personas que me escribieron, que me querían conocer, comunidades que me invitaron a visitarlos, yo siendo párroco, y ya me pedían que vaya, que los visite, que tome una confirmación. Fue un poco abrumador también.
Desconocidos que se hicieron cercanos, como el buen samaritano. Ahí hay un entramado de fe, de amor, y una serie de vínculos invisibles e imperceptibles a los ojos humanos o a la lente de los medios de comunicación. Y tiene un poder y una presencia inconmensurables, y que brota en estos momentos.
A veces nos sentimos solos en nuestra vida de fe, remándola en dulce de leche, pero en estos momentos nos damos cuenta de que somos un montón y que nos tenemos los unos a los otros.
Me hicieron palpar y sentir casi de manera física esa presencia invisible que todo lo abraza y todo lo penetra, y es la vida de la Santísima Trinidad en la Iglesia. Comunidad animada por el Espíritu, la esposa de Cristo, la hija del Padre. La Santa Trinidad de personas, el Dios que nos vino a traer Jesucristo.
Bueno, en última instancia, tal vez, obviamente que es más importante, se lo agradezco a él, a ellos, a esta cantidad de personas que en este tiempo vi reflejado en ustedes. Todo eso es una chispa de ese Dios, a quien agradezco enormemente tantos regalos, tantos dones que me ha dado durante toda la vida. Y los santos, los que ya me acompañan en el cielo, algunos canonizados, otros no, que fueron viejitas de la parroquia, ministros que han rezado por mí, que han entregado la vida, a quien tal vez les hice el responso, que fui el que les di los últimos sacramentos. Toda esa gente, siento que está acá y siento que intercedió por mí en todo este momento.
Así que bueno, a todos ellos, muchas gracias.
Mons. Matías Vecino, obispo auxiliar de Santa Fe de la Vera Cruz