Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber reflexionado, en años anteriores, sobre los verbos “ir, ver” y “escuchar” como condiciones para una buena comunicación, en este Mensaje para la LVII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales quisiera centrarme en “hablar con el corazón”. Es el corazón el que nos ha movido a ir, ver y escuchar; y es el corazón el que nos mueve a una comunicación abierta y acogedora. Tras habernos ejercitado en la escucha –que requiere espera y paciencia, así como la renuncia a afirmar de modo prejuicioso nuestro punto de vista –, podemos entrar en la dinámica del diálogo y el intercambio, que es precisamente la de comunicar cordialmente. Una vez que hayamos escuchado al otro con corazón puro, lograremos hablar «en la verdad y en el amor» (cf. Ef 4,15). No debemos tener miedo a proclamar la verdad, aunque a veces sea incómoda, sino a hacerlo sin caridad, sin corazón. Porque «el programa del cristiano –como escribió Benedicto XVI – es un “corazón que ve”».[1] Un corazón que, con su latido, revela la verdad de nuestro ser, y que por eso hay que escucharlo. Esto lleva a quien escucha a sintonizarse en la misma longitud de onda, hasta el punto de que se llega a sentir en el propio corazón el latido del otro. Entonces se hace posible el milagro del encuentro, que nos permite mirarnos los unos a los otros con compasión, acogiendo con respeto las fragilidades de cada uno, en lugar de juzgar de oídas y sembrar discordia y divisiones.
Jesús nos recuerda que cada árbol se reconoce por su fruto (cf. Lc 6,44), y advierte que «el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno; y el hombre malo, de su mal tesoro saca lo que es malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca» (v. 45). Por eso, para poder comunicar «en la verdad y en el amor» es necesario purificar el corazón. Sólo escuchando y hablando con un corazón puro podemos ver más allá de las apariencias y superar los ruidos confusos que, también en el campo de la información, no nos ayudan a discernir en la complejidad del mundo en que vivimos. La llamada a hablar con el corazón interpela radicalmente nuestro tiempo, tan propenso a la indiferencia y a la indignación, a veces sobre la base de la desinformación, que falsifica e instrumentaliza la verdad.
Comunicar cordialmente
Comunicar cordialmente quiere decir que quien nos lee o nos escucha capta nuestra participación en las alegrías y los miedos, en las esperanzas y en los sufrimientos de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. Quien habla así quiere bien al otro, porque se preocupa por él y custodia su libertad sin violarla. Podemos ver este estilo en el misterioso Peregrino que dialoga con los discípulos que van hacia Emaús después de la tragedia consumada en el Gólgota. Jesús resucitado les habla con el corazón, acompañando con respeto el camino de su dolor, proponiéndose y no imponiéndose, abriéndoles la mente con amor a la comprensión del sentido profundo de lo sucedido. De hecho, ellos pueden exclamar con alegría que el corazón les ardía en el pecho mientras Él conversaba con ellos a lo largo del camino y les explicaba las Escrituras (cf. Lc 24,32).
En un periodo histórico marcado por polarizaciones y contraposiciones –de las que, lamentablemente, la comunidad eclesial no es inmune –, el compromiso por una comunicación “con el corazón y con los brazos abiertos” no concierne exclusivamente a los profesionales de la información, sino que es responsabilidad de cada uno. Todos estamos llamados a buscar y a decir la verdad, y a hacerlo con caridad. A los cristianos, en especial, se nos exhorta continuamente a guardar la lengua del mal (cf. Sal 34,14), ya que, como enseña la Escritura, con la lengua podemos bendecir al Señor y maldecir a los hombres creados a semejanza de Dios (cf. St 3,9). De nuestra boca no deberían salir palabras malas, sino más bien palabras buenas «que resulten edificantes cuando sea necesario y hagan bien a aquellos que las escuchan» (Ef 4,29).
A veces, el hablar amablemente abre una brecha incluso en los corazones más endurecidos. Tenemos prueba de esto en la literatura. Pienso en aquella página memorable del capítulo XXI de Los novios, en el que Lucía habla con el corazón al Innominado hasta que éste, desarmado y atormentado por una benéfica crisis interior, cede a la fuerza gentil del amor. Lo experimentamos en la convivencia cívica, en la que la amabilidad no es solamente cuestión de buenas maneras, sino un verdadero antídoto contra la crueldad que, lamentablemente, puede envenenar los corazones e intoxicar las relaciones. La necesitamos en el ámbito de los medios para que la comunicación no fomente el rencor que exaspera, genera rabia y lleva al enfrentamiento, sino que ayude a las personas a reflexionar con calma, a descifrar, con espíritu crítico y siempre respetuoso, la realidad en la que viven.
La comunicación de corazón a corazón: “Basta amar bien para decir bien”
Uno de los ejemplos más luminosos y, aún hoy, fascinantes de “hablar con el corazón” está representado en san Francisco de Sales, doctor de la Iglesia, a quien he dedicado recientemente la Carta apostólica Totum amoris est, con motivo de los 400 años de su muerte. Junto a este importante aniversario, me gusta recordar, en esta circunstancia, otro que se celebra en este año 2023: el centenario de su proclamación como patrono de los periodistas católicos por parte de Pío XI con la Encíclica Rerum omnium perturbationem. Intelecto brillante, escritor fecundo, teólogo de gran profundidad, Francisco de Sales fue obispo de Ginebra al inicio del s. XVII, en años difíciles, marcados por encendidas disputas con los calvinistas. Su actitud apacible, su humanidad, su disposición a dialogar pacientemente con todos, especialmente con quien lo contradecía, lo convirtieron en un testigo extraordinario del amor misericordioso de Dios. De él se podía decir que «las palabras dulces multiplican los amigos y un lenguaje amable favorece las buenas relaciones» (Si 6,5). Por lo demás, una de sus afirmaciones más célebres, «el corazón habla al corazón», ha inspirado a generaciones de fieles, entre ellos san John Henry Newman, que la eligió como lema, Cor ad cor loquitur. «Basta amar bien para decir bien» era una de sus convicciones. Ello demuestra que para él la comunicación nunca debía reducirse a un artificio –a una estrategia de marketing, diríamos hoy –, sino que tenía que ser el reflejo del ánimo, la superficie visible de un núcleo de amor invisible a los ojos. Para san Francisco de Sales, es precisamente «en el corazón y por medio del corazón donde se realiza ese sutil e intenso proceso unitario en virtud del cual el hombre reconoce a Dios».[2] “Amando bien”, san Francisco logró comunicarse con el sordomudo Martino, haciéndose su amigo; por eso es recordado como el protector de las personas con discapacidades comunicativas.
A partir de este “criterio del amor”, y a través de sus escritos y del testimonio de su vida, el santo obispo de Ginebra nos recuerda que “somos lo que comunicamos”. Una lección que va contracorriente hoy, en un tiempo en el que, como experimentamos sobre todo en las redes sociales, la comunicación frecuentemente se instrumentaliza, para que el mundo nos vea como querríamos ser y no como somos. San Francisco de Sales repartió numerosas copias de sus escritos en la comunidad ginebrina. Esta intuición “periodística” le valió una fama que superó rápidamente el perímetro de su diócesis y que perdura aún en nuestros días. Sus escritos, observó san Pablo VI, suscitan una lectura «sumamente agradable, instructiva, estimulante».[3] Si vemos el panorama de la comunicación actual, ¿no son precisamente estas características las que debería tener un artículo, un reportaje, un servicio radiotelevisivo o un post en las redes sociales? Que los profesionales de la comunicación se sientan inspirados por este santo de la ternura, buscando y contando la verdad con valor y libertad, pero rechazando la tentación de usar expresiones llamativas y agresivas.
Hablar con el corazón en el proceso sinodal
Como he podido subrayar, «también en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros».[4] De una escucha sin prejuicios, atenta y disponible, nace un hablar conforme al estilo de Dios, que se nutre de cercanía, compasión y ternura. En la Iglesia necesitamos urgentemente una comunicación que encienda los corazones, que sea bálsamo sobre las heridas e ilumine el camino de los hermanos y de las hermanas. Sueño una comunicación eclesial que sepa dejarse guiar por el Espíritu Santo, amable y, al mismo tiempo, profética; que sepa encontrar nuevas formas y modalidades para el maravilloso anuncio que está llamada a dar en el tercer milenio. Una comunicación que ponga en el centro la relación con Dios y con el prójimo, especialmente con el más necesitado, y que sepa encender el fuego de la fe en vez de preservar las cenizas de una identidad autorreferencial. Una comunicación cuyas bases sean la humildad en el escuchar y la parresia en el hablar; que no separe nunca la verdad de la caridad.
Desarmar los ánimos promoviendo un lenguaje de paz
«Una lengua suave quiebra hasta un hueso», dice el libro de los Proverbios (25,15). Hablar con el corazón es hoy muy necesario para promover una cultura de paz allí donde hay guerra; para abrir senderos que permitan el diálogo y la reconciliación allí donde el odio y la enemistad causan estragos. En el dramático contexto del conflicto global que estamos viviendo, es urgente afirmar una comunicación no hostil. Es necesario vencer «la costumbre de desacreditar rápidamente al adversario aplicándole epítetos humillantes, en lugar de enfrentar un diálogo abierto y respetuoso».[5] Necesitamos comunicadores dispuestos a dialogar, comprometidos a favorecer un desarme integral y que se esfuercen por desmantelar la psicosis bélica que se anida en nuestros corazones; como exhortaba proféticamente san Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris, la paz «verdaderapuede apoyarseúnicamente en la confianza recíproca» (n. 113). Una confianza que necesita comunicadores no ensimismados, sino audaces y creativos, dispuestos a arriesgarse para hallar un terreno común donde encontrarse. Como hace sesenta años, vivimos una hora oscura en la que la humanidad teme una escalada bélica que se ha de frenar cuanto antes, también a nivel comunicativo. Uno se queda horrorizado al escuchar con qué facilidad se pronuncian palabras que claman por la destrucción de pueblos y territorios. Palabras que, desgraciadamente, se convierten a menudo en acciones bélicas de cruel violencia. He aquí por qué se ha de rechazar toda retórica belicista, así como cualquier forma de propaganda que manipule la verdad, desfigurándola por razones ideológicas. Se debe promover, en cambio, en todos los niveles, una comunicación que ayude a crear las condiciones para resolver las controversias entre los pueblos.
En cuanto cristianos, sabemos que es precisamente la conversión del corazón la que decide el destino de la paz, ya que el virus de la guerra procede del interior del corazón humano.[6] Del corazón brotan las palabras capaces de disipar las sombras de un mundo cerrado y dividido, para edificar una civilización mejor que la que hemos recibido. Es un esfuerzo que se nos pide a cada uno de nosotros, pero que apela especialmente al sentido de responsabilidad de los operadores de la comunicación, a fin de que desarrollen su profesión como una misión.
Que el Señor Jesús, Palabra pura que surge del corazón del Padre, nos ayude a hacer nuestra comunicación libre, limpia y cordial.
Que el Señor Jesús, Palabra que se hizo carne, nos ayude a escuchar el latido de los corazones, para redescubrirnos hermanos y hermanas, y desarmar la hostilidad que nos divide.
Que el Señor Jesús, Palabra de verdad y de amor, nos ayude a decir la verdad en la caridad, para sentirnos custodios los unos de los otros.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2023, memoria de san Francisco de Sales.
Francisco
Notas:
[1] Carta enc. Deus caritas est, 31.
[2] Carta ap. Totum amoris est (28 diciembre 2022).
[3] Epístola ap. Sabaudiae gemma, con motivo del IV Centenario del nacimiento de san Francisco de Sales, doctor de la Iglesia (29 enero 1967).
[4] Mensaje para la LVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (24 enero 2022).
[5] Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 201.
[6] Cf. Mensaje para la 56 Jornada Mundial de la Paz (1 enero 2023).
Queridos hermanos y hermanas:
El año pasado reflexionamos sobre la necesidad de “ir y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”, decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo auténtico.
En efecto, estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil. Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las diversas ofertas de podcast y chataudio, lo que confirma que escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.
A un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo que a menudo permanece escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la información y cuantos prestan un servicio social o político.
Escuchar con los oídos del corazón
En las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo posee el significado de una percepción acústica, sino que está esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema’ Israel - Escucha, Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer mandamiento de la Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que san Pablo afirma que «la fe proviene de la escucha» (Rm 10,17). Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándolo; pero también esta escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como sucede al recién nacido que responde a la mirada y a la voz de la mamá y del papá. De los cinco sentidos, parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá porque es menos invasivo, más discreto que la vista, y por tanto deja al ser humano más libre.
La escucha corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen, y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo.
El hombre, por el contrario, tiende a huir de la relación, a volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener que escuchar. El negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en agresividad hacia el otro, como les sucedió a los oyentes del diácono Esteban, quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos contra él (cf. Hch 7,57).
Así, por una parte está Dios, que siempre se revela comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a quien se le pide que se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.
Por eso Jesús pide a sus discípulos que verifiquen la calidad de su escucha: «Presten atención a la forma en que escuchan» (Lc 8,18); los exhorta de ese modo después de haberles contado la parábola del sembrador, dejando entender que no basta escuchar, sino que hay que hacerlo bien. Sólo da frutos de vida y de salvación quien acoge la Palabra con el corazón “bien dispuesto y bueno” y la custodia fielmente (cf. Lc 8,15). Sólo prestando atención a quién escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría o una técnica, sino la «capacidad del corazón que hace posible la proximidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 171).
Todos tenemos oídos, pero muchas veces incluso quien tiene un oído perfecto no consigue escuchar a los demás. Existe realmente una sordera interior peor que la sordera física. La escucha, en efecto, no tiene que ver solamente con el sentido del oído, sino con toda la persona. La verdadera sede de la escucha es el corazón. El rey Salomón, a pesar de ser muy joven, demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera «un corazón capaz de escuchar» (1 Re 3,9). Y san Agustín invitaba a escuchar con el corazón (corde audire), a acoger las palabras no exteriormente en los oídos, sino espiritualmente en el corazón: «No tengan el corazón en los oídos, sino los oídos en el corazón»[1]. Y san Francisco de Asís exhortaba a sus hermanos a «inclinar el oído del corazón»[2].
La primera escucha que hay que redescubrir cuando se busca una comunicación verdadera es la escucha de sí mismo, de las propias exigencias más verdaderas, aquellas que están inscritas en lo íntimo de toda persona. Y no podemos sino escuchar lo que nos hace únicos en la creación: el deseo de estar en relación con los otros y con el Otro. No estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.
La escucha como condición de la buena comunicación
Existe un uso del oído que no es verdadera escucha, sino lo contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una tentación siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales, parece haberse agudizado, es la de escuchar a escondidas y espiar, instrumentalizando a los demás para nuestro interés. Por el contrario, lo que hace la comunicación buena y plenamente humana es precisamente la escucha de quien tenemos delante, cara a cara, la escucha del otro a quien nos acercamos con apertura leal, confiada y honesta.
Lamentablemente, la falta de escucha, que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente también en la vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al público con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro y trata de hacer que se comprenda la complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la Iglesia, se forman bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo ocupan contraposiciones estériles.
En realidad, en muchos de nuestros diálogos no nos comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando que el otro termine de hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala el filósofo Abraham Kaplan[3], el diálogo es un “duálogo”, un monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación, en cambio, tanto el tú como el yo están “en salida”, tienden el uno hacia el otro.
Escuchar es, por tanto, el primer e indispensable ingrediente del diálogo y de la buena comunicación. No se comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen periodismo sin la capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida, equilibrada y completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo. Para contar un evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber sabido escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias hipótesis de partida.
En efecto, solamente si se sale del monólogo se puede llegar a esa concordancia de voces que es garantía de una verdadera comunicación. Escuchar diversas fuentes, “no conformarnos con lo primero que encontramos” –como enseñan los profesionales expertos– asegura fiabilidad y seriedad a las informaciones que transmitimos. Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento, que aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de voces.
Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo que requiere la escucha? Un gran diplomático de la Santa Sede, el cardenal Agostino Casaroli, hablaba del “martirio de la paciencia”, necesario para escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con los interlocutores más difíciles, con el fin de obtener el mayor bien posible en condiciones de limitación de la libertad. Pero también en situaciones menos difíciles, la escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de dejarse sorprender por la verdad –aunque sea tan sólo un fragmento de la verdad– de la persona que estamos escuchando. Sólo el asombro permite el conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira el mundo que lo rodea con los ojos muy abiertos. Escuchar con esta disposición de ánimo –el asombro del niño con la consciencia de un adulto– es un enriquecimiento, porque siempre habrá alguna cosa, aunque sea mínima, que puedo aprender del otro y aplicar a mi vida.
La capacidad de escuchar a la sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga pandemia. Mucha desconfianza acumulada precedentemente hacia la “información oficial” ha causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez más difícil hacer creíble y transparente el mundo de la información. Es preciso disponer el oído y escuchar en profundidad, especialmente el malestar social acrecentado por la disminución o el cese de muchas actividades económicas.
También la realidad de las migraciones forzadas es un problema complejo, y nadie tiene la receta lista para resolverlo. Repito que, para vencer los prejuicios sobre los migrantes y ablandar la dureza de nuestros corazones, sería necesario tratar de escuchar sus historias, dar un nombre y una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos periodistas ya lo hacen. Y muchos otros lo harían si pudieran. ¡Alentémoslos! ¡Escuchemos estas historias! Después, cada uno será libre de sostener las políticas migratorias que considere más adecuadas para su país. Pero, en cualquier caso, ante nuestros ojos ya no tendremos números o invasores peligrosos, sino rostros e historias de personas concretas, miradas, esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres que hay que escuchar.
Escucharse en la Iglesia
También en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos olvidamos que el servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es el oyente por excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con los oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios»[4]. El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar a Dios[5].
En la acción pastoral, la obra más importante es “el apostolado del oído”. Escuchar antes de hablar, como exhorta el apóstol Santiago: «Cada uno debe estar pronto a escuchar, pero ser lento para hablar» (1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para escuchar a las personas es el primer gesto de caridad.
Hace poco ha comenzado un proceso sinodal. Oremos para que sea una gran ocasión de escucha recíproca. La comunión no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un coro, la unidad no requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces, polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces y en relación a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de las voces.
Conscientes de participar en una comunión que nos precede y nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada uno puede cantar con su propia voz acogiendo las de los demás como un don, para manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2022, Memoria de san Francisco de Sales.
Francisco
Notas:
[1] «Nolite habere cor in auribus, sed aures in corde» (Sermo 380, 1: Nuova Biblioteca Agostiniana 34, 568).
[2]Carta a toda la Orden: Fuentes Franciscanas, 216.
[3] Cf. The life of dialogue, en J. D. Roslansky ed., Communication. A discussion at the Nobel Conference, North-Holland Publishing Company - Amsterdam 1969, 89-108.
[4] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad, Sígueme, Salamanca 2003, 92.
[5] Cf. ibíd., 90-91.
Queridos hermanos y hermanas:
La invitación a “ir y ver” que acompaña los primeros y emocionantes encuentros de Jesús con los discípulos, es también el método de toda comunicación humana auténtica. Para poder relatar la verdad de la vida que se hace historia (cf. Mensaje para la 54.ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 enero 2020) es necesario salir de la cómoda presunción del “como es ya sabido” y ponerse en marcha, ir a ver, estar con las personas, escucharlas, recoger las sugestiones de la realidad, que siempre nos sorprenderá en cualquier aspecto. «Abre pasmosamente tus ojos a lo que veas y deja que se te llene de sabia y frescura el cuenco de las manos, para que los otros puedan tocar ese milagro de la vida palpitante cuando te lean», aconsejaba el beato Manuel Lozano Garrido[1] a sus compañeros periodistas. Deseo, por lo tanto, dedicar el Mensaje de este año a la llamada a “ir y ver”, como sugerencia para toda expresión comunicativa que quiera ser límpida y honesta: en la redacción de un periódico como en el mundo de la web, en la predicación ordinaria de la Iglesia como en la comunicación política o social. “Ven y lo verás” es el modo con el que se ha comunicado la fe cristiana, a partir de los primeros encuentros en las orillas del río Jordán y del lago de Galilea.
Desgastar las suelas de los zapatos
Pensemos en el gran tema de la información. Opiniones atentas se lamentan desde hace tiempo del riesgo de un aplanamiento en los “periódicos fotocopia” o en los noticieros de radio y televisión y páginas web que son sustancialmente iguales, donde el género de la investigación y del reportaje pierden espacio y calidad en beneficio de una información preconfeccionada, “de palacio”, autorreferencial, que es cada vez menos capaz de interceptar la verdad de las cosas y la vida concreta de las personas, y ya no sabe recoger ni los fenómenos sociales más graves ni las energías positivas que emanan de las bases de la sociedad. La crisis del sector editorial puede llevar a una información construida en las redacciones, frente al ordenador, en los terminales de las agencias, en las redes sociales, sin salir nunca a la calle, sin “desgastar las suelas de los zapatos”, sin encontrar a las personas para buscar historias o verificar de visu ciertas situaciones. Si no nos abrimos al encuentro, permaneceremos como espectadores externos, a pesar de las innovaciones tecnológicas que tienen la capacidad de ponernos frente a una realidad aumentada en la que nos parece estar inmersos. Cada instrumento es útil y valioso sólo si nos empuja a ir y a ver la realidad que de otra manera no sabríamos, si pone en red conocimientos que de otro modo no circularían, si permite encuentros que de otra forma no se producirían.
Esos detalles de crónica en el Evangelio
A los primeros discípulos que quieren conocerlo, después del bautismo en el río Jordán, Jesús les responde: «Vengan y lo verán» (Jn 1,39), invitándolos a vivir su relación con Él. Más de medio siglo después, cuando Juan, muy anciano, escribe su Evangelio, recuerda algunos detalles “de crónica” que revelan su presencia en el lugar y el impacto que aquella experiencia tuvo en su vida: «Era como la hora décima», anota, es decir, las cuatro de la tarde (cf. v. 39). El día después –relata de nuevo Juan– Felipe comunica a Natanael el encuentro con el Mesías. Su amigo es escéptico: «¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?». Felipe no trata de convencerlo con razonamientos: «Ven y lo verás», le dice (cf. vv. 45-46). Natanael va y ve, y desde aquel momento su vida cambia. La fe cristiana inicia así. Y se comunica así: como un conocimiento directo, nacido de la experiencia, no de oídas. «Ya no creemos por lo que tú nos dijiste, sino porque nosotros mismos lo hemos oído», dice la gente a la Samaritana, después de que Jesús se detuvo en su pueblo (cf. Jn 4,39-42). El “ven y lo verás” es el método más sencillo para conocer una realidad. Es la verificación más honesta de todo anuncio, porque para conocer es necesario encontrar, permitir que aquel que tengo de frente me hable, dejar que su testimonio me alcance.
Gracias a la valentía de tantos periodistas
También el periodismo, como relato de la realidad, requiere la capacidad de ir allá donde nadie va: un movimiento y un deseo de ver. Una curiosidad, una apertura, una pasión. Gracias a la valentía y al compromiso de tantos profesionales –periodistas, camarógrafos, montadores, directores que a menudo trabajan corriendo grandes riesgos– hoy conocemos, por ejemplo, las difíciles condiciones de las minorías perseguidas en varias partes del mundo; los innumerables abusos e injusticias contra los pobres y contra la creación que se han denunciado; las muchas guerras olvidadas que se han contado. Sería una pérdida no sólo para la información, sino para toda la sociedad y para la democracia si estas voces desaparecieran: un empobrecimiento para nuestra humanidad.
Numerosas realidades del planeta, más aún en este tiempo de pandemia, dirigen al mundo de la comunicación la invitación a “ir y ver”. Existe el riesgo de contar la pandemia, y cada crisis, sólo desde los ojos del mundo más rico, de tener una “doble contabilidad”. Pensemos en la cuestión de las vacunas, como en los cuidados médicos en general, en el riesgo de exclusión de las poblaciones más indigentes. ¿Quién nos hablará de la espera de curación en los pueblos más pobres de Asia, de América Latina y de África? Así, las diferencias sociales y económicas a nivel planetario corren el riesgo de marcar el orden de la distribución de las vacunas contra el COVID. Con los pobres siempre como los últimos y el derecho a la salud para todos, afirmado como un principio, vaciado de su valor real. Pero también en el mundo de los más afortunados el drama social de las familias que han caído rápidamente en la pobreza queda en gran parte escondido: hieren y no son noticia las personas que, venciendo a la vergüenza, hacen cola delante de los centros de Cáritas para recibir un paquete de alimentos.
Oportunidades e insidias en la web
La red, con sus innumerables expresiones sociales, puede multiplicar la capacidad de contar y de compartir: tantos ojos más abiertos sobre el mundo, un flujo continuo de imágenes y testimonios. La tecnología digital nos da la posibilidad de una información de primera mano y oportuna, a veces muy útil: pensemos en ciertas emergencias con ocasión de las cuales las primeras noticias y también las primeras comunicaciones de servicio a las poblaciones viajan precisamente en la web. Es un instrumento formidable, que nos responsabiliza a todos como usuarios y como consumidores. Potencialmente todos podemos convertirnos en testigos de eventos que de otra forma los medios tradicionales pasarían por alto, dar nuestra contribución civil, hacer que emerjan más historias, también positivas. Gracias a la red tenemos la posibilidad de relatar lo que vemos, lo que sucede frente a nuestros ojos, de compartir testimonios.
Pero ya se han vuelto evidentes para todos también los riesgos de una comunicación social carente de controles. Hemos descubierto, ya desde hace tiempo, cómo las noticias y las imágenes son fáciles de manipular, por miles de motivos, a veces sólo por un banal narcisismo. Esta conciencia crítica empuja no a demonizar el instrumento, sino a una mayor capacidad de discernimiento y a un sentido de la responsabilidad más maduro, tanto cuando se difunden, como cuando se reciben los contenidos. Todos somos responsables de la comunicación que hacemos, de las informaciones que damos, del control que juntos podemos ejercer sobre las noticias falsas, desenmascarándolas. Todos estamos llamados a ser testigos de la verdad: a ir, ver y compartir.
Nada reemplaza el hecho de ver en persona
En la comunicación, nada puede sustituir completamente el hecho de ver en persona. Algunas cosas se pueden aprender sólo con la experiencia. No se comunica, de hecho, solamente con las palabras, sino con los ojos, con el tono de la voz, con los gestos. La fuerte atracción que ejercía Jesús en quienes lo encontraban dependía de la verdad de su predicación, pero la eficacia de lo que decía era inseparable de su mirada, de sus actitudes y también de sus silencios. Los discípulos no escuchaban sólo sus palabras, lo miraban hablar. De hecho, en Él –el Logos encarnado– la Palabra se hizo Rostro, el Dios invisible se dejó ver, oír y tocar, como escribe el propio Juan (cf. 1 Jn 1,1-3). La palabra es eficaz solamente si se “ve”, sólo si te involucra en una experiencia, en un diálogo. Por este motivo el “ven y lo verás” era y es esencial.
Pensemos en cuánta elocuencia vacía abunda también en nuestro tiempo, en cualquier ámbito de la vida pública, tanto en el comercio como en la política. «Sabe hablar sin cesar y no decir nada. Sus razones son dos granos de trigo en dos fanegas de paja. Se debe buscar todo el día para encontrarlos y cuando se encuentran, no valen la pena de la búsqueda»[2]. Las palabras mordaces del dramaturgo inglés también valen para nuestros comunicadores cristianos. La buena nueva del Evangelio se difundió en el mundo gracias a los encuentros de persona a persona, de corazón a corazón. Hombres y mujeres que aceptaron la misma invitación: “Ven y lo verás”, y quedaron impresionados por el “plus” de humanidad que se transparentaba en su mirada, en la palabra y en los gestos de personas que daban testimonio de Jesucristo. Todos los instrumentos son importantes y aquel gran comunicador que se llamaba Pablo de Tarso hubiera utilizado el correo electrónico y los mensajes de las redes sociales; pero fue su fe, su esperanza y su caridad lo que impresionó a los contemporáneos que lo escucharon predicar y tuvieron la fortuna de pasar tiempo con él, de verlo durante una asamblea o en una charla individual. Verificaban, viéndolo en acción en los lugares en los que se encontraba, lo verdadero y fructuoso que era para la vida el anuncio de salvación del que era portador por la gracia de Dios. Y también allá donde este colaborador de Dios no podía ser encontrado en persona, su modo de vivir en Cristo fue atestiguado por los discípulos que enviaba (cf. 1 Co 4,17).
«En nuestras manos hay libros, en nuestros ojos hechos», afirmaba san Agustín[3] exhortando a encontrar en la realidad el cumplimiento de las profecías presentes en las Sagradas Escrituras. Así, el Evangelio se repite hoy cada vez que recibimos el testimonio límpido de personas cuya vida ha cambiado por el encuentro con Jesús. Desde hace más de dos mil años es una cadena de encuentros la que comunica la fascinación de la aventura cristiana. El desafío que nos espera es, por lo tanto, el de comunicar encontrando a las personas donde están y como son.
Señor, enséñanos a salir de nosotros mismos,
y a encaminarnos hacia la búsqueda de la verdad.
Enséñanos a ir y ver,
enséñanos a escuchar,
a no cultivar prejuicios,
a no sacar conclusiones apresuradas.
Enséñanos a ir allá donde nadie quiere ir,
a tomarnos el tiempo para entender,
a prestar atención a lo esencial,
a no dejarnos distraer por lo superfluo,
a distinguir la apariencia engañosa de la verdad.
Danos la gracia de reconocer tus moradas en el mundo
y la honestidad de contar lo que hemos visto.
Roma, San Juan de Letrán, 23 de enero de 2021, Vigilia de la Memoria de San Francisco de Sales.
Francisco
Notas:
[1] Periodista español, que nació en 1920 y falleció en 1971; fue beatificado en 2010.
[2] W. Shakespeare, El Mercader de Venecia, Acto I, Escena I.
[3]Sermón 360/B, 20.
Quiero dedicar el Mensaje de este año al tema de la narración, porque creo que para no perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que construyan, no que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y la fuerza para avanzar juntos. En medio de la confusión de las voces y de los mensajes que nos rodean, necesitamos una narración humana, que nos hable de nosotros y de la belleza que poseemos. Una narración que sepa mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos con otros.
1. Tejer historias
El hombre es un ser narrador. Desde la infancia tenemos hambre de historias como tenemos hambre de alimentos. Ya sean en forma de cuentos, de novelas, de películas, de canciones, de noticias…, las historias influyen en nuestra vida, aunque no seamos conscientes de ello. A menudo decidimos lo que está bien o mal hacer basándonos en los personajes y en las historias que hemos asimilado. Los relatos nos enseñan; plasman nuestras convicciones y nuestros comportamientos; nos pueden ayudar a entender y a decir quiénes somos.
El hombre no es solamente el único ser que necesita vestirse para cubrir su vulnerabilidad (cf. Gn 3,21), sino que también es el único ser que necesita “revestirse” de historias para custodiar su propia vida. No tejemos sólo ropas, sino también relatos: de hecho, la capacidad humana de “tejer” implica tanto a los tejidos como a los textos. Las historias de cada época tienen un “telar” común: la estructura prevé “héroes”, también actuales, que para llevar a cabo un sueño se enfrentan a situaciones difíciles, luchan contra el mal empujados por una fuerza que les da valentía, la del amor. Sumergiéndonos en las historias, podemos encontrar motivaciones heroicas para enfrentar los retos de la vida.
El hombre es un ser narrador porque es un ser en realización, que se descubre y se enriquece en las tramas de sus días. Pero, desde el principio, nuestro relato se ve amenazado: en la historia serpentea el mal.
2. No todas las historias son buenas
«El día en que comáis de él, […] seréis como Dios» (cf. Gn 3,5). La tentación de la serpiente introduce en la trama de la historia un nudo difícil de deshacer. “Si posees, te convertirás, alcanzarás...”, susurra todavía hoy quien se sirve del llamado storytelling con fines instrumentales. Cuántas historias nos narcotizan, convenciéndonos de que necesitamos continuamente tener, poseer, consumir para ser felices. Casi no nos damos cuenta de cómo nos volvemos ávidos de chismes y de habladurías, de cuánta violencia y falsedad consumimos. A menudo, en los telares de la comunicación, en lugar de relatos constructivos, que son un aglutinante de los lazos sociales y del tejido cultural, se fabrican historias destructivas y provocadoras, que desgastan y rompen los hilos frágiles de la convivencia. Recopilando información no contrastada, repitiendo discursos triviales y falsamente persuasivos, hostigando con proclamas de odio, no se teje la historia humana, sino que se despoja al hombre de la dignidad.
Pero mientras que las historias utilizadas con fines instrumentales y de poder tienen una vida breve, una buena historia es capaz de trascender los límites del espacio y del tiempo. A distancia de siglos sigue siendo actual, porque alimenta la vida. En una época en la que la falsificación es cada vez más sofisticada y alcanza niveles exponenciales (el deepfake), necesitamos sabiduría para recibir y crear relatos bellos, verdaderos y buenos. Necesitamos valor para rechazar los que son falsos y malvados. Necesitamos paciencia y discernimiento para redescubrir historias que nos ayuden a no perder el hilo entre las muchas laceraciones de hoy; historias que saquen a la luz la verdad de lo que somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana.
3. La Historia de las historias
La Sagrada Escritura es una Historia de historias. ¡Cuántas vivencias, pueblos, personas nos presenta! Nos muestra desde el principio a un Dios que es creador y narrador al mismo tiempo. En efecto, pronuncia su Palabra y las cosas existen (cf. Gn 1). A través de su narración Dios llama a las cosas a la vida y, como colofón, crea al hombre y a la mujer como sus interlocutores libres, generadores de historia junto a Él. En un salmo, la criatura le dice al Creador: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque son admirables tus obras […], no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra» (139,13-15). No nacemos realizados, sino que necesitamos constantemente ser “tejidos” y “bordados”. La vida nos fue dada para invitarnos a seguir tejiendo esa “obra admirable” que somos.
En este sentido, la Biblia es la gran historia de amor entre Dios y la humanidad. En el centro está Jesús: su historia lleva al cumplimiento el amor de Dios por el hombre y, al mismo tiempo, la historia de amor del hombre por Dios. El hombre será llamado así, de generación en generación, a contar y a grabar en su memoria los episodios más significativos de esta Historia de historias, los que puedan comunicar el sentido de lo sucedido.
El título de este Mensaje está tomado del libro del Éxodo, relato bíblico fundamental, en el que Dios interviene en la historia de su pueblo. De hecho, cuando los hijos de Israel estaban esclavizados clamaron a Dios, Él los escuchó y rememoró: «Dios se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se fijó en los hijos de Israel y se les apareció» (Ex 2, 24-25). De la memoria de Dios brota la liberación de la opresión, que tiene lugar a través de signos y prodigios. Es entonces cuando el Señor revela a Moisés el sentido de todos estos signos: «Para que puedas contar [y grabar en la memoria] de tus hijos y nietos […] los signos que realicé en medio de ellos. Así sabréis que yo soy el Señor» (Ex 10,2). La experiencia del Éxodo nos enseña que el conocimiento de Dios se transmite sobre todo contando, de generación en generación, cómo Él sigue haciéndose presente. El Dios de la vida se comunica contando la vida.
El mismo Jesús hablaba de Dios no con discursos abstractos, sino con parábolas, narraciones breves, tomadas de la vida cotidiana. Aquí la vida se hace historia y luego, para el que la escucha, la historia se hace vida: esa narración entra en la vida de quien la escucha y la transforma.
No es casualidad que también los Evangelios sean relatos. Mientras nos informan sobre Jesús, nos “performan”[1] a Jesús, nos conforman a Él: el Evangelio pide al lector que participe en la misma fe para compartir la misma vida. El Evangelio de Juan nos dice que el Narrador por excelencia –el Verbo, la Palabra– se hizo narración: «El Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado» (cf. Jn 1,18). He usado el término “contado” porque el original exeghésato puede traducirse sea como “revelado” que como “contado”. Dios se ha entretejido personalmente en nuestra humanidad, dándonos así una nueva forma de tejer nuestras historias.
4. Una historia que se renueva
La historia de Cristo no es patrimonio del pasado, es nuestra historia, siempre actual. Nos muestra que a Dios le importa tanto el hombre, nuestra carne, nuestra historia, hasta el punto de hacerse hombre, carne e historia. También nos dice que no hay historias humanas insignificantes o pequeñas. Después de que Dios se hizo historia, toda historia humana es, de alguna manera, historia divina. En la historia de cada hombre, el Padre vuelve a ver la historia de su Hijo que bajó a la tierra. Toda historia humana tiene una dignidad que no puede suprimirse. Por lo tanto, la humanidad se merece relatos que estén a su altura, a esa altura vertiginosa y fascinante a la que Jesús la elevó.
Escribía san Pablo: «Sois carta de Cristo […] escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2 Co 3,3). El Espíritu Santo, el amor de Dios, escribe en nosotros. Y, al escribir dentro, graba en nosotros el bien, nos lo recuerda. Re-cordar significa efectivamente llevar al corazón, “escribir” en el corazón. Por obra del Espíritu Santo cada historia, incluso la más olvidada, incluso la que parece estar escrita con los renglones más torcidos, puede volverse inspirada, puede renacer como una obra maestra, convirtiéndose en un apéndice del Evangelio. Como las Confesiones de Agustín. Como El Relato del Peregrino de Ignacio. Como la Historia de un alma de Teresita del Niño Jesús. Como Los Novios, como Los Hermanos Karamazov. Como tantas innumerables historias que han escenificado admirablemente el encuentro entre la libertad de Dios y la del hombre. Cada uno de nosotros conoce diferentes historias que huelen a Evangelio, que han dado testimonio del Amor que transforma la vida. Estas historias requieren que se las comparta, se las cuente y se las haga vivir en todas las épocas, con todos los lenguajes y por todos los medios.
5. Una historia que nos renueva
En todo gran relato entra en juego el nuestro. Mientras leemos la Escritura, las historias de los santos, y también esos textos que han sabido leer el alma del hombre y sacar a la luz su belleza, el Espíritu Santo es libre de escribir en nuestro corazón, renovando en nosotros la memoria de lo que somos a los ojos de Dios. Cuando rememoramos el amor que nos creó y nos salvó, cuando ponemos amor en nuestras historias diarias, cuando tejemos de misericordia las tramas de nuestros días, entonces pasamos página. Ya no estamos anudados a los recuerdos y a las tristezas, enlazados a una memoria enferma que nos aprisiona el corazón, sino que abriéndonos a los demás, nos abrimos a la visión misma del Narrador. Contarle a Dios nuestra historia nunca es inútil; aunque la crónica de los acontecimientos permanezca inalterada, cambian el sentido y la perspectiva. Contarse al Señor es entrar en su mirada de amor compasivo hacia nosotros y hacia los demás. A Él podemos narrarle las historias que vivimos, llevarle a las personas, confiarle las situaciones. Con Él podemos anudar el tejido de la vida, remendando los rotos y los jirones. ¡Cuánto lo necesitamos todos!
Con la mirada del Narrador —el único que tiene el punto de vista final— nos acercamos luego a los protagonistas, a nuestros hermanos y hermanas, actores a nuestro lado de la historia de hoy. Sí, porque nadie es un extra en el escenario del mundo y la historia de cada uno está abierta a la posibilidad de cambiar. Incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio.
No se trata, pues, de seguir la lógica del storytelling, ni de hacer o hacerse publicidad, sino de rememorar lo que somos a los ojos de Dios, de dar testimonio de lo que el Espíritu escribe en los corazones, de revelar a cada uno que su historia contiene obras maravillosas. Para ello, nos encomendamos a una mujer que tejió la humanidad de Dios en su seno y –dice el Evangelio– entretejió todo lo que le sucedía. La Virgen María lo guardaba todo, meditándolo en su corazón (cf. Lc 2,19). Pidamos ayuda a aquella que supo deshacer los nudos de la vida con la fuerza suave del amor:
Oh María, mujer y madre, tú tejiste en tu seno la Palabra divina, tú narraste con tu vida las obras magníficas de Dios. Escucha nuestras historias, guárdalas en tu corazón y haz tuyas esas historias que nadie quiere escuchar. Enséñanos a reconocer el hilo bueno que guía la historia. Mira el cúmulo de nudos en que se ha enredado nuestra vida, paralizando nuestra memoria. Tus manos delicadas pueden deshacer cualquier nudo. Mujer del Espíritu, madre de la confianza, inspíranos también a nosotros. Ayúdanos a construir historias de paz, historias de futuro. Y muéstranos el camino para recorrerlas juntos.
Roma, junto a San Juan de Letrán, 24 de enero de 2020, fiesta de san Francisco de Sales.
Francisco
[1] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 2: «El mensaje cristiano no era sólo “informativo”, sino “performativo”. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida».
Queridos hermanos y hermanas: Desde que internet ha estado disponible, la Iglesia siempre ha intentado promover su uso al servicio del encuentro entre las personas y de la solidaridad entre todos. Con este Mensaje, quisiera invitarles una vez más a reflexionar sobre el fundamento y la importancia de nuestro estar-en-relación; y a redescubrir, en la vastedad de los desafíos del contexto comunicativo actual, el deseo del hombre que no quiere permanecer en su propia soledad. Las metáforas de la ?red? y de la ?comunidad? El ambiente mediático es hoy tan omnipresente que resulta muy difícil distinguirlo de la esfera de la vida cotidiana. La red es un recurso de nuestro tiempo. Constituye una fuente de conocimientos y de relaciones hasta hace poco inimaginable. Sin embargo, a causa de las profundas transformaciones que la tecnología ha impreso en las lógicas de producción, circulación y disfrute de los contenidos, numerosos expertos han subrayado los riesgos que amenazan la búsqueda y la posibilidad de compartir una información auténtica a escala global. Internet representa una posibilidad extraordinaria de acceso al saber; pero también es cierto que se ha manifestado como uno de los lugares más expuestos a la desinformación y a la distorsión consciente y planificada de los hechos y de las relaciones interpersonales, que a menudo asumen la forma del descrédito. Hay que reconocer que, por un lado, las redes sociales sirven para que estemos más en contacto, nos encontremos y ayudemos los unos a los otros; pero por otro, se prestan también a un uso manipulador de los datos personales con la finalidad de obtener ventajas políticas y económicas, sin el respeto debido a la persona y a sus derechos. Entre los más jóvenes, las estadísticas revelan que uno de cada cuatro chicos se ha visto envuelto en episodios de acoso cibernético. (1) Ante la complejidad de este escenario, puede ser útil volver a reflexionar sobre la metáfora de la red que fue propuesta al principio como fundamento de internet, para redescubrir sus potencialidades positivas. La figura de la red nos invita a reflexionar sobre la multiplicidad de recorridos y nudos que aseguran su resistencia sin que haya un centro, una estructura de tipo jerárquico, una organización de tipo vertical. La red funciona gracias a la coparticipación de todos los elementos. La metáfora de la red, trasladada a la dimensión antropológica, nos recuerda otra figura llena de significados: la comunidad. Cuanto más cohesionada y solidaria es una comunidad, cuanto más está animada por sentimientos de confianza y persigue objetivos compartidos, mayor es su fuerza. La comunidad como red solidaria precisa de la escucha recíproca y del diálogo basado en el uso responsable del lenguaje. Es evidente que, en el escenario actual, la social network community no es automáticamente sinónimo de comunidad. En el mejor de los casos, las comunidades de las redes sociales consiguen dar prueba de cohesión y solidaridad; pero a menudo se quedan solamente en agregaciones de individuos que se agrupan en torno a intereses o temas caracterizados por vínculos débiles. Además, la identidad en las redes sociales se basa demasiadas veces en la contraposición frente al otro, frente al que no pertenece al grupo: este se define a partir de lo que divide en lugar de lo que une, dejando espacio a la sospecha y a la explosión de todo tipo de prejuicios (étnicos, sexuales, religiosos y otros). Esta tendencia alimenta grupos que excluyen la heterogeneidad, que favorecen, también en el ambiente digital, un individualismo desenfrenado, terminando a veces por fomentar espirales de odio. Lo que debería ser una ventana abierta al mundo se convierte así en un escaparate en el que exhibir el propio narcisismo. La red constituye una ocasión para favorecer el encuentro con los demás, pero puede también potenciar nuestro autoaislamiento, como una telaraña que atrapa. Los jóvenes son los más expuestos a la ilusión de pensar que las redes sociales satisfacen completamente en el plano relacional; se llega así al peligroso fenómeno de los jóvenes que se convierten en ?ermitaños sociales?, con el consiguiente riesgo de apartarse completamente de la sociedad. Esta dramática dinámica pone de manifiesto un grave desgarro en el tejido relacional de la sociedad, una laceración que no podemos ignorar. Esta realidad multiforme e insidiosa plantea diversas cuestiones de carácter ético, social, jurídico, político y económico; e interpela también a la Iglesia. Mientras los gobiernos buscan vías de reglamentación legal para salvar la visión original de una red libre, abierta y segura, todos tenemos la posibilidad y la responsabilidad de favorecer su uso positivo. Está claro que no basta con multiplicar las conexiones para que aumente la comprensión recíproca. ¿Cómo reencontrar la verdadera identidad comunitaria siendo conscientes de la responsabilidad que tenemos unos con otros también en la red? ?Somos miembros unos de otros? Se puede esbozar una posible respuesta a partir de una tercera metáfora, la del cuerpo y los miembros, que san Pablo usa para hablar de la relación de reciprocidad entre las personas, fundada en un organismo que las une. «Por lo tanto, dejaos de mentiras, y hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros unos de otros» (Ef 4,25). El ser miembros unos de otros es la motivación profunda con la que el Apóstol exhorta a abandonar la mentira y a decir la verdad: la obligación de custodiar la verdad nace de la exigencia de no desmentir la recíproca relación de comunión. De hecho, la verdad se revela en la comunión. En cambio, la mentira es el rechazo egoísta del reconocimiento de la propia pertenencia al cuerpo; es el no querer donarse a los demás, perdiendo así la única vía para encontrarse a uno mismo. La metáfora del cuerpo y los miembros nos lleva a reflexionar sobre nuestra identidad, que está fundada en la comunión y la alteridad. Como cristianos, todos nos reconocemos miembros del único cuerpo del que Cristo es la cabeza. Esto nos ayuda a ver a las personas no como competidores potenciales, sino a considerar incluso a los enemigos como personas. Ya no hay necesidad del adversario para autodefinirse, porque la mirada de inclusión que aprendemos de Cristo nos hace descubrir la alteridad de un modo nuevo, como parte integrante y condición de la relación y de la proximidad. Esta capacidad de comprensión y de comunicación entre las personas humanas tiene su fundamento en la comunión de amor entre las Personas divinas. Dios no es soledad, sino comunión; es amor, y, por ello, comunicación, porque el amor siempre comunica, es más, se comunica a sí mismo para encontrar al otro. Para comunicar con nosotros y para comunicarse a nosotros, Dios se adapta a nuestro lenguaje, estableciendo en la historia un verdadero diálogo con la humanidad (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 2). En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. «Nada es tan específico de nuestra naturaleza ?afirma san Basilio? como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros».(2) El contexto actual nos llama a todos a invertir en las relaciones, a afirmar también en la red y mediante la red el carácter interpersonal de nuestra humanidad. Los cristianos estamos llamados con mayor razón, a manifestar esa comunión que define nuestra identidad de creyentes. Efectivamente, la fe misma es una relación, un encuentro; y mediante el impulso del amor de Dios podemos comunicar, acoger, comprender y corresponder al don del otro. La comunión a imagen de la Trinidad es lo que distingue precisamente la persona del individuo. De la fe en un Dios que es Trinidad se sigue que para ser yo mismo necesito al otro. Soy verdaderamente humano, verdaderamente personal, solamente si me relaciono con los demás. El término persona, de hecho, denota al ser humano como ?rostro? dirigido hacia el otro, que interactúa con los demás. Nuestra vida crece en humanidad al pasar del carácter individual al personal. El auténtico camino de humanización va desde el individuo que percibe al otro como rival, hasta la persona que lo reconoce como compañero de viaje. Del ?like? al ?amén? La imagen del cuerpo y de los miembros nos recuerda que el uso de las redes sociales es complementario al encuentro en carne y hueso, que se da a través del cuerpo, el corazón, los ojos, la mirada, la respiración del otro. Si se usa la red como prolongación o como espera de ese encuentro, entonces no se traiciona a sí misma y sigue siendo un recurso para la comunión. Si una familia usa la red para estar más conectada y luego se encuentra en la mesa y se mira a los ojos, entonces es un recurso. Si una comunidad eclesial coordina sus actividades a través de la red, para luego celebrar la Eucaristía juntos, entonces es un recurso. Si la red me proporciona la ocasión para acercarme a historias y experiencias de belleza o de sufrimiento físicamente lejanas de mí, para rezar juntos y buscar juntos el bien en el redescubrimiento de lo que nos une, entonces es un recurso. Podemos pasar así del diagnóstico al tratamiento: abriendo el camino al diálogo, al encuentro, a la sonrisa, a la caricia... Esta es la red que queremos. Una red hecha no para atrapar, sino para liberar, para custodiar una comunión de personas libres. La Iglesia misma es una red tejida por la comunión eucarística, en la que la unión no se funda sobre los ?like? sino sobre la verdad, sobre el ?amén? con el que cada uno se adhiere al Cuerpo de Cristo acogiendo a los demás. Vaticano, 24 de enero de 2019 Fiesta de San Francisco de Sales Francisco Notas: (1) Para reaccionar ante este fenómeno, se instituirá un Observador internacional sobre el acoso cibernético con sede en el Vaticano. (2) Regole ampie, III, 1: PG 31, 917; cf. Benedicto XVI, Mensaje para la 43 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (2009).
Queridos hermanos y hermanas: En el proyecto de Dios, la comunicación humana es una modalidad esencial para vivir la comunión. El ser humano, imagen y semejanza del Creador, es capaz de expresar y compartir la verdad, el bien, la belleza. Es capaz de contar su propia experiencia y describir el mundo, y de construir así la memoria y la comprensión de los acontecimientos. Pero el hombre, si sigue su propio egoísmo orgulloso, puede también hacer un mal uso de la facultad de comunicar, como muestran desde el principio los episodios bíblicos de Caín y Abel, y de la Torre de Babel (cf. Gn 4,1-16; 11,1-9). La alteración de la verdad es el síntoma típico de tal distorsión, tanto en el plano individual como en el colectivo. Por el contrario, en la fidelidad a la lógica de Dios, la comunicación se convierte en lugar para expresar la propia responsabilidad en la búsqueda de la verdad y en la construcción del bien. Hoy, en un contexto de comunicación cada vez más veloz e inmersos dentro de un sistema digital, asistimos al fenómeno de las noticias falsas, las llamadas «fake news». Dicho fenómeno nos llama a la reflexión; por eso he dedicado este mensaje al tema de la verdad, como ya hicieron en diversas ocasiones mis predecesores a partir de Pablo VI (cf. Mensaje de 1972: «Los instrumentos de comunicación social al servicio de la verdad»). Quisiera ofrecer de este modo una aportación al esfuerzo común para prevenir la difusión de las noticias falsas, y para redescubrir el valor de la profesión periodística y la responsabilidad personal de cada uno en la comunicación de la verdad. 1. ¿Qué hay de falso en las «noticias falsas»? «Fake news» es un término discutido y también objeto de debate. Generalmente alude a la desinformación difundida online o en los medios de comunicación tradicionales. Esta expresión se refiere, por tanto, a informaciones infundadas, basadas en datos inexistentes o distorsionados, que tienen como finalidad engañar o incluso manipular al lector para alcanzar determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u obtener ganancias económicas. La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza mimética, es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segundo lugar, estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el sentido de que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios poniendo el acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un tejido social, y se apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el ansia, el desprecio, la rabia y la frustración. Su difusión puede contar con el uso manipulador de las redes sociales y de las lógicas que garantizan su funcionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar de carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que incluso los desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que producen. La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se debe asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de ambientes digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y opiniones divergentes. El resultado de esta lógica de la desinformación es que, en lugar de realizar una sana comparación con otras fuentes de información, lo que podría poner en discusión positivamente los prejuicios y abrir un diálogo constructivo, se corre el riesgo de convertirse en actores involuntarios de la difusión de opiniones sectarias e infundadas. El drama de la desinformación es el desacreditar al otro, el presentarlo como enemigo, hasta llegar a la demonización que favorece los conflictos. Las noticias falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro de la arrogancia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad. 2. ¿Cómo podemos reconocerlas? Ninguno de nosotros puede eximirse de la responsabilidad de hacer frente a estas falsedades. No es tarea fácil, porque la desinformación se basa frecuentemente en discursos heterogéneos, intencionadamente evasivos y sutilmente engañosos, y se sirve a veces de mecanismos refinados. Por eso son loables las iniciativas educativas que permiten aprender a leer y valorar el contexto comunicativo, y enseñan a no ser divulgadores inconscientes de la desinformación, sino activos en su desvelamiento. Son asimismo encomiables las iniciativas institucionales y jurídicas encaminadas a concretar normas que se opongan a este fenómeno, así como las que han puesto en marcha las compañías tecnológicas y de medios de comunicación, dirigidas a definir nuevos criterios para la verificación de las identidades personales que se esconden detrás de millones de perfiles digitales. Pero la prevención y la identificación de los mecanismos de la desinformación requieren también un discernimiento atento y profundo. En efecto, se ha de desenmascarar la que se podría definir como la «lógica de la serpiente», capaz de camuflarse en todas partes y morder. Se trata de la estrategia utilizada por la «serpiente astuta» de la que habla el Libro del Génesis, la cual, en los albores de la humanidad, fue la artífice de la primera fake news (cf. Gn 3,1-15), que llevó a las trágicas consecuencias del pecado, y que se concretizaron luego en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y en otras innumerables formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad y la creación. La estrategia de este hábil «padre de la mentira» (Jn 8,44) es la mímesis, una insidiosa y peligrosa seducción que se abre camino en el corazón del hombre con argumentaciones falsas y atrayentes. En la narración del pecado original, el tentador, efectivamente, se acerca a la mujer fingiendo ser su amigo e interesarse por su bien, y comienza su discurso con una afirmación verdadera, pero sólo en parte:«¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,1). En realidad, lo que Dios había dicho a Adán no era que no comieran de ningún árbol, sino tan solo de un árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás» (Gn 2,17). La mujer, respondiendo, se lo explica a la serpiente, pero se deja atraer por su provocación: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: ?No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis?» (Gn 3,2). Esta respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: habiendo dado credibilidad al falsario y dejándose seducir por su versión de los hechos, la mujer se deja engañar. Por eso, enseguida presta atención cuando le asegura: «No, no moriréis» (v. 4). Luego, la deconstrucción del tentador asume una apariencia creíble: «Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (v. 5). Finalmente, se llega a desacreditar la recomendación paternal de Dios, que estaba dirigida al bien, para seguir la seductora incitación del enemigo: «La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable» (v. 6). Este episodio bíblico revela por tanto un hecho esencial para nuestro razonamiento: ninguna desinformación es inocua; por el contrario, fiarse de lo que es falso produce consecuencias nefastas. Incluso una distorsión de la verdad aparentemente leve puede tener efectos peligrosos. De lo que se trata, de hecho, es de nuestra codicia. Las fake news se convierten a menudo en virales, es decir, se difunden de modo veloz y difícilmente manejable, no a causa de la lógica de compartir que caracteriza a las redes sociales, sino más bien por la codicia insaciable que se enciende fácilmente en el ser humano. Las mismas motivaciones económicas y oportunistas de la desinformación tienen su raíz en la sed de poder, de tener y de gozar que en último término nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico que el de sus manifestaciones individuales: el del mal que se mueve de falsedad en falsedad para robarnos la libertad del corazón. He aquí porqué educar en la verdad significa educar para saber discernir, valorar y ponderar los deseos y las inclinaciones que se mueven dentro de nosotros, para no encontrarnos privados del bien «cayendo» en cada tentación. 3. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32) La continua contaminación a través de un lenguaje engañoso termina por ofuscar la interioridad de la persona. Dostoyevski escribió algo interesante en este sentido: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega al punto de no poder distinguir la verdad, ni dentro de sí mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a perder el respeto a sí mismo y a los demás. Luego, como ya no estima a nadie, deja también de amar, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos; y por culpa de sus vicios, se hace como una bestia. Y todo esto deriva del continuo mentir a los demás y a sí mismo» (Los hermanos Karamazov, II,2). Entonces, ¿cómo defendernos? El antídoto más eficaz contra el virus de la falsedad es dejarse purificar por la verdad. En la visión cristiana, la verdad no es sólo una realidad conceptual que se refiere al juicio sobre las cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas. La verdad no es solamente el sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la realidad», como lleva a pensar el antiguo término griego que la designa, aletheia (de a-lethès, «no escondido»). La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz ?aman, de la cual procede también el Amén litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, «verdadero», es el Dios vivo. He aquí la afirmación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). El hombre, por tanto, descubre y redescubre la verdad cuando la experimenta en sí mismo como fidelidad y fiabilidad de quien lo ama. Sólo esto libera al hombre: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Liberación de la falsedad y búsqueda de la relación: he aquí los dos ingredientes que no pueden faltar para que nuestras palabras y nuestros gestos sean verdaderos, auténticos, dignos de confianza. Para discernir la verdad es preciso distinguir lo que favorece la comunión y promueve el bien, y lo que, por el contrario, tiende a aislar, dividir y contraponer. La verdad, por tanto, no se alcanza realmente cuando se impone como algo extrínseco e impersonal; en cambio, brota de relaciones libres entre las personas, en la escucha recíproca. Además, nunca se deja de buscar la verdad, porque siempre está al acecho la falsedad, también cuando se dicen cosas verdaderas. Una argumentación impecable puede apoyarse sobre hechos innegables, pero si se utiliza para herir a otro y desacreditarlo a los ojos de los demás, por más que parezca justa, no contiene en sí la verdad. Por sus frutos podemos distinguir la verdad de los enunciados: si suscitan polémica, fomentan divisiones, infunden resignación; o si, por el contrario, llevan a la reflexión consciente y madura, al diálogo constructivo, a una laboriosidad provechosa. 4. La paz es la verdadera noticia El mejor antídoto contra las falsedades no son las estrategias, sino las personas, personas que, libres de la codicia, están dispuestas a escuchar, y permiten que la verdad emerja a través de la fatiga de un diálogo sincero; personas que, atraídas por el bien, se responsabilizan en el uso del lenguaje. Si el camino para evitar la expansión de la desinformación es la responsabilidad, quien tiene un compromiso especial es el que por su oficio tiene la responsabilidad de informar, es decir: el periodista, custodio de las noticias. Este, en el mundo contemporáneo, no realiza sólo un trabajo, sino una verdadera y propia misión. Tiene la tarea, en el frenesí de las noticias y en el torbellino de las primicias, de recordar que en el centro de la noticia no está la velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las personas. Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por eso la verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien que generan confianza y abren caminos de comunión y de paz. Por lo tanto, deseo dirigir un llamamiento a promover un periodismo de paz, sin entender con esta expresión un periodismo «buenista» que niegue la existencia de problemas graves y asuma tonos empalagosos. Me refiero, por el contrario, a un periodismo sin fingimientos, hostil a las falsedades, a eslóganes efectistas y a declaraciones altisonantes; un periodismo hecho por personas para personas, y que se comprende como servicio a todos, especialmente a aquellos ?y son la mayoría en el mundo? que no tienen voz; un periodismo que no queme las noticias, sino que se esfuerce en buscar las causas reales de los conflictos, para favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través de la puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en indicar soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia verbal. Por eso, inspirándonos en una oración franciscana, podríamos dirigirnos a la Verdad en persona de la siguiente manera: Señor, haznos instrumentos de tu paz. Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no crea comunión. Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios. Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas. Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean semillas de bien para el mundo: donde hay ruido, haz que practiquemos la escucha; donde hay confusión, haz que inspiremos armonía; donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad; donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir; donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad; donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdaderos; donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza; donde hay agresividad, haz que llevemos respeto; donde hay falsedad, haz que llevemos verdad. Amén. Francisco
Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno). Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza. Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación. Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia». La buena noticia La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la realidad con «las lentes» adecuadas? Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de Jesús. Esta buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las tinieblas y la muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance de todos. Se trata de una esperanza que no defrauda ?porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)? y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir. La confianza en la semilla del Reino Para iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34). Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino, no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las imágenes ?más que los conceptos? las que comuniquen la paradójica belleza de la vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa la semilla en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, la semilla brota y crece» (Mc 4,26-27). El Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio. Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría del Reino. Los horizontes del Espíritu La esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús nos hace elevar la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de la fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad nueva, redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8). La confianza en la semilla del Reino de Dios y en la lógica de la Pascua configura también nuestra manera de comunicar. Esa confianza nos hace capaces de trabajar ?en las múltiples formas en que se lleva a cabo hoy la comunicación? con la convicción de que es posible descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el rostro de cada persona. Quien se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad, reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo, está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos «canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y esperanza. Vaticano, 24 de enero de 2017 Francisco «
Queridos hermanos y hermanas: El Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar sobre la relación entre la comunicación y la misericordia. En efecto, la Iglesia, unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso, está llamada a vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El amor, por su naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al aislamiento. Y si nuestro corazón y nuestros gestos están animados por la caridad, por el amor divino, nuestra comunicación será portadora de la fuerza de Dios. Como hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos, sin exclusión. En particular, es característico del lenguaje y de las acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos. La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es hermoso ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto es posible tanto en el mundo físico como en el digital. Por tanto, que las palabras y las acciones sean apropiadas para ayudarnos a salir de los círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que siguen enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se propone hacer crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el mal, trata de no romper nunca la relación y la comunicación. Quisiera, por tanto, invitar a las personas de buena voluntad a descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades. Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse. Esto vale también para las relaciones entre los pueblos. En todos estos casos la misericordia es capaz de activar un nuevo modo de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó Shakespeare: «La misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la concede y al que la recibe» (El mercader de Venecia, Acto IV, Escena I). Es deseable que también el lenguaje de la política y de la diplomacia se deje inspirar por la misericordia, que nunca da nada por perdido. Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a que estén siempre atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a quienes han cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de aprovechar estas situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la desconfianza, del miedo, del odio. Se necesita, sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia procesos de reconciliación. Y es precisamente esa audacia positiva y creativa la que ofrece verdaderas soluciones a antiguos conflictos así como la oportunidad de realizar una paz duradera. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. [?] Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,7.9). Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores y material de desecho. La misericordia puede ayudar a mitigar las adversidades de la vida y a ofrecer calor a quienes han conocido sólo la frialdad del juicio. Que el estilo de nuestra comunicación sea tal, que supere la lógica que separa netamente los pecadores de los justos. Nosotros podemos y debemos juzgar situaciones de pecado ?violencia, corrupción, explotación, etc.?, pero no podemos juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer en profundidad sus corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se equivoca, denunciando la maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con el fin de liberar a las víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan nos recuerda que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad es, en definitiva, Cristo mismo, cuya dulce misericordia es el modelo para nuestro modo de anunciar la verdad y condenar la injusticia. Nuestra primordial tarea es afirmar la verdad con amor (cf. Ef 4,15). Sólo palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes querríamos conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su sentido de negación y de defensa. Algunos piensan que una visión de la sociedad enraizada en la misericordia es injustificadamente idealista o excesivamente indulgente. Pero probemos a reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de relación en el seno de la familia. Los padres nos han amado y apreciado más por lo que somos que por nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los padres quieren naturalmente lo mejor para sus propios hijos, pero su amor nunca está condicionado por el alcance de los objetivos. La casa paterna es el lugar donde siempre eres acogido (cf. Lc 15,11-32). Quisiera alentar a todos a pensar en la sociedad humana, no como un espacio en el que los extraños compiten y buscan prevalecer, sino más bien como una casa o una familia, donde la puerta está siempre abierta y en la que sus miembros se acogen mutuamente. Para esto es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos permite asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de espectadores, usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser capaces de compartir preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de cualquier presunción de omnipotencia y de poner humildemente las propias capacidades y los propios dones al servicio del bien común. Escuchar nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos. Escuchar significa prestar atención, tener deseo de comprender, de valorar, respetar, custodiar la palabra del otro. En la escucha se origina una especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro con el otro que me habla (cf. Ex 3,5). Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que se ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo. También los correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los foros pueden ser formas de comunicación plenamente humanas. No es la tecnología la que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien los medios a su disposición. Las redes sociales son capaces de favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad, pero también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de encuentro, donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa discusión o un linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la misericordia «nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae vultus, 23). También en red se construye una verdadera ciudadanía. El acceso a las redes digitales lleva consigo una responsabilidad por el otro, que no vemos pero que es real, tiene una dignidad que debe ser respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una sociedad sana y abierta a la puesta en común. La comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un alargamiento de los horizontes para muchas personas. Esto es un don de Dios, y es también una gran responsabilidad. Me gusta definir este poder de la comunicación como «proximidad». El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad. Vaticano, 24 de enero de 2016 Francisco
Queridos hermanos y hermanas: El Año Santo de la Misericordia nos invita a reflexionar sobre la relación entre la comunicación y la misericordia. En efecto, la Iglesia, unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso, está llamada a vivir la misericordia como rasgo distintivo de todo su ser y actuar. Lo que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos. El amor, por su naturaleza, es comunicación, lleva a la apertura, no al aislamiento. Y si nuestro corazón y nuestros gestos están animados por la caridad, por el amor divino, nuestra comunicación será portadora de la fuerza de Dios. Como hijos de Dios estamos llamados a comunicar con todos, sin exclusión. En particular, es característico del lenguaje y de las acciones de la Iglesia transmitir misericordia, para tocar el corazón de las personas y sostenerlas en el camino hacia la plenitud de la vida, que Jesucristo, enviado por el Padre, ha venido a traer a todos. Se trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado, ese calor que da contenido a las palabras de la fe y que enciende, en la predicación y en el testimonio, la «chispa» que los hace vivos. La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad. Es hermoso ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto es posible tanto en el mundo físico como en el digital. Por tanto, que las palabras y las acciones sean apropiadas para ayudarnos a salir de los círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que siguen enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con mensajes de odio. La palabra del cristiano, sin embargo, se propone hacer crecer la comunión e, incluso cuando debe condenar con firmeza el mal, trata de no romper nunca la relación y la comunicación. Quisiera, por tanto, invitar a las personas de buena voluntad a descubrir el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas y de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades. Todos sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse. Esto vale también para las relaciones entre los pueblos. En todos estos casos la misericordia es capaz de activar un nuevo modo de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó Shakespeare: «La misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición: bendice al que la concede y al que la recibe» (El mercader de Venecia, Acto IV, Escena I). Es deseable que también el lenguaje de la política y de la diplomacia se deje inspirar por la misericordia, que nunca da nada por perdido. Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a que estén siempre atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a quienes han cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de aprovechar estas situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la desconfianza, del miedo, del odio. Se necesita, sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia procesos de reconciliación. Y es precisamente esa audacia positiva y creativa la que ofrece verdaderas soluciones a antiguos conflictos así como la oportunidad de realizar una paz duradera. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. [?] Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,7.9). Cómo desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro servicio de pastores de la Iglesia, nunca expresara el orgullo soberbio del triunfo sobre el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores y material de desecho. La misericordia puede ayudar a mitigar las adversidades de la vida y a ofrecer calor a quienes han conocido sólo la frialdad del juicio. Que el estilo de nuestra comunicación sea tal, que supere la lógica que separa netamente los pecadores de los justos. Nosotros podemos y debemos juzgar situaciones de pecado ?violencia, corrupción, explotación, etc.?, pero no podemos juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer en profundidad sus corazones. Nuestra tarea es amonestar a quien se equivoca, denunciando la maldad y la injusticia de ciertos comportamientos, con el fin de liberar a las víctimas y de levantar al caído. El evangelio de Juan nos recuerda que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Esta verdad es, en definitiva, Cristo mismo, cuya dulce misericordia es el modelo para nuestro modo de anunciar la verdad y condenar la injusticia. Nuestra primordial tarea es afirmar la verdad con amor (cf. Ef 4,15). Sólo palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes querríamos conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su sentido de negación y de defensa. Algunos piensan que una visión de la sociedad enraizada en la misericordia es injustificadamente idealista o excesivamente indulgente. Pero probemos a reflexionar sobre nuestras primeras experiencias de relación en el seno de la familia. Los padres nos han amado y apreciado más por lo que somos que por nuestras capacidades y nuestros éxitos. Los padres quieren naturalmente lo mejor para sus propios hijos, pero su amor nunca está condicionado por el alcance de los objetivos. La casa paterna es el lugar donde siempre eres acogido (cf. Lc 15,11-32). Quisiera alentar a todos a pensar en la sociedad humana, no como un espacio en el que los extraños compiten y buscan prevalecer, sino más bien como una casa o una familia, donde la puerta está siempre abierta y en la que sus miembros se acogen mutuamente. Para esto es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos permite asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de espectadores, usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser capaces de compartir preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de cualquier presunción de omnipotencia y de poner humildemente las propias capacidades y los propios dones al servicio del bien común. Escuchar nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos. Escuchar significa prestar atención, tener deseo de comprender, de valorar, respetar, custodiar la palabra del otro. En la escucha se origina una especie de martirio, un sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto realizado por Moisés ante la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el «terreno sagrado» del encuentro con el otro que me habla (cf. Ex 3,5). Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que se ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo. También los correos electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los foros pueden ser formas de comunicación plenamente humanas. No es la tecnología la que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el corazón del hombre y su capacidad para usar bien los medios a su disposición. Las redes sociales son capaces de favorecer las relaciones y de promover el bien de la sociedad, pero también pueden conducir a una ulterior polarización y división entre las personas y los grupos. El entorno digital es una plaza, un lugar de encuentro, donde se puede acariciar o herir, tener una provechosa discusión o un linchamiento moral. Pido que el Año Jubilar vivido en la misericordia «nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae vultus, 23). También en red se construye una verdadera ciudadanía. El acceso a las redes digitales lleva consigo una responsabilidad por el otro, que no vemos pero que es real, tiene una dignidad que debe ser respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una sociedad sana y abierta a la puesta en común. La comunicación, sus lugares y sus instrumentos han traído consigo un alargamiento de los horizontes para muchas personas. Esto es un don de Dios, y es también una gran responsabilidad. Me gusta definir este poder de la comunicación como «proximidad». El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad. Vaticano, 24 de enero de 2016 Francisco
El tema de la familia está en el centro de una profunda reflexión eclesial y de un proceso sinodal que prevé dos sínodos, uno extraordinario ?apenas celebrado? y otro ordinario, convocado para el próximo mes de octubre. En este contexto, he considerado oportuno que el tema de la próxima Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales tuviera como punto de referencia la familia. En efecto, la familia es el primer lugar donde aprendemos a comunicar. Volver a este momento originario nos puede ayudar, tanto a comunicar de modo más auténtico y humano, como a observar la familia desde un nuevo punto de vista. Podemos dejarnos inspirar por el episodio evangélico de la visita de María a Isabel (cf. Lc 1,39-56). «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a voz en grito: ?¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!?» (vv. 41-42). Este episodio nos muestra ante todo la comunicación como un diálogo que se entrelaza con el lenguaje del cuerpo. En efecto, la primera respuesta al saludo de María la da el niño saltando gozosamente en el vientre de Isabel. Exultar por la alegría del encuentro es, en cierto sentido, el arquetipo y el símbolo de cualquier otra comunicación que aprendemos incluso antes de venir al mundo. El seno materno que nos acoge es la primera «escuela» de comunicación, hecha de escucha y de contacto corpóreo, donde comenzamos a familiarizarnos con el mundo externo en un ambiente protegido y con el sonido tranquilizador del palpitar del corazón de la mamá. Este encuentro entre dos seres a la vez tan íntimos, aunque todavía tan extraños uno de otro, es un encuentro lleno de promesas, es nuestra primera experiencia de comunicación. Y es una experiencia que nos acomuna a todos, porque todos nosotros hemos nacido de una madre. Después de llegar al mundo, permanecemos en un «seno», que es la familia. Un seno hecho de personas diversas en relación; la familia es el «lugar donde se aprende a convivir en la diferencia» (Evangelii gaudium, 66): diferencias de géneros y de generaciones, que comunican antes que nada porque se acogen mutuamente, porque entre ellos existe un vínculo. Y cuanto más amplio es el abanico de estas relaciones y más diversas son las edades, más rico es nuestro ambiente de vida. Es el vínculo el que fundamenta la palabra, que a su vez fortalece el vínculo. Nosotros no inventamos las palabras: las podemos usar porque las hemos recibido. En la familia se aprende a hablar la lengua materna, es decir, la lengua de nuestros antepasados (cf. 2 M 7,25.27). En la familia se percibe que otros nos han precedido, y nos han puesto en condiciones de existir y de poder, también nosotros, generar vida y hacer algo bueno y hermoso. Podemos dar porque hemos recibido, y este círculo virtuoso está en el corazón de la capacidad de la familia de comunicarse y de comunicar; y, más en general, es el paradigma de toda comunicación. La experiencia del vínculo que nos «precede» hace que la familia sea también el contexto en el que se transmite esa forma fundamental de comunicación que es la oración. Cuando la mamá y el papá acuestan para dormir a sus niños recién nacidos, a menudo los confían a Dios para que vele por ellos; y cuando los niños son un poco más mayores, recitan junto a ellos oraciones simples, recordando con afecto a otras personas: a los abuelos y otros familiares, a los enfermos y los que sufren, a todos aquellos que más necesitan de la ayuda de Dios. Así, la mayor parte de nosotros ha aprendido en la familia la dimensión religiosa de la comunicación, que en el cristianismo está impregnada de amor, el amor de Dios que se nos da y que nosotros ofrecemos a los demás. Lo que nos hace entender en la familia lo que es verdaderamente la comunicación como descubrimiento y construcción de proximidad es la capacidad de abrazarse, sostenerse, acompañarse, descifrar las miradas y los silencios, reír y llorar juntos, entre personas que no se han elegido y que, sin embargo, son tan importantes las unas para las otras. Reducir las distancias, saliendo los unos al encuentro de los otros y acogiéndose, es motivo de gratitud y alegría: del saludo de María y del salto del niño brota la bendición de Isabel, a la que sigue el bellísimo canto del Magnificat, en el que María alaba el plan de amor de Dios sobre ella y su pueblo. De un «sí» pronunciado con fe, surgen consecuencias que van mucho más allá de nosotros mismos y se expanden por el mundo. «Visitar» com-porta abrir las puertas, no encerrarse en uno mismo, salir, ir hacia el otro. También la familia está viva si respira abriéndose más allá de sí misma, y las familias que hacen esto pueden comunicar su mensaje de vida y de comunión, pueden dar consuelo y esperanza a las familias más heridas, y hacer crecer la Iglesia misma, que es familia de familias. La familia es, más que ningún otro, el lugar en el que, viviendo juntos la cotidianidad, se experimentan los límites propios y ajenos, los pequeños y grandes problemas de la convivencia, del ponerse de acuerdo. No existe la familia perfecta, pero no hay que tener miedo a la imperfección, a la fragilidad, ni siquiera a los conflictos; hay que aprender a afrontarlos de manera constructiva. Por eso, la familia en la que, con los propios límites y pecados, todos se quieren, se convierte en una escuela de perdón. El perdón es una dinámica de comunicación: una comunicación que se desgasta, se rompe y que, mediante el arrepentimiento expresado y acogido, se puede reanudar y acrecentar. Un niño que aprende en la familia a escuchar a los demás, a hablar de modo respetuoso, expresando su propio punto de vista sin negar el de los demás, será un constructor de diálogo y reconciliación en la sociedad. A propósito de límites y comunicación, tienen mucho que enseñarnos las familias con hijos afectados por una o más discapacidades. El déficit en el movimiento, los sentidos o el intelecto supone siempre una tentación de encerrarse; pero puede convertirse, gracias al amor de los padres, de los hermanos y de otras personas amigas, en un estímulo para abrirse, compartir, comunicar de modo inclusivo; y puede ayudar a la escuela, la parroquia, las asociaciones, a que sean más acogedoras con todos, a que no excluyan a nadie. Además, en un mundo donde tan a menudo se maldice, se habla mal, se siembra cizaña, se contamina nuestro ambiente humano con las habladurías, la familia puede ser una escuela de comunicación como bendición. Y esto también allí donde parece que prevalece inevitablemente el odio y la violencia, cuando las familias están separadas entre ellas por muros de piedra o por los muros no menos impenetrables del prejuicio y del resentimiento, cuando parece que hay buenas razones para decir «ahora basta»; el único modo para romper la espiral del mal, para testimoniar que el bien es siempre posible, para educar a los hijos en la fraternidad, es en realidad bendecir en lugar de maldecir, visitar en vez de rechazar, acoger en lugar de combatir. Hoy, los medios de comunicación más modernos, que son irrenunciables sobre todo para los más jóvenes, pueden tanto obstaculizar como ayudar a la comunicación en la familia y entre familias. La pueden obstaculizar si se convierten en un modo de sustraerse a la escucha, de aislarse de la presencia de los otros, de saturar cualquier momento de silencio y de espera, olvidando que «el silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido» (Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 enero 2012). La pueden favorecer si ayudan a contar y compartir, a permanecer en contacto con quienes están lejos, a agradecer y a pedir perdón, a hacer posible una y otra vez el encuentro. Redescubriendo cotidianamente este centro vital que es el encuentro, este «inicio vivo», sabremos orientar nuestra relación con las tecnologías, en lugar de ser guiados por ellas. También en este campo, los padres son los primeros educadores. Pero no hay que dejarlos solos; la comunidad cristiana está llamada a ayudarles para vivir en el mundo de la comunicación según los criterios de la dignidad de la persona humana y del bien común. El desafío que hoy se nos propone es, por tanto, volver a aprender a narrar, no simplemente a producir y consumir información. Esta es la dirección hacia la que nos empujan los potentes y valiosos medios de la comunicación contemporánea. La información es importante pero no basta, porque a menudo simplifica, contrapone las diferencias y las visiones distintas, invitando a ponerse de una u otra parte, en lugar de favorecer una visión de conjunto. La familia, en conclusión, no es un campo en el que se comunican opiniones, o un terreno en el que se combaten batallas ideológicas, sino un ambiente en el que se aprende a comunicar en la proximidad y un sujeto que comunica, una «comunidad comunicante». Una comunidad que sabe acompañar, festejar y fructificar. En este sentido, es posible restablecer una mirada capaz de reconocer que la familia sigue siendo un gran recurso, y no sólo un problema o una institución en crisis. Los medios de comunicación tienden en ocasiones a presentar la familia como si fuera un modelo abstracto que hay que defender o atacar, en lugar de una realidad concreta que se ha de vivir; o como si fuera una ideología de uno contra la de algún otro, en lugar del espacio donde todos aprendemos lo que significa comunicar en el amor recibido y entregado. Narrar significa más bien comprender que nuestras vidas están entrelazadas en una trama unitaria, que las voces son múltiples y que cada una es insustituible. La familia más hermosa, protagonista y no problema, es la que sabe comunicar, partiendo del testimonio, la belleza y la riqueza de la relación entre hombre y mujer, y entre padres e hijos. No luchamos para defender el pasado, sino que trabajamos con paciencia y confianza, en todos los ambientes en que vivimos cotidianamente, para construir el futuro. Francisco Vaticano, 23 de enero de 2015, Vigilia de la fiesta de san Francisco de Sales