Querido Luciano:
Finalmente llegó el día.
Varias veces hemos pensado este momento, y en reiteradas oportunidades me in- sististe con la idea de que no lo pensáramos como un acto individual sino como una celebración diocesana en la que la Iglesia en fiesta, da a luz un nuevo pastor. Por eso te acompaña el Pueblo Santo de Dios, que ha sido constituido como sacerdocio real por su incorporación a Cristo.
De modo especial en este momento, el mismo Jesucristo, nuestro gran Sacerdote, afirma tu elección como discípulo para que a partir de ahora ejerzas públicamente y en su nombre, el ministerio sacerdotal en la Iglesia, al servicio de la humanidad.
Sos parte de este pueblo sacerdotal y, en nombre de Cristo, ejercerás su cuidado.
Cristo, que fue enviado por el Padre, envió a su vez a los Apóstoles para que ellos y luego nosotros, sus sucesores, continuáramos en el mundo su obra de Maestro, Sacerdote y Pastor. Como presbítero, por tu parte, serás constituido cooperador de los obispos con los cuales, unidos en un mismo ministerio sacerdotal, somos llamados para servir al pueblo de Dios.
Después de madura reflexión, vas a ser ordenado sacerdote en el orden de los presbíteros. Harás las veces de Cristo Maestro, Sacerdote y Pastor, para que su cuerpo, que es la Iglesia, se edifique y crezca como pueblo de Dios y templo del Espíritu Santo. Al asemejarte a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y al unirte al sacerdocio de los obispos, quedaras consagrado como auténtico sacerdote de la nueva alianza, para anunciar el Evangelio, apacentar al pueblo de Dios y celebrar el culto divino, especialmente en el sacrificio del Señor.
Por eso, querido hijo, que ahora serás ordenado presbítero: debés cumplir el ministerio de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Anunciá a todos los hombres la palabra de Dios que vos mismo has recibiste con alegría. Meditá la ley del Señor, creé lo que leés, enseñá lo que creés y practicá lo que enseñás. Que tu doctrina sea un alimento sustancioso para el pueblo de Dios; que la fragancia espiritual de tu vida sea motivo de alegría para todos los cristianos, a fin de que con la palabra y el ejemplo construyas ese edificio viviente que es la Iglesia de Dios.
Te corresponderá también la función de santificar en el nombre de Cristo. Por tu ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles alcanzará su perfección al unirse al sacrificio del Señor, que por tus manos se ofrecerá incruentamente sobre el altar, en la celebración de la Eucaristía. Tené conciencia de lo que haces e imitá lo que conmemorás. Por tanto, al celebrar el misterio de la muerte y la resurrección del Señor, procurá también morir al pecado y vivir una vida realmente nueva. Al introducir a los hombres en el pueblo de Dios por el bautismo, al perdonar los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia por el sacramento de la penitencia, al confortar a los enfermos con la santa unción, y en todas las celebraciones litúrgicas, así como también al ofrecer durante el día la alabanza, la acción de gracias y la súplica por el pueblo de Dios y por el mundo entero, recordá que has sido elegido de entre los hombres y puesto al servicio de los hombres en las cosas que se refieren a Dios. Con permanente alegría y verdadera caridad continuá la misión de Cristo Sacerdote, no buscando tus intereses sino los de Jesucristo.
Permanecé unido y obediente al Obispo. Procurá congregar a los fieles en una sola familia, animada por el Espíritu Santo, conduciéndola a Dios por medio de Cristo. Tené siempre presente el ejemplo del Buen Pastor que no vino a ser servido sino a servir y a buscar y salvar lo que estaba perdido.
Querido Luciano: quiero invitarte a ser una Iglesia en salida, que vive y anuncia la alegría del Evangelio, que se pone en camino para que el anuncio de la Buena llegue a todos; a ser una Iglesia pobre en medio del pueblo pobre, que encarna en su vida, en su predicación y en sus prácticas la predilección de Jesús por los últimos de la historia; y una Iglesia de la misericordia, que se reconoce llamada a ser «hospital de campaña» que asume la vida como viene, que clama por tierra, techo y trabajo, que acoge a los heridos del camino y cuida con ternura y pasión la vida; Iglesia del Laudato si’, en cuyo corazón encuentra eco el gemido de la creación y el clamor de quienes sufren, comprometida hasta el final con la inalienable dignidad de todo ser humano; una Iglesia testigo y servidora de comunión, que tiende puentes y crea lazos de fraternidad, que se anima a hacer ella misma camino sinodal, con la paciencia y la constancia de un amor concretamente vivido en la escucha, el diálogo y la búsqueda en común.
«El Espíritu del Señor está sobre mí… Él me envió… Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Es la voz de Jesús —no la tuya— la que resuena en estas palabras. Es su voz la que nos habla, no sólo a vos, sino a toda esta comunidad diocesana. Es su Buena Noticia la que se anuncia hoy, como mensaje que es causa de alegría y de esperanza, a todo este pueblo de Dios peregrino en Avellaneda-Lanús. Y es toda nuestra comunidad diocesana la que está invitada a dejarse incluir en ese «hoy» del cumplimiento de las Escrituras, llamada a dejarse interpelar, renovar e impulsar por el Evangelio de Jesús para poder decir, con él y como él, que el Espíritu del Señor está sobre nosotros, que el Señor de la historia nos envía como portadores de la Buena Noticia a los pobres, que hoy como ayer el Evangelio sigue siendo presencia que nutre y hace plena la vida. En esta llamada descubrimos de nuevo quiénes somos como Iglesia, quiénes estamos llamados a ser en la historia: primicia y fermento de nueva humanidad.
Por eso podemos animarnos a ponernos en camino hacia donde el Espíritu nos quiera llevar, buscando discernir en este tiempo de sinodalidad. Por eso podemos dejarnos renovar desde dentro, como creyentes y como comunidades, por las llama- das del Evangelio que nos pide abandonar con decisión y con coraje formas antiguas y nuevas de clericalismo, de autoritarismo, de violencias, de abusos… Edifiquemos juntos una comunión que pueda reflejar con transparencia la Buena Noticia del Reino de Dios. Sin temor a que el Evangelio brille también en nuestra debilidad, sin miedo a sentirnos débiles por pedir perdón. Vivamos, querido Luciano, una Iglesia que se abre humildemente a la llamada del Evangelio a una continua conversión.
Las palabras de Jesús que escuchamos cobran una profundidad diferente, nos llaman a un amor que busca traducirse en cercanía y cuidado, en solidaridad y presencia. Con la compasión de Jesús y animados por su mismo Espíritu, podemos animar- nos a decir humildemente todos juntos, como comunidad diocesana: «El Espíritu del Señor está sobre nosotros… Él nos envió…». Para hacer juntos este camino, necesitamos, hoy como ayer, tener los ojos fijos en él y volver a escucharlo decir que hace nuevas todas las cosas.
Animemos, entonces, la misión de llevar la Buena Noticia a los pobres, de anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, de dar la libertad a los oprimidos, de proclamar el tiempo de gracia del Señor.
Que la Virgen de la Asunción, Madre de nuestro pueblo, Santa Teresa de Jesús, y tantas y tantos testigos del Evangelio —también anónimos, «santas y santos de la puerta de al lado»—, intercedan por nosotros y nos alienten en nuestro camino.
Mons. Marcelo Juián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús