Viernes 29 de marzo de 2024

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Queridos hermanos y hermanas:

Los flujos migratorios de nuestros días son expresión de un fenómeno complejo y articulado, cuya comprensión exige el análisis atento de todos los aspectos que caracterizan las diversas etapas de la experiencia migratoria, desde la partida hasta la llegada, incluyendo un eventual regreso. Con la intención de contribuir a ese esfuerzo de lectura de la realidad, he decidido dedicar el Mensaje para la 109ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado a la libertad que debería caracterizar siempre la decisión de dejar la propia tierra.

“Libres de partir, libres de quedarse”, recitaba el título de una iniciativa de solidaridad promovida hace algunos años por la Conferencia Episcopal Italiana como respuesta concreta a los desafíos de las migraciones contemporáneas. Y de mi escucha constante a las Iglesias particulares he podido comprobar que la garantía de esa libertad constituye una preocupación pastoral extendida y compartida.

«El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”» (Mt 2,13). La huida de la Sagrada Familia a Egipto no fue fruto de una decisión libre, como tampoco lo fueron muchas de las migraciones que marcaron la historia del pueblo de Israel. Migrar debería ser siempre una decisión libre; pero, de hecho, en muchísimos casos, hoy tampoco lo es. Conflictos, desastres naturales, o más sencillamente la imposibilidad de vivir una vida digna y próspera en la propia tierra de origen obligan a millones de personas a partir. Ya en el año 2003, san Juan Pablo II afirmaba que «crear condiciones concretas de paz, por lo que atañe a los emigrantes y refugiados, significa comprometerse seriamente a defender ante todo el derecho a no emigrar, es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria» (Mensaje para la 90a Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 3).

«Ellos se llevaron también su ganado y las posesiones que habían adquirido en Canaán. Así llegaron a Egipto, Jacob y toda su familia» (Gn 46,6). Fue a causa de una gran hambruna que Jacob con toda su familia se vio obligado a refugiarse en Egipto, donde su hijo José les había asegurado la supervivencia. Entre las causas más visibles de las migraciones forzadas contemporáneas se encuentran las persecuciones, las guerras, los fenómenos atmosféricos y la miseria. Los migrantes escapan debido a la pobreza, al miedo, a la desesperación. Para eliminar estas causas y acabar finalmente con las migraciones forzadas es necesario el trabajo común de todos, cada uno de acuerdo a sus propias responsabilidades. Es un esfuerzo que comienza por preguntarnos qué podemos hacer, pero también qué debemos dejar de hacer. Debemos esforzarnos por detener la carrera de armamentos, el colonialismo económico, la usurpación de los recursos ajenos, la devastación de nuestra casa común.

«Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno» (Hch 2,44-45). ¡El ideal de la primera comunidad cristiana parece muy alejado de la realidad actual! Para que la migración sea una decisión realmente libre, es necesario esforzarse por garantizar a todos una participación equitativa en el bien común, el respeto de los derechos fundamentales y el acceso al desarrollo humano integral. Sólo así se podrá ofrecer a cada uno la posibilidad de vivir dignamente y realizarse personalmente y como familia. Está claro que la tarea principal corresponde a los países de origen y a sus gobernantes, llamados a ejercitar la buena política, transparente, honesta, con amplitud de miras y al servicio de todos, especialmente de los más vulnerables. Sin embargo, aquellos han de estar en condiciones de realizar tal cosa sin ser despojados de los propios recursos naturales y humanos, y sin injerencias externas dirigidas a favorecer los intereses de unos pocos. Y allí donde las circunstancias permitan elegir si migrar o quedarse, también habrá de garantizarse que esa decisión sea informada y ponderada, para evitar que tantos hombres, mujeres y niños sean víctimas de ilusiones peligrosas o de traficantes sin escrúpulos.

«En este año jubilar cada uno de ustedes regresará a su propiedad» (Lv 25,13). La celebración del jubileo para el pueblo de Israel representaba un acto de justicia colectivo; todos podían «regresar a la situación originaria, con la cancelación de todas las deudas, la restitución de la tierra, y la posibilidad de gozar de nuevo de la libertad propia de los miembros del pueblo de Dios» (Catequesis, 10 febrero 2016). Mientras nos acercamos al Jubileo del 2025, es bueno recordar este aspecto de las celebraciones jubilares. Es necesario un esfuerzo conjunto de cada uno de los países y de la comunidad internacional para que se asegure a todos el derecho a no tener que emigrar, es decir, la posibilidad de vivir en paz y con dignidad en la propia tierra. Se trata de un derecho aún no codificado, pero de fundamental importancia, cuya garantía se comprende como corresponsabilidad de todos los estados respecto a un bien común que va más allá de los límites nacionales. En efecto, debido a que los recursos mundiales no son ilimitados, el desarrollo de los países económicamente más pobres depende de la capacidad de compartir que se logra generar entre todas las naciones. Hasta que este derecho no esté garantizado —y se trata de un largo camino— todavía serán muchos los que deban partir para buscar una vida mejor.

«Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt 25,35-36). Estas palabras resuenan como una exhortación constante a reconocer en el migrante no sólo un hermano o una hermana en dificultad, sino a Cristo mismo que llama a nuestra puerta. Por eso, mientras trabajamos para que toda migración pueda ser fruto de una decisión libre, estamos llamados a tener el máximo respeto por la dignidad de cada migrante; y esto significa acompañar y gobernar los flujos del mejor modo posible, construyendo puentes y no muros, ampliando los canales para una migración segura y regular. Dondequiera que decidamos construir nuestro futuro, en el país donde hemos nacido o en otro lugar, lo importante es que haya siempre allí una comunidad dispuesta a acoger, proteger, promover e integrar a todos, sin distinción y sin dejar a nadie fuera.

El camino sinodal que, como Iglesia, hemos emprendido, nos lleva a ver a las personas más vulnerables —y entre ellas a muchos migrantes y refugiados— como unos compañeros de viaje especiales, que hemos de amar y cuidar como hermanos y hermanas. Sólo caminando juntos podremos ir lejos y alcanzar la meta común de nuestro viaje.

Roma, San Juan de Letrán, 11 de mayo de 2023

Francisco

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Oración

Oh Dios, Padre todopoderoso,
concédenos la gracia de comprometernos activamente
en favor de la justicia, la solidaridad y la paz,
para que a todos tus hijos se les asegure
la libertad de elegir si migrar o quedarse.

Concédenos la valentía de denunciar
todos los horrores de nuestro mundo,
de luchar contra toda injusticia
que desfigura la belleza de tus criaturas
y la armonía de nuestra casa común.

Sostennos con la fuerza de tu Espíritu,
para que podamos manifestar tu ternura
a cada migrante que pones en nuestro camino
y difundir en los corazones y en cada ambiente
la cultura del encuentro y del cuidado.

«No tenemos aquí abajo una ciudad permanente,
sino que buscamos la futura»
(Hb 13,14).

Queridos hermanos y hermanas: 

El sentido último de nuestro “viaje” en este mundo es la búsqueda de la verdadera patria, el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo, que encontrará su plena realización cuando Él vuelva en su gloria. Su Reino aún no se ha cumplido, pero ya está presente en aquellos que han acogido la salvación. «El Reino de Dios está en nosotros. Aunque todavía sea escatológico, sea el futuro del mundo, de la humanidad, se encuentra al mismo tiempo en nosotros».[1]

La ciudad futura es una «ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hb 11,10). Su proyecto prevé una intensa obra de edificación, en la que todos debemos sentirnos comprometidos personalmente. Se trata de un trabajo minucioso de conversión personal y de transformación de la realidad, para que se adapte cada vez más al plan divino. Los dramas de la historia nos recuerdan cuán lejos estamos todavía de alcanzar nuestra meta, la Nueva Jerusalén, «morada de Dios entre los hombres» (Ap 21,3). Pero no por eso debemos desanimarnos. A la luz de lo que hemos aprendido en las tribulaciones de los últimos tiempos, estamos llamados a renovar nuestro compromiso para la construcción de un futuro más acorde con el plan de Dios, de un mundo donde todos podamos vivir dignamente en paz.

«Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia» (2 P 3,13). La justicia es uno de los elementos constitutivos del Reino de Dios. En la búsqueda cotidiana de su voluntad, ésta debe edificarse con paciencia, sacrificio y determinación, para que todos los que tienen hambre y sed de ella sean saciados (cf. Mt 5,6). La justicia del Reino debe entenderse como la realización del orden divino, de su armonioso designio, según el cual, en Cristo muerto y resucitado, toda la creación vuelve a ser “buena” y la humanidad “muy buena” (cf. Gn 1,1-31). Sin embargo, para que reine esta maravillosa armonía, es necesario acoger la salvación de Cristo, su Evangelio de amor, para que se eliminen las desigualdades y las discriminaciones del mundo presente.

Nadie debe ser excluido. Su proyecto es esencialmente inclusivo y sitúa en el centro a los habitantes de las periferias existenciales. Entre ellos hay muchos migrantes y refugiados, desplazados y víctimas de la trata. Es con ellos que Dios quiere edificar su Reino, porque sin ellos no sería el Reino que Dios quiere. La inclusión de las personas más vulnerables es una condición necesaria para obtener la plena ciudadanía. De hecho, dice el Señor: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt 25,34-36).

Construir el futuro con los migrantes y los refugiados significa también reconocer y valorar lo que cada uno de ellos puede aportar al proceso de edificación. Me gusta ver este enfoque del fenómeno migratorio en unavisión profética de Isaías, en la que los extranjeros no figuran como invasores y destructores, sino como trabajadores bien dispuestos que reconstruyen las murallas de la Nueva Jerusalén, la Jerusalén abierta a todos los pueblos (cf. Is 60,10-11).

En la misma profecía, la llegada de los extranjeros se presenta como fuente de enriquecimiento: «Se volcarán sobre ti los tesoros del mar y las riquezas de las naciones llegarán hasta ti» (60,5). De hecho, la historia nos enseña que la aportación de los migrantes y refugiados ha sido fundamental para el crecimiento social y económico de nuestras sociedades. Y lo sigue siendo también hoy. Su trabajo, su capacidad de sacrificio, su juventud y su entusiasmo enriquecen a las comunidades que los acogen. Pero esta aportación podría ser mucho mayor si se valorara y se apoyara mediante programas específicos. Se trata de un enorme potencial, pronto a manifestarse, si se le ofrece la oportunidad.

Los habitantes de la Nueva Jerusalén -sigue profetizando Isaías- mantienen siempre las puertas de la ciudad abiertas de par en par, para que puedan entrar los extranjeros con sus dones: «Tus puertas estarán siempre abiertas, no se cerrarán ni de día ni de noche, para que te traigan las riquezas de las naciones» (60,11). La presencia de los migrantes y los refugiados representa un enorme reto, pero también una oportunidad de crecimiento cultural y espiritual para todos. Gracias a ellos tenemos la oportunidad de conocer mejor el mundo y la belleza de su diversidad. Podemos madurar en humanidad y construir juntos un “nosotros” más grande. En la disponibilidad recíproca se generan espacios de confrontación fecunda entre visiones y tradiciones diferentes, que abren la mente a perspectivas nuevas. Descubrimos también la riqueza que encierran religiones y espiritualidades desconocidas para nosotros, y esto nos estimula a profundizar nuestras propias convicciones.

En la Jerusalén de las gentes, el templo del Señor se embellece cada vez más gracias a las ofrendas que llegan de tierras extranjeras: «En ti se congregarán todos los rebaños de Quedar, los carneros de Nebaiot estarán a tu servicio: subirán como ofrenda aceptable sobre mi altar y yo glorificaré mi Casa gloriosa» (60,7). En esta perspectiva, la llegada de migrantes y refugiados católicos ofrece energía nueva a la vida eclesial de las comunidades que los acogen. Ellos son a menudo portadores de dinámicas revitalizantes y animadores de celebraciones vibrantes. Compartir expresiones de fe y devociones diferentesrepresenta una ocasión privilegiada para vivir con mayor plenitud la catolicidad del pueblo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, y especialmente ustedes, jóvenes, si queremos cooperar con nuestro Padre celestial en la construcción del futuro, hagámoslo junto con nuestros hermanos y hermanas migrantes y refugiados. ¡Construyámoslo hoy! Porque el futuro empieza hoy, y empieza por cada uno de nosotros. No podemos dejar a las próximas generaciones la responsabilidad de decisiones que es necesario tomar ahora, para que el proyecto de Dios sobre el mundo pueda realizarse y venga su Reino de justicia, de fraternidad y de paz.

Oración

Señor, haznos portadores de esperanza,
para que donde haya oscuridad reine tu luz,
y donde haya resignación renazca la confianza en el futuro.

Señor, haznos instrumentos de tu justicia,
para que donde haya exclusión, florezca la fraternidad,
y donde haya codicia, florezca la comunión.

Señor, haznos constructores de tu Reino
junto con los migrantes y los refugiados
y con todos los habitantes de las periferias.

Señor, haz que aprendamos cuán bello es
vivir como hermanos y hermanas. Amén.

Roma, San Juan de Letrán, 9 de mayo de 2022

Francisco


Nota:
[1] S. Juan Pablo II, Visita a la parroquia romana de San Francisco de Asís y Santa Catalina de Siena, Patronos de Italia (26 noviembre 1989).

Queridos hermanos y hermanas:

En la Carta encíclica Fratelli tutti expresé una preocupación y un deseo que todavía ocupan un lugar importante en mi corazón: «Pasada la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una fiebre consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá que al final ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”» (n. 35).

Por eso pensé en dedicar el mensaje para la 107.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado a este tema: “Hacia un nosotros cada vez más grande”, queriendo así indicar un horizonte claro para nuestro camino común en este mundo.

La historia del “nosotros” 
Este horizonte está presente en el mismo proyecto creador de Dios: «Dios creó al ser humano a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer. Dios los bendijo diciendo: “Sean fecundos y multiplíquense”» (Gn 1,27-28). Dios nos creó varón y mujer, seres diferentes y complementarios para formar juntos un nosotros destinado a ser cada vez más grande, con el multiplicarse de las generaciones. Dios nos creó a su imagen, a imagen de su ser uno y trino, comunión en la diversidad.

Y cuando, a causa de su desobediencia, el ser humano se alejó de Dios, Él, en su misericordia, quiso ofrecer un camino de reconciliación, no a los individuos, sino a un pueblo, a un nosotros destinado a incluir a toda la familia humana, a todos los pueblos: «¡Esta es la morada de Dios entre los hombres! Él habitará entre ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos» (Ap 21,3).

La historia de la salvación ve, por tanto, un nosotros al inicio y un nosotros al final, y en el centro, el misterio de Cristo, muerto y resucitado para «que todos sean uno» (Jn 17,21). El tiempo presente, sin embargo, nos muestra que el nosotros querido por Dios está roto y fragmentado, herido y desfigurado. Y esto tiene lugar especialmente en los momentos de mayor crisis, como ahora por la pandemia. Los nacionalismos cerrados y agresivos (cf. Fratelli tutti, 11) y el individualismo radical (cf. ibíd., 105) resquebrajan o dividen el nosotros, tanto en el mundo como dentro de la Iglesia. Y el precio más elevado lo pagan quienes más fácilmente pueden convertirse en los otros: los extranjeros, los migrantes, los marginados, que habitan las periferias existenciales.

En realidad, todos estamos en la misma barca y estamos llamados a comprometernos para que no haya más muros que nos separen, que no haya más otros, sino sólo un nosotros, grande como toda la humanidad. Por eso, aprovecho la ocasión de esta Jornada para hacer un doble llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande, dirigiéndome ante todo a los fieles católicos y luego a todos los hombres y mujeres del mundo.

Una Iglesia cada vez más católica
Para los miembros de la Iglesia católica este llamamiento se traduce en un compromiso por ser cada vez más fieles a su ser católicos, realizando lo que san Pablo recomendaba a la comunidad de Éfeso: «Uno solo es el Cuerpo y uno solo el Espíritu, así como también una sola es la esperanza a la que han sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,4-5). 

En efecto, la catolicidad de la Iglesia, su universalidad, es una realidad que pide ser acogida y vivida en cada época, según la voluntad y la gracia del Señor que nos prometió estar siempre con nosotros, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,20). Su Espíritu nos hace capaces de abrazar a todos para crear comunión en la diversidad, armonizando las diferencias sin nunca imponer una uniformidad que despersonaliza. En el encuentro con la diversidad de los extranjeros, de los migrantes, de los refugiados y en el diálogo intercultural que puede surgir, se nos da la oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente. Por eso, todo bautizado, dondequiera que se encuentre, es miembro de pleno derecho de la comunidad eclesial local, miembro de la única Iglesia, residente en la única casa, componente de la única familia.

Los fieles católicos están llamados a comprometerse, cada uno a partir de la comunidad en la que vive, para que la Iglesia sea siempre más inclusiva, siguiendo la misión que Jesucristo encomendó a los Apóstoles: «Vayan y anuncien que está llegando el Reino de los cielos. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los leprosos y expulsen a los demonios. Lo que han recibido gratis, entréguenlo también gratis» (Mt 10,7-8).

Hoy la Iglesia está llamada a salir a las calles de las periferias existenciales para curar a quien está herido y buscar a quien está perdido, sin prejuicios o miedos, sin proselitismo, pero dispuesta a ensanchar el espacio de su tienda para acoger a todos. Entre los habitantes de las periferias encontraremos a muchos migrantes y refugiados, desplazados y víctimas de la trata, a quienes el Señor quiere que se les manifieste su amor y que se les anuncie su salvación. «Los flujos migratorios contemporáneos constituyen una nueva “frontera” misionera, una ocasión privilegiada para anunciar a Jesucristo y su Evangelio sin moverse del propio ambiente, de dar un testimonio concreto de la fe cristiana en la caridad y en el profundo respeto por otras expresiones religiosas. El encuentro con los migrantes y refugiados de otras confesiones y religiones es un terreno fértil para el desarrollo de un diálogo ecuménico e interreligioso sincero y enriquecedor» (Discurso a los Responsables Nacionales de la Pastoral de Migraciones, 22 de septiembre de 2017).

Un mundo cada vez más inclusivo
A todos los hombres y mujeres del mundo dirijo mi llamamiento a caminar juntos hacia un nosotros cada vez más grande, a recomponer la familia humana, para construir juntos nuestro futuro de justicia y de paz, asegurando que nadie quede excluido.

El futuro de nuestras sociedades es un futuro “lleno de color”, enriquecido por la diversidad y las relaciones interculturales. Por eso debemos aprender hoy a vivir juntos, en armonía y paz. Me es particularmente querida la imagen de los habitantes de Jerusalén que escuchan el anuncio de la salvación el día del “bautismo” de la Iglesia, en Pentecostés, inmediatamente después del descenso del Espíritu Santo: «Partos, medos y elamitas, los que vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y la zona de Libia que limita con Cirene, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos decir en nuestros propios idiomas las grandezas de Dios» (Hch 2,9-11).

Es el ideal de la nueva Jerusalén (cf. Is 60; Ap 21,3), donde todos los pueblos se encuentran unidos, en paz y concordia, celebrando la bondad de Dios y las maravillas de la creación. Pero para alcanzar este ideal, debemos esforzarnos todos para derribar los muros que nos separan y construir puentes que favorezcan la cultura del encuentro, conscientes de la íntima interconexión que existe entre nosotros. En esta perspectiva, las migraciones contemporáneas nos brindan la oportunidad de superar nuestros miedos para dejarnos enriquecer por la diversidad del don de cada uno. Entonces, si lo queremos, podemos transformar las fronteras en lugares privilegiados de encuentro, donde puede florecer el milagro de un nosotros cada vez más grande.

Pido a todos los hombres y mujeres del mundo que hagan un buen uso de los dones que el Señor nos ha confiado para conservar y hacer aún más bella su creación. «Un hombre de familia noble viajó a un país lejano para ser coronado rey y volver como tal. Entonces llamó a diez de sus servidores y les distribuyó diez monedas de gran valor, ordenándoles: “Hagan negocio con el dinero hasta que yo vuelva”» (Lc 19,12-13). ¡El Señor nos pedirá cuentas de nuestras acciones! Pero para que a nuestra casa común se le garantice el cuidado adecuado, tenemos que constituirnos en un nosotros cada vez más grande, cada vez más corresponsable, con la firme convicción de que el bien que hagamos al mundo lo hacemos a las generaciones presentes y futuras. Se trata de un compromiso personal y colectivo, que se hace cargo de todos los hermanos y hermanas que seguirán sufriendo mientras tratamos de lograr un desarrollo más sostenible, equilibrado e inclusivo. Un compromiso que no hace distinción entre autóctonos y extranjeros, entre residentes y huéspedes, porque se trata de un tesoro común, de cuyo cuidado, así como de cuyos beneficios, nadie debe quedar excluido.

El sueño comienza
El profeta Joel preanunció el futuro mesiánico como un tiempo de sueños y de visiones inspiradas por el Espíritu: «derramaré mi espíritu sobre todo ser humano; sus hijos e hijas profetizarán; sus ancianos tendrán sueños, y sus jóvenes, visiones» (3,1). Estamos llamados a soñar juntos. No debemos tener miedo de soñar y de hacerlo juntos como una sola humanidad, como compañeros del mismo viaje, como hijos e hijas de esta misma tierra que es nuestra casa común, todos hermanos y hermanas (cf. Fratellitutti, 8).

Oración

Padre santo y amado,
tu Hijo Jesús nos enseñó
que hay una gran alegría en el cielo
cuando alguien que estaba perdido
es encontrado,
cuando alguien que había sido excluido, rechazado o descartado
es acogido de nuevo en nuestro nosotros,
que se vuelve así cada vez más grande.

Te rogamos que concedas a todos los discípulos de Jesús
y a todas las personas de buena voluntad
la gracia de cumplir tu voluntad en el mundo.
Bendice cada gesto de acogida y de asistencia
que sitúa nuevamente a quien está en el exilio
en el nosotros de la comunidad y de la Iglesia,
para que nuestra tierra pueda ser,
tal y como Tú la creaste,
la casa común de todos los hermanos y hermanas. Amén.

Roma, San Juan de Letrán, 3 de mayo de 2021, Fiesta de los santos apóstoles Felipe y Santiago.

Francisco

A principios de año, en mi discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, señalé entre los retos del mundo contemporáneo el drama de los desplazados internos: «Las fricciones y las emergencias humanitarias, agravadas por las perturbaciones del clima, aumentan el número de desplazados y repercuten sobre personas que ya viven en un estado de pobreza extrema. Muchos países golpeados por estas situaciones carecen de estructuras adecuadas que permitan hacer frente a las necesidades de los desplazados» (9 enero 2020).

La Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral ha publicado las “Orientaciones Pastorales sobre Desplazados Internos” (Ciudad del Vaticano, 5 mayo 2020) un documento que desea inspirar y animar las acciones pastorales de la Iglesia en este ámbito concreto.

Por ello, decidí dedicar este Mensaje al drama de los desplazados internos, un drama a menudo invisible, que la crisis mundial causada por la pandemia del COVID-19 ha agravado. De hecho, esta crisis, debido a su intensidad, gravedad y extensión geográfica, ha empañado muchas otras emergencias humanitarias que afligen a millones de personas, relegando iniciativas y ayudas internacionales, esenciales y urgentes para salvar vidas, a un segundo plano en las agendas políticas nacionales. Pero «este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020).

A la luz de los trágicos acontecimientos que han caracterizado el año 2020, extiendo este Mensaje, dedicado a los desplazados internos, a todos los que han experimentado y siguen aún hoy viviendo situaciones de precariedad, de abandono, de marginación y de rechazo a causa del COVID-19.

Quisiera comenzar refiriéndome a la escena que inspiró al papa Pío XII en la redacción de la Constitución Apostólica Exsul Familia (1 agosto 1952). En la huida a Egipto, el niño Jesús experimentó, junto con sus padres, la trágica condición de desplazado y refugiado, «marcada por el miedo, la incertidumbre, las incomodidades (cf. Mt 2,13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias» (Ángelus, 29 diciembre 2013). Jesús está presente en cada uno de ellos, obligado —como en tiempos de Herodes— a huir para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el rostro de Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y encarcelado, que nos interpela (cf. Mt 25,31-46). Si lo reconocemos, seremos nosotros quienes le agradeceremos el haberlo conocido, amado y servido.

Los desplazados internos nos ofrecen esta oportunidad de encuentro con el Señor, «incluso si a nuestros ojos les cuesta trabajo reconocerlo: con la ropa rota, con los pies sucios, con el rostro deformado, con el cuerpo llagado, incapaz de hablar nuestra lengua» (Homilía, 15 febrero 2019). Se trata de un reto pastoral al que estamos llamados a responder con los cuatro verbos que señalé en el Mensaje para esta misma Jornada en 2018: acoger, proteger, promover e integrar. A estos cuatro, quisiera añadir ahora otras seis parejas de verbos, que se corresponden a acciones muy concretas, vinculadas entre sí en una relación de causa-efecto.

Es necesario conocer para comprender. El conocimiento es un paso necesario hacia la comprensión del otro. Lo enseña Jesús mismo en el episodio de los discípulos de Emaús: «Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acerco? y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (Lc 24,15-16). Cuando hablamos de migrantes y desplazados, nos limitamos con demasiada frecuencia a números. ¡Pero no son números, sino personas! Si las encontramos, podremos conocerlas. Y si conocemos sus historias, lograremos comprender. Podremos comprender, por ejemplo, que la precariedad que hemos experimentado con sufrimiento, a causa de la pandemia, es un elemento constante en la vida de los desplazados.

Hay que hacerse prójimo para servir. Parece algo obvio, pero a menudo no lo es. «Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó» (Lc 10,33-34). Los miedos y los prejuicios —tantos prejuicios—, nos hacen mantener las distancias con otras personas y a menudo nos impiden “acercarnos como prójimos” y servirles con amor. Acercarse al prójimo significa, a menudo, estar dispuestos a correr riesgos, como nos han enseñado tantos médicos y personal sanitario en los últimos meses. Este estar cerca para servir, va más allá del estricto sentido del deber. El ejemplo más grande nos lo dejó Jesús cuando lavó los pies de sus discípulos: se quitó el manto, se arrodilló y se ensució las manos (cf. Jn 13,1-15).

Para reconciliarse se requiere escuchar. Nos lo enseña Dios mismo, que quiso escuchar el gemido de la humanidad con oídos humanos, enviando a su Hijo al mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él […] tenga vida eterna» (Jn 3,16-17). El amor, el que reconcilia y salva, empieza por una escucha activa. En el mundo de hoy se multiplican los mensajes, pero se está perdiendo la capacidad de escuchar. Sólo a través de una escucha humilde y atenta podremos llegar a reconciliarnos de verdad. Durante el 2020, el silencio se apoderó por semanas enteras de nuestras calles. Un silencio dramático e inquietante, que, sin embargo, nos dio la oportunidad de escuchar el grito de los más vulnerables, de los desplazados y de nuestro planeta gravemente enfermo. Y, gracias a esta escucha, tenemos la oportunidad de reconciliarnos con el prójimo, con tantos descartados, con nosotros mismos y con Dios, que nunca se cansa de ofrecernos su misericordia.

Para crecer hay que compartir. Para la primera comunidad cristiana, la acción de compartir era uno de sus pilares fundamentales: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4,32). Dios no quiso que los recursos de nuestro planeta beneficiaran únicamente a unos pocos. ¡No, el Señor no quiso esto! Tenemos que aprender a compartir para crecer juntos, sin dejar fuera a nadie. La pandemia nos ha recordado que todos estamos en el mismo barco. Darnos cuenta que tenemos las mismas preocupaciones y temores comunes, nos ha demostrado, una vez más, que nadie se salva solo. Para crecer realmente, debemos crecer juntos, compartiendo lo que tenemos, como ese muchacho que le ofreció a Jesús cinco panes de cebada y dos peces… ¡Y fueron suficientes para cinco mil personas! (cf. Jn 6,1-15).

Se necesita involucrar para promover. Así hizo Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30). El Señor se acercó, la escuchó, habló a su corazón, para después guiarla hacia la verdad y transformarla en anunciadora de la buena nueva: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?» (v. 29). A veces, el impulso de servir a los demás nos impide ver sus riquezas. Si queremos realmente promover a las personas a quienes ofrecemos asistencia, tenemos que involucrarlas y hacerlas protagonistas de su propio rescate. La pandemia nos ha recordado cuán esencial es la corresponsabilidad y que sólo con la colaboración de todos —incluso de las categorías a menudo subestimadas— es posible encarar la crisis. Debemos «motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad» (Meditación en la Plaza de San Pedro, 27 marzo 2020).

Es indispensable colaborar para construir. Esto es lo que el apóstol san Pablo recomienda a la comunidad de Corinto: «Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir» (1 Co 1,10). La construcción del Reino de Dios es un compromiso común de todos los cristianos y por eso se requiere que aprendamos a colaborar, sin dejarnos tentar por los celos, las discordias y las divisiones. Y en el actual contexto, es necesario reiterar que: «Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas» (Mensaje Urbi et Orbi, 12 abril 2020). Para preservar la casa común y hacer todo lo posible para que se parezca, cada vez más, al plan original de Dios, debemos comprometernos a garantizar la cooperación internacional, la solidaridad global y el compromiso local, sin dejar fuera a nadie.

Quisiera concluir con una oración sugerida por el ejemplo de san José, de manera especial cuando se vio obligado a huir a Egipto para salvar al Niño.

Padre, Tú encomendaste a san José lo más valioso que tenías: el Niño Jesús y su madre, para protegerlos de los peligros y de las amenazas de los malvados.

Concédenos, también a nosotros, experimentar su protección y su ayuda. Él, que padeció el sufrimiento de quien huye a causa del odio de los poderosos, haz que pueda consolar y proteger a todos los hermanos y hermanas que, empujados por las guerras, la pobreza y las necesidades, abandonan su hogar y su tierra, para ponerse en camino, como refugiados, hacia lugares más seguros.

Ayúdalos, por su intercesión, a tener la fuerza para seguir adelante, el consuelo en la tristeza, el valor en la prueba.

Da a quienes los acogen un poco de la ternura de este padre justo y sabio, que amó a Jesús como un verdadero hijo y sostuvo a María a lo largo del camino.

Él, que se ganaba el pan con el trabajo de sus manos, pueda proveer de lo necesario a quienes la vida les ha quitado todo, y darles la dignidad de un trabajo y la serenidad de un hogar.

Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, que san José salvó al huir a Egipto, y por intercesión de la Virgen María, a quien amó como esposo fiel según tu voluntad. Amén.

Roma, San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2020, memoria de la Bienaventurada Virgen María de Fátima.
Francisco

Queridos hermanos y hermanas: El emigrante que reside entre ustedes será para ustedes como un compatriota: lo amarás como a ti mismo, porque ustedes fueron emigrantes en Egipto. Yo soy el Señor su Dios (Lv 19,34). Durante mis primeros años de pontificado he manifestado en repetidas ocasiones cuánto me preocupa la triste situación de tantos emigrantes y refugiados que huyen de las guerras, de las persecuciones, de los desastres naturales y de la pobreza. Se trata indudablemente de un «signo de los tiempos» que, desde mi visita a Lampedusa el 8 de julio de 2013, he intentado leer invocando la luz del Espíritu Santo. Cuando instituí el nuevo Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, quise que una sección especial ?dirigida temporalmente por mí? fuera como una expresión de la solicitud de la Iglesia hacia los emigrantes, los desplazados, los refugiados y las víctimas de la trata. Cada forastero que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica con el extranjero acogido o rechazado en cualquier época de la historia (cf. Mt 25,35.43). A cada ser humano que se ve obligado a dejar su patria en busca de un futuro mejor, el Señor lo confía al amor maternal de la Iglesia.(1) Esta solicitud ha de concretarse en cada etapa de la experiencia migratoria: desde la salida y a lo largo del viaje, desde la llegada hasta el regreso. Es una gran responsabilidad que la Iglesia quiere compartir con todos los creyentes y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que están llamados a responder con generosidad, diligencia, sabiduría y amplitud de miras ?cada uno según sus posibilidades? a los numerosos desafíos planteados por las migraciones contemporáneas. A este respecto, deseo reafirmar que «nuestra respuesta común se podría articular entorno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar».(2) Considerando el escenario actual, acoger significa, ante todo, ampliar las posibilidades para que los emigrantes y refugiados puedan entrar de modo seguro y legal en los países de destino. En ese sentido, sería deseable un compromiso concreto para incrementar y simplificar la concesión de visados por motivos humanitarios y por reunificación familiar. Al mismo tiempo, espero que un mayor número de países adopten programas de patrocinio privado y comunitario, y abran corredores humanitarios para los refugiados más vulnerables. Sería conveniente, además, prever visados temporales especiales para las personas que huyen de los conflictos hacia los países vecinos. Las expulsiones colectivas y arbitrarias de emigrantes y refugiados no son una solución idónea, sobre todo cuando se realizan hacia países que no pueden garantizar el respeto a la dignidad ni a los derechos fundamentales.(3) Vuelvo a subrayar la importancia de ofrecer a los emigrantes y refugiados un alojamiento adecuado y decoroso. «Los programas de acogida extendida, ya iniciados en diferentes lugares, parecen sin embargo facilitar el encuentro personal, permitir una mejor calidad de los servicios y ofrecer mayores garantías de éxito».(4) El principio de la centralidad de la persona humana, expresado con firmeza por mi amado predecesor Benedicto XVI,(5) nos obliga a anteponer siempre la seguridad personal a la nacional. Por tanto, es necesario formar adecuadamente al personal encargado de los controles de las fronteras. Las condiciones de los emigrantes, los solicitantes de asilo y los refugiados, requieren que se les garantice la seguridad personal y el acceso a los servicios básicos. En nombre de la dignidad fundamental de cada persona, es necesario esforzarse para preferir soluciones que sean alternativas a la detención de los que entran en el territorio nacional sin estar autorizados.(6) El segundo verbo, proteger, se conjuga en toda una serie de acciones en defensa de los derechos y de la dignidad de los emigrantes y refugiados, independientemente de su estatus migratorio.(7) Esta protección comienza en su patria y consiste en dar informaciones veraces y ciertas antes de dejar el país, así como en la defensa ante las prácticas de reclutamiento ilegal.(8) En la medida de lo posible, debería continuar en el país de inmigración, asegurando a los emigrantes una adecuada asistencia consular, el derecho a tener siempre consigo los documentos personales de identidad, un acceso equitativo a la justicia, la posibilidad de abrir cuentas bancarias y la garantía de lo básico para la subsistencia vital. Si las capacidades y competencias de los emigrantes, los solicitantes de asilo y los refugiados son reconocidas y valoradas oportunamente, constituirán un verdadero recurso para las comunidades que los acogen.(9) Por tanto, espero que, en el respeto a su dignidad, les sea concedida la libertad de movimiento en los países de acogida, la posibilidad de trabajar y el acceso a los medios de telecomunicación. Para quienes deciden regresar a su patria, subrayo la conveniencia de desarrollar programas de reinserción laboral y social. La Convención internacional sobre los derechos del niño ofrece una base jurídica universal para la protección de los emigrantes menores de edad. Es preciso evitarles cualquier forma de detención en razón de su estatus migratorio y asegurarles el acceso regular a la educación primaria y secundaria. Igualmente es necesario garantizarles la permanencia regular al cumplir la mayoría de edad y la posibilidad de continuar sus estudios. En el caso de los menores no acompañados o separados de su familia es importante prever programas de custodia temporal o de acogida.(10) De acuerdo con el derecho universal a una nacionalidad, todos los niños y niñas la han de tener reconocida y certificada adecuadamente desde el momento del nacimiento. La apatridia en la que se encuentran a veces los emigrantes y refugiados puede evitarse fácilmente por medio de «leyes relativas a la nacionalidad conformes con los principios fundamentales del derecho internacional».(11) El estatus migratorio no debería limitar el acceso a la asistencia sanitaria nacional ni a los sistemas de pensiones, como tampoco a la transferencia de sus contribuciones en el caso de repatriación. Promover quiere decir esencialmente trabajar con el fin de que a todos los emigrantes y refugiados, así como a las comunidades que los acogen, se les dé la posibilidad de realizarse como personas en todas las dimensiones que componen la humanidad querida por el Creador.(12) Entre estas, la dimensión religiosa ha de ser reconocida en su justo valor, garantizando a todos los extranjeros presentes en el territorio la libertad de profesar y practicar la propia fe. Muchos emigrantes y refugiados tienen cualificaciones que hay que certificar y valorar convenientemente. Así como «el trabajo humano está destinado por su naturaleza a unir a los pueblos»,(13) animo a esforzarse en la promoción de la inserción socio-laboral de los emigrantes y refugiados, garantizando a todos ?incluidos los que solicitan asilo? la posibilidad de trabajar, cursos formativos lingüísticos y de ciudadanía activa, como también una información adecuada en sus propias lenguas. En el caso de los emigrantes menores de edad, su participación en actividades laborales ha de ser regulada de manera que se prevengan abusos y riesgos para su crecimiento normal. En el año 2006, Benedicto XVI subrayaba cómo la familia es, en el contexto migratorio, «lugar y recurso de la cultura de la vida y principio de integración de valores».(14) Hay que promover siempre su integridad, favoreciendo la reagrupación familiar ?incluyendo los abuelos, hermanos y nietos?, sin someterla jamás a requisitos económicos. Respecto a emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados con discapacidad hay que asegurarles mayores atenciones y ayudas. Considero dignos de elogio los esfuerzos desplegados hasta ahora por muchos países en términos de cooperación internacional y de asistencia humanitaria. Con todo, espero que en la distribución de esas ayudas se tengan en cuenta las necesidades ?por ejemplo: asistencia médica y social, como también educación? de los países en vías de desarrollo, que reciben importantes flujos de refugiados y emigrantes, y se incluyan de igual modo entre los beneficiarios de las mismas comunidades locales que sufren carestía material y vulnerabilidad.(15) El último verbo, integrar, se pone en el plano de las oportunidades de enriquecimiento intercultural generadas por la presencia de los emigrantes y refugiados. La integración no es «una asimilación, que induce a suprimir o a olvidar la propia identidad cultural. El contacto con el otro lleva, más bien, a descubrir su ?secreto?, a abrirse a él para aceptar sus aspectos válidos y contribuir así a un conocimiento mayor de cada uno. Es un proceso largo, encaminado a formar sociedades y culturas, haciendo que sean cada vez más reflejo de los multiformes dones de Dios a los hombres».(16) Este proceso puede acelerarse mediante el ofrecimiento de la ciudadanía, desligada de los requisitos económicos y lingüísticos, y de vías de regularización extraordinaria, a los emigrantes que puedan demostrar una larga permanencia en el país. Insisto una vez más en la necesidad de favorecer, en cualquier caso, la cultura del encuentro, multiplicando las oportunidades de intercambio cultural, demostrando y difundiendo las «buenas prácticas» de integración, y desarrollando programas que preparen a las comunidades locales para los procesos integrativos. Debo destacar el caso especial de los extranjeros obligados a abandonar el país de inmigración a causa de crisis humanitarias. Estas personas necesitan que se les garantice una asistencia adecuada para la repatriación y programas de reinserción laboral en su patria. De acuerdo con su tradición pastoral, la Iglesia está dispuesta a comprometerse en primera persona para que se lleven a cabo todas las iniciativas que se han propuesto más arriba. Sin embargo, para obtener los resultados esperados es imprescindible la contribución de la comunidad política y de la sociedad civil ?cada una según sus propias responsabilidades?. Durante la Cumbre de las Naciones Unidas, celebrada en Nueva York el 19 de septiembre de 2016, los líderes mundiales han expresado claramente su voluntad de trabajar a favor de los emigrantes y refugiados para salvar sus vidas y proteger sus derechos, compartiendo esta responsabilidad a nivel global. A tal fin, los Estados se comprometieron a elaborar y aprobar antes de finales de 2018 dos pactos globales (Global Compacts), uno dedicado a los refugiados y otro a los emigrantes. Queridos hermanos y hermanas, a la luz de estos procesos iniciados, los próximos meses representan una oportunidad privilegiada para presentar y apoyar las acciones específicas, que he querido concretar en estos cuatro verbos. Los invito, pues, a aprovechar cualquier oportunidad para compartir este mensaje con todos los agentes políticos y sociales que están implicados ?o interesados en participar? en el proceso que conducirá a la aprobación de los dos pactos globales. Hoy, 15 de agosto, celebramos la solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María al Cielo. La Madre de Dios experimentó en sí la dureza del exilio (cf. Mt 2,13-15), acompañó amorosamente al Hijo en su camino hasta el Calvario y ahora comparte eternamente su gloria. A su materna intercesión confiamos las esperanzas de todos los emigrantes y refugiados del mundo y los anhelos de las comunidades que los acogen, para que, de acuerdo con el supremo mandamiento divino, aprendamos todos a amar al otro, al extranjero, como a nosotros mismos. Vaticano, 15 de agosto de 2017 Solemnidad de la Asunción de la Virgen María Francisco Notas (1) Cf. Pío XII, Const. ap. Exsul Familia, Titulus Primus, I. (2) Discurso a los participantes en el Foro Internacional «Migraciones y paz» (21 febrero 2017). (3) Cf. Intervención del Observador Permanente de la Santa Sede en la 103 Sesión del Consejo de la Organización Internacional para las Migraciones (26 noviembre 2013). (4) Discurso a los participantes en el Foro Internacional «Migraciones y paz» (21 febrero 2017). (5) Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate, 47. (6) Cf. Intervención del Observador Permanente de la Santa Sede en la 20 Sesión del Consejo de Derechos Humanos (22 junio 2012). (7) Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate, 62. (8) Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi, 6. (9) Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Mundial sobre la Pastoral de los Emigrantes y los Refugiados (9 noviembre 2009). (10) Cf. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2010; Intervención del Observador Permanente de la Santa Sede en la 26 Sesión Ordinaria del Consejo de los Derechos Humanos. Los derechos humanos de los emigrantes (13 junio 2014). (11) Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes y Pontificio Consejo Cor Unum, Acoger a Cristo en los refugiados y en los desplazados forzosos (2013), 70. (12) Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14. (13) Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 27. (14) Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2007. (15) Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes y Pontificio Consejo Cor Unum, Acoger a Cristo en los refugiados y en los desplazados forzosos (2013), 30-31. (16) Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2005.

Queridos hermanos y hermanas: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9,37; cf. Mt 18,5; Lc 9,48; Jn 13,20). Con estas palabras, los evangelistas recuerdan a la comunidad cristiana una enseñanza de Jesús que apasiona y, a la vez, compromete. Estas palabras en la dinámica de la acogida trazan el camino seguro que conduce a Dios, partiendo de los más pequeños y pasando por el Salvador. Precisamente la acogida es condición necesaria para que este itinerario se concrete: Dios se ha hecho uno de nosotros, en Jesús se ha hecho niño y la apertura a Dios en la fe, que alimenta la esperanza, se manifiesta en la cercanía afectuosa hacia los más pequeños y débiles. La caridad, la fe y la esperanza están involucradas en las obras de misericordia, tanto espirituales como corporales, que hemos redescubierto durante el reciente Jubileo extraordinario. Pero los evangelistas se fijan también en la responsabilidad del que actúa en contra de la misericordia: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar» (Mt 18,6; cf. Mc 9,42; Lc 17,2). ¿Cómo no pensar en esta severa advertencia cuando se considera la explotación ejercida por gente sin escrúpulos, ocasionando daño a tantos niños y niñas, que son iniciados en la prostitución o atrapados en la red de la pornografía, esclavizados por el trabajo de menores o reclutados como soldados, involucrados en el tráfico de drogas y en otras formas de delincuencia, obligados a huir de conflictos y persecuciones, con el riesgo de acabar solos y abandonados? Por eso, con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que se celebra cada año, deseo llamar la atención sobre la realidad de los emigrantes menores de edad, especialmente los que están solos, instando a todos a hacerse cargo de los niños, que se encuentran desprotegidos por tres motivos: porque son menores, extranjeros e indefensos; por diversas razones, son forzados a vivir lejos de su tierra natal y separados del afecto de su familia. Hoy, la emigración no es un fenómeno limitado a algunas zonas del planeta, sino que afecta a todos los continentes y está adquiriendo cada vez más la dimensión de una dramática cuestión mundial. No se trata sólo de personas en busca de un trabajo digno o de condiciones de vida mejor, sino también de hombres y mujeres, ancianos y niños que se ven obligados a abandonar sus casas con la esperanza de salvarse y encontrar en otros lugares paz y seguridad. Son principalmente los niños quienes más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales, factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y fácil lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la privación de los derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia. La edad infantil, por su particular fragilidad, tiene unas exigencias únicas e irrenunciables. En primer lugar, el derecho a un ambiente familiar sano y seguro donde se pueda crecer bajo la guía y el ejemplo de un padre y una madre; además, el derecho-deber de recibir una educación adecuada, sobre todo en la familia y también en la escuela, donde los niños puedan crecer como personas y protagonistas de su propio futuro y del respectivo país. De hecho, en muchas partes del mundo, leer, escribir y hacer cálculos elementales sigue siendo privilegio de unos pocos. Todos los niños tienen derecho a jugar y a realizar actividades recreativas, tienen derecho en definitiva a ser niños. Sin embargo, los niños constituyen el grupo más vulnerable entre los emigrantes, porque, mientras se asoman a la vida, son invisibles y no tienen voz: la precariedad los priva de documentos, ocultándolos a los ojos del mundo; la ausencia de adultos que los acompañen impide que su voz se alce y sea escuchada. De ese modo, los niños emigrantes acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, donde la ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos inocentes, mientras que la red de los abusos a los menores resulta difícil de romper. ¿Cómo responder a esta realidad? En primer lugar, siendo conscientes de que el fenómeno de la emigración no está separado de la historia de la salvación, es más, forma parte de ella. Está conectado a un mandamiento de Dios: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (Ex 22,20); «Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto» (Dt 10,19). Este fenómeno es un signo de los tiempos, un signo que habla de la acción providencial de Dios en la historia y en la comunidad humana con vistas a la comunión universal. Sin ignorar los problemas ni, tampoco, los dramas y tragedias de la emigración, así como las dificultades que lleva consigo la acogida digna de estas personas, la Iglesia anima a reconocer el plan de Dios, incluso en este fenómeno, con la certeza de que nadie es extranjero en la comunidad cristiana, que abraza «todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). Cada uno es valioso, las personas son más importantes que las cosas, y el valor de cada institución se mide por el modo en que trata la vida y la dignidad del ser humano, especialmente en situaciones de vulnerabilidad, como es el caso de los niños emigrantes. También es necesario centrarse en la protección, la integración y en soluciones estables. [c] Ante todo, se trata de adoptar todas las medidas necesarias para que se asegure a los niños emigrantes [c]protección y defensa, ya que «estos chicos y chicas terminan con frecuencia en la calle, abandonados a sí mismos y víctimas de explotadores sin escrúpulos que, más de una vez, los transforman en objeto de violencia física, moral y sexual» (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2008). Por otra parte, la línea divisoria entre la emigración y el tráfico puede ser en ocasiones muy sutil. Hay muchos factores que contribuyen a crear un estado de vulnerabilidad en los emigrantes, especialmente si son niños: la indigencia y la falta de medios de supervivencia ?a lo que habría que añadir las expectativas irreales inducidas por los medios de comunicación?; el bajo nivel de alfabetización; el desconocimiento de las leyes, la cultura y, a menudo, de la lengua de los países de acogida. Esto los hace dependientes física y psicológicamente. Pero el impulso más fuerte hacia la explotación y el abuso de los niños viene a causa de la demanda. Si no se encuentra el modo de intervenir con mayor rigor y eficacia ante los explotadores, no se podrán detener las numerosas formas de esclavitud de las que son víctimas los menores de edad. Es necesario, por tanto, que los inmigrantes, precisamente por el bien de sus hijos, cooperen cada vez más estrechamente con las comunidades que los acogen. Con mucha gratitud miramos a los organismos e instituciones, eclesiales y civiles, que con gran esfuerzo ofrecen tiempo y recursos para proteger a los niños de las distintas formas de abuso. Es importante que se implemente una cooperación cada vez más eficaz y eficiente, basada no sólo en el intercambio de información, sino también en la intensificación de unas redes capaces que puedan asegurar intervenciones tempestivas y capilares. No hay que subestimar el hecho de que la fuerza extraordinaria de las comunidades eclesiales se revela sobre todo cuando hay unidad de oración y comunión en la fraternidad En segundo lugar, es necesario trabajar por la integración de los niños y los jóvenes emigrantes. Ellos dependen totalmente de la comunidad de adultos y, muy a menudo, la falta de recursos económicos es un obstáculo para la adopción de políticas adecuadas de acogida, asistencia e inclusión. En consecuencia, en lugar de favorecer la integración social de los niños emigrantes, o programas de repatriación segura y asistida, se busca sólo impedir su entrada, beneficiando de este modo que se recurra a redes ilegales; o también son enviados de vuelta a su país de origen sin asegurarse de que esto corresponda realmente a su «interés superior». La situación de los emigrantes menores de edad se agrava más todavía cuando se encuentran en situación irregular o cuando son captados por el crimen organizado. Entonces, se les destina con frecuencia a centros de detención. No es raro que sean arrestados y, puesto que no tienen dinero para pagar la fianza o el viaje de vuelta, pueden permanecer por largos períodos de tiempo recluidos, expuestos a abusos y violencias de todo tipo. En esos casos, el derecho de los Estados a gestionar los flujos migratorios y a salvaguardar el bien común nacional se tiene que conjugar con la obligación de resolver y regularizar la situación de los emigrantes menores de edad, respetando plenamente su dignidad y tratando de responder a sus necesidades, cuando están solos, pero también a las de sus padres, por el bien de todo el núcleo familiar. Sigue siendo crucial que se adopten adecuados procedimientos nacionales y planes de cooperación acordados entre los países de origen y los de acogida, para eliminar las causas de la emigración forzada de los niños. En tercer lugar, dirijo a todos un vehemente llamamiento para que se busquen y adopten soluciones permanentes. Puesto que este es un fenómeno complejo, la cuestión de los emigrantes menores de edad se debe afrontar desde la raíz. Las guerras, la violación de los derechos humanos, la corrupción, la pobreza, los desequilibrios y desastres ambientales son parte de las causas del problema. Los niños son los primeros en sufrirlas, padeciendo a veces torturas y castigos corporales, que se unen a las de tipo moral y psíquico, dejándoles a menudo huellas imborrables. Por tanto, es absolutamente necesario que se afronten en los países de origen las causas que provocan la emigración. Esto requiere, como primer paso, el compromiso de toda la Comunidad internacional para acabar con los conflictos y la violencia que obligan a las personas a huir. Además, se requiere una visión de futuro, que sepa proyectar programas adecuados para las zonas afectadas por la inestabilidad y por las más graves injusticias, para que a todos se les garantice el acceso a un desarrollo auténtico que promueva el bien de los niños y niñas, esperanza de la humanidad. Por último, deseo dirigir una palabra a vosotros, que camináis al lado de los niños y jóvenes por los caminos de la emigración: ellos necesitan vuestra valiosa ayuda, y la Iglesia también os necesita y os apoya en el servicio generoso que prestáis. No os canséis de dar con audacia un buen testimonio del Evangelio, que os llama a reconocer y a acoger al Señor Jesús, presente en los más pequeños y vulnerables. Encomiendo a todos los niños emigrantes, a sus familias, sus comunidades y a vosotros, que estáis cerca de ellos, a la protección de la Sagrada Familia de Nazaret, para que vele sobre cada uno y os acompañe en el camino; y junto a mi oración os imparto la Bendición Apostólica. Vaticano, 8 de septiembre de 2016 Francisco

Queridos hermanos y hermanas: En la bula de convocación al Jubileo Extraordinario de la Misericordia recordé que «hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre» (Misericordiae vultus, 3). En efecto, el amor de Dios tiende alcanzar a todos y a cada uno, transformando a aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros brazos que se abren y se estrechan para que quien sea sepa que es amado como hijo y se sienta «en casa» en la única familia humana. De este modo, la premura paterna de Dios es solícita para con todos, como lo hace el pastor con su rebaño, y es particularmente sensible a las necesidades de la oveja herida, cansada o enferma. Jesucristo nos habló así del Padre, para decirnos que él se inclina sobre el hombre llagado por la miseria física o moral y, cuanto más se agravan sus condiciones, tanto más se manifiesta la eficacia de la misericordia divina. En nuestra época, los flujos migratorios están en continuo aumento en todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su propia patria interpelan a cada uno y a las colectividades, desafiando el modo tradicional de vivir y, a veces, trastornando el horizonte cultural y social con el cual se confrontan. Cada vez con mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con atención a los derechos y a los deberes de todos. Más que en tiempos pasados, hoy el Evangelio de la misericordia interpela las conciencias, impide que se habitúen al sufrimiento del otro e indica caminos de respuesta que se fundan en las virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad, desplegándose en las obras de misericordia espirituales y corporales. Sobre la base de esta constatación, he querido que la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2016 sea dedicada al tema: «Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia». Los flujos migratorios son una realidad estructural y la primera cuestión que se impone es la superación de la fase de emergencia para dar espacio a programas que consideren las causas de las migraciones, de los cambios que se producen y de las consecuencias que imprimen rostros nuevos a las sociedades y a los pueblos. Todos los días, sin embargo, las historias dramáticas de millones de hombres y mujeres interpelan a la Comunidad internacional, ante la aparición de inaceptables crisis humanitarias en muchas zonas del mundo. La indiferencia y el silencio abren el camino a la complicidad cuanto vemos como espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias, violencias y naufragios. Sea de grandes o pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde aunque sea sólo una vida. Los emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan una vida mejor lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta distribución de los recursos del planeta, que deberían ser divididos ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada uno de ellos el de mejorar las propias condiciones de vida y el de obtener un honesto y legítimo bienestar para compartir con las personas que aman? En este momento de la historia de la humanidad, fuertemente marcado por las migraciones, la identidad no es una cuestión de importancia secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra de su voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir estos cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el auténtico desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico crecimiento humano, social y espiritual, respetando y promoviendo los valores que hacen al hombre cada vez más hombre en la justa relación con Dios, con los otros y con la creación? En efecto, la presencia de los emigrantes y de los refugiados interpela seriamente a las diversas sociedades que los acogen. Estas deben afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como imprevistos si no son adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo hacer de modo que la integración sea una experiencia enriquecedora para ambos, que abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia? La revelación bíblica anima a la acogida del extranjero, motivándola con la certeza de que haciendo eso se abren las puertas a Dios, y en el rostro del otro se manifiestan los rasgos de Jesucristo. Muchas instituciones, asociaciones, movimientos, grupos comprometidos, organismos diocesanos, nacionales e internacionales viven el asombro y la alegría de la fiesta del encuentro, del intercambio y de la solidaridad. Ellos han reconocido la voz de Jesucristo: «Mira, que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). Y, sin embargo, no cesan de multiplicarse los debates sobre las condiciones y los límites que se han de poner a la acogida, no sólo en las políticas de los Estados, sino también en algunas comunidades parroquiales que ven amenazada la tranquilidad tradicional. Ante estas cuestiones, ¿cómo puede actuar la Iglesia si no inspirándose en el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del Evangelio es la misericordia. En primer lugar, ésta es don de Dios Padre revelado en el Hijo: la misericordia recibida de Dios, en efecto, suscita sentimientos de alegre gratitud por la esperanza que nos ha abierto al misterio de la redención en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además, la solidaridad hacia el prójimo como exigencia de respuesta al amor gratuito de Dios, «que fue derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rm 5,5). Así mismo, cada uno de nosotros es responsable de su prójimo: somos custodios de nuestros hermanos y hermanas, donde quiera que vivan. El cuidar las buenas relaciones personales y la capacidad de superar prejuicios y miedos son ingredientes esenciales para cultivar la cultura del encuentro, donde se está dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los otros. La hospitalidad, de hecho, vive del dar y del recibir. En esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no solamente en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al bienestar y al progreso de todos, de modo particular cuando asumen responsablemente los deberes en relación con quien los acoge, respetando con reconocimiento el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda, obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes. A pesar de todo, no se pueden reducir las migraciones a su dimensión política y normativa, a las implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas diferentes en el mismo territorio. Estos aspectos son complementarios a la defensa y a la promoción de la persona humana, a la cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad, donde el Evangelio de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan y transforman a toda la humanidad. La Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender los derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a no tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen. Este proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de ayudar a los países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se confirma que la solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional y la ecua distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales para actuar en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de donde parten los flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades que inducen a las personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el propio ambiente natural y cultural. En todo caso, es necesario evitar, posiblemente ya en su origen, la huida de los prófugos y los éxodos provocados por la pobreza, por la violencia y por la persecución. Sobre esto es indispensable que la opinión pública sea informada de forma correcta, incluso para prevenir miedos injustificados y especulaciones a costa de los migrantes. Nadie puede fingir de no sentirse interpelado por las nuevas formas de esclavitud gestionada por organizaciones criminales que venden y compran a hombres, mujeres y niños como trabajadores en la construcción, en la agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del mercado. Cuántos menores son aún hoy obligados a alistarse en las milicias que los transforman en niños soldados. Cuántas personas son víctimas del tráfico de órganos, de la mendicidad forzada y de la explotación sexual. Los prófugos de nuestro tiempo escapan de estos crímenes aberrantes, que interpelan a la Iglesia y a la comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las manos abiertas de quien los acoge el rostro del Señor «Padre misericordioso y Dios te toda consolación» (2 Co 1,3). Queridos hermanos y hermanas emigrantes y refugiados. En la raíz del Evangelio de la misericordia el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es acoger a Dios en persona. No se dejen robar la esperanza y la alegría de vivir que brotan de la experiencia de la misericordia de Dios, que se manifiesta en las personas que encuentran a lo largo de su camino. Los encomiendo a la Virgen María, Madre de los emigrantes y de los refugiados, y a san José, que vivieron la amargura de la emigración a Egipto. Encomiendo también a su intercesión a quienes dedican energía, tiempo y recursos al cuidado, tanto pastoral como social, de las migraciones. Sobre todo, les imparto de corazón la Bendición Apostólica. Vaticano, 12 de septiembre de 2015, memoria del Santo Nombre de María Francisco

Queridos hermanos y hermanas: Jesús es «el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 209). Su solicitud especial por los más vulnerables y excluidos nos invita a todos a cuidar a las personas más frágiles y a reconocer su rostro sufriente, sobre todo en las víctimas de las nuevas formas de pobreza y esclavitud. El Señor dice: «Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y med ieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt 25,35-36). Misión de la Iglesia, peregrina en la tierra y madre de todos, es por tanto amar a Jesucristo, adorarlo y amarlo, especialmente en los más pobres y desamparados; entre éstos, están ciertamente los emigrantes y los refugiados, que intentan dejar atrás difíciles condiciones de vida y todo tipo de peligros. Por eso, el lema de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de este año es: Una Iglesia sin fronteras, madre de todos. En efecto, la Iglesia abre sus brazos para acoger a todos los pueblos, sin discriminaciones y sin límites, y para anunciar a todos que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). Después de su muerte y resurrección, Jesús confió a sus discípulos la misión de ser sus testigos y de proclamar el Evangelio de la alegría y de la misericordia. Ellos, el día de Pentecostés, salieron del Cenáculo con valentía y entusiasmo; la fuerza del Espíritu Santo venció sus dudas y vacilaciones, e hizo que cada uno escuchase su anuncio en su propia lengua; así desde el comienzo, la Iglesia es madre con el corazón abierto al mundo entero, sin fronteras. Este mandato abarca una historia de dos milenios, pero ya desde los primeros siglos el anuncio misionero hizo visible la maternidad universal de la Iglesia, explicitada después en los escritos de los Padres y retomada por el Concilio Ecuménico Vaticano II. Los Padres conciliares hablaron de Ecclesia mater para explicar su naturaleza. Efectivamente, la Iglesia engendra hijos e hijas y los incorpora y «los abraza con amor y solicitud como suyos» (Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 14). La Iglesia sin fronteras, madre de todos, extiende por el mundo la cultura de la acogida y de la solidaridad, según la cual nadie puede ser considerado inútil, fuera de lugar o descartable. Si vive realmente su maternidad, la comunidad cristiana alimenta, orienta e indica el camino, acompaña con paciencia, se hace cercana con la oración y con las obras de misericordia. Todo esto adquiere hoy un significado especial. De hecho, en una época de tan vastas migraciones, un gran número de personas deja sus lugares de origen y emprende el arriesgado viaje de la esperanza, con el equipaje lleno de deseos y de temores, a la búsqueda de condiciones de vida más humanas. No es extraño, sin embargo, que estos movimientos migratorios susciten desconfianza y rechazo, también en las comunidades eclesiales, antes incluso de conocer las circunstancias de persecución o de miseria de las personas afectadas. Esos recelos y prejuicios se oponen al mandamiento bíblico de acoger con respeto y solidaridad al extranjero necesitado. Por una parte, oímos en el sagrario de la conciencia la llamada a tocar la miseria humana y a poner en práctica el mandamiento del amor que Jesús nos dejó cuando se identificó con el extranjero, con quien sufre, con cuantos son víctimas inocentes de la violencia y la explotación. Por otra parte, sin embargo, a causa de la debilidad de nuestra naturaleza, ?sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor? (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270). La fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad permite reducir las distancias que nos separan de los dramas humanos. Jesucristo espera siempre que lo reconozcamos en los emigrantes y en los desplazados, en los refugiados y en los exiliados, y asimismo nos llama a compartir nuestros recursos, y en ocasiones a renunciar a nuestro bienestar. Lo recordaba el papa Pablo VI, diciendo que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás» (Carta ap. Octogesima adveniens, 14 mayo 1971, 23). Por lo demás, el carácter multicultural de las sociedades actuales invita a la Iglesia a asumir nuevos compromisos de solidaridad, de comunión y de evangelización. Los movimientos migratorios, de hecho, requieren profundizar y reforzar los valores necesarios para garantizar una convivencia armónica entre las personas y las culturas. Para ello no basta la simple tolerancia, que hace posible el respeto de la diversidad y da paso a diversas formas de solidaridad entre las personas de procedencias y culturas diferentes. Aquí se sitúa la vocación de la Iglesia a superar las fronteras y a favorecer «el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación a una actitud que ponga como fundamento la ?cultura del encuentro?, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno» (Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2014). Sin embargo, los movimientos migratorios han asumido tales dimensiones que sólo una colaboración sistemática y efectiva que implique a los Estados y a las Organizaciones internacionales puede regularlos eficazmente y hacerles frente. En efecto, las migraciones interpelan a todos, no sólo por las dimensiones del fenómeno, sino también «por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional» (Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate, 29 junio 2009, 62). En la agenda internacional tienen lugar frecuentes debates sobre las posibilidades, los métodos y las normativas para afrontar el fenómeno de las migraciones. Hay organismos e instituciones, en el ámbito internacional, nacional y local, que ponen su trabajo y sus energías al servicio de cuantos emigran en busca de una vida mejor. A pesar de sus generosos y laudables esfuerzos, es necesaria una acción más eficaz e incisiva, que se sirva de una red universal de colaboración, fundada en la protección de la dignidad y centralidad de la persona humana. De este modo, será más efectiva la lucha contra el tráfico vergonzoso y delictivo de seres humanos, contra la vulneración de los derechos fundamentales, contra cualquier forma de violencia, vejación y esclavitud. Trabajar juntos requiere reciprocidad y sinergia, disponibilidad y confianza, sabiendo que «ningún país puede afrontar por sí solo las dificultades unidas a este fenómeno que, siendo tan amplio, afecta en este momento a todos los continentes en el doble movimiento de inmigración y emigración» (Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2014). A la globalización del fenómeno migratorio hay que responder con la globalización de la caridad y de la cooperación, para que se humanicen las condiciones de los emigrantes. Al mismo tiempo, es necesario intensificar los esfuerzos para crear las condiciones adecuadas para garantizar una progresiva disminución de las razones que llevan a pueblos enteros a dejar su patria a causa de guerras y carestías, que a menudo se concatenan unas a otras. A la solidaridad con los emigrantes y los refugiados es preciso añadir la voluntad y la creatividad necesarias para desarrollar mundialmente un orden económico-financiero más justo y equitativo, junto con un mayor compromiso por la paz, condición indispensable para un auténtico progreso. Queridos emigrantes y refugiados, ustedes ocuman un lugar especial en el corazón de la Iglesia, y la ayudan a tener un corazón más grande para manifestar su maternidad con toda la familia humana. No pierdan la confianza ni la esperanza. Miremos a la Sagrada Familia exiliada en Egipto: así como en el corazón materno de la Virgen María y en el corazón solícito de san José se mantuvo la confianza en Dios que nunca nos abandona, que no les falte esta misma confianza en el Señor. Los encomiendo a su protección y le imparto de corazón la Bendición Apostólica. Vaticano, 3 de septiembre de 2014 Francisco

Queridos hermanos y hermanas: Nuestras sociedades están experimentando, como nunca antes había sucedido en la historia, procesos de mutua interdependencia e interacción a nivel global, que, si bien es verdad que comportan elementos problemáticos o negativos, tienen el objetivo de mejorar las condiciones de vida de la familia humana, no sólo en el aspecto económico, sino también en el político y cultural. Toda persona pertenece a la humanidad y comparte con la entera familia de los pueblos la esperanza de un futuro mejor. De esta constatación nace el tema que he elegido para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de este año: Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor. Entre los resultados de los cambios modernos, el creciente fenómeno de la movilidad humana emerge como un ?signo de los tiempos?; así lo ha definido el Papa Benedicto XVI (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2006). Si, por un lado, las migraciones ponen de manifiesto frecuentemente las carencias y lagunas de los estados y de la comunidad internacional, por otro, revelan también las aspiraciones de la humanidad de vivir la unidad en el respeto de las diferencias, la acogida y la hospitalidad que hacen posible la equitativa distribución de los bienes de la tierra, la tutela y la promoción de la dignidad y la centralidad de todo ser humano. Desde el punto de vista cristiano, también en los fenómenos migratorios, al igual que en otras realidades humanas, se verifica la tensión entre la belleza de la creación, marcada por la gracia y la redención, y el misterio del pecado. El rechazo, la discriminación y el tráfico de la explotación, el dolor y la muerte se contraponen a la solidaridad y la acogida, a los gestos de fraternidad y de comprensión. Despiertan una gran preocupación sobre todo las situaciones en las que la migración no es sólo forzada, sino que se realiza incluso a través de varias modalidades de trata de personas y de reducción a la esclavitud. El ?trabajo esclavo? es hoy moneda corriente. Sin embargo, y a pesar de los problemas, los riesgos y las dificultades que se deben afrontar, lo que anima a tantos emigrantes y refugiados es el binomio confianza y esperanza; ellos llevan en el corazón el deseo de un futuro mejor, no sólo para ellos, sino también para sus familias y personas queridas. ¿Qué supone la creación de un ?mundo mejor?? Esta expresión no alude ingenuamente a concepciones abstractas o a realidades inalcanzables, sino que orienta más bien a buscar un desarrollo auténtico e integral, a trabajar para que haya condiciones de vida dignas para todos, para que sea respetada, custodiada y cultivada la creación que Dios nos ha entregado. El venerable Pablo VI describía con estas palabras las aspiraciones de los hombres de hoy: «Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más» (Cart. enc. Populorum progressio, 26 marzo 1967, 6). Nuestro corazón desea ?algo más?, que no es simplemente un conocer más o tener más, sino que es sobre todo un ser más. No se puede reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido con frecuencia sin tener en cuenta a las personas más débiles e indefensas. El mundo sólo puede mejorar si la atención primaria está dirigida a la persona, si la promoción de la persona es integral, en todas sus dimensiones, incluida la espiritual; si no se abandona a nadie, comprendidos los pobres, los enfermos, los presos, los necesitados, los forasteros (cf. Mt 25,31-46); si somos capaces de pasar de una cultura del rechazo a una cultura del encuentro y de la acogida. Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser ?algo más?. Es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos. La Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se compromete a comprender las causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar sus efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de origen, tránsito y destino de los movimientos migratorios. Al mismo tiempo que animamos el progreso hacia un mundo mejor, no podemos dejar de denunciar por desgracia el escándalo de la pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación, marginación, planteamientos restrictivos de las libertades fundamentales, tanto de los individuos como de los colectivos, son algunos de los principales elementos de pobreza que se deben superar. Precisamente estos aspectos caracterizan muchas veces los movimientos migratorios, unen migración y pobreza. Para huir de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores posibilidades o salvar su vida, millones de personas comienzan un viaje migratorio y, mientras esperan cumplir sus expectativas, encuentran frecuentemente desconfianza, cerrazón y exclusión, y son golpeados por otras desventuras, con frecuencia muy graves y que hieren su dignidad humana. La realidad de las migraciones, con las dimensiones que alcanza en nuestra época de globalización, pide ser afrontada y gestionada de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar una cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y compasión. Es importante la colaboración a varios niveles, con la adopción, por parte de todos, de los instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona humana. El Papa Benedicto XVI trazó las coordenadas afirmando que: «Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino» (Cart. enc. Caritas in veritate, 19 junio 2009, 62). Trabajar juntos por un mundo mejor exige la ayuda recíproca entre los países, con disponibilidad y confianza, sin levantar barreras infranqueables. Una buena sinergia animará a los gobernantes a afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la globalización sin reglas, que están entre las causas de las migraciones, en las que las personas no son tanto protagonistas como víctimas. Ningún país puede afrontar por sí solo las dificultades unidas a este fenómeno que, siendo tan amplio, afecta en este momento a todos los continentes en el doble movimiento de inmigración y emigración. Es importante subrayar además cómo esta colaboración comienza ya con el esfuerzo que cada país debería hacer para crear mejores condiciones económicas y sociales en su patria, de modo que la emigración no sea la única opción para quien busca paz, justicia, seguridad y pleno respeto de la dignidad humana. Crear oportunidades de trabajo en las economías locales, evitará también la separación de las familias y garantizará condiciones de estabilidad y serenidad para los individuos y las colectividades. Por último, mirando a la realidad de los emigrantes y refugiados, quisiera subrayar un tercer elemento en la construcción de un mundo mejor, y es el de la superación de los prejuicios y preconcepciones en la evaluación de las migraciones. De hecho, la llegada de emigrantes, de prófugos, de los que piden asilo o de refugiados, suscita en las poblaciones locales con frecuencia sospechas y hostilidad. Nace el miedo de que se produzcan convulsiones en la paz social, que se corra el riesgo de perder la identidad o cultura, que se alimente la competencia en el mercado laboral o, incluso, que se introduzcan nuevos factores de criminalidad. Los medios de comunicación social, en este campo, tienen un papel de gran responsabilidad: a ellos compete, en efecto, desenmascarar estereotipos y ofrecer informaciones correctas, en las que habrá que denunciar los errores de algunos, pero también describir la honestidad, rectitud y grandeza de ánimo de la mayoría. En esto se necesita por parte de todos un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación ?que, al final, corresponde a la ?cultura del rechazo?- a una actitud que ponga como fundamento la ?cultura del encuentro?, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor. También los medios de comunicación están llamados a entrar en esta ?conversión de las actitudes? y a favorecer este cambio de comportamiento hacia los emigrantes y refugiados. Pienso también en cómo la Sagrada Familia de Nazaret ha tenido que vivir la experiencia del rechazo al inicio de su camino: María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). Es más, Jesús, María y José han experimentado lo que significa dejar su propia tierra y ser emigrantes: amenazados por el poder de Herodes, fueron obligados a huir y a refugiarse en Egipto (cf. Mt 2,13-14). Pero el corazón materno de María y el corazón atento de José, Custodio de la Sagrada Familia, han conservado siempre la confianza en que Dios nunca les abandonará. Que por su intercesión, esta misma certeza esté siempre firme en el corazón del emigrante y el refugiado. La Iglesia, respondiendo al mandato de Cristo «Id y haced discípulos a todos los pueblos», está llamada a ser el Pueblo de Dios que abraza a todos los pueblos, y lleva a todos los pueblos el anuncio del Evangelio, porque en el rostro de cada persona está impreso el rostro de Cristo. Aquí se encuentra la raíz más profunda de la dignidad del ser humano, que debe ser respetada y tutelada siempre. El fundamento de la dignidad de la persona no está en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase social, de pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) y, más aún, en el ser hijos de Dios; cada ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo. Se trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a los otros a ver en el emigrante y en el refugiado no sólo un problema que debe ser afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio. Las migraciones pueden dar lugar a posibilidades de nueva evangelización, a abrir espacios para que crezca una nueva humanidad, preanunciada en el misterio pascual, una humanidad para la cual cada tierra extranjera es patria y cada patria es tierra extranjera. Queridos emigrantes y refugiados. No perdáis la esperanza de que también para vosotros está reservado un futuro más seguro, que en vuestras sendas podáis encontrar una mano tendida, que podáis experimentar la solidaridad fraterna y el calor de la amistad. A todos vosotros y a aquellos que gastan sus vidas y sus energías a vuestro lado os aseguro mi oración y os imparto de corazón la Bendición Apostólica. Francisco Vaticano, 5 de agosto de 2013