Comienzo por expresarle mi agradecimiento al Señor y al Papa por este regalo, esta gracia de asignarme esta Parroquia de Santa Bernardita Soubirous, una parroquia que ya de entrada uno la advierte llena de vida, poblada de rostros de gente mayor, de jóvenes, de niños. Y por las dudas, dado que esto es novedoso para ustedes y para mí, les anticipo: no tengan miedo, “asignada” no significa que vengo a reemplazar a Don Giulio. Para tranquilidad de ustedes me separa de Roma 11.000 kmts. a mi arquidiócesis de Córdoba, Argentina y 13 horas de avión. El hecho es que al crearme el Santo Padre cardenal, me encomienda una iglesia romana, una comunidad que me vincule, como pastor, a una porción del pueblo de Dios, lo cual es muy sabio de parte de la Iglesia, porque nuestros títulos y cargos no tendrían sentido sin cercanía al rebaño. A través de mi pobre presencia, sientan el cariño y cercanía del Papa hacia ustedes.
Y en segundo lugar mi agradecimiento es hacia Mons. Giulio, Don Giulio, que me ha abierto los brazos y las puertas de esta parroquia con gran delicadeza y calidez humana, y a esta comunidad y a cada uno de ustedes, que me acogen con cariño fraternal, que me hacen sentir “en casa”. Yo le pido al Señor no defraudarlos.
La parroquia es lugar de pertenencia, es un segundo hogar: donde hemos nacido a la fe por medio del bautismo, donde tenemos la gracia de recibir el Cuerpo y Sangre de Cristo, donde experimentamos la infinita misericordia de Dios en el sacramento de la penitencia, donde el Señor ha bendecido el amor de las parejas a través del matrimonio. Es el lugar donde venimos a dar gracias, donde traemos a nuestros enfermos y ancianos para ser ungidos, donde podemos hablar con el Señor como un amigo habla con otro amigo, en la adoración del Santísimo, ante el sagrario. Aquí depositamos nuestras risas y nuestras lágrimas, aquí somos curados de nuestras heridas. En un mundo herido por la orfandad, la parroquia nos adopta, nos cobija, nos hace familia.
Y además teniendo por patrona a Bernardita, una jovencita que conoció la pobreza, que no sabía leer ni escribir, que vivió con su familia en un cuartito que había sido parte de una cárcel, que tuvo a su padre un tiempo preso, que paso noches sin tener para comer, todo esto hace de su parroquia nuestra parroquia una “parroquia samaritana”: que -en palabras del Papa Francisco- se deja conmover en las entrañas, que acoge a los caídos, cura sus heridas, dando calor a sus corazones, mostrando ternura y compasión como el samaritano de la parábola (cf. Lc 10,25-37). Da testimonio de esto sus peregrinaciones con sus enfermitos a Lourdes cada año.
¡Qué linda coincidencia la lectura del Evangelio de este domingo, donde el Señor nos habla de esos dos amores, que en realidad son dos manifestaciones de un solo amor, porque el amor a Dios es creíble cuando se encarna en amor a nuestro prójimo! Uno lleva al otro, si pretendemos ser cristianos.
Piet van Breemen, jesuita holandés, para explicar esta continuidad se vale de un hecho geográfico. Cuando niño, en la escuela le enseñaron que el río Rhin en un cierto punto cambia de nombre y a partir de allí se llama Lek.
“Yo pensaba -dice van Breemen- que ese lugar donde el río cambiaba de nombre tenía que ser un sitio muy especial tendría que haber en su lecho o en su costa algo significativo que justificara la nueva denominación: una catarata, o una ciudad en su orilla, pero después, de grande, cuando estuve allí, comprobé que no era así. Simplemente hay en la costa un letrero que dice: Lek. Y eso es todo. El río es exactamente el mismo, lo único que ocurre es que ha recibido otro nombre. Lo mismo pasa con nuestro amor, y es que en un lugar de nuestro corazón hay un pequeño letrero en el que aparece escrito: “amor al prójimo”. Así, a partir de aquí el amor a Dios se llama amor al prójimo. Pero es el mismo amor. El desafío es que seamos transparentes, totalmente abiertos y permeables al amor de Dios, para que pueda pasar por nosotros hasta el prójimo”.
Salgo mañana a mi tierra, pero los llevo en mi corazón y les prometo tenerlos muy presente en mi oración, y por supuesto, nos mantendremos comunicados, y cuando tenga que andar por esta Roma vendré a encontrarme con ustedes. Renovando mi sincero agradecimiento, los encomiendo a Nuestra Señora de Lourdes y Santa Bernardita, y les pido que ustedes lo hagan por mí. Que así sea.
Card. Ángel Sixto Rossi SJ, arzobispo de Córdoba