Domingo 22 de diciembre de 2024

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Queridos jóvenes:

¡Cristo vive y quiere que ustedes vivan! Esta es una certeza que siempre colma de alegría mi corazón y que me impulsa ahora a escribirles este mensaje, al cumplirse cinco años de la publicación de la Exhortación apostólica Christus vivit, fruto de la Asamblea del Sínodo de los Obispos que tuvo como tema “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”.

Quisiera ante todo que mis palabras reavivaran en ustedes la esperanza. En el actual contexto internacional, marcado por tantos conflictos y sufrimientos, es de imaginar que muchos de ustedes se sientan desanimados. Por eso les propongo que partamos juntos desde el anuncio que está en el fundamento de la esperanza para nosotros y para toda la humanidad: “¡Cristo vive!”.

Lo digo a cada uno de ustedes en particular: Cristo vive y te ama infinitamente. Y su amor por ti no está condicionado por tus caídas o tus errores. Él, que dio su vida por ti, no aguarda a que llegues a la perfección para amarte. Mira sus brazos abiertos en la cruz y «déjate salvar una y otra vez»[1], camina con Él como con un amigo, acógelo en tu vida y hazle partícipe de las alegrías y las esperanzas, los sufrimientos y las angustias de tu juventud. Verás que tu camino se iluminará y que también las cargas más grandes se volverán menos pesadas, porque será Él quien las lleve contigo. Por eso, invoca cada día al Espíritu Santo, que «te hace entrar cada vez más en el corazón de Cristo para que te llenes siempre más de su amor, de su luz y de su fuerza»[2].

¡Cuánto quisiera que este anuncio llegase a cada uno de ustedes, y que cada uno lo percibiese vivo y verdadero en su propia vida y sintiera el deseo de compartirlo con sus amigos! Sí, porque ustedes tienen esta gran misión: testimoniar a todos la alegría que nace de la amistad con Cristo.

Al comienzo de mi Pontificado, durante la JMJ de Río de Janeiro, les dije con fuerza: háganse escuchar, “¡hagan lío!”. Y hoy de nuevo vuelvo a pedirles: háganse oír, griten esta verdad, no tanto con la voz sino con la vida y con el corazón: ¡Cristo vive! Para que toda la Iglesia se siente impulsada a levantarse, a ponerse una y otra vez en camino y a llevar su anuncio al mundo entero.

El próximo 14 de abril recordaremos los 40 años del primer gran encuentro de jóvenes que, en el contexto del Año Santo de la Redención, fue el germen de las futuras Jornadas Mundiales de la Juventud. Al final de aquel año jubilar, en 1984, san Juan Pablo II entregó la cruz a los jóvenes con la misión de llevarla a todo el mundo, como signo y recuerdo de que sólo en Jesús muerto y resucitado hay salvación y redención. Como ustedes bien saben, es una cruz de madera sin el Crucificado, pensada así para recordarnos que celebra ante todo el triunfo de la Resurrección, la victoria de la vida sobre la muerte, y para decirles a todos: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6). Y ustedes contemplen a Jesús de esta manera: vivo y desbordante de gozo, vencedor de la muerte, amigo que los ama y que quiere vivir en ustedes.[3]

Sólo de este modo, a la luz de su presencia, la memoria del pasado será fecunda y tendrán la valentía de vivir el presente afrontando el futuro con esperanza. Podrán asumir con libertad la historia de sus familias, de sus abuelos, de sus padres, las tradiciones religiosas de sus países, para ser a su vez constructores del mañana y “artesanos” del futuro.

La Exhortación Christus vivit es fruto de una Iglesia que quiere caminar unida y que por eso se pone a la escucha, en diálogo y en constante discernimiento de la voluntad del Señor. Por esta razón, hace más de cinco años, con miras al Sínodo de los jóvenes, se les pidió a muchos de ustedes, de distintas partes del mundo, que compartieran sus esperanzas y sus deseos. Cientos de jóvenes vinieron a Roma y trabajaron juntos durante algunos días, recopilando y proponiendo ideas. Gracias a su trabajo los obispos pudieron conocer y ahondar en una visión más amplia y profunda del mundo y de la Iglesia. Fue un verdadero “experimento sinodal” que dio muchos frutos y que también preparó el camino para un nuevo Sínodo -el que estamos viviendo ahora, en estos años-, precisamente sobre la sinodalidad. Como leemos en el Documento Final del 2018, en efecto, «la participación de los jóvenes ha contribuido a “despertar” la sinodalidad, que es una “dimensión constitutiva de la Iglesia”»[4]. Y ahora, en esta nueva etapa de nuestro itinerario eclesial, necesitamos más que nunca la creatividad de ustedes para explorar nuevos caminos, siempre en fidelidad a nuestras raíces.

Queridos jóvenes, ustedes son la esperanza viva de una Iglesia en camino. Por eso les agradezco su presencia y su contribución a la vida del Cuerpo de Cristo. Y les pido: no permitan que nos falte nunca el lío bueno que ustedes hacen; el empuje que tienen, como el de un motor limpio y ágil; su modo original de vivir y anunciar la alegría de Jesús Resucitado. Rezo por ello; y ustedes también, por favor, recen por mí.

Roma, San Juan de Letrán, 25 de marzo de 2024, Lunes Santo.

Francisco


Notas:
[1] Exhort. ap. postsin. Christus vivit, n. 123.
[2]Ibíd., n. 130.
[3] Cf. ibíd., n. 126.
[4] Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria. Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Documento Final, n. 121.

Queridos hermanos y hermanas:

En la Exhortación apostólica Amoris laetitia he señalado que «el bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia» (n. 31). Con esta convicción deseo apoyar el Family Global Compact, un programa compartido de acciones dirigido a entablar un diálogo entre la pastoral familiar y los centros de estudio e investigación sobre la familia presentes en las universidades católicas de todo el mundo. Se trata de una iniciativa del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida junto con la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, nacida a partir de los estudios y las investigaciones sobre la relevancia cultural y antropológica de la familia, así como sobre los nuevos desafíos que esta debe afrontar.

El objetivo es la sinergia, para garantizar que el trabajo pastoral con las familias en las Iglesias particulares pueda beneficiarse más eficazmente de los resultados de las investigaciones y del esfuerzo didáctico y formativo que se realiza en las universidades. Juntos, universidades católicas y pastoral, pueden promover mejor una cultura de la familia y de la vida que, a partir de la realidad, ayude a las nuevas generaciones -en este tiempo de incertidumbre y de falta de esperanza- a valorar el matrimonio, la vida familiar con sus recursos y sus desafíos, y la belleza de generar y custodiar la vida humana. Es necesario, en resumen, «un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en presentar […] las motivaciones para optar por el matrimonio y la familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a responder a la gracia que Dios les ofrece» (ídem, 35).

A las universidades católicas se les confía la tarea de desarrollar profundos análisis de naturaleza teológica, filosófica, jurídica, sociológica y económica sobre el matrimonio y la familia para sostener su importancia efectiva dentro de los sistemas de pensamiento y de actuación contemporáneos. A partir de los estudios realizados se constata un contexto de crisis de las relaciones familiares, alimentado tanto por las dificultades contingentes como por los obstáculos estructurales, lo que hace más difícil formar serenamente una familia si faltan los respaldos adecuados por parte de la sociedad. Por esto también muchos jóvenes rechazan la decisión del matrimonio inclinándose por relaciones afectivas más inestables e informales. Las investigaciones, sin embargo, ponen también de manifiesto cómo la familia sigue siendo la fuente prioritaria de la vida social y muestran la existencia de buenas prácticas que merecen ser compartidas y difundidas globalmente. En este sentido, las mismas familias podrán y deberán ser testigos y protagonistas de este itinerario.

El Family Global Compact, en efecto, no quiere ser un programa estático, cuya finalidad es cristalizar algunas ideas, sino un camino, articulado en cuatro pasos:

1. Activar un proceso de diálogo y de mayor colaboración entre los centros universitarios de estudio e investigación que se ocupan de temáticas familiares, para hacer más fecunda su actividad, en particular creando o dando nuevo impulso a las redes entre los institutos universitarios que se inspiran en la Doctrina social de la Iglesia.

2. Crear una mayor sinergia, en cuanto a los contenidos y los objetivos, entre las comunidades cristianas y las universidades católicas.

3. Favorecer la cultura de la familia y de la vida en la sociedad, de modo que surjan propuestas y objetivos útiles para las políticas públicas.

4. Armonizar y sostener, una vez que hayan sido individuadas, las propuestas planteadas, para que el servicio a la familia se enriquezca y sea sostenido en sus facetas espiritual, pastoral, cultural, jurídica, política, económica y social.

En la familia se realizan gran parte de los sueños de Dios sobre la comunidad humana. Por ello no podemos resignarnos a su declive a causa de la incertidumbre, del individualismo y del consumismo, que plantean un futuro de individuos que piensan en sí mismos. No podemos ser indiferentes al futuro de la familia, comunidad de vida y de amor, alianza insustituible e indisoluble entre el hombre y la mujer, lugar de encuentro entre generaciones, esperanza de la sociedad. La familia
-recordémoslo- tiene efectos positivos sobre todos, en cuanto es generadora del bien común. Las buenas relaciones familiares representan una riqueza irremplazable no sólo para los esposos y los hijos, sino para toda la comunidad eclesial y civil.

Agradezco por tanto a cuantos se han unido y a cuantos se unirán al Family Global Compact y los invito a dedicarse con creatividad y confianza a todo lo que puede ayudar a colocar la familia en el corazón de nuestro compromiso pastoral y social.

Roma, San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2023.

Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

Todos nosotros, como diría el apóstol Pablo, llevamos el tesoro de la vida en vasijas de barro (cf. 2 Co 4,7), y el Día Internacional de las Personas con Discapacidad nos invita a comprender que nuestra fragilidad no ofusca de ningún modo el resplandor del «Evangelio de la gloria de Cristo», más bien revela «que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios» (2 Co 4,4.7). A cada uno, sin méritos ni distinciones, se nos ha dado el evangelio íntegro y, con él, la gozosa misión de anunciarlo. «Todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 121). Por eso, comunicar el evangelio no es una tarea reservada sólo a algunos, sino que es una necesidad imprescindible de cualquier persona que haya experimentado el encuentro y la amistad con Jesús.[1]

La confianza en el Señor, la experiencia de su ternura, el consuelo de su compañía no son privilegios reservados a unos pocos, ni prerrogativas de quienes han recibido una formación cuidadosa y prolongada. Por el contrario, su misericordia se deja conocer y encontrar de manera muy particular a quienes no se fían de sí mismos y sienten la necesidad de abandonarse en el Señor y de compartir con los hermanos. Se trata de una sabiduría que crece a medida que aumenta la conciencia del propio límite, y que permite valorar aún más la decisión de amor del Omnipotente de abajarse hacia nuestra debilidad. Es una conciencia que nos libera de la tristeza de la queja -incluso cuando hay motivos- y permite al corazón abrirse a la alabanza. La alegría que llena el rostro de los que encuentran a Jesús y le confían la propia existencia no es una ilusión o fruto de la ingenuidad, sino la irrupción de la fuerza de su Resurrección en una vida marcada por la fragilidad.

Se trata de un auténtico magisterio de la fragilidad que, si fuera escuchado, haría nuestras sociedades más humanas y fraternas, induciendo a cada uno de nosotros a comprender que la felicidad es un pan que no se come a solas. ¡Cuánto nos ayudaría la conciencia de necesitarnos los unos a los otros para tener relaciones menos hostiles con quienes están a nuestro lado! Y la constatación de que tampoco los pueblos se salvan solos, ¡cuánto nos impulsaría a buscar soluciones para los conflictos insensatos que estamos viviendo!

Hoy queremos recordar el sufrimiento de todas las mujeres y de todos los hombres con discapacidad que viven en situaciones de guerra, o de aquellos que están sobrellevando una discapacidad a causa de los enfrentamientos. ¿Cuántas personas -en Ucrania y en los otros escenarios de guerra- permanecen confinadas en los lugares donde se combate y ni siquiera tienen la posibilidad de huir? Es necesario brindarles una atención especial y facilitarles el acceso a las ayudas humanitarias por todos los medios.

El magisterio de la fragilidad es un carisma con el que ustedes -hermanas y hermanos con discapacidad- pueden enriquecer a la Iglesia. Vuestra presencia «puede ayudar a transformar las realidades en las que vivimos, haciéndolas más humanas y acogedoras. Sin vulnerabilidad, sin límites, sin obstáculos que superar, no habría verdadera humanidad».[2] Por eso me alegra que el camino sinodal esté siendo una ocasión propicia para que también se escuche finalmente vuestra voz, y que el eco de esa participación haya llegado al documento preparatorio para la etapa continental del Sínodo. En este se afirma: «Numerosas síntesis señalan la falta de estructuras y formas adecuadas para acompañar a las personas con discapacidad y reclaman nuevos modos para acoger sus aportaciones y promover su participación. A pesar de sus propias enseñanzas, la Iglesia corre el peligro de imitar el modo en que la sociedad deja de lado a estas personas. Las formas de discriminación enumeradas -la falta de escucha, la violación del derecho a elegir dónde y con quién vivir, la negación de los sacramentos, la acusación de brujería, los abusos- y otras, describen la cultura del descarte en relación a las personas con discapacidad. No surgen por casualidad, sino que tienen en común la misma raíz: la idea de que la vida de las personas con discapacidad valga menos que la de los demás».[3]

El Sínodo, con su invitación a caminar juntos y a escucharnos mutuamente, nos ayuda sobre todo a comprender cómo en la Iglesia -también en lo que se refiere a la discapacidad- no existe un nosotros y un ellos, sino un único nosotros, con Jesucristo en el centro, donde cada uno lleva sus propios dones y sus propios límites. Dicha conciencia, fundada en el hecho de que todos somos parte de la misma humanidad vulnerable asumida y santificada por Cristo, elimina cualquier distinción arbitraria y abre las puertas a la participación de cada bautizado en la vida de la Iglesia. Pero, más aún, allí donde el Sínodo ha sido verdaderamente inclusivo, ha permitido derribar prejuicios arraigados. Son, en efecto, el encuentro y la fraternidad los que abaten los muros de la incomprensión y vencen la discriminación; por eso espero que cada comunidad cristiana se abra a la presencia de hermanas y hermanos con discapacidad asegurándoles siempre la acogida y la plena inclusión.

Que se trate de una condición que respecta a nosotros, no a ellos, se descubre cuando la discapacidad, de manera temporal o por el natural proceso de envejecimiento, nos afecta a nosotros mismos o a alguno de nuestros seres queridos. En esta situación comenzamos a mirar la realidad con ojos nuevos, y nos damos cuenta de la necesidad de derribar también esas barreras que antes parecían insignificantes. Sin embargo, todo esto no daña la certeza de que cualquier condición de discapacidad -temporal, adquirida o permanente- no modifica de ninguna manera nuestra naturaleza de hijos del único Padre ni altera nuestra dignidad. El Señor nos ama a todos con el mismo amor tierno, paternal e incondicional.

Queridos hermanos y hermanas, les agradezco las iniciativas con las que animan este Día Internacional de las Personas con Discapacidad, a quienes acompaño con mi oración. Los bendigo a todos ustedes de corazón y les pido, por favor, que recen por mí.

Roma, San Juan de Letrán, 3 de diciembre de 2022

Francisco


Notas
[1] Cf. Mensaje para el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, 20 de noviembre de 2021.
[2] La Iglesia es nuestra casa. Documento de síntesis de la consulta sinodal especial a las personas con discapacidad, Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, n. 2. Cf. Sitio web del Dicasterio LFV.
[3] Documento de trabajo para la etapa continental del Sínodo sobre la sinodalidad, 36.

Queridos hermanos del FIAC:

Después de la elección de las nuevas autoridades del Forum Internazionale di Azione Cattolica, felicito a quienes han asumido el compromiso de llevar adelante la conducción durante el próximo periodo, que sigue el camino iniciado hace más de 30 años.

En aquel momento, el venerable Cardenal Eduardo Pironio intuyó la necesidad de crear este foro para que la vida de la Acción Católica contribuyera al desafío de la nueva la evangelización, enriquecida con la peculiaridad de cada lugar y cultura. Muchos de ustedes acompañaron decididamente esa intuición y pusieron sus capacidades y el deseo de anunciar el Evangelio en ese servicio, aun con las dificultades propias de la época, ya que no se contaba con los medios de comunicación y de acercamiento entre países que existen en la actualidad.

Ciertamente, el contexto mundial que acompaña a la nueva etapa no es el mismo que el de hace treinta años, ni siquiera al de la conducción anterior. Las secuelas sociales de la pandemia, así como las personales, siguen marcando el ánimo y la mirada frente a la vida y el futuro de muchos. En ciertos ámbitos se ha reavivado el individualismo de una salvación a medida; sin olvidar el azote de la violencia entre países y hermanos que van socavando el deseo de una fraternidad universal. Sin embargo, las épocas difíciles pueden ser desafiantes y convertirse en tiempos de esperanza.

Como decía el Cardenal Pironio, hombre de la esperanza: “¡Qué importante en la vida es ser signo! Pero no un signo vacío o de muerte, sino un signo de luz comunicador de esperanza. La esperanza es capaz de superar las dificultades, las desavenencias, las cruces que se presentan en la vida cotidiana”.

Al mismo tiempo, como Iglesia estamos transitando un tiempo en el cual necesitamos que el espíritu sinodal se vaya arraigando en nuestro modo de ser Iglesia; esto significa el ejercicio de caminar juntos en la misma dirección. Estoy convencido de que es lo que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. Que retome la conciencia que es un pueblo en camino y que debe hacerlo junto.

Por eso, quisiera pedirles que animen con este espíritu a los grupos de acción católica en las diversas iglesias locales. Con espíritu sinodal necesitamos aprender a escucharnos, reaprender el arte del hablar con el otro sin barreras ni prejuicios, incluso y de un modo particular, con quienes están fuera, en el margen, para buscar la cercanía, que es el estilo de Dios (cf. Video del Papa por una Iglesia abierta a todos, octubre 2022).

En este contexto, exhorto a la nueva conducción a ser hombres y mujeres de la escucha. Anhelo que no sean “dirigentes” de escritorio, de papeles o de Zoom, y que no caigan en la tentación del estructuralismo institucional que planifica y organiza desde estatutos, reglamentos y propuestas heredadas, que fueron buenas y útiles en su momento pero que quizás hoy no sean significativas. Por favor, les pido que escuchen.

Primero: escuchen a los hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños concretos, en sus realidades, en sus gritos silenciosos expresados en sus miradas y en sus clamores profundos. Tengan el oído atento para no dar respuestas a preguntas que nadie se hace ni decir palabras que a nadie le interesa escuchar ni sirven. Escuchen con oídos abiertos a la novedad y con un corazón samaritano.

Segundo: escuchen los latidos de los signos de los tiempos, la Iglesia no puede estar al margen de la historia, enredada en sus propios asuntos, manteniendo inflada su burbuja. La Iglesia está llamada a escuchar y ver los signos de los tiempos, para hacer de la historia con sus complejidades y contradicciones, historia de salvación. Necesitamos ser una Iglesia vitalmente profética, desde los signos y los gestos, que muestren que existe otra posibilidad de convivencia, de relaciones humanas, de trabajo, de amor, de poder y servicio.

Y, por último, para que esto sea posible necesitamos escuchar la voz del Espíritu. En cada época, el Espíritu nos abre a su novedad; «siempre ensena a la Iglesia la necesidad vital de salir, la exigencia fisiológica de anunciar, de no quedarse encerrada en sí misma» (Homilía del Domingo de Pentecostés, 5 junio 2022). Mientras que el espíritu mundano nos presiona para que sólo nos concentremos en nuestros problemas e intereses, en la necesidad de ser relevantes, en la defensa tenaz de nuestras pertenencias y de grupo, el Espíritu nos libra de obsesionarnos con las urgencias, y nos invita a recorrer caminos antiguos y siempre nuevos: los del testimonio, la pobreza y la misión, para liberarnos de nosotros mismos y enviarnos al mundo.

Quizás sientan que la propuesta de escuchar es poco, sin embrago, no es escucha pasiva; es la escucha activa que nos marca el ritmo de trabajo; es la inhalación necesaria para ser una Iglesia que respira misioneramente. Así lo hizo la Santísima Virgen, porque escuchó, se puso de pie y caminó para ir a servir.

Rezo para que puedan hacer de este periodo un tiempo de gracia, con la audacia de saber escuchar, la serenidad para poder discernir y el coraje para anunciar con la vida y desde la vida.

Muchas gracias por haber aceptado este desafío. Pido a Dios por cada uno de ustedes. Por favor, no dejen de rezar por mí.

Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Fraternalmente,

Francisco

«Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36).
Estar al lado de los que sufren en un camino de caridad

Queridos hermanos y hermanas:

Hace treinta años, san Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial del Enfermo para sensibilizar al Pueblo de Dios, a las instituciones sanitarias católicas y a la sociedad civil sobre la necesidad de asistir a los enfermos y a quienes los cuidan.[1]

Estamos agradecidos al Señor por el camino realizado en las Iglesias locales de todo el mundo durante estos años. Se ha avanzado bastante, pero todavía queda mucho camino por recorrer para garantizar a todas las personas enfermas, principalmente en los lugares y en las situaciones de mayor pobreza y exclusión, la atención sanitaria que necesitan, así como el acompañamiento pastoral para que puedan vivir el tiempo de la enfermedad unidos a Cristo crucificado y resucitado. Que la XXX Jornada Mundial del Enfermo –cuya celebración conclusiva no tendrá lugar en Arequipa, Perú, debido a la pandemia, sino en la Basílica de San Pedro en el Vaticano– pueda ayudarnos a crecer en el servicio y en la cercanía a las personas enfermas y a sus familias.

1. Misericordiosos como el Padre
El tema elegido para esta trigésima Jornada, «Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36), nos hace volver la mirada hacia Dios «rico en misericordia» (Ef 2,4), que siempre mira a sus hijos con amor de padre, incluso cuando estos se alejan de Él. De hecho, la misericordia es el nombre de Dios por excelencia, que manifiesta su naturaleza, no como un sentimiento ocasional, sino como fuerza presente en todo lo que Él realiza. Es fuerza y ternura a la vez. Por eso, podemos afirmar con asombro y gratitud que la misericordia de Dios tiene en sí misma tanto la dimensión de la paternidad como la de la maternidad (cf. Is 49,15), porque Él nos cuida con la fuerza de un padre y con la ternura de una madre, siempre dispuesto a darnos nueva vida en el Espíritu Santo.

2. Jesús, misericordia del Padre
El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito. ¡Cuántas veces los Evangelios nos narran los encuentros de Jesús con personas que padecen diversas enfermedades! Él «recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas de los judíos, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente» (Mt 4,23). Podemos preguntarnos: ¿por qué esta atención particular de Jesús hacia los enfermos, hasta tal punto que se convierte también en la obra principal de la misión de los apóstoles, enviados por el Maestro a anunciar el Evangelio y a curar a los enfermos? (cf. Lc 9,2).

Un pensador del siglo XX nos sugiere una motivación: «El dolor aísla completamente y es de este aislamiento absoluto del que surge la llamada al otro, la invocación al otro».[2] Cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece, los interrogantes se multiplican; hallar respuesta a la pregunta sobre el sentido de todo lo que sucede es cada vez más urgente. Cómo no recordar, a este respecto, a los numerosos enfermos que, durante este tiempo de pandemia, han vivido en la soledad de una unidad de cuidados intensivos la última etapa de su existencia atendidos, sin lugar a dudas, por agentes sanitarios generosos, pero lejos de sus seres queridos y de las personas más importantes de su vida terrenal. He aquí, pues, la importancia de contar con la presencia de testigos de la caridad de Dios que derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordia del Padre.[3]

3. Tocar la carne sufriente de Cristo
La invitación de Jesús a ser misericordiosos como el Padre adquiere un significado particular para los agentes sanitarios. Pienso en los médicos, los enfermeros, los técnicos de laboratorio, en el personal encargado de asistir y cuidar a los enfermos, así como en los numerosos voluntarios que donan un tiempo precioso a quienes sufren. Queridos agentes sanitarios, su servicio al lado de los enfermos, realizado con amor y competencia, trasciende los límites de la profesión para convertirse en una misión. Sus manos, que tocan la carne sufriente de Cristo, pueden ser signo de las manos misericordiosas del Padre. Sean conscientes de la gran dignidad de su profesión, como también de la responsabilidad que esta conlleva.

Bendigamos al Señor por los progresos que la ciencia médica ha realizado, sobre todo en estos últimos tiempos. Las nuevas tecnologías han permitido desarrollar tratamientos que son muy beneficiosos para las personas enfermas; la investigación sigue aportando su valiosa contribución para erradicar enfermedades antiguas y nuevas; la medicina de rehabilitación ha desarrollado significativamente sus conocimientos y competencias. Todo esto, sin embargo, no debe hacernos olvidar la singularidad de cada persona enferma, con su dignidad y sus fragilidades.[4] El enfermo es siempre más importante que su enfermedad y por eso cada enfoque terapéutico no puede prescindir de escuchar al paciente, de su historia, de sus angustias y de sus miedos. Incluso cuando no es posible curar, siempre es posible cuidar, siempre es posible consolar, siempre es posible hacer sentir una cercanía que muestra interés por la persona antes que por su patología. Por eso espero que la formación profesional capacite a los agentes sanitarios para saber escuchar y relacionarse con el enfermo.

4. Los centros de asistencia sanitaria, casas de misericordia
La Jornada Mundial del Enfermo también es una ocasión propicia para centrar nuestra atención en los centros de asistencia sanitaria. A lo largo de los siglos, la misericordia hacia los enfermos ha llevado a la comunidad cristiana a abrir innumerables “posadas del buen samaritano”, para acoger y curar a enfermos de todo tipo, sobre todo a aquellos que no encontraban respuesta a sus necesidades sanitarias, debido a la pobreza o a la exclusión social, o por las dificultades a la hora de tratar ciertas patologías. En estas situaciones son sobre todo los niños, los ancianos y las personas más frágiles quienes sufren las peores consecuencias. Muchos misioneros, misericordiosos como el Padre, acompañaron el anuncio del Evangelio con la construcción de hospitales, dispensarios y centros de salud. Son obras valiosas mediante las cuales la caridad cristiana ha tomado forma y el amor de Cristo, testimoniado por sus discípulos, se ha vuelto más creíble. Pienso sobre todo en los habitantes de las zonas más pobres del planeta, donde a veces hay que recorrer largas distancias para encontrar centros de asistencia sanitaria que, a pesar de contar con recursos limitados, ofrecen todo lo que tienen a su disposición. Aún queda un largo camino por recorrer y en algunos países recibir un tratamiento adecuado sigue siendo un lujo. Lo demuestra, por ejemplo, la falta de disponibilidad de vacunas contra el virus del Covid-19 en los países más pobres; pero aún más la falta de tratamientos para patologías que requieren medicamentos mucho más sencillos.

En este contexto, deseo reafirmar la importancia de las instituciones sanitarias católicas: son un tesoro precioso que hay que custodiar y sostener; su presencia ha caracterizado la historia de la Iglesia por su cercanía a los enfermos más pobres y a las situaciones más olvidadas.[5] ¡Cuántos fundadores de familias religiosas han sabido escuchar el grito de hermanos y hermanas que no disponían de acceso a los tratamientos sanitarios o que no estaban bien atendidos y se han entregado a su servicio! Aún hoy en día, incluso en los países más desarrollados, su presencia es una bendición, porque siempre pueden ofrecer, además del cuidado del cuerpo con toda la pericia necesaria, también aquella caridad gracias a la cual el enfermo y sus familiares ocupan un lugar central. En una época en la que la cultura del descarte está muy difundida y a la vida no siempre se le reconoce la dignidad de ser acogida y vivida, estas estructuras, como casas de la misericordia, pueden ser un ejemplo en la protección y el cuidado de toda existencia, aun de la más frágil, desde su concepción hasta su término natural.

5. La misericordia pastoral: presencia y cercanía
A lo largo de estos treinta años el servicio indispensable que realiza la pastoral de la salud se ha reconocido cada vez más. Si la peor discriminación que padecen los pobres –y los enfermos son pobres en salud– es la falta de atención espiritual, no podemos dejar de ofrecerles la cercanía de Dios, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y maduración en la fe.[6] A este propósito, quisiera recordar que la cercanía a los enfermos y su cuidado pastoral no sólo es tarea de algunos ministros específicamente dedicados a ello; visitar a los enfermos es una invitación que Cristo hace a todos sus discípulos. ¡Cuántos enfermos y cuántas personas ancianas viven en sus casas y esperan una visita! El ministerio de la consolación es responsabilidad de todo bautizado, consciente de la palabra de Jesús: «Estuve enfermo y me visitaron» (Mt 25,36).

Queridos hermanos y hermanas, encomiendo todos los enfermos y sus familias a la intercesión de María, Salud de los enfermos. Que unidos a Cristo, que lleva sobre sí el dolor del mundo, puedan encontrar sentido, consuelo y confianza. Rezo por todos los agentes sanitarios para que, llenos de misericordia, ofrezcan a los pacientes, además de los cuidados adecuados, su cercanía fraterna.

A todos les imparto con afecto la Bendición Apostólica.

Roma, San Juan de Letrán, 10 de diciembre de 2021, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Loreto.

Francisco


Notas:
[1] Cf. Carta al Cardenal Fiorenzo Angelini, Presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, con ocasión de la institución de la Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992).
[2] E. Lévinas, « Une éthique de la souffrance », en Souffrances. Corps et âme, épreuves partagées, J.-M. von Kaenel edit., Autrement, París 1994, pp. 133-135.
[3] Cf. Misal Romano, Prefacio Común VIII, Jesús, buen samaritano.
[4] Cf. Discurso a la Federación Nacional de los Colegios de Médicos y Cirujanos Dentales (20 septiembre 2019).
[5] Cf. Ángelus desde el Policlínico «Gemelli» de Roma (11 julio 2021).
[6] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 200.

Hermanas, hermanos, queridos poetas sociales:

1. Queridos Poetas Sociales
Así me gusta llamarlos, poetas sociales, porque ustedes son poetas sociales, porque tienen la capacidad y el coraje de crear esperanza allí donde sólo aparece descarte y exclusión. Poesía quiere decir creatividad, y ustedes crean esperanza; con sus manos saben forjar la dignidad de cada uno, la de sus familias y la de la sociedad toda con tierra, techo y trabajo, cuidado, comunidad. Gracias porque la entrega de ustedes es palabra con autoridad capaz de desmentir las postergaciones silenciosas y tantas veces educadas a las que fueron sometidos –o a las que son sometidos tantos hermanos nuestros–. Pero al pensar en ustedes creo que, principalmente, su dedicación es un anuncio de esperanza. Verlos a ustedes me recuerda que no estamos condenados a repetir ni a construir un futuro basado en la exclusión y la desigualdad, el descarte o la indiferencia; donde la cultura del privilegio sea un poder invisible e insuprimible y la explotación y el abuso sea como un método habitual de sobrevivencia. ¡No! Eso ustedes lo saben anunciar muy bien. Gracias.

Gracias por el vídeo que recién compartimos. He leído las reflexiones del encuentro, el testimonio de lo que vivieron en estos tiempos de tribulación y angustia, la síntesis de sus propuestas y sus anhelos. Gracias. Gracias por hacerme parte del proceso histórico que están transitando y gracias por compartir conmigo este diálogo fraterno que busca ver lo grande en lo pequeño y lo pequeño en lo grande, un diálogo que nace en las periferias, un diálogo que llega a Roma y en el que todos podemos sentirnos invitados e interpelados. «Para encontrarnos y ayudar mutuamente necesitamos dialogar» (FT 198), ¡y cuánto!

Ustedes sintieron que la situación actual ameritaba un nuevo encuentro. Sentí lo mismo. Aunque nunca perdimos el contacto –y ya pasaron seis años, creo, del último encuentro, el encuentro general–. Durante este tiempo pasaron muchas cosas; muchas cosas han cambiado. Son cambios que marcan puntos de no retorno, puntos de inflexión, encrucijadas en las que la humanidad debe elegir. Se necesitan nuevos momentos de encuentro, discernimiento y acción conjunta. Cada persona, cada organización, cada país y el mundo entero necesita buscar estos momentos para reflexionar, discernir y elegir, porque retornar a los esquemas anteriores sería verdaderamente suicida, y si me permiten forzar un poco las palabras, ecocida y genocida. Estoy forzando, ¡eh!

En estos meses muchas cosas que ustedes denunciaban quedaron en total evidencia. La pandemia transparentó las desigualdades sociales que azotan a nuestros pueblos y expuso –sin pedir permiso ni perdón– la desgarradora situación de tantos hermanos y hermanas, esa situación que tantos mecanismos de post-verdad no pudieron ocultar.

Muchas cosas que dábamos por supuestas se cayeron como un castillo de naipes. Experimentamos cómo, de un día para otro, nuestro modo de vivir puede cambiar drásticamente impidiéndonos, por ejemplo, ver a nuestros familiares, compañeros y amigos. En muchos países los Estados reaccionaron. Escucharon a la ciencia y lograron poner límites para garantizar el bien común y frenaron al menos por un tiempo ese “mecanismo gigantesco” que opera en forma casi automática donde los pueblos y las personas son simples piezas (cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 22).

Todos hemos sufrido el dolor del encierro, pero a ustedes, como siempre, les tocó la peor parte: en los barrios que carecen de infraestructura básica (en los que viven muchos de ustedes y cientos y cientos y millones de personas) es difícil quedarse en casa, no sólo por no contar con todo lo necesario para llevar adelante las mínimas medidas de cuidado y protección, sino simplemente porque la casa es el barrio. Los migrantes, los indocumentados, los trabajadores informales sin ingresos fijos se vieron privados, en muchos casos, de cualquier ayuda estatal e impedidos de realizar sus tareas habituales agravando su ya lacerante pobreza. Una de las expresiones de esta cultura de la indiferencia es que pareciera que este tercio sufriente de nuestro mundo no reviste interés suficiente para los grandes medios y los formadores de opinión, no aparece. Permanece escondido, acurrucado.

Quiero referirme también a una pandemia silenciosa que desde hace años afecta a niños, adolescentes y jóvenes de todas las clases sociales; y creo que, durante este tiempo de aislamiento, se incrementó aún más. Se trata del estrés y la ansiedad crónica, vinculada a distintos factores como la hiperconectividad, el desconcierto y la falta de perspectivas de futuro que se agrava ante el contacto real con los otros –familias, escuelas, centros deportivos, oratorios, parroquias–; en definitiva, la falta de contacto real con los amigos, porque la amistad es la forma en que el amor resurge siempre.

Es evidente que la tecnología puede ser un instrumento de bien, y es un instrumento de bien que permite diálogos como éste y tantas otras cosas, pero nunca puede suplantar el contacto entre nosotros, nunca puede suplantar una comunidad en la cual enraizarnos y hacer que nuestra vida se vuelva fecunda.

Y si de pandemia se trata, no podemos dejar de cuestionarnos por el flagelo de la crisis alimentaria. Pese a los avances de la biotecnología millones de personas fueron privadas de alimentos, aunque estos estén disponibles. Este año, 20 millones de personas más se han visto arrastradas a niveles extremos de inseguridad alimentaria, ascendiendo a [muchos] millones de personas; la indigencia grave se multiplicó, el precio de los alimentos escaló un altísimo porcentaje. Los números del hambre son horrorosos, y pienso, por ejemplo, en países como Siria, Haití, Congo, Senegal, Yemen, Sudán del Sur pero el hambre también se hace sentir en muchos otros países del mundo pobre y, no pocas veces, también en el mundo rico. Es posible que las muertes por año por causas vinculadas al hambre puedan superar a las del COVID.[1] Pero eso no es noticia, eso no genera empatía.

Quiero agradecerles porque ustedes sintieron como propio el dolor de los otros. Ustedes saben mostrar el rostro de la verdadera humanidad, esa que no se construye dando la espalda al sufrimiento del que está al lado sino en el reconocimiento paciente, comprometido y muchas veces hasta doloroso de que el otro es mi hermano (cf. Lc 10,25-37) y que sus dolores, sus alegrías y sus sufrimientos son también los míos (cf. GS 1). Ignorar al que está caído es ignorar nuestra propia humanidad que clama en cada hermano nuestro.

Cristianos o no, han respondido a Jesús, que dijo a sus discípulos frente al pueblo hambriento: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16). Y donde había escasez, el milagro de la multiplicación se repitió en ustedes que lucharon incansablemente para que a nadie le faltase el pan (cf. Mt 14,13-21). ¡Gracias!

Al igual que los médicos, enfermeros y el personal de salud en las trincheras sanitarias, ustedes pusieron su cuerpo en la trinchera de los barrios marginados. Tengo presente muchos, entre comillas, “mártires” de esa solidaridad sobre quienes supe por medio de muchos de ustedes. El Señor se los tendrá en cuenta.

Si todos los que por amor lucharon juntos contra la pandemia pudieran también soñar juntos un mundo nuevo, ¡qué distinto sería todo! Soñar juntos.

2. Bienaventurados
Ustedes son, como les dije en la carta que les envié el año pasado,
[2] un verdadero ejército invisible, son parte fundamental de esa humanidad que lucha por la vida frente a un sistema de muerte. En esa entrega veo al Señor que se hace presente en medio nuestro para regalarnos su Reino. Jesús, cuando nos ofreció el protocolo con el cual seremos juzgados –Mateo 25–, nos dijo que la salvación estaba en cuidar de los hambrientos, los enfermos, los presos, los extranjeros, en definitiva, en reconocerlo y servirlo a Él en toda la humanidad sufriente. Por eso me animo a decirles: «Felices los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados» (Mt 5,6), «felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Queremos que esa bienaventuranza se extienda, permee y unja cada rincón y cada espacio donde la vida se vea amenazada. Pero nos sucede, como pueblo, como comunidad, como familia e inclusive individualmente, tener que enfrentar situaciones que nos paralizan, donde el horizonte desaparece y el desconcierto, el temor, la impotencia y la injusticia parece que se apoderan del presente. Experimentamos también resistencias a los cambios que necesitamos y que anhelamos, resistencias que son profundas, enraizadas, que van más allá de nuestras fuerzas y decisiones. Esto es lo que la Doctrina social de la Iglesia llamó “estructuras de pecado”, que estamos llamados también nosotros a convertir y que no podemos ignorar a la hora de pensar el modo de accionar. El cambio personal es necesario, pero es imprescindible también ajustar nuestros modelos socio-económicos para que tengan rostro humano, porque tantos modelos lo han perdido. Y pensando en estas situaciones, me vuelvo pedigüeño. Y paso a pedir. A pedir a todos. Y a todos quiero pedirles en nombre de Dios.

A los grandes laboratorios, que liberen las patentes. Tengan un gesto de humanidad y permitan que cada país, cada pueblo, cada ser humano tenga acceso a las vacunas. Hay países donde sólo tres, cuatro por ciento de sus habitantes fueron vacunados.

Quiero pedirles en nombre de Dios a los grupos financieros y organismos internacionales de crédito que permitan a los países pobres garantizar las necesidades básicas de su gente y condonen esas deudas tantas veces contraídas contra los intereses de esos mismos pueblos.

Quiero pedirles en nombre de Dios a las grandes corporaciones extractivas –mineras, petroleras–, forestales, inmobiliarias, agro negocios, que dejen de destruir los bosques, humedales y montañas, dejen de contaminar los ríos y los mares, dejen de intoxicar los pueblos y los alimentos.

Quiero pedirles en nombre de Dios a las grandes corporaciones alimentarias que dejen de imponer estructuras monopólicas de producción y distribución que inflan los precios y terminan quedándose con el pan del hambriento.

Quiero pedirles en nombre de Dios a los fabricantes y traficantes de armas que cesen totalmente su actividad, una actividad que fomenta la violencia y la guerra, y muchas veces en el marco de juegos geopolíticos que cuestan millones de vidas y de desplazamientos.

Quiero pedirles en nombre de Dios a los gigantes de la tecnología que dejen de explotar la fragilidad humana, las vulnerabilidades de las personas, para obtener ganancias, sin considerar cómo aumentan los discursos de odio, el grooming, las fake news, las teorías conspirativas, la manipulación política.

Quiero pedirles en nombre de Dios a los gigantes de las telecomunicaciones que liberen el acceso a los contenidos educativos y el intercambio con los maestros por internet para que los niños pobres también puedan educarse en contextos de cuarentena.

Quiero pedirles en nombre de Dios a los medios de comunicación que terminen con la lógica de la post-verdad, la desinformación, la difamación, la calumnia y esa fascinación enfermiza por el escándalo y lo sucio, que busquen contribuir a la fraternidad humana y a la empatía con los más vulnerados.

Quiero pedirles en nombre de Dios a los países poderosos que cesen las agresiones, bloqueos, sanciones unilaterales contra cualquier país en cualquier lugar de la tierra. No al neocolonialismo. Los conflictos deben resolverse en instancias multilaterales como las Naciones Unidas. Ya hemos visto cómo terminan las intervenciones, invasiones y ocupaciones unilaterales; aunque se hagan bajo los más nobles motivos o ropajes.

Este sistema con su lógica implacable de la ganancia está escapando a todo dominio humano. Es hora de frenar la locomotora, una locomotora descontrolada que nos está llevando al abismo. Todavía estamos a tiempo.

A los gobiernos en general, a los políticos de todos los partidos quiero pedirles, junto a los pobres de la tierra, que representen a sus pueblos y trabajen por el bien común. Quiero pedirles el coraje de mirar a sus pueblos, mirar a los ojos de la gente, y la valentía de saber que el bien de un pueblo es mucho más que un consenso entre las partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 218); cuídense de escuchar solamente a las elites económicas tantas veces portavoces de ideologías superficiales que eluden los verdaderos dilemas de la humanidad. Sean servidores de los pueblos que claman por tierra, techo, trabajo y una vida buena. Ese “buen vivir” aborigen que no es lo mismo que la “dolce vita” o el “dolce far niente”, no. Ese buen vivir humano que nos pone en armonía con toda la humanidad, con toda la creación.

Quiero pedir también a todos los líderes religiosos que nunca usemos el nombre de Dios para fomentar guerras ni golpes de Estado. Estemos junto a los pueblos, a los trabajadores, a los humildes y luchemos junto a ellos para que el desarrollo humano integral sea una realidad. Tendamos puentes de amor para que la voz de la periferia con sus llantos, pero también con su canto y también con su alegría, no provoque miedo sino empatía en el resto de la sociedad.

Y así soy pedigüeño.

Es necesario que juntos enfrentemos los discursos populistas de intolerancia, xenofobia, aporofobia –que es el odio a los pobres–, como todos aquellos que nos lleve a la indiferencia, la meritocracia y el individualismo; estas narrativas sólo sirvieron para dividir nuestros pueblos y minar y neutralizar nuestra capacidad poética, la capacidad de soñar juntos.

3. Soñemos juntos
Hermanas y hermanos, soñemos juntos. Y así, como pido esto con ustedes, junto a ustedes, quiero también trasmitirles algunas reflexiones sobre el futuro que debemos construir y soñar. Dije reflexiones, pero tal vez cabría decir sueños, porque en este momento no alcanza el cerebro y las manos, necesitamos también el corazón y la imaginación: necesitamos soñar para no volver atrás. Necesitamos utilizar esa facultad tan excelsa del ser humano que es la imaginación, ese lugar donde la inteligencia, la intuición, la experiencia, la memoria histórica se encuentran para crear, componer, aventurar y arriesgar. Soñemos juntos, porque fueron precisamente los sueños de libertad e igualdad, de justicia y dignidad, los sueños de fraternidad los que mejoraron el mundo. Y estoy convencido de que en esos sueños se va colando el sueño de Dios para todos nosotros, que somos sus hijos.

Soñemos juntos, sueñen entre ustedes, sueñen con otros. Sepan que están llamados a participar en los grandes procesos de cambio, como les dije en Bolivia: «El futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse, de promover alternativas creativas» (Discurso a los movimientos populares, Santa Cruz de la Sierra, 9 julio 2015). Está en sus manos.

“Pero esas son cosas inalcanzables”, dirá alguno. Sí. Pero tienen la capacidad de ponernos en movimiento, de ponernos en camino. Y ahí reside precisamente toda la fuerza de ustedes, todo el valor de ustedes. Porque son capaces de ir más allá de miopes autojustificaciones y convencionalismos humanos que lo único que logran es seguir justificando las cosas como están. Sueñen. Sueñen juntos. No caigan en esa resignación dura y perdedora... El tango lo expresa tan bien: “Dale que va, que todo es igual. Que allá en el horno se vamo a encontrar”. No, no, no caigan en eso por favor. Los sueños son siempre peligrosos para aquellos que defienden el statu quo porque cuestionan la parálisis que el egoísmo del fuerte o el conformismo del débil quieren imponer. Y aquí hay como un pacto no hecho, pero es inconsciente: el egoísmo del fuerte con el conformismo del débil. Esto no puede funcionar así. Los sueños desbordan los límites estrechos que se nos imponen y nos proponen nuevos mundos posibles. Y no estoy hablando de ensoñaciones rastreras que confunden el vivir bien con pasarla bien, que no es más que un pasar el rato para llenar el vacío de sentido y así quedar a merced de la primera ideología de turno. No, no es eso, sino soñar, para ese buen vivir en armonía con toda la humanidad y con la creación.

Pero, ¿cuál es uno de los peligros más grandes que enfrentamos hoy? A lo largo de mi vida –no tengo quince años, o sea, cierta experiencia tengo–, pude darme cuenta de que de una crisis nunca se sale igual. De esta crisis de la pandemia no vamos a salir igual: o se sale mejor o se sale peor, igual que antes, no. Pero nunca saldremos igual. Y hoy día tenemos que enfrentar juntos, siempre juntos, esta cuestión: ¿Cómo saldremos de estas crisis? ¿Mejores o peores? Queremos salir ciertamente mejores, pero para eso debemos romper las ataduras de lo fácil y la aceptación dócil de que no hay otra alternativa, de que “éste es el único sistema posible”, esa resignación que nos anula, de que sólo podemos refugiarnos en el “sálvese quien pueda”. Y para eso hace falta soñar. Me preocupa que mientras estamos todavía paralizados, ya hay proyectos en marcha para rearmar la misma estructura socioeconómica que teníamos antes, porque es más fácil. Elijamos el camino difícil, salgamos mejor.

En Fratelli tutti utilicé la parábola del Buen Samaritano como la representación más clara de esta opción comprometida en el Evangelio. Me decía un amigo que la figura del Buen Samaritano está asociada por cierta industria cultural a un personaje medio tonto. Es la distorsión que provoca el hedonismo depresivo con el que se pretende neutralizar la fuerza transformadora de los pueblos y en especial de la juventud.

¿Saben lo que me viene a la mente a mí ahora, junto a los movimientos populares, cuando pienso en el Buen Samaritano? ¿Saben lo que me viene a la mente? Las protestas por la muerte de George Floyd. Está claro que este tipo de reacciones contra la injusticia social, racial o machista pueden ser manipuladas o instrumentadas para maquinaciones políticas y cosas por el estilo; pero lo esencial es que ahí, en esa manifestación contra esa muerte, estaba el “samaritano colectivo” –¡que no era ningún bobeta! –. Ese movimiento no pasó de largo cuando vio la herida de la dignidad humana golpeada por semejante abuso de poder. Los movimientos populares son, además de poetas sociales, “samaritanos colectivos”.

En estos procesos hay tantos jóvenes que yo siento esperanza...; pero hay muchos otros jóvenes que están tristes, que tal vez para sentir algo en este mundo necesitan recurrir a las consolaciones baratas que ofrece el sistema consumista y narcotizante. Y otros, es triste, pero otros optan por salir del sistema. Las estadísticas de suicidios juveniles no se publican en su total realidad. Lo que ustedes realizan es muy importante, pero también es importante que logren contagiar a las generaciones presentes y futuras lo mismo que a ustedes les hace arder el corazón. Tienen en esto un doble trabajo o responsabilidad. Seguir atentos, como el buen Samaritano, a todos aquellos que están golpeados por el camino pero, a su vez, buscar que muchos más se sumen en este sentir: los pobres y oprimidos de la tierra se lo merecen, nuestra casa común nos lo reclama.

Quiero ofrecer algunas pistas. La Doctrina social de la Iglesia no tiene todas las respuestas, pero sí algunos principios que pueden ayudar a este camino a concretizar las respuestas y ayudar tanto a los cristianos como a los no cristianos. A veces me sorprende que cada vez que hablo de estos principios algunos se admiran y entonces el Papa viene catalogado con una serie de epítetos que se utilizan para reducir cualquier reflexión a la mera adjetivación degradatoria. No me enoja, me entristece. Es parte de la trama de la post-verdad que busca anular cualquier búsqueda humanista alternativa a la globalización capitalista, es parte de la cultura del descarte y es parte del paradigma tecnocrático.

Los principios que expongo son mesurados, humanos, cristianos, compilados en el Compendio elaborado por el entonces Pontificio Consejo “Justicia y Paz”.[3] Es un manualito de la Doctrina social de la Iglesia. Y a veces cuando los Papas, sea yo, o Benedicto, o Juan Pablo II decimos alguna cosa, hay gente que se extraña, ¿de dónde saca esto? Es la doctrina tradicional de la Iglesia. Hay mucha ignorancia en esto. Los principios que expongo, están en ese libro, en el capítulo cuarto. Quiero aclarar una cosa, están compilados en este Compendio y este Compendio fue encargado por san Juan Pablo ll. Les recomiendo a ustedes y a todos los líderes sociales, sindicales, religiosos, políticos y empresarios que lo lean.

En el capítulo cuarto de este documento encontramos principios como la opción preferencial por los pobres, el destino universal de los bienes, la solidaridad, la subsidiariedad, la participación, el bien común, que son mediaciones concretas para plasmar a nivel social y cultural la Buena Noticia del Evangelio. Y me entristece cuando algunos hermanos de la Iglesia se incomodan si recordamos estas orientaciones que pertenecen a toda la tradición de la Iglesia. Pero el Papa no puede dejar de recordar esta doctrina, aunque muchas veces le moleste a la gente, porque lo que está en juego no es el Papa sino el Evangelio.

Y en este contexto, quisiera rescatar brevemente algunos principios con los que contamos para llevar adelante nuestra misión. Mencionaré dos o tres, no más. Uno es el principio de solidaridad. La solidaridad no sólo como virtud moral sino como un principio social, principio que busca enfrentar los sistemas injustos con el objetivo de construir una cultura de la solidaridad que exprese –literalmente dice el Compendio– «una determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común» (n. 193).

Otro principio es estimular y promover la participación y la subsidiariedad entre movimientos y entre los pueblos capaz de limitar cualquier esquema autoritario, cualquier colectivismo forzado o cualquier esquema estado céntrico. El bien común no puede utilizarse como excusa para aplastar la iniciativa privada, la identidad local o los proyectos comunitarios. Por eso, estos principios promueven una economía y una política que reconozca el rol de los movimientos populares, «la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales; en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional y político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social». Esto en el número 185 del Compendio.

Como ven, queridos hermanos, queridas hermanas, son principios equilibrados y bien establecidos en la Doctrina social de la Iglesia. Con estos dos principios creo que podemos dar el próximo paso del sueño a la acción. Porque es tiempo de actuar.

4. Tiempo de actuar
Muchas veces me dicen: “Padre, estamos de acuerdo, pero, en concreto, ¿qué debemos hacer?”. Yo no tengo la respuesta, por eso debemos soñar juntos y encontrarla entre todos. Sin embargo, hay medidas concretas que tal vez permitan algunos cambios significativos. Son medidas que están presentes en vuestros documentos, en vuestras intervenciones y que yo he tomado muy en cuenta, sobre las que medité y consulté a especialistas. En encuentros pasados hablamos de la integración urbana, la agricultura familiar, la economía popular. A estas, que todavía exigen seguir trabajando juntos para concretarlas, me gustaría sumarle dos más: el salario universal y la reducción de la jornada de trabajo.

Un ingreso básico (el IBU) o salario universal para que cada persona en este mundo pueda acceder a los más elementales bienes de la vida. Es justo luchar por una distribución humana de estos recursos. Y es tarea de los Gobiernos establecer esquemas fiscales y redistributivos para que la riqueza de una parte sea compartida con la equidad sin que esto suponga un peso insoportable, principalmente para la clase media –generalmente, cuando hay estos conflictos, es la que más sufre–. No olvidemos que las grandes fortunas de hoy son fruto del trabajo, la investigación científica y la innovación técnica de miles de hombres y mujeres a lo largo de generaciones.

La reducción de la jornada laboral es otra posibilidad, el ingreso básico uno, es una posibilidad, la otra es la reducción de la jornada laboral. Y hay que analizarla seriamente. En el siglo XIX los obreros trabajaban doce, catorce, dieciséis horas por día. Cuando conquistaron la jornada de ocho horas no colapsó nada como algunos sectores preveían. Entonces, insisto, trabajar menos para que más gente tenga acceso al mercado laboral es un aspecto que necesitamos explorar con cierta urgencia. No puede haber tantas personas agobiadas por el exceso de trabajo y tantas otras agobiadas por la falta de trabajo.

Considero que son medidas necesarias, pero desde luego no suficientes. No resuelven el problema de fondo, tampoco garantizan el acceso a la tierra, techo y trabajo en la cantidad y calidad que los campesinos sin tierras, las familias sin un techo seguro y los trabajadores precarios merecen. Tampoco van a resolver los enormes desafíos ambientales que tenemos por delante. Pero quería mencionarlas porque son medidas posibles y marcarían un cambio positivo de orientación.

Es bueno saber que en esto no estamos solos. Las Naciones Unidas intentaron establecer algunas metas a través de los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), pero lamentablemente desconocidas por nuestros pueblos y las periferias; lo que nos recuerda la importancia de compartir y comprometer a todos en esta búsqueda común.

Hermanas y hermanos, estoy convencido de que el mundo se ve más claro desde las periferias. Hay que escuchar a las periferias, abrirle las puertas y permitirles participar. El sufrimiento del mundo se entiende mejor junto a los que sufren. En mi experiencia, cuando las personas, hombres y mujeres que han sufrido en carne propia la injusticia, la desigualdad, el abuso de poder, las privaciones, la xenofobia, en mi experiencia veo que comprenden mucho mejor lo que viven los demás y son capaces de ayudarlos a abrir, realísticamente, caminos de esperanza. Qué importante es que vuestra voz sea escuchada, representada en todos los lugares de toma de decisión. Ofrecerla como colaboración, ofrecerla como una certeza moral de lo que hay que hacer. Esfuércense para hacer sentir su voz y también en esos lugares, por favor, no se dejen encorsetar ni se dejen corromper. Dos palabras que tienen un significado muy grande, que yo no voy a hablar ahora.

Reafirmemos el compromiso que tomamos en Bolivia: poner la economía al servicio de los pueblos para construir una paz duradera fundada en la justicia social y el cuidado de la Casa común. Sigan impulsando su agenda de tierra, techo y trabajo. Sigan soñando juntos. Y gracias, gracias en serio, por dejarme soñar con ustedes.

Pidámosle a Dios que derrame su bendición sobre nuestros sueños. No perdamos las esperanzas. Recordemos la promesa que Jesús hizo a sus discípulos: “siempre estaré con ustedes” (cf. Mt 28,20); y recordándola, en este momento de mi vida, quiero decirles también que yo voy a estar con ustedes. También lo importante es que se den cuenta de que está Él con ustedes. Gracias.

Francisco


Notas

[1] “El virus del hambre se multiplica”, Informe de Oxfam del 9 de julio de 2021, en base al Global Report on Food Crises (GRFC) del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas.
[2]Carta a los movimientos populares, 12 abril 2020.
[3] Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004.

Excelencia:

La celebración anual de la Jornada Mundial de la Alimentación nos enfrenta a uno de los mayores desafíos de la humanidad: vencer el hambre de una vez por todas es una meta ambiciosa. La Cumbre de las Naciones Unidas sobre los Sistemas Alimentarios, celebrada en Nueva York el pasado 23 de septiembre, puso de manifiesto la perentoriedad de adoptar soluciones innovadoras que puedan transformar la forma en que producimos y consumimos alimentos para el bienestar de las personas y del planeta. Esto es impostergable para acelerar la recuperación post-pandémica, combatir la inseguridad alimentaria y avanzar hacia el logro de todos los Objetivos de la Agenda 2030.

El tema propuesto por la FAO este año: “Nuestras acciones son nuestro futuro. Mejor producción, mejor nutrición, un mejor medio ambiente y una vida mejor”, subraya la necesidad de una acción mancomunada para que todos tengan acceso a dietas que garanticen la máxima sostenibilidad medioambiental y además sean adecuadas y a un precio asequible. Cada uno de nosotros tiene una función que desempeñar en la transformación de los sistemas alimentarios en beneficio de las personas y del planeta, y «todos podemos colaborar […] para el cuidado de la creación, cada uno desde su cultura, su experiencia, sus iniciativas y sus capacidades» (Carta Enc. Laudato si’, 14).

Actualmente asistimos a una auténtica paradoja en cuanto al acceso a los alimentos: por un lado, más de 3.000 millones de personas no tienen acceso a una dieta nutritiva, mientras que, por otro lado, casi 2.000 millones padecen sobrepeso u obesidad debido a una mala alimentación y a un estilo de vida sedentario. Si no queremos poner en peligro la salud de nuestro planeta y de toda nuestra población, hemos de favorecer la participación activa en el cambio a todos los niveles y reorganizar los sistemas alimentarios en su conjunto.

Me gustaría señalar cuatro ámbitos en los que es urgente actuar: en el campo, en el mar, en la mesa y en la reducción de las pérdidas y el desperdicio de alimentos. Nuestros estilos de vida y prácticas de consumo cotidianas influyen en la dinámica global y medioambiental, pero si aspiramos a un cambio real, debemos instar a productores y consumidores a tomar decisiones éticas y sostenibles y concienciar a las generaciones más jóvenes del importante papel que desempeñan para hacer realidad un mundo sin hambre. Cada uno de nosotros puede brindar su aportación a esta noble causa, empezando por nuestra vida cotidiana y los gestos más sencillos. Conocer nuestra Casa Común, protegerla y ser conscientes de su importancia es el primer paso para ser custodios y promotores del medio ambiente.

La pandemia nos da la oportunidad de cambiar el rumbo e invertir en un sistema alimentario mundial que pueda hacer frente con sensatez y responsabilidad a futuras crisis. En este sentido, la valiosa contribución de los pequeños productores es crucial, facilitando su acceso a la innovación que, aplicada al sector agroalimentario, puede reforzar la resistencia al cambio climático, aumentar la producción de alimentos y apoyar a quienes trabajan en la cadena de valor alimentaria.

La lucha contra el hambre exige superar la fría lógica del mercado, centrada ávidamente en el mero beneficio económico y en la reducción de los alimentos a una mercancía más, y afianzar la lógica de la solidaridad.

Señor Director General, la Santa Sede y la Iglesia católica caminan junto a la FAO y aquellas otras entidades y personas que dan lo mejor de sí mismas para que ningún ser humano vea menoscabados o preteridos sus derechos fundamentales. Que quienes siembran semillas de esperanza y concordia sientan el respaldo de mi plegaria, suplicando que sus iniciativas y proyectos sean cada vez más fructíferos y acertados. Con estos sentimientos, invoco sobre Usted y cuantos con tesón y generosidad combaten la miseria y el hambre en el mundo la bendición de Dios Todopoderoso.

Vaticano, 15 de octubre de 2021
Francsico

A Su Excelencia el señor Michal Kurtyka
Ministro del Clima y del Medio Ambiente de la República de Polonia
Presidente de la XLII Conferencia de la FAO

El momento actual, todavía marcado por la crisis sanitaria, económica y social provocada por el Covid-19, pone en evidencia que la labor que realiza la FAO en la búsqueda de respuestas adecuadas al problema de la inseguridad alimentaria y la desnutrición, que siguen siendo grandes desafíos de nuestro tiempo, adquiera un relieve particular. A pesar de los logros obtenidos en las décadas anteriores, muchos de nuestros hermanos y hermanas aún no tienen acceso a la alimentación necesaria, ni en cantidad ni en calidad.

El año pasado, el número de personas que estaban expuestas al riesgo de inseguridad alimentaria aguda, y que tenían necesidad de apoyo inmediato para subsistir, alcanzó la cifra más alta del último quinquenio. Esta situación podría agravarse en el futuro. Los conflictos, los fenómenos meteorológicos extremos, las crisis económicas, junto con la crisis sanitaria actual, constituyen una fuente de carestía y hambruna para millones de personas. Por eso, para afrontar esas crecientes vulnerabilidades es fundamental la adopción de políticas capaces de abordar las causas estructurales que las provocan.

Para ofrecer una solución a estas necesidades es importante, sobre todo, garantizar que los sistemas alimentarios sean resilientes, inclusivos, sostenibles y capaces de proporcionar dietas saludables y asequibles para todos. En esta perspectiva, es beneficioso el desarrollo de una economía circular, que garantice recursos para todos, también para las generaciones venideras, y que promueva el uso de energías renovables. El factor fundamental para recuperarse de la crisis que nos fustiga es una economía a medida del hombre, no sujeta solamente a las ganancias, sino anclada en el bien común, amiga de la ética y respetuosa del medio ambiente.

La reconstrucción de las economías pospandémicas nos ofrece la oportunidad de revertir el rumbo seguido hasta ahora e invertir en un sistema alimentario global capaz de resistir a las crisis futuras. De esto hace parte la promoción de una agricultura sostenible y diversificada, que tenga presente el valioso papel de la agricultura familiar y la de las comunidades rurales. De hecho, es paradójico comprobar que la falta o escasez de alimentos la padecen precisamente quienes los producen. Tres cuartas partes de los pobres del mundo viven en las zonas rurales y para ganarse la vida dependen principalmente de la agricultura. Sin embargo, debido a la falta de acceso a los mercados, a la posesión de la tierra, a los recursos financieros, a las infraestructuras y a las tecnologías, estos hermanos y hermanas nuestros son los más expuestos a sufrir la inseguridad alimentaria.

Aprecio y aliento los esfuerzos de la comunidad internacional encaminados a que cada país pueda implementar los mecanismos necesarios para conseguir su autonomía alimentaria, sea a través de nuevos modelos de desarrollo y consumo, como de formas de organización comunitaria que preserven los ecosistemas locales y la biodiversidad (cf. Enc. Laudato si’, 129.180). De gran provecho podría ser recurrir al potencial de la innovación para apoyar a los pequeños productores y ayudarlos a mejorar sus capacidades y su resiliencia. En este sentido, el trabajo que ustedes realizan tiene particular importancia en la actual época de crisis.

En la presente coyuntura, para poder lanzar el reinicio, el paso fundamental es la promoción de una cultura del cuidado, dispuesta a afrontar la tendencia individualista y agresiva del descarte, muy presente en nuestras sociedades. Mientras unos pocos siembran tensiones, enfrentamientos y falsedades, nosotros, en cambio, estamos invitados a construir con paciencia y decisión una cultura de la paz, que se encamine hacia iniciativas que abracen todos los aspectos de la vida humana y nos ayuden a rechazar el virus de la indiferencia.

Queridos amigos, el simple trazado de programas no basta a impulsar la acción de la comunidad internacional; se necesitan gestos tangibles que tengan como punto de referencia la común pertenencia a la familia humana y el fomento de la fraternidad. Gestos que faciliten la creación de una sociedad promotora de educación, diálogo y equidad.

La responsabilidad individual suscita la responsabilidad colectiva, que aliente a la familia de las naciones a asumir compromisos concretos y efectivos. Es pertinente que «no pensemos solo en nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos, sin descartar a ninguno: de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro» (Homilía en la Santa Misa de la Divina Misericordia, 19 de abril de 2020).

Con un cordial saludo tanto a Usted, señor Presidente de la Conferencia, como al Director General de la FAO, a los Representantes de las distintas Naciones y Organizaciones Internacionales, y también a los demás participantes, deseo expresarles mi gratitud por sus esfuerzos. La Santa Sede y la Iglesia Católica, con sus estructuras e instituciones, apoyan los trabajos de esta Conferencia y los acompañan a ustedes en su dedicación en favor de un mundo más justo, al servicio de nuestros hermanos y hermanas indefensos y necesitados.

Fraternalmente,

Francisco
Vaticano, 14 de junio de 2021

Al Rev. P. Michael Brehl, C.Ss.R.,
Superior General de la Congregación del Santísimo Redentor
y moderador general de la Academia Alfonsiana

Hace ciento cincuenta años, Pío IX, el 23 de marzo de 1871, proclamaba a san Alfonso María de Ligorio doctor de la Iglesia.

La bula de proclamación del doctorado de san Alfonso destaca la especificidad de su propuesta moral y espiritual, al haber sabido mostrar «el camino seguro a través de la maraña de opiniones encontradas de rigorismo y laxismo»[1].

Ciento cincuenta años después de este gozoso aniversario, el mensaje de san Alfonso María de Ligorio, patrono de los confesores y moralistas, y modelo para toda la Iglesia en salida misionera, sigue indicando con vigor el camino principal para acercar las conciencias al rostro acogedor del Padre, porque «la salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia» (EG 112).

La escucha de la realidad
La propuesta teológica alfonsiana nace de la escucha y la acogida de la fragilidad de los hombres y mujeres más abandonados espiritualmente. El santo doctor, formado en una mentalidad moral rigorista, se convierte a la “benignidad” a través de la escucha de la realidad.

La experiencia misionera en las periferias existenciales de su tiempo, la búsqueda de los alejados y la escucha de las confesiones, la fundación y guía de la naciente Congregación del Santísimo Redentor, así como las responsabilidades como obispo de una Iglesia particular, le llevan a convertirse en padre y maestro de misericordia, seguro de que «el paraíso de Dios es el corazón del hombre»[2].

La conversión gradual a una pastoral decididamente misionera, capaz de cercanía con el pueblo, de saber acompañar sus pasos, de compartir concretamente su vida incluso en medio de grandes limitaciones y desafíos, empujó a Alfonso a reexaminar, no sin esfuerzo, incluso los planteamientos teológicos y jurídicos que había recibido en los años de su formación: marcados inicialmente por un cierto rigorismo, se transformaron luego en un enfoque misericordioso, un dinamismo evangelizador capaz de actuar por atracción.

En las disputas teológicas, prefiriendo la razón a la autoridad, no se detiene en la formulación teórica de los principios, sino que se deja interpelar por la vida misma. Abogado de los últimos, los frágiles y los descartados por la sociedad de su tiempo, defiende el “derecho” de todos, especialmente de los más abandonados y de los pobres. Este camino le llevó a la opción decisiva de ponerse al servicio de las conciencias que buscan, incluso entre mil dificultades, el bien, porque son fieles a la llamada de Dios a la santidad.

San Alfonso, por tanto, “no es ni laxista ni rigorista. Es un realista en el verdadero sentido cristiano” porque comprendió bien que «en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros» (EG 177).

El anuncio del Evangelio en una sociedad que cambia rápidamente requiere la valentía de escuchar la realidad, de «educar las conciencias para que piensen de manera diferente, en discontinuidad con el pasado»[3].

Toda acción pastoral tiene su raíz en el encuentro salvífico con el Dios de la vida, nace de la escucha de la vida y se nutre de una reflexión teológica que sepa hacerse cargo de las inquietudes de las personas para indicar caminos viables. Siguiendo el ejemplo de Alfonso, invito a los teólogos morales, a los misioneros y a los confesores a entrar en una relación viva con los miembros del pueblo de Dios y a mirar la existencia desde su perspectiva, para comprender las dificultades reales que encuentran y ayudar a curar sus heridas, porque sólo la verdadera fraternidad «sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno» (EG 92).

Fiel al Evangelio, la enseñanza moral cristiana, llamada a anunciar, profundizar y enseñar, debe ser siempre una respuesta «al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos» (EG 39). La teología moral no puede reflexionar sólo sobre la formulación de principios, de normas, sino que necesita hacerse cargo propositivamente de la realidad que supera cualquier idea (cf. EG, n. 231). Esto es prioritario (cf. EG, nn. 34-39) porque el conocimiento de los principios teóricos por sí solo, como nos recuerda el mismo san Alfonso, no es suficiente para acompañar y sostener las conciencias en el discernimiento del bien a realizar. Es necesario que el conocimiento se haga práctico a través de la escucha y la acogida de los últimos, los frágiles y los que la sociedad considera como un descarte.

Conciencias maduras para una Iglesia adulta
A ejemplo de san Alfonso María de Ligorio, renovador de la teología moral
[4], es deseable y, por tanto, necesario, acompañar y sostener a los más desprovistos de ayuda espiritual en el camino de la redención. El radicalismo evangélico no va contrapuesto a la debilidad del hombre. Siempre es necesario encontrar el camino que no aleje, sino que acerque los corazones a Dios, como hizo Alfonso con su enseñanza espiritual y moral. Todo ello porque «la inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (EG 200).

Como san Alfonso, estamos llamados a salir al encuentro de la gente como comunidad apostólica que sigue al Redentor entre los abandonados. Este salir al encuentro de los que no tienen auxilio espiritual ayuda a superar la ética individualista y a promover una madurez moral capaz de elegir el verdadero bien. Formando conciencias responsables y misericordiosas tendremos una Iglesia adulta capaz de responder constructivamente a las fragilidades sociales, con vistas al reino de los cielos.

Salir al encuentro de los más frágiles permite luchar contra la «lógica de la competitividad y la ley del más fuerte» que «considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar», dando inicio a «la cultura del descarte». (cf. EG, n. 53).

En los últimos tiempos, los retos a los que se enfrenta la sociedad son innumerables: la pandemia y el trabajo en el mundo después de la Covid, los cuidados que hay que asegurar a todos, la defensa de la vida, las aportaciones que nos llegan de la inteligencia artificial, la salvaguarda de la creación, la amenaza antidemocrática y la urgencia de la fraternidad. ¡Ay de nosotros si en este compromiso evangelizador, separáramos el “grito de los pobres”[5] del “grito de la tierra”![6].

Alfonso de Ligorio, maestro y patrono de los confesores y los moralistas, ofreció respuestas constructivas a los retos de la sociedad de su tiempo a través de la evangelización popular, indicando un estilo de teología moral capaz de conjugar las exigencias del Evangelio y la fragilidad humana.

Siguiendo el ejemplo del santo doctor, os invito a abordar seriamente en el plano de la teología moral «el grito de Dios preguntándonos a todos: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado?» (EG, n. 211).

En momentos históricos como el actual, se evidencia concretamente el peligro de absolutizar los derechos de los fuertes, olvidando a los más necesitados.

La formación de las conciencias para el bien se presenta como una meta indispensable para todo cristiano. Dar espacio a las conciencias –el lugar donde resuena la voz de Dios– para que puedan realizar su discernimiento personal en la concreción de la vida (cf. AL 37) es una tarea formativa a la que debemos ser fieles. La actitud del samaritano (Lc 10, 33-35), como he indicado en Fratelli tutti, nos empuja en esta dirección.

La teología moral no debe tener miedo de hacerse eco del grito de los últimos de la tierra y hacerlo suyo. La dignidad de los frágiles es un deber moral ineludible e inaplazable. Es necesario atestiguar que el derecho siempre significa solidaridad.

Os invito, como hizo san Alfonso, a salir al encuentro de los hermanos y hermanas frágiles de nuestra sociedad. Esto implica el desarrollo de una reflexión teológico- moral y de una acción pastoral, capaz de comprometerse con el bien común, que tiene su raíz en el anuncio del kerigma, que tiene una palabra decisiva en defensa de la vida, para la creación y la fraternidad.

En este especial aniversario, animo a la Congregación del Santísimo Redentor y a la Pontificia Academia Alfonsiana, como su expresión y centro de alta formación teológica y apostólica, a entablar un diálogo constructivo con todas las instancias procedentes de todas las culturas[7], para buscar respuestas apostólicas, morales y espirituales a favor de la fragilidad humana, sabiendo que el diálogo es marturya.

Que san Alfonso María de Ligorio y la Virgen del Perpetuo Socorro sean siempre vuestros compañeros de viaje

Roma, San Juan de Letrán, 23 de marzo de 2021

Francisco


Notas

[1] Pio IX, Acta Sancta Sedis, vol. VI, Typis Polyglottae Officinae S. C. De Propaganda Fidei, Romae 1871, 318.
[2] A. de’ Liguori, «Modo di conversare alla familiare con Dio» en Opere ascetichevol. I, CSSR, Roma 1933, 316.
[3]Ibid., 221.
[4] Cf. Juan Pablo II, Spiritus Domini, en Enchiridium Vaticanum, vol. 10, Ed. Dehonianas, Bolonia 1989, p. 1420. [cf. AAS79 (1987) pp. 1367-1368].
[5] Cf. Laudato si’, n. 49.
[6] Papa Francisco, «Progettare passi coraggiosi per meglio rispondere alle attese del popolo di Dio. Discorso di sua santità Papa Francesco» en Studia Moralia, 57/1 (2019) 13-16.
[7]Querida Amazonia, n. 36.

Queridos hermanos y hermanas:

Cuando los invité a iniciar este camino de preparación, participación y planificación de un pacto educativo global, no imaginábamos la situación en la que se desarrollaría: el Covid ha acelerado y amplificado muchas de las urgencias y emergencias que habíamos constatado, y ha manifestado muchas otras. A las dificultades sanitarias se sumaron después las económicas y sociales. Los sistemas educativos de todo el mundo han sufrido la pandemia tanto a nivel escolar como académico.

En todas partes se ha intentado activar una respuesta rápida a través de plataformas educativas informatizadas, que han mostrado no sólo una marcada disparidad en las oportunidades educativas y tecnológicas, sino también, debido al confinamiento y muchas otras deficiencias existentes, muchos niños y adolescentes se han quedado atrás en el proceso natural de desarrollo pedagógico. Según algunos datos recientes de organismos internacionales, se habla de una “catástrofe educativa” –es un poco fuerte, pero se habla de una “catástrofe educativa”–, ante los aproximadamente diez millones de niños que podrían verse obligados a abandonar la escuela a causa de la crisis económica generada por el coronavirus, aumentando una brecha educativa ya alarmante –con más de 250 millones de niños en edad escolar excluidos de cualquier actividad educativa–.

Ante esta dramática realidad, sabemos que las medidas sanitarias necesarias serán insuficientes si no van acompañadas de un nuevo modelo cultural. Esta situación ha hecho incrementar la conciencia de que se debe realizar un cambio en el modelo de desarrollo. Para que respete y proteja la dignidad de la persona humana, debe partir de las oportunidades que la interdependencia mundial ofrece a la comunidad y a los pueblos, cuidando nuestra casa común y protegiendo la paz. La crisis que atravesamos es una crisis global, que no se puede reducir ni limitar a un único ámbito o sector. Es general. El Covid ha hecho posible reconocer de forma global que lo que está en crisis es nuestro modo de entender la realidad y de relacionarnos.

En este contexto, vemos que no son suficientes las recetas simplistas o los vanos optimismos. Conocemos el poder transformador de la educación: educar es apostar y dar al presente la esperanza que rompe los determinismos y fatalismos con los que el egoísmo de los fuertes, el conformismo de los débiles y la ideología de los utópicos quieren imponerse tantas veces como el único camino posible.[1]

Educar es siempre un acto de esperanza que invita a la coparticipación y a la transformación de la lógica estéril y paralizante de la indiferencia en otra lógica distinta, capaz de acoger nuestra pertenencia común. Si los espacios educativos hoy se ajustan a la lógica de la sustitución y de la repetición; y son incapaces de generar y mostrar nuevos horizontes, en los que la hospitalidad, la solidaridad intergeneracional y el valor de la trascendencia construyan una nueva cultura, ¿no estaremos faltando a la cita con este momento histórico?

También somos conscientes de que un camino de vida necesita una esperanza basada en la solidaridad, y que cualquier cambio requiere un itinerario educativo, para construir nuevos paradigmas capaces de responder a los desafíos y emergencias del mundo contemporáneo, para comprender y encontrar soluciones a las exigencias de cada generación y hacer florecer la humanidad de hoy y de mañana.

Creemos que la educación es una de las formas más efectivas de humanizar el mundo y la historia. La educación es ante todo una cuestión de amor y responsabilidad que se transmite en el tiempo de generación en generación.

Por tanto, la educación se propone como el antídoto natural de la cultura individualista, que a veces degenera en un verdadero culto al yo y en la primacía de la indiferencia. Nuestro futuro no puede ser la división, el empobrecimiento de las facultades de pensamiento e imaginación, de escucha, de diálogo y de comprensión mutua. Nuestro futuro no puede ser este.

Hoy es necesario un nuevo periodo de compromiso educativo, que involucre a todos los componentes de la sociedad. Escuchemos el grito de las nuevas generaciones, que manifiesta la necesidad y, al mismo tiempo, la oportunidad estimulante de un renovado camino educativo, que no mire para otro lado, favoreciendo graves injusticias sociales, violaciones de derechos, grandes pobrezas y exclusiones humanas.

Se trata de un itinerario integral, en el que se salga al encuentro de aquellas situaciones de soledad y desconfianza hacia el futuro que generan depresión, adicciones, agresiones, odio verbal, fenómenos de intimidación y acoso entre los jóvenes. Un camino compartido, en el que no se permanezca indiferentes ante el flagelo de la violencia y el maltrato de menores, el fenómeno de las niñas esposas y de los niños soldados, la tragedia de los menores vendidos y esclavizados. A esto se suma el dolor por el “sufrimiento” de nuestro planeta, provocado por una explotación sin inteligencia y sin corazón, que ha generado una grave crisis medioambiental y climática.

En la historia hay momentos en los que es necesario tomar decisiones fundamentales, que no sólo dan una impronta a nuestra forma de vida, sino sobre todo una determinada posición ante posibles escenarios futuros. En la actual situación de crisis sanitaria –llena de desánimo y desconcierto–, consideramos que es el momento de firmar un pacto educativo global para y con las generaciones más jóvenes, que involucre en la formación de personas maduras a las familias, comunidades, escuelas y universidades, instituciones, religiones, gobernantes, a toda la humanidad.

Hoy se requiere la parresia necesaria para ir más allá de visiones extrínsecas de los procesos educativos, para superar las excesivas simplificaciones aplanadas sobre la utilidad, sobre el resultado –estandarizado–, sobre la funcionalidad y la burocracia que confunden educación con instrucción y terminan destruyendo nuestras culturas; más bien se nos pide que busquemos una cultura integral, participativa y multifacética. Necesitamos valentía para generar procesos que asuman conscientemente la fragmentación existente y los contrastes que de hecho llevamos con nosotros; la audacia para recrear el tejido de las relaciones a favor de una humanidad capaz de hablar el lenguaje de la fraternidad. El valor de nuestras prácticas educativas no se medirá simplemente por haber superado pruebas estandarizadas, sino por la capacidad de incidir en el corazón de una sociedad y dar nacimiento a una nueva cultura. Un mundo diferente es posible y requiere que aprendamos a construirlo, y esto involucra a toda nuestra humanidad, tanto personal como comunitaria.

Hacemos un llamamiento de manera particular a los hombres y las mujeres de cultura, de ciencia y de deporte, a los artistas, a los operadores de los medios de comunicación, en todas partes del mundo, para que ellos también firmen este pacto y, con su testimonio y su trabajo, se hagan promotores de los valores del cuidado, la paz, la justicia, la bondad, la belleza, la acogida del otro y la fraternidad. «No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos» (Carta enc. Fratelli tutti, 77). Un proceso plural y multifacético capaz de involucrarnos a todos en respuestas significativas, donde la diversidad y los enfoques se puedan armonizar en la búsqueda del bien común. Capacidad para crear una armonía: esto es lo que necesitamos hoy.

Por estos motivos nos comprometemos personal y conjuntamente a:

Poner en el centro de todo proceso educativo formal e informal a la persona, su valor, su dignidad, para hacer sobresalir su propia especificidad, su belleza, su singularidad y, al mismo tiempo, su capacidad de relacionarse con los demás y con la realidad que la rodea, rechazando esos estilos de vida que favorecen la difusión de la cultura del descarte.

Segundo: Escuchar la voz de los niños, adolescentes y jóvenes a quienes transmitimos valores y conocimientos, para construir juntos un futuro de justicia y de paz, una vida digna para cada persona.

Tercero: Fomentar la plena participación de las niñas y de las jóvenes en la educación.

Cuarto: Tener a la familia como primera e indispensable educadora.

Quinto: Educar y educarnos para acoger, abriéndonos a los más vulnerables y marginados.

Sexto: Comprometernos a estudiar para encontrar otras formas de entender la economía, la política, el crecimiento y el progreso, para que estén verdaderamente al servicio del hombre y de toda la familia humana en la perspectiva de una ecología integral.

Séptimo: Salvaguardar y cultivar nuestra casa común, protegiéndola de la explotación de sus recursos, adoptando estilos de vida más sobrios y buscando el aprovechamiento integral de las energías renovables y respetuosas del entorno humano y natural, siguiendo los principios de subsidiariedad y solidaridad y de la economía circular.

Queridos hermanos y hermanas: En definitiva, queremos comprometernos con valentía para dar vida, en nuestros países de origen, a un proyecto educativo, invirtiendo nuestras mejores energías e iniciando procesos creativos y transformadores en colaboración con la sociedad civil. En este proceso, un punto de referencia es la doctrina social que, inspirada en las enseñanzas de la Revelación y el humanismo cristiano, se ofrece como base sólida y fuente viva para encontrar los caminos a seguir en la actual situación de emergencia.

Tal inversión formativa, basada en una red de relaciones humanas y abiertas, debe garantizar el acceso de todos a una educación de calidad, a la altura de la dignidad de la persona humana y de su vocación a la fraternidad. Es hora de mirar hacia adelante con valentía y esperanza. Que nos sostenga, por tanto, la convicción de que en la educación se encuentra la semilla de la esperanza: una esperanza de paz y de justicia. Una esperanza de belleza, de bondad; una esperanza de armonía social.

Recordemos, hermanos y hermanas, que las grandes transformaciones no se construyen en el escritorio. Hay una “arquitectura” de la paz en la que intervienen las diversas instituciones y personas de una sociedad, cada una según su propia competencia, pero sin excluir a nadie (cf. ibíd., 231). Así tenemos que seguir: todos juntos, cada uno como es, pero siempre mirando juntos hacia adelante, hacia esta construcción de una civilización de la armonía, de la unidad, donde no haya lugar para esta virulenta pandemia de la cultura del descarte. Gracias.


Nota:
[1] Cf. M. De Certeau, Lo straniero o l’unione nella differenza, Vita e Pensiero, Milán 2010, 30.