¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu... Le ruego al Espíritu Santo que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos (Papa Francisco, La alegría del Evangelio, n° 261).
En el marco de este año dedicado a la oración, bajo el lema: Señor enséñanos a orar, caminando hacia el jubileo del 2025 que tiene por tema Peregrinos de la esperanza, nos vamos preparando a la celebración gozosa de los 50 años de nuestra diócesis de Chascomús, en el 2030.
Luego de este primer acercamiento a cada una de las comunidades parroquiales, quisiera dirigirles unas primeras palabras como pastor y padre de esta amada diócesis de Chascomús.
No temas pequeño rebaño, porque el Padre ha querido darles el Reino (Lc 12,32).
Me mueve el deseo de estar cerca de cada uno y celebrar, antes que nada, la presencia de Dios en lo cotidiano, en la vida que late en lo escondido de nuestras comunidades.
La alegría es expansiva, contagiosa, comunicativa. La tristeza, por el contrario, aplasta, desanima, tira para abajo. Por eso, deseo, antes que nada, celebrar la vida de fe de nuestras comunidades, la entrega oculta y generosa de tantos hermanos que, en un clima muchas veces adverso, indiferente, o desesperanzador, continúan en la audaz siembra de la Palabra con ardor y entusiasmo.
La alegría es revolucionaria, va contra corriente de un mundo gris y cansado. La alegría es signo de Evangelio y es de por sí misionera. Misión que se da por desborde de gratitud y alegría, y no por una forzada obligación que nos reseca el corazón en el "siempre se hizo así", en la queja ante los fracasos, en la inercia, la costumbre y en el lamento por los que no vienen o "no se comprometen"...
La alegría verdadera nace de una mirada de fe que descubre, en lo sencillo, pequeño y cotidiano, la presencia contundente del Reino. La alegría de ser un pequeño rebaño a quien Dios ha querido confiarnos su Reino (Lc 12,32). La alegría de la presencia viva de Cristo que prometió quedarse donde dos o tres estamos reunidos en su nombre (Mt 18,20).
Desearía que miremos lo que somos y tenemos, que celebremos la historia de fe, en memoria agradecida por los que han pasado antes que nosotros y nos han entusiasmado con el anuncio evangélico. Es mucho lo que tenemos, son tantos los dones y las capacidades, los carismas que el Espíritu ha sembrado en nuestras comunidades, no para el disfrute personal o la autocomplacencia, o, peor aún, la comparación o la competencia, sino para el enriquecimiento del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, al servicio del bien común. Sólo celebrando lo que somos y tenemos, la mitad del vaso lleno, podremos trabajar para seguir dando pasos, para seguir llenando y desbordando este vaso, para que muchos puedan disfrutar de la alegría del Evangelio.
Escucharnos, valorarnos y celebrar, tanto en el seno de cada comunidad parroquial, como en el gran entramado diocesano, es un paso necesario y fundamental...
No somos islas, no queremos vivir la fe de forma aislada y egoísta, sino en comunidad, con el desafío de caminar juntos, sumando, incluyendo, levantando a los que han quedado heridos al costado del camino, escuchándonos, valorándonos, tendiendo puentes, dejando a un lado las sospechas, las desconfianzas, los prejuicios y críticas, los comentarios ácidos, violentos y destructivos, eligiendo el camino de la cercanía, la compasión y la ternura, como estilo pastoral propio que nos propone Jesús para nuestra diócesis de Chascomús, tan necesario en estos tiempos.
En un mundo que expulsa y descarta, queremos ser comunidades que saben dar espacio y viven la cultura del cuidado y del encuentro. Escucharnos, encontrarnos, caminar juntos para que la fuerza del anuncio no quede disminuida por el escándalo de nuestra falta de comunión. Las divisiones restan fuerza a la misión, por eso el Maligno está tan interesado en romper esa comunión, fundamento de la misión evangelizadora, la razón de nuestro ser Iglesia.
Que en este Pentecostés, el Espíritu nos renueve en la confianza, en la alegría, en el entusiasmo misionero, nos sacuda de nuestras apatías, estancamientos y zonas de confort que nos inmovilizan. Que nos encienda con ese mismo fuego que quemó el corazón de los primeros discípulos, y los transformó de hombres apocados, débiles, miedosos y achicados, en hombres intrépidos, llenos de fe y parresía (es decir, valentía, libertad, coraje, celo apostólico, entusiasmo), inquietos, arriesgados y ardientes misioneros. Animémonos a soñar en grande, que nadie ponga techo a nuestros sueños de ser una Iglesia cercana, compasiva y tierna, dispuesta a ir hasta los últimos rincones de nuestro suelo (incluso la Amazonía peruana) para gritar el Evangelio con nuestra vida. Y en esta tarea nadie puede quedar relegado, ni de brazos cruzados: laicos, religiosos, religiosas, sacerdotes, consagrados. Todos juntos, en comunión misionera, apasionados por un mismo sueño, el de hacer arder la tierra con el fuego de Jesús (Lc 12,49).
Los invito a encontrarnos en pequeños grupos y comunidades para que, en este camino sinodal (de caminar juntos) que la Iglesia nos propone, podamos compartir y conversar, escuchándonos y dejándonos enriquecer por la novedad del Espíritu que actúa en todos y en cada uno. Les dejo algunas sugerencias para el diálogo y la conversación en el Espíritu:
1) ¿Qué soñamos para nuestra Iglesia de Chascomús? ¿Nos animamos aún a soñar en grande? ¿Qué soñamos para nuestra comunidad local? ¿Qué podemos hacer para cumplir estos sueños? ¿Cómo podemos abrir más espacios de participación y corresponsabilidad en nuestra comunidad? ¿Qué nos está pidiendo el Espíritu en estos tiempos?
2) ¿Qué resuena en nuestros corazones al leer estas palabras que nuestros obispos nos han compartido en el 2007 en Aparecida?:
El Señor nos dice: "No tengan miedo" (Mt 28,5). Como a las mujeres en la mañana de la Resurrección, nos repite: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lc 24,5). Nos alientan los signos de la victoria de Cristo resucitado, mientras suplicamos la gracia de la conversión y mantenemos viva la esperanza que no defrauda. Lo que nos define no son las circunstancias dramáticas de la vida, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que debemos emprender, sino ante todo el amor recibido del Padre gracias a Jesucristo por la unción del Espíritu Santo. Esta prioridad fundamental es la que ha presidido todos nuestros trabajos, ofreciéndolos a Dios, a nuestra Iglesia, a nuestro pueblo, a cada uno de los latinoamericanos, mientras elevamos al Espíritu Santo nuestra súplica confiada para que redescubramos la belleza y la alegría de ser cristianos. Aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo. No tenemos otro tesoro que éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias. Éste es el mejor servicio -¡su servicio!- que la Iglesia tiene que ofrecer a las personas y naciones (DA 14).
Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo (DA 29).
Que en este Pentecostés, el Espíritu Santo nos reanime en la alegría y la esperanza, para seguir soñando en grande, para seguir poniendo nuestras capacidades, dones y talentos, al servicio del anuncio del Evangelio en nuestras comunidades. ¡No dejemos que nada ni nadie nos robe la alegría y la esperanza!
Que la Virgen de la Merced nos anime en este deseo de ser una Iglesia orante, fraterna y misionera. Dios los bendiga a todos...
Mons. Juan Ignacio Liébana, obispo de Chascomús