Jueves 21 de noviembre de 2024

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Misa en sufragio del papa Benedicto XVI

Homilía del cardenal Mario Aurelio Pili, arzobispo de Buenos Aires, durante la misa en sufragio del papa emérito Benedicto XVI (Iglesia catedral, 4 de enero de 2023)

Apocalipsis 14, 13
Salmo 41

Mt 25, 31-40

En comunión con la Iglesia de Roma, que preside en la caridad, y con el afecto que despertó entre nosotros durante su servicio a la Santa Sede, y sobre todo sus fecundos ocho años en el ministerio petrino: celebramos esta solemne liturgia exequial por la pascua del Papa Benedicto XVI.

Para que nos permita descubrir el sentido trascendente de su partida, la liturgia nos ofrece el primer alimento: el pan de la Palabra de Dios. Como el mismo Papa nos enseñó: «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico…, sin el reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta»[1].

La voz que desde el cielo le ordenaba a San Juan escribir lo que luego el Espíritu aprobaba, promete felicidad para todos los que se mantuvieron fieles al Señor hasta la muerte. Habrá para ellos descanso de sus fatigas porque sus obras los acompañan, es decir, los que sembraron en medio de adversidades, cosecharán los frutos más allá de la vida presente.

Hoy nos presentamos como testigos de las obras que acompañan al cristiano que estamos encomendando a la divina misericordia. Por sus memorias conocemos los felices años de la niñez en el seno de la familia Ratzinger, pero cuando promediaban los estudios del seminario menor, sobrevinieron los oscuros años de la guerra. El reclutamiento del joven Joseph comenzó como una ayudantía en las fuerzas de defensa antiaérea, luego escaló hasta ser convocado para integrar un batallón de tiradores, aunque no estuvo en el frente de batalla. Fueron tres años en los que percibió la cercanía del horror y la muerte. Cuando las fuerzas de ocupación ingresaron en Alemania, todavía tuvo que padecer unos meses como prisionero de guerra y fue acuartelado con miles de soldados hasta alcanzar su libertad. En sus memorias señala que la fe lo mantuvo de pié, y volver a ver a su familia lo consideró una especial asistencia divina: «parecía que un ángel especial velaba por nosotros»[2].

Después de salir del abismo de aquellos años difíciles, con la reencontrada libertad, la que aprendió a valorar tanto, según su testimonio, siguieron los más bellos recuerdos de su vida[3]. Con la deseada paz de post-guerra, con su hermano Georg, reiniciaron los estudios de filosofía en el seminario de Frisingia, para luego completar su formación en la Facultad Teológica de Munich, donde obtuvo el doctorado con el tema: Pueblo y casa de Dios en la eclesiología de San Agustín. Fue allí donde guiado por docentes pastoralistas, que fundamentaban su sistema educativo en la celebración cotidiana de la Santa Misa, cautivado por la solemnidad y profundidad con la que enseñaban a celebrar los misterios, llegó a convertirse en un entusiasta del movimiento litúrgico[4]. Después de su ordenación sacerdotal, la fuente de la gracia sacramental y la necesaria belleza de la celebración litúrgica serán una referencia constante en su enseñanza teológica.

Desde los primeros pasos en el ejercicio del ministerio, la docencia ocupó gran parte de su tiempo y asomará una vocación que comprometerá la vida entera. Comienza con sus clases una silenciosa y ardua obra de misericordia, marcada por largas horas de estudio y preparación de las clases. Bien puede decirse de todos los que asumen este oficio en su vida, aquel elogio que hace el libro de la Sabiduría: «Aprendí la sabiduría sin malicia, reparto sin envidia, y no me guardo sus riquezas. Porque es un tesoro inagotable para los hombres: los que lo adquieren se atraen la amistad de Dios, porque el don de su enseñanza los recomienda» (Sb 7, 13-14).

Comenzó dictando la cátedra de dogmática y teología fundamental en el Seminario mayor y en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Frisinga, donde se había recibido la formación inicial. Después de obtener el Doctorado en Munich, con la obtención del grado académico se le abrieron las puertas para enseñar teología dogmática y fundamental en las Universidades de Munich, Bonn, Tubinga y Ratisbona. Su primera publicación: Introducción al cristianismo, tuvo una amplia recepción entre los laicos y su lectura fue de mucho provecho para mi generación.

Le siguieron los servicios a la Iglesia en Alemania, representándola como perito oficial del Concilio Vaticano II. Ordenado obispo asume el Arzobispo de Munich y Frisinga, y sus viajes a la Santa Sede se intensifican cuando el Papa San Juan Pablo II lo nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional.

Con el mismo espíritu de servicio asumió la delicada misión de presidir la Pontificia Comisión para la Elaboración del Catecismo de la Iglesia Católica, ardua tarea que se interrumpió cuando sufrió un derrame cerebral. Si bien le llevó un tiempo prolongado recuperarse, los cuidados recibidos, su buen natural y la gracia sanante le permitieron seguir trabajando por la Iglesia. En el plan de Dios estaba reservado para ocupar la cátedra de Pedro, elección que lo sorprende a una edad donde la mayoría declinan sus actividades a trabajos pasivos. Los acontecimientos que se sucedieron a su designación como Obispo de Roma son recientes y me excuso de detenerme en ello. Lo que sí mencionamos es que el Papa Ratzinger, a su estilo y modo gobernó la Iglesia con el rumbo señalado por el Concilio Vaticano II y su capacidad docente, de larga experiencia, ahora con una singular asistencia del Espíritu Santo, dio lugar a un iluminador y fecundo magisterio pontificio.

A pocos meses de presidir en la cátedra de San Pedro nos regaló la primera Carta Encíclica sobre el amor cristiano, titulada Deus Caritas est (Dios es Amor). El texto inspirador es la Primera Carta de San Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). Para el Papa Benedicto estas palabras expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana. Y ya desde la Introducción todos nos hemos sentido interpelados cuando leímos: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[5].

Cuando la Carta Encíclica nos presenta la imagen de la Iglesia como comunidad de amor, nos propone dos datos esenciales:

Primer dato: «la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia»[6].

Segundo dato: «la Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado «casualmente» (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea»[7].

La simplicidad con la que nos propone estas reflexiones, han motivado numerosas iniciativas en orden a renovar las comunidades desde el kerigma y promover la evangelización, la celebración de la fe y la atención a los pobres en nuestras iglesias particulares.

Le siguieron las Cartas Encíclicas: Spe Salvi, sobre la esperanza cristiana; Caritas in Veritate, sobre el desarrollo humano integral en la Caridad y en la Verdad; y una primera redacción de la que debía ser su cuarta encíclica Lumen Fidei, sobre la fe, la que fue asumida por el Papa Francisco; constituye el único documento pontificio elaborado a cuatro manos.

Todos recordamos su célebre discurso en la sesión inaugural en Aparecida[8]. Ahí el Cristo predicado por el Papa Benedicto ocupó el centro de la reflexión y para eso propuso dos preguntas: «¿Quién conoce a Dios? ¿Cómo podemos conocerlo?» Para resolverlo señaló «la importancia única e insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad».

Y agregaba: «Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Todavía nos podemos hacer otra pregunta: ¿Qué nos da la fe en este Dios? La primera respuesta es: nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9)»[9].

La oración que dejó a la Conferencia reflejó su enseñanza: «Señor Jesucristo, Camino, Verdad y vida, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre, enciende en nuestros corazones el amor al Padre que está en el cielo y la alegría de ser cristianos»[10].

Sí, el Papa anciano nos contagió la alegría de ser cristianos, como lo hizo con los jóvenes en la Jornada Mundial en Colonia: «Presenten sus alegrías y sus penas a Cristo, dejando que él ilumine con su luz sus mentes y toque con su gracia sus corazones. En estos días bendecidos con la alegría y el deseo de compartir, hagan la experiencia liberadora de la Iglesia como lugar de la misericordia y de la ternura de Dios para con los hombres. En la Iglesia y mediante la Iglesia llegarán a Cristo, que los espera»[11].

Su pontificado se caracterizó por sostener y aumentar los puentes y canales de diálogo ecuménico e interreligioso que habían abierto sus antecesores. Propuso su pensamiento con autoridad y respeto en ámbitos seculares y políticos, académicos civiles y hasta supo sobrevolar con altura el revés recibido en la Universidad de la Sapienza, cuando gran parte del claustro de profesores le negó el derecho a pronunciar su discurso.

Se ha afirmado en estos días: “Benedicto, una vida gastada en encontrar el rostro de Jesús”. Pienso que lo define muy bien. Prueba de ello fue la entrega de su magnífica trilogía sobre Jesús de Nazaret, la que presentó con estas palabras: «Sin duda, no necesito decir expresamente que este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal “del rostro del Señor” (cf. Salmo 27, 8). Por eso cualquiera es libre de contradecirme. Solo pido a los lectores y lectoras esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible»[12]. Me lo imagino al Papa en estos últimos años, rezando y suspirando con el salmo 41: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?

El 11 de febrero de 2013, en el octavo año de su ministerio, el Papa Benedicto, en un acto sin precedentes en la tradición bi-milenaria de la Iglesia, presentó su dimisión ante el consejo cardenalicio. Su renuncia, conveniente, virtuosa y ejemplar; fue un acto responsable, regido por la prudencia y la libertad de quien consideró en conciencia que ya no podía responder a la misión que Dios le había encomendado.

Edificados por su larga, laboriosa y piadosa vida al servicio de la Iglesia hasta el final de sus días, hoy lo recordamos con gratitud y pedimos al Buen Pastor que le confió su Iglesia al que fuera entre nosotros el Siervo de los siervos de Dios, le conceda el descanso de su fatigas y lo cuente entre aquellos que son llamados: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo» (Mt 25, 34).

¡Querido Papa Benedicto, descansa en paz!

Card. Mario Aurelio Poli, arzoispo de Buenos Aires


Notas:
[1] Verbum Domini, exhortación apostólica postsinodal sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (30 de septiembre de 2010), 55.
[2] Joseph Ratzinger, Mi vida, Editorial Encuentro, 4° edición, Madrid, 2005, 60-61.
[3] Cfr. Ídem, 64.
[4] Cfr. Ídem, 82.
[5] Deus Caritas Est, Carta Encíclica sobre el amor cristiano, 2005, Introduccón.
[6] Ídem, 25.
[7] Íbidem.
[8] Discurso en la Sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. (mayo 2007)
[9] Íbidem.
[10] Oración de S.S. Benedicto XVI para la V Conferencia General del Celam.
[11] Discurso del Santo Padre Benedicto xvi en la fiesta de acogida de los jóvenes en el embarcadero del Poller rheinwiesen, Colonia. jueves 18 de agosto de 2005.
[12] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, Primera Parte, desde el Bautismo a la Transfiguración, 1° Edición, Librería Editrice Vaticana, 2007, Prólogo, 20.