En los ojos de María de la Candelaria: en María, la Madre de Jesús y hoy, bajo este título, esta advocación tan hermosa: “Nuestra Señora de las candelas, de la candela” que nosotros llamamos, velas, cirios. Sin duda que esta advocación nos hace referencia a lo que María es: la Madre de Nuestro Salvador, la Madre de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, Luz de las naciones. Por eso, esta fiesta se relaciona, sin duda estrechamente, con el misterio de la Navidad. El día de la Nochebuena, en la Liturgia de la Palabra, se nos introducía a la lectura: “El Pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz”. Y se presenta en el pesebre, un Niño envuelto en pañales, recostado sobre el regazo de su Madre, bajo la custodia del fiel José, al Salvador del mundo, a la Luz de las naciones. Al que vendrá a iluminar, no solamente el corazón del hombre, sino de los pueblos todos.
Hoy en un aniversario, bajo las inclemencias del tiempo -tantas oraciones en nuestro país para que llueva, bueno hoy, hemos experimentado una lluvia copiosa- lamentablemente, hermanos nuestros, más de ocho familias, han padecido la fuerza del río Santa María (hoy cuando pasaba por el puente, quedé admirado. Siempre pasaba y veía poca agua, pero hoy realmente me ha llamado la atención. Ustedes están acostumbrados, yo no). Pero en medio de esto siempre hay alguien que sufre estas debilidades; hoy nos unimos en esta Eucaristía por estas familias que han perdido sus casas, también sus proyectos, ilusiones, a la vera de lo manifiesto de las necesidades que muchos hermanos tienen de una vivienda digna y en lugares no óptimos para la construcción. Gracias por las fuerzas públicas, el Sr. Intendente municipal, Sra. concejal, Miembros del Concejo Deliberante, Fuerzas Públicas de la Seguridad; sin dudas que todo el Pueblo de Santa María ya está trabajando para solidarizarnos y subvencionar a estas familias. También nos toca a nosotros colocarnos, orar, pero también manifestar compasión, nuestra solidaridad en lo que podamos ayudar. Y esto nos muestra qué frágiles somos y cómo estamos a la merced de tantas situaciones, a veces injustas, provocados por el mismo ser humano, por la misma humanidad. Todo esto nos llama a la reflexión; cada uno, desde el papel que nos toca en esta sociedad, reflexionar y ver en qué debemos colaborar, ayudar y transformar.
Pero, sin duda alguna, que nos hace reflexionar que somos seres indefensos. El hombre, varón o mujer, por más que quiera posesionarse y a través de falsos ídolos, poder, dinero, esplendor, de tantas situaciones que, a veces, se presentan como espejitos de colores, que nos hacen sentir grandes, poderosos, autónomos. La Santísima Virgen María nos muestra un camino distinto, un camino de humildad “hágase en mí según tu palabra”. Todo está bajo la merced de la Voluntad de Dios, todo; aún las cosas que nosotros no esperamos y que en muchos momentos experimentamos la Providencia de Dios. Nunca Dios está ausente de las necesidades del ser humano. Y el Misterio de la Navidad, nos presenta justamente este misterio: en medio de la oscuridad, Dios viene a traernos luz. Luz que es Salvación. Envía a su Hijo único. María toma este papel, pero no de protagonismo sino de solidaridad, de colaboración íntima: “yo soy la servidora del Señor”; es auténticamente el instrumento limpio y fiel para que se manifieste, para que nazca de sus entrañas virginales, el Redentor del mundo. Muchas veces, ante la injusticia del mundo -todo esto que hemos hoy mencionado y tantas otras cosas que vemos en la televisión, en los medios, en las redes que realmente afligen a nuestro corazón nos preguntamos: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está la justicia divina? Y basta con abrir nuestros ojos y mirar a nuestro alrededor, descubrimos esta experiencia divina de socorro, a través del instrumento de la maternidad de María, a través de tantas obras que el Señor actúa aun cuando nosotros dormimos, aun cuando nosotros somos indiferentes al amor de Dios y a su elección, aun cuando tantos de nosotros, damos las espaldas a la Voluntad divina. Dios sigue actuando, Dios sigue salvando, Dios transforma el corazón de cada uno de nosotros. Cuando, muchas veces nuestra vida toca fondo, como decimos, nos acordamos de Dios, levantamos nuestra mirada y nunca nos falta la protección divina, su gracia. Y esto cuando somos conscientes, cuando reflexionamos y pedimos la gracia de la conversión, “Señor, creemos (como decían los discípulos) pero aumenta nuestra fe”, empieza un torbellino de cambio, empieza una transformación; Dios transforma el corazón de los hombres. Qué maravilla si nos dejáramos transformar como la Virgen María, como José que, teniendo proyectos personales y familiares, ante el anuncio del Ángel, entendiendo lo que Dios le pedía, admite en su vida: “no temas tomar a María, tu mujer, porque lo que se está engendrando en ella, es fruto del Espíritu Santo”, es Dios mismo. En María y en José encontramos testimonios claros de coparticipación, es decir, de participación directa en el Plan de Dios.
Hoy en el Evangelio se nos presenta a esta misma familia, de que es consciente de que hay una ley por encima de nuestras necesidades, de nuestras urgencias, de las situaciones que van surgiendo en medio de la vida de lo imprevisible, como lo que ha sucedido hoy, pero que hay una ley superior a la que no podemos dejar de escuchar y seguir. “Cuando llegó el día fijado por la ley para la purificación, llevaron al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor”. Fiesta de la Presentación del Señor, que en el rosario meditamos, y la purificación de María su Madre. Ellos eran conscientes de la tradición de su pueblo de Israel, “todo primogénito debía ser presentado al Señor” en reminiscencia del Antiguo Testamento, cuando el pueblo experimentaba la esclavitud en Egipto bajo las órdenes del faraón, todos los niños primogénitos y también los animales fueron exterminados por el ángel, salvo los que marcaran con la sangre de un cordero sacrificado, comido después, en los hogares de los israelitas, confiando en la alianza de Dios que eran preservados. Todos los primogénitos murieron menos los hijos de los israelitas. Y en recuerdo de este suceso, de esta prueba de que Dios es aún más grande que el poder del faraón; que a Dios no se lo puede vencer con leyes, caprichos y tantas actitudes que estamos viendo. Porque Dios, además de misericordioso, es poderoso y creador, omnipotente y Juez universal. Esto comprendieron María y José, estos eran hijos de Israel, creyentes, obedientes, humildes, no menos dignos de cualquier otro. Porque la verdadera dignidad humana es, justamente, el reconocimiento de Dios poderoso.
También tenemos un ejemplo claro en Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Lo que es la fe. Aquel que es capaz de reconocer a Dios, este Dios que visita a su Pueblo, que llega a su templo para actuar. La profetiza Ana que después de una larga vida de servicio en el culto a Dios, en el servicio al templo, también descubre la acción de Dios, su presencia. “Se puso a dar gracias a Dios y hablaba acerca del Niño a todos los que esperaban la redención de Israel”.
Queridos hermanos: en esta tarde tenemos tantas cosas que agradecer al Señor y dar gracias, al mismo tiempo, alabar, honrar con nuestra vida, con nuestro tiempo. Hoy, la alegría de poder estar aquí reunidos, como les decía, tan cerca de Nuestra Madre; de esta imagen, pequeña ante nuestra vista, pero que representa a nuestra Madre del Cielo, aquella que, siendo fiel, mereció estar junto a Dios; que ella nos espera al final de nuestras vidas pero que hoy intercede por cada uno de sus hijos, manifestándonos al mismo tiempo, el amor de su Hijo Jesús.
Mons. Darío Rubén Quintana OAR, obispo prelado de Cafayate