Señores ministros,
Eminencias, Excelencias,
Miembros del Cuerpo diplomático,
Señoras, señores:
Me alegra recibirlos con ocasión del 40º aniversario del Tratado de Paz y Amistad entre la Argentina y Chile, que pone fin a la larga controversia territorial entre los dos países. Esta es una feliz conmemoración de aquellas intensas negociaciones que, con la mediación pontificia, evitaron el conflicto armado que estaba por enfrentar a dos pueblos hermanos y se concluyeron con una solución digna, razonable y ecuánime.
Agradezco a las Embajadas de Chile y Argentina por esta iniciativa conmemorativa. Saludo a las respectivas delegaciones y a las autoridades presentes, como también a los representantes de los mediadores que participaron en ese acontecimiento.
Quise dar especial relieve a esta conmemoración, también con la presencia de los señores cardenales y del Cuerpo diplomático -que agradezco de corazón-, tanto para recordar dicho aniversario, como para lanzar al mundo, en este momento, un llamamiento renovado a la paz y al diálogo. El compromiso que implicó a esos dos países durante las largas negociaciones, que fueron difíciles, así como el fruto de la paz y la amistad, constituyen en efecto un modelo para poder imitar.
En 2009, en el prólogo del libro sobre el Tratado de Paz y Amistad[1] del recordado arzobispo Carmelo Juan Giaquinta, escribí: «El tratado fue posible gracias a la mediación del Papa Juan Pablo II, y a la confianza depositada en él por nuestros pueblos y autoridades. Pero, ¿cómo se llegó a la mediación papal? […] Estuvo, en primer lugar, la oración de nuestro pueblo -de nuestros pueblos-, que aborrece la guerra. […] Una vez lograda la intervención pacificadora del Papa Juan Pablo II, en la Navidad de 1978, el esfuerzo de los Episcopados no cesó. Sin intervenir en la mediación, que fue una actividad exclusiva del Papa y de los Gobiernos de la Argentina y Chile, hubo que cultivar, sostener y defender la mediación papal de no pocos peligros externos, para que ésta llegase a buen término en noviembre de 1984, prácticamente seis años después de comenzada»[2].
San Juan Pablo II, desde los primeros días de su pontificado, manifestó su preocupación y demostró un empeño no sólo por evitar que la disputa entre Argentina y Chile «llegase a degenerar en un desgraciado conflicto armado, sino también por encontrar la manera de resolver definitivamente esa controversia»[3]. Después de haber recibido el pedido de los dos gobiernos, acompañado por esfuerzos concretos y exigentes, el Papa aceptó mediar teniendo como objetivo el de sugerir y proponer «una solución justa y equitativa, y por tanto honorable»[4]. Durante la mediación, en efecto, el Pontífice expresó su propósito en estos términos: «Que se encuentre, gracias a la buena voluntad de ambas Partes, una solución satisfactoria basada en la justicia y en el derecho internacional, que excluya el recurso a la fuerza»[5]. Hoy estamos viviendo lo triste que es el recurso a la fuerza.
El título del Tratado entre Argentina y Chile lo define con dos palabras: paz y amistad. Reflexionemos un poco sobre ellas.
Primero, la paz. Con ocasión de la Ratificación del Tratado, el 2 de mayo de 1985, Juan Pablo II manifestó su alegría, porque –afirmó- con el acuerdo «se consolida la paz y en manera tal que puede justamente dar fundada confianza de su permanencia estable»[6]. El Papa subrayaba que «este don de la paz requiere […] un esfuerzo cotidiano para preservarla de los obstáculos que puedan oponérsele y para alentar todo aquello que pueda enriquecerla. Por otra parte, el Tratado ofrece los medios aptos para el logro de ambas finalidades, tanto por lo que se refiere a la superación de diferencias que eventualmente pudieran surgir […], como para el fomento de una armoniosa amistad a través de una colaboración en todos los campos que lleve a una más estrecha integración de las dos Naciones»[7]. Por eso, este modelo de una completa y definitiva solución de una controversia a través de medios pacíficos, amerita ser propuesto -como dije recientemente- en la situación actual del mundo, en el que tantos conflictos perduran y se agravan, al no tener la voluntad efectiva de excluir de forma absoluta el uso de la fuerza o la amenaza para resolverlos. Y esto lo estamos viviendo de un modo bastante trágico.
La segunda palabra es amistad. «Mientras soplan los fríos vientos de la guerra, que se suman a fenómenos recurrentes de injusticia, violencia y desigualdad, así como a la grave emergencia climática y a una mutación antropológica sin precedentes, es imprescindible detenerse y preguntarse: ¿hay algo por lo que valga la pena vivir y esperar?»[8]. Efectivamente, las oposiciones, los cansancios y las caídas los podemos interpretar como una llamada a la reflexión, para que el corazón se abra al encuentro con Dios y cada uno tome conciencia de sí mismo, del prójimo y de la realidad. No olvidemos nuestra condición de “mendicantes”, somos soberanos mendicantes. Estamos llamados a hacernos “mendigos de lo esencial”, de lo que da sentido a nuestra vida. «Al hacerlo, descubrimos que el valor de la existencia humana no consiste en las cosas, ni en los éxitos obtenidos, ni en la competición, sino ante todo en esa relación de amor que nos sostiene, enraizando nuestro camino en la confianza y la esperanza». Hermanas, hermanos, «es la amistad con Dios, la que después se refleja en todas las demás relaciones humanas, esa fundamenta la alegría que nunca se extinguirá»[9].
Hace algunas semanas, con ocasión de este 40° aniversario, los obispos de la Argentina y de Chile firmaron una nueva declaración recordando cómo el Tratado «evitó la guerra entre pueblos hermanos»[10]. Los obispos de ambos países agradecen a Dios porque con ese acuerdo prevalecieron el diálogo y la paz. Al mismo tiempo, expresan su gratitud a san Juan Pablo II, que ofreció su mediación entre los dos países, mediación que llevaron a cabo los cardenales Antonio Samoré y Agostino Casaroli, dos grandes.
Hago mío el sentir de los obispos chilenos y argentinos, agradeciendo a Dios por habernos protegido y salvado de la guerra. Y junto con los purpurados y obispos de los dos países, agradecemos por la paz y la cooperación entre las dos naciones, confiando en que este camino pueda seguir siendo profundizado para el bien de los dos pueblos. Espero que el espíritu de encuentro y de concordia entre las naciones, en América Latina y en todo el mundo, deseoso de la paz, pueda ayudar a multiplicarse en iniciativas y políticas coordinadas, para resolver las numerosas crisis sociales y medioambientales que afectan a las poblaciones de todos los continentes, perjudicando ciertamente a los más pobres.
Con ocasión del 25 aniversario del Tratado, el 28 de noviembre de 2009, se tuvo un acto conmemorativo aquí en el Vaticano, realzado por la presencia de los presidentes de Argentina, la señora Cristina Fernández de Kirchner, y de Chile, la señora Michelle Bachelet. En aquella circunstancia el Papa Benedicto XVI puso de relieve cómo Chile y Argentina no son sólo dos naciones vecinas, sino mucho más: «Son –dijo- dos Pueblos hermanos con una vocación común de fraternidad, de respeto y amistad, que es fruto en gran parte de la tradición católica que está en la base de su historia y de su rico patrimonio cultural y espiritual»[11].
Hoy, a distancia de cuarenta años, renovamos nuestra gratitud por los esfuerzos de todas las personas que, en los gobiernos y delegaciones diplomáticas de ambos países, dieron su positiva contribución para llevar adelante ese camino de resolución pacífica, cumpliendo así los anhelos de paz de la población argentina y chilena. El Tratado de Paz y Amistad, como dijo entonces el Papa Benedicto, «es un ejemplo luminoso de la fuerza del espíritu humano y de la voluntad de paz frente a la barbarie y la sinrazón de la violencia y la guerra como medio para resolver diferencias»[12]. Es un ejemplo, más actual que nunca, de cómo es necesario «perseverar en todo momento con voluntad firme y hasta las últimas consecuencias en tratar de resolver las controversias con verdadera voluntad de diálogo y de acuerdo, a través de pacientes negociaciones y necesarios compromisos, y teniendo siempre en cuenta las justas exigencias y legítimos intereses de todos»[13].
Sobre este punto, es necesario hacer referencia a los numerosos conflictos armados en curso, que todavía no se consiguen extinguir a pesar de constituir heridas dolorosas para los países en guerra y para toda la familia humana. Y aquí quiero señalar la hipocresía de hablar de paz y jugar a la guerra. En algunos países donde se habla mucho de paz, las inversiones que dan más rédito son las fábricas de armas. Esta hipocresía nos lleva siempre a un fracaso. El fracaso de la hermandad, el fracaso de la paz. Dios quiera que la comunidad internacional pueda hacer prevalecer la fuerza del derecho a través del diálogo, porque el diálogo debe ser el alma de la comunidad internacional[14]. Simplemente menciono dos fracasos de la humanidad hoy: Ucrania y Palestina, donde se sufre, donde la prepotencia del invasor prima sobre el diálogo. Excelencias, señoras, señores, agradezco de corazón la participación en este acto conmemorativo. Por intercesión de María, Reina de la paz, nuestra Madre, invoco la bendición de Dios sobre las amadas naciones de Chile y Argentina, y la hago extensiva a todos los pueblos que tienen deseos de paz y concordia, y a cada hombre y mujer que se hace artesano de la fraternidad y de la amistad social. Gracias.
La bendición del Señor para nuestros pueblos.
Francisco
Notas:
[1] Carmelo Juan Giaquinta, El Tratado de paz y amistad entre Argentina y Chile. Cómo se gestó y preservó la mediación de Juan Pablo II, Buenos Aires 2009.
[2] Ibíd., 9-11.
[3] S. Juan Pablo II, Mediación entre Argentina y Chile en la controversia sobre la zona austral (23 abril 1982).
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ratificación del Tratado de paz y amistad concertado entre la República Argentina y la República de Chile. Mediación en la controversia sobre la zona austral (2 mayo 1985).
[7] Ibíd.
[8] Mensaje con ocasión del XLV Encuentro para la amistad entre los pueblos, Rímini, 20-25 agosto 2024 (19 julio 2024).
[9] Ibíd.
[10] En el 40º aniversario del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile. Declaración de las Conferencias Episcopales de ambos países, Buenos Aires (6 noviembre 2024).
[11] Discurso a las Delegaciones de Argentina y de Chile con ocasión del XXV aniversario del Tratado de paz y de amistad entre los dos países (28 noviembre 2009).
[12] Ibíd.
[13] Ibíd.
[14] Cf. Discurso a los miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede para la presentación de las felicitaciones del nuevo año (8 enero 2024).
Celebramos con gozo 2025 años de la Encarnación del Hijo de Dios. Dios se hace un Niño frágil y humilde, vulnerable y pequeño, al alcance de todos, para que nosotros podamos ser como Él, hermanos todos, entrando en la intimidad de su vida divina, en el seno de la Trinidad. A partir del Nacimiento de Jesús, todo lo humano es asumido, tocado, bendecido y transformado por Dios. Necesitamos celebrar esta cercanía misericordiosa de Dios, festejar su inmensa ternura, que lo hizo compadecerse de nosotros, para abrazarnos y llevarnos consigo, haciéndose uno de nosotros, comprometiéndonos a reconocernos hermanos.
Celebramos este jubileo, respondiendo a la convocatoria de nuestro querido Papa Francisco, uniéndonos a la Iglesia, Familia de Dios, presente en todo el mundo. Lo hacemos también en el contexto de nuestra Iglesia particular de Chascomús que se encamina hacia el jubileo de sus 50 años de vida, en el 2030, junto a los 400 años del milagro de Luján, donde nuestra Madrecita se quedó con nosotros, como patrona de la Argentina. Peregrinamos, así mismo, hacia los 2000 años de la Redención de Jesús, realizada por medio de su Pasión, Muerte y Resurrección que celebraremos en el jubileo del 2033.
Como diócesis de Chascomús, en comunión con la Iglesia universal, iniciaremos este año jubilar, el sábado 28 de diciembre, realizando un gesto muy importante y significativo que consistirá en la apertura de la puerta santa de la Iglesia Nuestra Señora del Rosario, en el Monasterio San José en Gándara. De este modo, nos disponemos a entrar juntos en este año jubilar, con la esperanza de que, para Dios, nada ni nadie está perdido, todo puede ser reparado, reconstruido, redimido. Frente a tantas puertas que se cierran o se estrechan para que pasen solamente unos pocos, nosotros queremos abrir puertas de esperanza, derribando muros que separan o paralizan. Abrir la puerta en Gándara es un signo muy fuerte de esperanza, es correr la piedra pesada de tantas tumbas, para dar lugar a la Vida y a la Resurrección, renovando nuestra fe en un Dios que es más fuerte que la muerte. Es un signo que nos compromete a vivir como resucitados, a dar testimonio de que es posible vivir de otra manera, mirando el mundo con más esperanza y menos pesimismo.
Para esta celebración de inicio de jubileo, nos concentraremos en la intersección de la ruta 2 y el camino vecinal de Gándara a las 19 hs, junto a la Virgen del Rosario, para iniciar una peregrinación hacia la Capilla del Monasterio, donde celebraremos la Santa Misa de la Sagrada Familia a las 20 hs, reinaugurando este lugar sagrado de oración y sanación. Concluida la Eucaristía, compartiremos la cena a la canasta y un fogón criollo para celebrar la alegría de la fe compartida que nos hace familia.
Volvamos a la fuente: es la invitación que queremos hacer a todos. Ir a los inicios de nuestra fe para celebrar lo que nos une, nuestra común vocación bautismal, que desplegamos en nuestra misión como sacerdotes, profetas y servidores, participando de la misma unción de Cristo.
Volvamos a la fuente... Queremos invitarlos en este año a que todos podamos realizar una peregrinación hacia la pila bautismal donde Dios nos hizo sus hijos. Este jubileo es una maravillosa oportunidad para celebrar nuestro bautismo, rastreando la fecha de su celebración, rescatando de nuestra memoria este sacramento que dio inicio a nuestro camino cristiano. Proponemos a cada cristiano de nuestra diócesis a emprender una peregrinación de fe hacia la fuente bautismal, para dar gracias por el inmenso don gratuito de la fe, la esperanza y la caridad, recibidos en este sacramento.
Volvamos a la fuente... Queremos que este jubileo sea un año bautismal, donde podamos revalorizar los signos de nuestro bautismo, especialmente la luz, la bendición y el agua bendita. Por eso, los invitamos a disponer en cada hogar, un espacio sagrado de oración, donde la familia se pueda encontrar para renovar cotidianamente la fe bautismal, a través del signo de la luz y de la bendición con el agua bendita, de los padres hacia sus hijos, de los padrinos a sus ahijados, refrescando, de este modo, la fe que nos une y nos sostiene como familia, ya que "familia que reza unida, permanece unida"...
Volvamos a la fuente... Queremos poner en este año a toda la diócesis en estado de misión. Una misión que es consecuencia natural del bautismo que nos hace a todos discípulos-misioneros de Jesús y de su Reino. Invitamos a cada parroquia a realizar durante todo el año una misión popular bautismal, que ayude a todos los bautizados a celebrar la alegría de la fe. Misión que pueda estar acompañada de la bendición del hogar, junto con los signos de la luz y del agua bendita. ¡Que ningún hogar de nuestra diócesis se quede sin la presencia de estos signos bautismales, sin el anuncio de la Buena Noticia de que Dios nos ama tanto, que nos envió hace 2025 años a su Hijo para salvarnos y darnos su propia Vida, por medio de su Muerte y Resurrección, y hacernos comunidad!
Volvamos a la fuente... Además de la misión parroquial, invitamos a que cada zona pastoral de nuestra diócesis (Norte, Centro y Sur) pueda realizar una jornada misionera en alguna localidad de la misma zona, como momento fuerte de misión compartida con las parroquias vecinas, fortaleciendo nuestra identidad misionera y sinodal.
Volvamos a la fuente... En este año jubilar, queremos hacer una peregrinación interior, abrevando de nuestra propia fuente, el corazón, templo del Espíritu Santo, donde Dios habita y nos espera en el silencio interior, lugar sagrado donde tomamos las decisiones cotidianas. Es una oportunidad maravillosa para dejarnos abrazar por la Misericordia de Dios y hacer experiencia fuerte y real de su amor incondicional, dejándonos convertir y reconciliar con Él, especialmente a través del sacramento de la Confesión y, de este modo, comprometernos a ser instrumentos de paz y de perdón. En tiempos de tanta violencia y guerra, queremos sanar nuestros vínculos a través del diálogo y la reconciliación, animándonos en este año jubilar a pedir perdón y a perdonarnos de corazón.
Volvamos a la fuente... Dice el Papa Francisco en su reciente encíclica Dilexit nos: La unión con Cristo no se orienta sólo a saciar la propia sed sino a convertirnos en una fuente de agua fresca para los demás (DN 173). Queremos despertar en otros la sed de Dios y de sentido, que anidan en cada corazón, ofreciendo a manos llenas las riquezas de nuestra fe. En primer lugar, el Bautismo, accesible a todos, ampliando nuestra creatividad e imaginación para que el agua bautismal salpique a todos, regando desiertos, fecundando vidas, refrescando a tantos sedientos. Por medio de catequesis bautismales, sencillas y claras, ayudemos a desplegar toda la fuerza y el potencial de nuestro Bautismo. Queremos ofrecer, a su vez, de un modo renovado, la riqueza de la Palabra de Dios y de los sacramentos, para que todos puedan "sacar agua con alegría de las fuentes de la salvación" (Is 12,3).
Volvamos a la fuente... Deseamos celebrar de modo festivo nuestra pertenencia común, nuestra vocación cristiana, que nos da una identidad bautismal, una dignidad de hijos que nada ni nadie pueden pisotear ni avasallar. Somos familia, llamados a vivir la fraternidad universal, hijos de un mismo Padre. Identidad que nos lanza seguros, confiados (con parresía), al encuentro del hermano, para anunciarle con convencimiento, sin miedo ni vergüenza, lo que le da sentido a nuestra vida: Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación. Dice Francisco: La misión, entendida desde la perspectiva de la irradiación del amor del Corazón de Cristo, exige misioneros enamorados, que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida (DN 209). Esta pertenencia común queremos vivenciarla, de modo especial, a través de un momento diocesano fuerte de celebración gozosa y agradecida de la fe, encontrándonos el sábado 18 de octubre en la Asamblea Jubilar diocesana en Dolores.
Volvamos a la fuente... Somos peregrinos de la esperanza. En medio de un mundo gris y cansado, queremos ser testigos de la esperanza, de esa chispa divina que nos habita y nos hace vivir con un sentido, con un brillo especial en los ojos, con la meta fija en el cielo y los pies bien puestos en la tierra, en el mismo barro que nuestros hermanos, animando en la paciencia, en el compromiso con los que van quedando descartados en el camino, olvidados, desechados por la sociedad de consumo, del placer y del bienestar egocéntrico y deshumanizante... Como signo jubilar, queremos peregrinar a la casa de la Madre de Luján, como es habitual, pero de modo especial en este año, el 10 de mayo, para renovar nuestra alianza de amor con María, y consagrar toda nuestra diócesis a su corazón de Madre. A su vez, los invitamos a realizar diversas peregrinaciones comunitarias a lugares de fe, como nos invita el Papa en este jubileo, que nos ayuden a celebrar nuestra pertenencia común de Pueblo peregrino y sinodal, que camina hacia la Casa del Padre, de modo especial a las Iglesias jubilares, establecidas para ganar la indulgencia plenaria en este año: nuestra Catedral en Chascomús; Nuestra Señora de la Merced en Lavalle, Nuestra Señora del Rosario en Gándara, Nuestra Señora del Pilar en Ranchos y Santa Rosa de Lima en Castelli.
Volvamos a la fuente... Hacer memoria agradecida de nuestra fe es reavivar la "frágil niña esperanza" que anida en el corazón de cada cristiano y de cada ser humano. Esperanza que queremos volver a encender proponiendo un encuentro vivo y personal con Jesucristo, centro de nuestra fe, capaz de reorientar y dar un sentido nuevo a nuestras vidas. Como dice Francisco: la misión se convierte en una cuestión de amor, y el mayor riesgo en esa misión es que se digan y se hagan muchas cosas pero no se logre provocar el feliz encuentro con ese amor de Cristo que abraza y que salva (DN 208).
Volvamos a la fuente, entonces, con decisión, alegría, caminando juntos, soñando en grande, confiando que este jubileo traerá muchas gracias y bendiciones para toda nuestra comunidad diocesana, renovando nuestra esperanza, fortaleciéndonos en nuestra vocación de discípulos-misioneros del Reino.
Que nadie quede afuera de esta convocatoria de jubileo y de misión, que todos nos podamos sumar aportando lo original y sagrado de cada uno, enriqueciendo la belleza de nuestra diócesis, para hacer llegar a todos la Buena Noticia del amor salvador de Jesús.
Que este Adviento sea un camino de preparación para este jubileo, por eso los invitamos a rezar cada domingo la oración del jubileo al encender la corona de Adviento.
Que en esta Nochebuena el Niño Dios renazca en cada corazón y nos envuelva con su luz de esperanza. ¡Feliz Navidad! ¡Feliz jubileo!
P. Juan Ignacio Liébana, obispo de Chascomús
24 de noviembre de 2024 - Fiesta de Cristo Rey
Oración del Jubileo
Padre que estás en el cielo,
la fe que nos has donado en
tu Hijo Jesucristo., nuestro hermano,
y la llama de caridad
infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
despierten en nosotros la bienaventurada
esperanza en la venida de tu Reino.Tu gracia nos transforme
en dedicados cultivadores de las semillas del Evangelio
que fermenten la humanidad y el cosmos,
en espera confiada
de los cielos nuevos y de la tierra nueva,
cuando vencidas las fuerzas del mal,
se manifestará para siempre tu gloria.La gracia del Jubileo
reavive en nosotros, Peregrinos de Esperanza,
el anhelo de los bienes celestiales
y derrame en el mundo entero
la alegría y la paz de nuestro Redentor.A ti, Dios bendito eternamente,
sea la alabanza y la gloria por los siglos.Amén.
Queridos hermanos y hermanas:
Con esta carta quisiera compartir algunos pensamientos sobre la importancia del estudio de la historia de la Iglesia, especialmente para ayudar a los sacerdotes a interpretar mejor la realidad social. Es una cuestión que me gustaría que se tuviera en cuenta en la formación de los nuevos sacerdotes y también de otros agentes pastorales.
Sé muy bien que en la formación de los candidatos al sacerdocio se presta especial atención al estudio de la historia de la Iglesia, y está muy bien que se haga así. Pero lo que quisiera subrayar ahora va más bien en la dirección de una invitación a promover, en los jóvenes estudiantes de teología, una real sensibilidad histórica. Con esta última expresión indico no sólo el conocimiento profundo y puntual de los momentos más importantes de estos pasados veinte siglos de cristianismo, sino también y, sobre todo, el surgir de una clara familiaridad con la dimensión histórica propia del ser humano. Nadie puede saber verdaderamente quién es y qué pretende ser mañana sin nutrir el vínculo que lo une con las generaciones que lo preceden. Y esto es válido no sólo a nivel de situaciones personales, sino también a un nivel más amplio de comunidad. En efecto, estudiar y narrar la historia ayuda a mantener encendida «la llama de la conciencia colectiva»[1] De lo contrario, permanece sólo la memoria personal de los hechos ligados al propio interés o a las propias emociones, sin un verdadero nexo con la comunidad humana y eclesial en la que estamos viviendo.
Una adecuada sensibilidad histórica nos ayuda a cada uno a tener un sentido de la proporción, un sentido de medida y una capacidad de comprensión de la realidad, sin abstracciones peligrosas y desencarnadas, tal como es y no como la imaginamos o nos gustaría que fuera. Es así como se logra entablar una relación con la realidad que llama a la responsabilidad ética, al compartir, a la solidaridad.
Según una tradición oral, que no puedo confirmar con fuentes escritas, un gran teólogo francés decía a sus alumnos que el estudio de la historia nos protege del “monofisismo eclesiológico”, es decir, de una concepción demasiado angelical de la Iglesia, de una Iglesia que no es real porque no tiene manchas ni arrugas. Y a la Iglesia, como a una madre, hay que amarla tal como es; si no, no la amamos en absoluto, o amamos sólo un fantasma de nuestra imaginación. La historia de la Iglesia nos ayuda a ver la Iglesia real, para poder amar a la que verdaderamente existe, y que ha aprendido y continúa aprendiendo de sus errores y de sus caídas. Esta Iglesia que, también en sus momentos más oscuros, se reconoce a sí misma y es capaz de comprender las manchas y las heridas del mundo en el que vive, y si tratará de curarlo y de hacerlo crecer, lo hará de la misma manera que intenta sanarse y crecer, aunque muchas veces no lo consiga.
Se trata de una rectificación de aquel terrible planteamiento que nos hace comprender la realidad sólo a partir de la defensa triunfalista de la función o del papel que uno cumple. Este último planteamiento, como he subrayado en la encíclica Fratelli tutti, es el que hace percibir al hombre herido de la parábola del buen samaritano como una molestia con respecto al propio proyecto de vida, quedando sencillamente como un “fuera de lugar” y «alguien que no cumplía función alguna».[2]
Además, educar a los candidatos al sacerdocio a una sensibilidad histórica se presenta como una clara necesidad. Y más aún en nuestro tiempo, en el que «se alienta también una pérdida del sentido de la historia que disgrega todavía más. Se advierte la penetración cultural de una especie de “deconstruccionismo”, donde la libertad humana pretende construirlo todo desde cero. Deja en pie únicamente la necesidad de consumir sin límites y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos».[3]
La importancia de conectarnos con la historia
De manera más general, se debe decir que todos -y no sólo los candidatos al sacerdocio- tenemos hoy necesidad de renovar nuestra sensibilidad histórica. En este contexto se sitúa un consejo que di a los jóvenes: «Si una persona les hace una propuesta y les dice que ignoren la historia, que no recojan la experiencia de los mayores, que desprecien todo lo pasado y que sólo miren el futuro que él les ofrece, ¿no es una forma fácil de atraparlos con su propuesta para que solamente hagan lo que él les dice? Esa persona los necesita vacíos, desarraigados, desconfiados de todo, para que sólo confíen en sus promesas y se sometan a sus planes. Así funcionan las ideologías de distintos colores, que destruyen (o de-construyen) todo lo que sea diferente y de ese modo pueden reinar sin oposiciones. Para esto necesitan jóvenes que desprecien la historia, que rechacen la riqueza espiritual y humana que se fue transmitiendo a lo largo de las generaciones, que ignoren todo lo que los ha precedido».[4]
De hecho, para comprender la realidad es necesario encuadrarla en la diacronía, allí donde la tendencia predominante es apoyarse en lecturas de los fenómenos que los equiparan en la sincronía, es decir, en una especie de presente sin pasado. Evadir la historia aparece muy a menudo como una forma de ceguera que nos empuja a preocuparnos y desperdiciar energías en un mundo que no existe, planteándonos falsos problemas y dirigiéndonos hacia soluciones inadecuadas. Algunas de estas lecturas pueden ser útiles para grupos pequeños, pero ciertamente no para toda la humanidad y la comunidad cristiana.
De ahí que la necesidad de una mayor sensibilidad histórica sea más urgente en una época en la que se está extendiendo la tendencia a intentar prescindir de la memoria o construir una que se adecue a las necesidades de las ideologías dominantes. Frente a la supresión del pasado y de la historia o de los relatos históricos “tendenciosos”, el trabajo de los historiadores, así como su conocimiento y amplia difusión, pueden frenar las mistificaciones, los revisionismos interesados y ese uso público particularmente comprometido con la justificación de las guerras, persecuciones, producción, venta, consumo de armas y muchos otros males.
Hoy tenemos una proliferación de relatos, a menudo falsos, artificiales e incluso engañosos, y al mismo tiempo una ausencia de historia y de conciencia histórica en la sociedad civil y también en nuestras comunidades cristianas. Entonces todo se vuelve aún peor si pensamos en historias cuidadosa y secretamente prefabricadas que sirven para construir relatos ad hoc, relatos de identidad y relatos de exclusión. El papel de los historiadores y el conocimiento de sus resultados hoy son decisivos y pueden representar uno de los antídotos para enfrentar este régimen mortal de odio basado en la ignorancia y los prejuicios.
Al mismo tiempo, el conocimiento profundo y compartido de la historia demuestra que no podemos abordar el pasado con una interpretación rápida y desconectada de sus consecuencias. La realidad, pasada o presente, nunca es algo sencillo que pueda reducirse a simplificaciones ingenuas y peligrosas. Menos aún a las pretensiones de quienes se creen ser como dioses perfectos y omnipotentes y quieren suprimir parte de la historia y de la humanidad. Es verdad que puede haber momentos horrendos y personas muy oscuras en la humanidad, pero si el juicio se hace principalmente a través de los medios de comunicación, las redes sociales o sólo por interés político, siempre estamos expuestos al ímpetu irracional de la ira o la emoción. Al final, como se dice “una cosa fuera de contexto sirve sólo de pretexto”. En este caso, el estudio histórico viene en nuestra ayuda, porque los historiadores pueden contribuir a la comprensión de la complejidad, gracias al método riguroso utilizado en la interpretación del pasado. Comprensión sin la cual no es posible la transformación del mundo actual más allá de las deformaciones ideológicas.[5]
La memoria de la verdad íntegra
Recordemos la genealogía de Jesús narrada por san Mateo. Nada se ha simplificado, suprimido o inventado. La genealogía del Señor se basa en la historia verdadera, en la que hay presentes algunos nombres, por así decirlo, problemáticos; se enfatiza el pecado del rey David (cf. Mt 1,6). Todo, sin embargo, termina y florece en María y en Cristo (cf. Mt 1,16).
Si esto pasó en la historia de la salvación, sucede igualmente en la historia de la Iglesia, pues esta, en ocasiones, «tras un avance iniciado felizmente, se ve obligada a lamentar un retroceso o a permanecer, a veces, en un estado de semiplenitud e insuficiencia».[6] Y «sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo».[7]
Un estudio sincero y valiente de la historia ayuda a la Iglesia a entender mejor su relación con los diferentes pueblos; y este esfuerzo debe contribuir a explicitar e interpretar los momentos más difíciles y confusos de esos pueblos. No debemos invitar a olvidar, de hecho «no podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno».[8] Por este motivo insisto en que «la Shoah no debe ser olvidada. […] No deben olvidarse los bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki. […] Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de esclavos y las matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en diversos países, y tantos otros hechos históricos que nos avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados siempre, una y otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos. […] Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa. […] No me refiero sólo a la memoria de los horrores, sino también al recuerdo de quienes, en medio de un contexto envenenado y corrupto fueron capaces de recuperar la dignidad y con pequeños o grandes gestos optaron por la solidaridad, el perdón, la fraternidad. Es muy sano hacer memoria del bien. […] El perdón no implica olvido. […] Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar».[9]
Junto a la memoria, la búsqueda de la verdad histórica es necesaria para que la Iglesia pueda iniciar -y ayudar a iniciar en la sociedad- sinceros y eficaces caminos de reconciliación y de paz social: «Los que han estado duramente enfrentados conversan desde la verdad, clara y desnuda. Les hace falta aprender a cultivar una memoria penitencial, capaz de asumir el pasado para liberar el futuro de las propias insatisfacciones, confusiones o proyecciones. Sólo desde la verdad histórica de los hechos podrán hacer el esfuerzo perseverante y largo de comprenderse mutuamente y de intentar una nueva síntesis para el bien de todos».[10]
El estudio de la historia de la Iglesia
Quisiera agregar ahora algunas pequeñas observaciones concernientes al estudio de la historia de la Iglesia.
La primera observación se refiere al riesgo de que este tipo de estudio pueda mantener un cierto enfoque meramente cronológico o incluso una equivocada orientación apologética, que transforman la historia de la Iglesia en puro soporte de la historia de la teología o de la espiritualidad en los siglos pasados. Se trataría de una forma de estudiar y, en consecuencia, de enseñar la historia de la Iglesia que no promueve la sensibilidad a la dimensión histórica a la que me he referido al inicio.
La segunda observación se refiere al hecho de que la historia de la Iglesia enseñada en el mundo parece estar afectada por un reduccionismo generalizado, con una presencia todavía secundaria en relación con una teología, que a menudo se muestra incapaz de entrar realmente en diálogo con la realidad viva y existencial de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Ya que la historia de la Iglesia, enseñada como parte de la teología, no puede ser desconectada de la historia de la sociedad.
La tercera observación tiene en cuenta que, en el camino de formación de los futuros sacerdotes, se percibe una educación aún no adecuada a las fuentes. Por ejemplo, los estudiantes rara vez se encuentran en la condición de poder leer textos fundamentales del cristianismo antiguo como la Carta a Diogneto, la Didaché o las Actas de los mártires. Sin embargo, cuando las fuentes son de algún modo desconocidas, faltan herramientas para leerlas sin esos filtros ideológicos o prejuicios teóricos que no permiten una recepción viva y estimulante de esos textos.
Una cuarta observación se refiere a la necesidad de “hacer historia” de la Iglesia -así como de “hacer teología”- no sólo con rigor y precisión sino también con pasión e involucrándose: con esa pasión y compromiso, personal y comunitario, propios de quienes, comprometidos en la evangelización, no eligieron un lugar neutral y aséptico, porque aman a la Iglesia y la acogen como Madre, tal como ella es.
Una observación adicional, relacionada con la anterior, se refiere al vínculo entre la historia de la Iglesia y la eclesiología. La investigación histórica tiene una contribución indispensable que ofrecer al desarrollo de una eclesiología verdaderamente histórica y mistérica.[11]
La penúltima observación, muy importante para mí, se refiere a la eliminación de las huellas de quienes no han podido hacer oír su voz a lo largo de los siglos, hecho que dificulta una reconstrucción histórica fiel. Y aquí me pregunto: ¿no es quizás un lugar de investigación privilegiado, para el historiador de la Iglesia, el poder sacar a la luz en la medida de lo posible el rostro popular de los últimos y reconstruir la historia de sus derrotas y opresiones sufridas, pero también la de sus riquezas humanas y espirituales, ofreciendo herramientas para comprender los actuales fenómenos de marginalidad y exclusión?
En esta última observación, quisiera recordarles que la historia de la Iglesia puede ayudar a recuperar toda la experiencia del martirio, conscientes de que no hay historia de la Iglesia sin martirio y que esta preciosa memoria nunca debe perderse. Incluso en la historia de sus sufrimientos «la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios».[12] Precisamente donde la Iglesia no ha triunfado a los ojos del mundo es cuando ha alcanzado su mayor belleza.
* * *
Para concluir, recordemos que estamos hablando de estudio, no de parloteo, de lecturas superficiales, del “cortar y pegar” de resúmenes de Internet. En la actualidad, muchos nos «empujan a perseguir el éxito a bajo costo, desacreditando el sacrificio, inculcando la idea de que el estudio no es necesario si no da inmediatamente algo concreto. No, el estudio sirve para hacerse preguntas, para no ser anestesiado por la banalidad, para buscar sentido en la vida. Se debe reclamar el derecho a que no prevalezcan las muchas sirenas que hoy distraen de esta búsqueda. […] Esta es vuestra gran tarea: responder a los estribillos paralizantes del consumismo cultural con opciones dinámicas y fuertes, con la investigación, el conocimiento y el compartir».[13]
Fraternalmente,
Francisco
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 21 de noviembre de 2024, décimo segundo año de mi Pontificado, memoria de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María.
Notas:
[1]Mensaje para la 53ª Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2020 (8 diciembre 2019), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (13 diciembre 2019), p. 6.
[2] Cf. Carta enc. Fratelli tutti (4 octubre 2020), 101: AAS 112 (2020), 1004.
[3]Ibíd., 13: AAS 112 (2020), 973.
[4] Exhort. ap. postsin. Christus vivit (25 marzo 2019), 181: AAS 111 (2019), 442.
[5] Cf. Carta enc. Fratelli tutti (4 octubre 2020), 116 y 164-165: AAS 112 (2020), 1009.1025-1026.
[6] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, 6.
[7] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 43.
[8]Discurso en el Memorial de la Paz, Hiroshima, Japón (24 noviembre 2019): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 noviembre 2019), p. 13.
[9] Carta enc. Fratelli tutti (4 octubre 2020), 247.248.249.250: AAS 112 (2020), 1057-1059.
[10]Ibíd., 226: AAS 112 (2020), 1057.
[11] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
[12] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 44.
[13]Discurso en el encuentro con los estudiantes y el mundo académico en Plaza Santo Domingo, Bolonia (1 octubre 2017): AAS 109 (2017), 1115.
Queridos hermanos,
Estamos felices de venir a compartir con nuestra Madre de Luján los frutos de este año de trabajo como Conferencia Episcopal. Ella siempre nos alienta con su ternura. Así como nos recibió como hijos suyos al pie de la Cruz, hoy nos acoge mientras le traemos los dolores, las alegrías y las esperanzas de nuestro pueblo.
A lo largo de esta semana, provenientes de todas las Iglesias particulares de nuestro país, nos hemos reunido para fortalecer nuestra comunión y renovar la composición de las distintas comisiones de la Conferencia episcopal argentina. Cada asamblea plenaria es un alto en el camino, un ámbito para encontrarnos y profundizar en la identidad de nuestro servicio. En nuestros diálogos de intercambio pastoral, aparecían con mucha nitidez, tres palabras que resumían nuestra reflexión y nos indicaban el horizonte: misión, sínodo, regiones.
La Misión
La Iglesia existe para evangelizar. Lo recordábamos estos días en numerosas oportunidades para concentrarnos en el horizonte misionero al que Jesús nos ha invitado, en la conciencia de sabernos depositarios de un tesoro que queremos compartir con los hombres: la Buena Noticia del Reino de Dios y su justicia. Ello nos mueve a salir de nosotros mismos para testimoniarlo, con audacia y sensibilidad. En la clausura del Sínodo de los Obispos, nos decía el Papa Francisco en su homilía:
"Frente a las preguntas de las mujeres y los hombres de hoy, a los retos de nuestro tiempo, a las urgencias de la evangelización y a tantas heridas que afligen a la humanidad, hermanas y hermanos, no podemos quedarnos sentados. Una Iglesia sentada que, casi sin darse cuenta, se retira de la vida y se pone a sí misma a los márgenes de la realidad, es una Iglesia que corre el riesgo de permanecer en la ceguera y acomodarse en el propio malestar. Y si nos mantenemos inmóviles en nuestra ceguera, seguiremos sin ver nuestras urgencias pastorales y tantos problemas del mundo en el que vivimos".
Simples servidores, decimos, como los apóstoles y con Pedro, "no podemos callar lo que hemos visto y oído" (Hechos 4,20). Y por eso, como pastores de la Iglesia en la Argentina, nos ponemos a disposición de nuestros hermanos. Desde este sagrado lugar reiteramos el compromiso con la misión de las distintas áreas y servicios de la Iglesia de todas y cada una de nuestras Iglesias particulares y regiones pastorales.
El sínodo
La reciente experiencia sinodal marcó fuertemente la reflexión de estos días. Algunos de nosotros tuvimos la gracia de participar de ese maravilloso encuentro de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de todo el mundo, presidido por el Santo Padre para reflexionar sobre la sinodalidad eclesial en clave de comunión, misión y participación. Con nosotros, toda la Iglesia estaba allí reunida, asistida por el Espíritu Santo como protagonista e impulsor de nuestro trabajo, "con la mirada puesta en el mundo, porque la comunidad cristiana está siempre al servicio de la humanidad, para anunciar a todos la alegría del Evangelio" (Francisco, Homilía en el comienzo de la 2da Sesión del Sínodo).
La dimensión sinodal es constitutiva de la Iglesia y se vive como una profunda experiencia de reflexión y acción común de los bautizados, bajo la guía de sus pastores, asistidos por el Espíritu Santo; lejos de agotarse en un evento extraordinario o un conjunto de reuniones, lo sinodal representa un verdadero estilo de vida y servicio eclesial.
Del Sínodo nos queda el compromiso de profundizar la conversión pastoral de la Iglesia en Argentina, para testimoniar proféticamente, inclusive ante la sociedad misma atravesada por tantas polarizaciones y contradicciones, una armonía que conmueva y transforme la vida para hacerla más digna según el querer de Dios para bien de su pueblo. En una auténtica perspectiva sinodal, renovamos nuestra disponibilidad para escuchar a todos, especialmente el clamor de los pobres, de los marginados, de las minorías y de nuestra casa común (Cf. Documento final del Sínodo de Obispos, n. 48)
Las regiones pastorales
Las regiones pastorales constituyen una viva expresión de la atención de la Iglesia a las distintas realidades, a sus dones presentes en la diversidad de contextos y culturas, de experiencias eclesiales y de ritmos pastorales. Hemos podido palpar el deseo de participación de todas las regiones pastorales en el camino del servicio de la Iglesia a nuestro pueblo en la Argentina. En una lógica de intercambio de dones, cada una de estas regiones, constituidas por el conjunto de las Iglesias particulares allí presentes, tiene para ofrecer la riqueza de sus realidades pastorales y a su vez participa a la Iglesia toda de sus búsquedas y necesidades.
"El horizonte de comunión en el intercambio de dones es el criterio inspirador de las relaciones entre las Iglesias. Combina la atención a los vínculos que forman la unidad de toda la Iglesia con el reconocimiento y la valoración de las particularidades ligadas al contexto en el que vive cada Iglesia local, con su historia y su tradición. Adoptar un estilo sinodal permite a las Iglesias moverse a ritmos diferentes. Las diferencias de ritmo pueden valorarse como expresión de una diversidad legítima y como una oportunidad para intercambiar dones y enriquecerse mutuamente. Este horizonte común requiere discernir, identificar y promover estructuras y prácticas concretas para ser una Iglesia sinodal en misión." (cfr. Documento final del Sínodo, n. 124)
Mirando hacia adelante
Cada renovación de los miembros de las distintas comisiones es una hermosa oportunidad para profundizar los caminos transitados, con nuevos bríos y en fidelidad a nuestra misión de pastores. La Conferencia episcopal nos ofrece un ámbito para el ejercicio concreto de la colegialidad episcopal. Como hemos tenido ocasión de reflexionar en nuestro encuentro de ayer sobre el sínodo:
"Las Conferencias Episcopales expresan y ponen en práctica la colegialidad de los Obispos para favorecer la comunión entre las Iglesias y responder más eficazmente a las necesidades de la vida pastoral. Son un instrumento fundamental para crear vínculos, compartir experiencias y buenas prácticas entre las Iglesias, adaptando la vida cristiana y la expresión de la fe a las diferentes culturas. También desempeñan un papel importante en el desarrollo de la sinodalidad, con la participación de todo el Pueblo de Dios." (cfr. Documento final del Sínodo, n. 125)
En mis años de seminarista y de sacerdote joven, muchas veces escuché al obispo que me formó, Mons. Jorge Novak, primer obispo de Quilmes, enseñarnos la importancia de la colegialidad episcopal. Conociendo su experiencia personal, me atrevo a decir que en él esa amada colegialidad, tuvo momentos de mucho dolor y sufrimiento; pero era un hombre de fe fuerte y se reponía para vivirla a cuerpo entero. En sus homilías y enseñanzas, siempre tenía un lugar de relevancia, incluso antes de su propio parecer, lo dicho por la Conferencia episcopal argentina en un documento o declaración. No era sólo cuestión de método teológico, de recurso a las fuentes; él valoraba y testimoniaba su pertenencia a este cuerpo, aún con sus luces y con sus sombras, y no quería con sus gestos o palabras distanciarse con aires críticos de superioridad o aislamiento. Leía estos días algunas líneas suyas en sentida perspectiva autobiográfica:
"Una gran preocupación mía era no cantar fuera del coro, no escandalizar, no defraudar a mis propios diocesanos. Mi preocupación iba en dos sentidos: la diócesis y la conferencia episcopal" (Jorge Novak: Iglesia y Derechos Humanos - Ciudad Nueva - pág. 47, Año 2000).
Mientras renovábamos la conformación de algunas comisiones, volví a recordarlo: Atravesado físicamente por las consecuencias de una grave enfermedad, me venía a la mente con qué entusiasmo regresó a la diócesis cuando se creó la Comisión de Pastoral de la Salud de la que mons. Novak fue primer presidente. Probado él mismo en la escuela del dolor, se animaba a pastorear y a ser testigo de Cristo junto a sus hermanos obispos en ese escenario muchas veces ignorado por prisas y prioridades. Una colegialidad amada, sentida, probada, nunca meramente declamada, ni herida de indiferencia o lejanía.
Hemos reconocido en estos días la necesidad de procurar una renovación de nuestras propias instituciones de la Conferencia episcopal, de sus disposiciones estatutarias, de su estilo de funcionamiento. Pero también hemos visto la importancia de hacer proceso, de darnos tiempo para evaluar y trabajar juntos en un camino de imprescindible conversión pastoral de la Conferencia. Quizás al regreso a nuestras diócesis, las urgencias propias de nuestro servicio nos absorben; lo nacional, lo regional, vuelven a estar lejanos.... Las comisiones episcopales son una oportunidad para mantener encendido el fuego de esa unidad mayor que nos reclama y nos pide algo de tiempo y la puesta en común de nuestros dones. En cierto sentido, las comisiones episcopales son como un espacio válido para nuestra propia formación permanente.
A lo largo de estos días hemos podido comprobar la riqueza del diálogo intergeneracional por la incorporación de un creciente número de obispos nuevos, varios de ellos muy jóvenes y provenientes de la misión a lo largo y ancho de la Patria. ¡Qué riqueza tenerlos con nosotros, para aportarnos la frescura de su consagración y sus experiencias! Recuerdo vivamente al Papa Francisco en su visita al Perú en 2018, cuando ante obispos, religiosos y seminaristas se refirió a la importancia del diálogo intergeneracional para que "los viejos sueñen y los jóvenes profeticen" (Joel 3,1). Así también, junto a nosotros, los obispos diocesanos y auxiliares, la presencia de los obispos eméritos nos testimoniaba el amor a la misión y el deseo de servir desde su nuevo lugar. En esta experiencia de colegialidad, en las exigencias de hacerla concreta como servicio de amor a nuestro pueblo, los necesitamos a todos, todos, todos.
En el comienzo de mi servicio como presidente de la Conferencia episcopal argentina, deseo especialmente agradecer al querido Mons. Oscar Ojea que la presidiera desde el año 2017. Su testimonio de buen pastor siempre inquieto ha sido para mí conmovedor y elocuente. Nunca la frialdad del espectador, las intrigas y estrategias mundanas, ni la pretensión del que se las sabe todas. Siempre en camino, siempre buscando, siempre consultando, en definitiva, siempre amando este servicio para el que lo eligiéramos y que honró con entrega ejemplar. Los más pobres y marginados, los incomprendidos y postergados, tuvieron en él a un interlocutor permanente nunca permeable a las falsas importancias humanas. ¡Gracias Oscar! Por tu paternidad, por tu sencillez, por tu humanidad al servicio del evangelio, por tu fidelidad sin fisuras al ministerio del Santo Padre.
Pongo en las manitos orantes de la Virgen de Luján este nuevo período de la Conferencia episcopal argentina. En particular, le confío nuestro ministerio pastoral al servicio del evangelio en la Argentina. Que Ella nos indique siempre a Jesús, el Camino, la verdad y la vida.
Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Lc. 17,11-19
Jesús se encamina decididamente a Jerusalén para culminar con su Misión. En tierras extranjeras, en el mundo de los “paganos” continúa enseñando y sanando. Supera toda discriminación étnica, racial, cultural y religiosa. Solo anunciar el Reino del Amor y de la gracia y la Vida. Es muy claro su objetivo: ya supero muchos escollos y cuestionamientos: solo le mueve acercar la Salvación y el Amor sanador de Dios a todos. Por sobre todo a los separados de la comunidad, a los señalados por los demás, a los marginados de sus familias y comunidades.
“Entrando en la ciudad le salen al encuentro diez leprosos” en el camino sigue cumpliendo su misión. Todo lugar era una ocasión y oportunidad para revelar el amor de Dios. El camino, -tan característico de su misión- es lugar preferencial de su acción salvadora. Camino es lugar de encuentros, es posibilidad de desplegar su acción misericordiosa, manifestar la cercanía de un Dios que se acerca a todo hombre. No busca espacios muy preparados: es que el camino es también símbolo de lo imprevisto. Entrando en la ciudad, se ve que los leprosos desobedecieron ciertas prescripciones de separación y segregación que debían cumplir por su enfermedad. Salen a buscar porque era quizás la última posibilidad de cambiar sus vidas tan llenas de abandono, soledad, desprecio y falta de amor, aun de los suyos. El Señor ya los atrajo por su Amor y creyeron en ese Amor Redentor. Este relato del Señor que actúa en el camino nos puede hacer pensar en la vida de Don Zatti: el hombre del camino, de caminar y de la bicicleta en las calles de Viedma: yendo y viniendo en su permanente atención de los pobres y enfermos. En el camino encontró infinidad de situaciones y personas necesitadas de atención compasión. Lugar de escucha atenta, de consolación y también de decisión para ir asistir al enfermo necesitado de su atención. La vida de Jesús en el camino, y la de tantos que sirvieron al Reino desde el Camino es toda una interpelación al nosotros y nuestra Iglesia: al estar tentado tantas veces de lo muy organizado, controlado, con muchas seguridades.
Desde su pobreza mas cruel brota la oración suplica “Jesús, Maestro, compadécete de nosotros” Es pedido desesperado -porque ya no sabían a quien recurrir- es un grito que no escuchaban los hombres, pero si llego al corazón de Dios. La compasión era el sentimiento más profundo de Jesús: se conmovía frente al dolor. Este “oración-grito de los pobres” los encontramos muchísimas veces en la Escritura. Es el grito -muchas veces silencioso- que nace desde los más profundo de las tinieblas, del sufrimiento humano. Jesús escucha y atiende este clamor.
Todo esto requiere un corazón humilde, que tenga la valentía de convertirse en mendigo. Un corazón dispuesto a reconocerse pobre y necesitado. En efecto, existe una correspondencia entre pobreza, humildad y confianza. El verdadero pobre es el humilde, como afirmaba el santo obispo Agustín: «El pobre no tiene de qué enorgullecerse; el rico tiene contra qué luchar. Escúchame, pues: sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde» (Sermón 14,3.4). El humilde no tiene nada de que presumir y nada pretende, sabe que no puede contar consigo mismo, pero cree firmemente que puede apelarse al amor misericordioso de Dios, ante el cual está como el hijo pródigo que vuelve a casa arrepentido para recibir el abrazo del padre (cf. Lc 15,11-24). El pobre, no teniendo nada en que apoyarse, recibe fuerza de Dios y en Él pone toda su confianza. De hecho, la humildad genera la confianza de que Dios nunca nos abandonará ni nos dejará sin respuesta…
Quizás podamos preguntarnos como nos interpelan los “gritos de los pobres” que son muchas veces una oración, un pedido de atención, a veces muy silencioso, que buscan una respuesta o atención personal. Y quizás estamos ocupados en mil cosas.
Un detalle más de este encuentro de Jesús con el mundo de dolor. Ante la indicación de Jesús van al templo a presentarse a los sacerdotes…y recobran la salud. Uno volvió para glorificar y dar gracias, aparentemente sin llegar al templo. Glorificar y dar gracias. Jesús destaca esta actitud del samaritano: un extranjero-despreciado vuelve para agradecer. Esta dimensión de agradecimiento es constitutiva de la verdadera oración. Agradecimiento que nace de la Fe en la Providencia o en el amor de Dios: es saberse amada y correspondido por Dios. Un corazón humilde que es capaz de ver la obra de Dios vuelve siempre a la acción de gracias. Es el testimonio de nuestro pueblo, empobrecido cuando viene a los santuarios, en medio de tantas necesidades, urgencias, quebrantos y sufrimientos, por momento de muchos años y al preguntarles porque vienen, la inmensa mayoría dice “vengo agradecer”. Agradecer nace de una mirada contemplativa. De aquel que sabe detenerse frente al Señor y mirar lo que Dios ha hecho en nosotros: no por nuestros méritos, virtuosidades, habilidades sino receptores humildes de la bondad del Señor.
“La Jornada Mundial de los Pobres es ya una cita obligada para toda comunidad eclesial. Es una oportunidad pastoral que no hay que subestimar, porque incita a todos los creyentes a escuchar la oración de los pobres, tomando conciencia de su presencia y su necesidad. Es una ocasión propicia para llevar a cabo iniciativas que ayuden concretamente a los pobres, y también para reconocer y apoyar a tantos voluntarios que se dedican con pasión a los más necesitados. Debemos agradecer al Señor por las personas que se ponen a disposición para escuchar y sostener a los más pobres. Son sacerdotes, personas consagradas, laicos y laicas que con su testimonio dan voz a la respuesta de Dios a la oración de quienes se dirigen a Él. El silencio, por tanto, se rompe cada vez que un hermano en necesidad es acogido y abrazado. n 7 .
Hoy en nombre de la Iglesia que peregrina en Santiago del Estero: damos gracias por dones recibidos este año de gracia. Canonización de Mama Antula, reconocimiento de ser Iglesia Primada. Siento que todo es obra de Dios Providente
Mons. Vicente Bokalic CM, arzobispo de Santiago del Estero y primado de la Argentina
Queridos hermanos:
En cada Asamblea Plenaria nos presentamos ante el Señor como cuerpo episcopal pidiendo la luz del Espíritu Santo y de un modo especial lo haremos en esta asamblea electiva en la que vamos a rezar y a pensar juntos acerca del rumbo que tomara nuestra Conferencia en los próximos años.
Traemos para poner delante del Señor en esta Eucaristía al terminar el año nuestra Acción de Gracias por tantos bienes recibidos en nuestra vida y ministerio; llevamos también en el corazón el clamor de nuestro pueblo a quien servimos y su sincero deseo de paz y de justicia en este tiempo tan delicado de nuestra convivencia social.
Dejemos que la Palabra de Dios ilumine nuestro encuentro. En las lecturas de hoy, en primer lugar, tenemos la breve carta de Pablo a Tito en la que se habla de las condiciones de quienes presiden la comunidad. El apóstol insiste: “Quien preside la comunidad tiene que ser irreprochable, como buen administrador de la casa de Dios”. Irreprochable…Por un lado sentimos que es algo que nos excede, por otro lado, reconocemos que esta recomendación paulina está en línea con lo que nos está pidiendo el Sínodo que acabamos de finalizar en cuanto a la transparencia, a la rendición de cuentas y a la rectitud en los procesos.
Encontramos en el Evangelio la profundización de esta idea. Se habla en primer lugar del escándalo. Dice Jesús, “es inevitable que los haya, pero ay de aquellos por quienes vienen”. Etimológicamente la palabra escandalo significa piedra de tropiezo. Es una piedra en el zapato que no nos deja avanzar, que nos detiene y paraliza. El escándalo hiere la vulnerabilidad del Pueblo de Dios, muchas veces destruyendo esperanzas e ilusiones. Es provocado por la falta de coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos, entre nuestra predicación y nuestros actos. El sínodo ha remarcado la importancia de esta coherencia de vida para la formación sacerdotal.
Los heridos por el escándalo nos interpelan constantemente para estar vigilantes, en esa misma línea está la recomendación de Jesús: “tengan cuidado”. Jesús nos exhorta muchas veces a estar atentos y vigilantes. Sabe que nos desviamos fácilmente del camino si no nos cuidamos. El Papa Francisco nos ha hablado extensamente en Laudato Si´ del paradigma del cuidado con respecto a la creación. En estos años a raíz de los abusos de distinto tipo venimos hablando mucho de esta actitud. La atención y el cuidado son las concreciones de la caridad. Quien ama cuida, presta atención. San Agustín decía “Donde hay amor, hay ojos”. Esa atención es la que debemos tener como pastores que velan por su rebaño.
La transparencia que nos pide hoy la Iglesia es una ayuda para cumplir nuestra misión no un control que nos oprime o nos abruma. Por el contrario, es una gran ayuda que facilita nuestro ministerio y lo mejora. El cuidado es una profecía en medio del descuido y del descarte en un mundo donde la vida no se valora en tantos aspectos.
El texto de Lucas nos trae un segundo tema. El perdón. Llegando al final del año y al final de un ciclo en la Conferencia es recomendable pedir perdón y perdonarnos. Estamos en las vísperas de un año jubilar. El Año Jubilar en la Biblia es un año de perdón de las deudas y de los pecados. Un obstáculo importante para perdonar aparece cuando nos quedamos atrapados en nuestras heridas y nos detenemos a restregarnos en ellas repitiendo con el pensamiento aquello que nos lastimó. Esta actitud nos impide tomar la distancia necesaria para perdonar, nos instala en el pasado y bloquea nuestros vínculos impidiéndonos avanzar. Es importante elaborar nuestros dolores, soltarlos y seguir adelante. Cuando nos encontramos con hermanos y hermanas heridas, en cambio, recordando que hemos sido perdonados por Jesús, nuestra actitud debe ser de sumo respeto y cuidado para no volver a dañar a quien herimos y ofrecer el espacio de la reparación. Sobre la reparación nos dice el Papa en la encíclica Dilexit nos, hablándonos de la belleza de pedir perdón, “la reparación para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón. Es de este reconocimiento honesto del daño causado al hermano y del sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar… Acusarse a sí mismo es parte de la sabiduría cristiana porque al Señor le agrada recibir un corazón contrito…” (188 y 189 de Dilexit nos)
El tercer tema que aparece en el evangelio es una exhortación a la fe. Nos unimos al pedido de los apóstoles a Jesús: “auméntanos la fe”, que ella madure en esa dimensión de abandono y entrega a la voluntad de Dios como lo fue la de María. Que vivir la fe en el abandono confiado a la voluntad de Dios de sentido a nuestra vida entregada a Jesús y a nuestras comunidades y que podamos dejarnos enseñar por la fe de los más pequeños de nuestro pueblo y continuar siendo sus felices servidores.
Que, por la intercesión de este gran Pastor, San Martín de Tours, cuya memoria hoy celebramos, el Señor así nos lo conceda.
Mons. Oscar Vicente Ojea, obispo de San Isidro y presidente de la CEA
Buenos Aires (Pilar), lunes 11 de noviembre de 2024.
Primer día de la 125° Asamblea Plenaria de los Obispos.
Con la Exhortación apostólica “Gaudete et exsultate” he querido volver a proponer a los fieles discípulos de Cristo en el mundo contemporáneo la llamada universal a la santidad. Está en el corazón de la enseñanza del Concilio Vaticano II, que recordó que «todos los que creen en Cristo, cualquiera que sea su estado o rango, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG, 40). Todos, pues, están llamados a acoger el amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5). En efecto, la santidad, más que ser fruto del esfuerzo humano, es dar espacio a la acción de Dios.
Cada uno puede reconocer en tantas personas que ha encontrado en su camino, testigos de las virtudes cristianas, especialmente de la fe, la esperanza y la caridad: esposos que han vivido fielmente su amor, abriéndose a la vida; hombres y mujeres que, en sus diversas ocupaciones, han sostenido a sus familias y cooperado en la difusión del Reino de Dios; adolescentes y jóvenes que han seguido a Jesús con entusiasmo; pastores que, con su ministerio, han derramado los dones de la gracia sobre el pueblo santo de Dios; religiosos y religiosas que, viviendo los consejos evangélicos, han sido imágenes vivas de Cristo Esposo. No podemos olvidar a los pobres, los enfermos, los que sufren, que en su debilidad han encontrado apoyo en el divino Maestro. Se trata de esa santidad «cotidiana» y «de la puerta de al lado» en la que siempre ha sido rica la Iglesia esparcida por el mundo.
Estamos llamados a dejarnos inspirar por estos modelos de santidad, entre los que destacan en primer lugar los mártires que derramaron su sangre por Cristo y los que han sido beatificados y canonizados por ser ejemplos de vida cristiana y nuestros intercesores. Pensamos después en los Venerables, hombres y mujeres cuyo heroico ejercicio de la virtud ha sido reconocido, en quienes en circunstancias singulares han hecho de su vida una ofrenda de amor al Señor y a los hermanos, así como en los Siervos de Dios cuyas Causas de beatificación y canonización están en curso. Estos procesos muestran hasta qué punto el testimonio de santidad está presente también en nuestro tiempo, en el que brillan como estrellas los grandes testigos de la fe (cf. Flp 2, 15), que han marcado la experiencia de las Iglesias particulares y, al mismo tiempo, han fecundado la historia. Todos ellos son nuestros amigos, compañeros de camino, que nos ayudan a realizar plenamente nuestra vocación bautismal y nos muestran el rostro más bello de la Iglesia, que es santa y madre de los santos.
A lo largo del año litúrgico, la Iglesia honra públicamente a los Santos y Beatos, en fechas preestablecidas y de formas predeterminadas. Sin embargo, me parece importante que todas las Iglesias particulares conmemoren a los Santos y Beatos en una misma fecha, así como a los Venerables y Siervos de Dios de sus respectivos territorios. No se trata de insertar una nueva memoria en el calendario litúrgico, sino de promover con iniciativas adecuadas fuera de la liturgia, o de recordar dentro de ella, por ejemplo en la homilía o en otro momento que se considere oportuno, a aquellas figuras que han caracterizado el camino y la espiritualidad cristiana local. Por tanto, exhorto a las Iglesias particulares a que, a partir del próximo Jubileo de 2025, recuerden y honren a estas figuras de santidad, cada año el 9 de noviembre, fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán.
Esto permitirá a cada comunidad diocesana redescubrir o perpetuar la memoria de discípulos extraordinarios de Cristo que han dejado un signo vivo de la presencia del Señor resucitado y siguen siendo guías seguros en nuestro camino común hacia Dios, protegiéndonos y sosteniéndonos. Con este fin, las Conferencias Episcopales podrán elaborar y proponer eventualmente indicaciones y orientaciones pastorales.
Que los santos, en quienes resplandecen las maravillas de la gracia divina, nos impulsen a una comunión más íntima con Dios y nos inspiren a cantar con ellos las alabanzas del Altísimo.
Roma, San Juan de Letrán, 9 de noviembre, fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán.
Francisco
El sábado 9 de marzo de este año, el día de la ordenación diaconal de Pedro, Franco, Fabián y Ariel entablamos un diálogo con Mateo, aquel recaudador de impuestos, que, escuchando el llamado de Jesús, lo dejó todo y lo siguió.1
Hoy, ocho meses después, e iluminados por el evangelio que proclamamos recién, queremos volver a dialogar, esta vez con Simón Pedro que a orillas del mar de Tiberíades conversa con Jesús.
Después de comer… (v 15); el Señor había preparado el fuego y colocado un pescado sobre las brasas y pan (cf. ver. 9). Sin embargo, Pedro, tu corazón seguía con hambre. La última vez que tu mirada se había cruzado con la de Jesús fue la noche de la traición; por eso tu corazón tiene hambre de perdón, tu corazón necesita de la misericordia de Dios que te anime a ponerte de pie y recomenzar; tenés hambre de paz en el alma, tenés hambre de amistad, tenés hambre de un abrazo fuerte que exprese todo tu arrepentimiento y, a la vez, todo el amor que Jesús te tiene. Como escribía San Juan Pablo II: Es importante notar cómo la debilidad de Pedro manifiesta que la Iglesia se fundamenta sobre la potencia infinita de la gracia.2
La noche de la traición debe haber sido una noche muy oscura, cerrada, sin estrellas, sin esperanza, sin horizonte, sin salida. Pero hoy, tu diálogo con Jesús es al amanecer (v 4); está comenzando a salir el sol, está clareando. Y aquí recuerdo a Helder Cámara cuando escribía: “No debemos tener miedo de la oscuridad de la noche. De la noche más negra surge la mejor aurora.” Y así, de la oscuridad de las negaciones, surge este encuentro con Jesús que tres veces te preguntará si lo amás.
Queridos Fabián, Ariel, Franco y Pedro, comienzan un camino hermoso, ser sacerdotes de Cristo, siguiendo los pasos del Maestro. No desesperen de sus noches oscuras, no se dejen ahogar por sus miserias y pecados; en la mayor oscuridad comienza a amanecer, y volverán a escuchar a Jesús, que los eligió, y que vuelve a decirles como el
primer día ¿me amás?
Déjense misericordiar por el Señor que lo sabe todo, como hoy dice Pedro (v 17). Y así, conscientes de sus propias fragilidades, pero perdonados y sanados por Él, no se cansen de perdonar; no se cansen de abrazar con la ternura de Dios a tantos hermanos que se acercarán a ustedes, hambrientos de consuelo y misericordia.
Pedro, también queremos saber de tu corazón cuando el Señor te preguntó: Simón, hijo de Juan ¿me amás? (v 16). Y vos nos dirás que fue una pregunta decisiva, una pregunta “al hueso”, una pregunta que nos queda muy grande, porque Jesús sabe de tus flaquezas y de las nuestras; sin embargo, en esa pregunta sentimos la confirmación del
llamado y la humilde disposición a reiniciar el camino.
Jesús no pregunta: ¿Te sentís con fuerza? ¿Conocés bien mi doctrina? ¿Te vescapacitado para gobernar o conducir? No. Es el amor a Jesús lo que capacita para animar, orientar y alimentar al pueblo de Dios.
Queridos hermanos, que, en la oración personal, todas las mañanas al comenzar la jornada y a la noche, al presentar frente al sagrario el cansancio del día, escuchen la pregunta ¿me amás?; escúchenla como una renovación del llamado que Jesús les hace. Como decía San Agustín, la renovación interior y semejanza con Cristo le vendrá al apóstol de la oración realizada en lo íntimo con el Huésped.3
El Papa Francisco, reflexionando sobre este texto del evangelio dice que Jesús le pide a Pedro: “Ámame más que los otros, ámame como puedas, pero ámame”. Y es lo que el Señor pide a los pastores “Ámame,” Porque el primer paso en el diálogo con el Señor es el amor. Él nos ha amado primero, pero nosotros debemos amarlo también.4
Franco, Ariel, Pedro y Fabián, sean pastores enamorados. Allí está la centralidad del misterio. Y para que no se enfríe el amor, aliméntenlo con la oración, con la Eucaristía y con el pastoreo. Apacentar significa dar alimento; nuestro pueblo tiene hambre, por eso procuren ser profetas de la justicia que ayuden a que el pan y el trabajo digno lleguen a todos, animando en la solidaridad y el compromiso especialmente con los que más sufren; pero también alimenten a nuestro pueblo con el Pan de la Vida, porque tenemos hambre de Dios, y la Eucaristía es su respuesta al hambre más profunda del corazón humano.
Otro te atará y te llevará donde no quieras (v 18). Me imagino Pedro lo que habrán resonado esas palabras en tu corazón. Parecía que, con las tres preguntas de Jesús y tus tres respuestas, ya era suficiente. Sin embargo, Jesús te dice que te prepares, que la misión también tiene momentos de incomprensión, de sufrimiento, prepararte para la cruz.
Amar, pastorear y prepararse. Tres conceptos que pueden ser la hoja de ruta de un pastor, la brújula para no perderse.
Queridos hermanos, todos nosotros también estamos atados a la voluntad de Dios, atados a la fraternidad sacerdotal, atados a nuestras comunidades y atados a la Iglesia, nuestra Madre; paradójicamente cuando más atados más libres, como Cristo, que entregó su vida libremente por amor a nosotros.
Porque no es la mismo ser libres que estar sueltos; vivimos en una sociedad donde muchos andan sueltos, pero esclavizados de sus adicciones, de sus caprichos, de sus ideologismos, de sus prejuicios, de los celos.
Por eso proclamen con su vida la libertad que nos ha dado Cristo, la libertad del compromiso con los demás, la libertad de la comunión y la fraternidad, la libertad de la entrega.
El evangelio termina con una palabra de Jesús a Pedro: Sígueme (v 19). Seguramente Pedro, esa palabra quedó resonando en tu mente y en tu corazón para siempre; incluso cuando extendiste tus propios brazos en la cruz para entregar tu vida por Cristo en la capital del Imperio.
Seguirlo todos los días hasta el final, seguirlo en los días grises y en los días que las cosas nos salen bien, seguirlo los días que cargar nuestra humanidad se hace pesado; seguirlo livianos de equipaje, cuidando de que el corazón no quede detenido en algo que nos impida acoger lo nuevo que Dios proponga. Justamente San Ignacio de Loyola llamaba “cosa adquirida” a lo que ya tenemos y nos apresa. Lo que nos retiene puede ser algo muy bueno, pero nos impide acoger las nuevas propuestas que Dios nos hace y sus sorpresas. El seguimiento exige una dinámica de movimiento; lo contrario del seguimiento es el inmovilismo.
Queridos Ariel, Franco, Pedro y Fabián, sigan a Jesús enamorados de Él, síganlo con alegría y libertad, anunciando que está vivo y que nos invita a todos a ser constructores del Reino, un proyecto de justicia y fraternidad, de paz y misericordia, un proyecto por el que, desde hoy, entregan para siempre sus vidas como sacerdotes.
Y por favor, no tengan miedo de mostrar la alegría de haber respondido a la llamada del Señor, a su elección de amor, y de testimoniar su Evangelio especialmente entre los que sufren y los marginados en esta ciudad tan compleja y desafiante. Que donde estén sus pies, esté su corazón.
Que Dios los bendiga mucho, sean muy felices junto al pueblo de Dios y sus hermanos sacerdotes que hoy los reciben en el presbiterio,
María, nuestra Madre, los cuida,
Mons. Jorge Ignacio García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires
9 de noviembre de 2024
Queridos hermanos y hermanas:
El deseo de paz expresado por Jesús a los apóstoles después de resucitar, resuena de un modo especial en nuestras mentes y corazones en esta celebración de los 40 años del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile.
Hace cuatro décadas cuando la amenaza de la guerra entre nuestras naciones era inminente y se iniciaban los preparativos para el combate, al tiempo que las negociaciones directas sobre la fijación del límite desde el Canal de Beagle hasta el pasaje de Drake al Sur del cabo de Hornos habían fracasado, los representantes de Argentina y Chile decidieron abrir paso a una nueva vía para la resolución del conflicto: la mediación papal solicitada al Papa San Juan Pablo II, quien hacía muy poco tiempo había iniciado su pontificado.
Así comenzó un periodo de nuevas negociaciones para alcanzar la paz entre nuestros pueblos, un proceso que culminaría en la firma del Tratado que determino “la solución completa y definitiva de las cuestiones que a él se refiere”. (Preámbulo del Tratado)
La primera palabra que pronuncia Jesús resucitado es la Paz. La paz es el primer fruto de la Pascua. Es lo que le va a dar seguridad a estos hombres que estaban encerrados en el Cenáculo, llenos de temor, llevando en sus corazones la tragedia que habían vivido en las últimas horas. Vivian una profunda incertidumbre ya que habían dejado todo por Jesús y pensaban que todo lo que habían invertido, entregando sus vidas en función de un gran ideal, había llegado a su fin.
Muchos de estos sentimientos se asemejaban a los que vivíamos en aquel tiempo, argentinos y chilenos, ya que la sombra de la guerra entre nosotros, países hermanos, parecía visitarnos inexorablemente.
A la luz de la Palabra de Dios quisiera expresar tres pensamientos que se me ocurren oportunos, al mirar desde el presente lo ocurrido hace cuarenta años:
En primer lugar, dar gracias a Dios por el Don de la Paz.
Queremos rendir un sentido homenaje al pueblo argentino y al pueblo chileno, a los ministros de gobierno y de relaciones exteriores de ambos países, al Cardenal Primatesta y al Cardenal Silva Henríquez, ambos presidentes de las conferencias episcopales de ambos países que fueron claves en la solicitud de la intervención de la Santa Sede, y muy especialmente a todos aquellos hombres y mujeres que ofrecieron su tiempo, sus esfuerzo y su profesionalidad para lograr este tratado de Paz y de Amistad.
Nos demostraron que incluso en los momentos más tensos y complejos es posible tomar decisiones que nos saquen del encierro y del temor, abriendo paso a la esperanza para reencontrar esa fraternidad tan seriamente amenazada. ‘La esperanza es audazb y saber mirar más allá de las dificultades abriendo caminos donde otros ven solo muros”. Fratelli Tutti, 55.
En segundo lugar, es bueno que esta memoria agradecida que hacemos nos permita reconocer el inmenso valor de la diplomacia en la vida de los Estados y sus efectos fecundos en la vida concreta de cada ciudadano. La diplomacia es un arte, es un trabajo que exige paciencia y constancia, muchas veces silencioso, que busca unir la diversidad de vivencias históricas diferentes y muy arraigadas en la educación y en la cultura. Es un servicio a la armonía entre las diferencias. La paz social es laboriosa y artesanal. Solo es posible lograrla integrando a todos.
Cuanta necesidad tiene el mundo en el que vivimos del ejercicio de esta diplomacia.
La violencia desatada hoy en tantos frentes va logrando oscurecer el valor de la palabra, pierden importancia los gestos que acercan la vida de los seres humanos y que crean los puentes necesarios para que los espíritus se sosieguen y para que el dialogo se restablezca a partir de nuevas escuchas más atentas y superadoras. La violencia que nos envuelve corre el riesgo de cerrar los canales del espíritu para salvar vidas humanas, vidas de hombres y mujeres, de niños y ancianos, que se exterminan infligiendo una derrota incalculable en el corazón de la humanidad.
Inspirados en el ejemplo del recordado cardenal Antonio Samoré quien, con una paciencia tenaz, y una precisa neutralidad alcanzo a divisar esa luz de esperanza al final del túnel, es necesario aprender a transitar las sendas del respeto mutuo y del cuidado de nuestras acciones, palabras y gestos para construir el Bien Común de nuestros pueblos.
Finalmente, el regalo de la paz nos invita a la misión. Jesús sopló sobre los apóstoles y los envió a predicar el Evangelio. La luz al final del túnel, de la que hablaba el Cardenal Samoré, debe convertirse en una luz que nos lleve a iluminar a todos nuestros hermanos con el evangelio de la paz que es don de Dios y tarea humana.
Que esta acción de gracias nos impulse a cuidar la paz y a transmitirla a los demás. No se trata solo de un compromiso en los grandes escenarios, sino que podemos construirla en la vida de todos los días, en nuestros espacios familiares, en nuestros lugares de trabajo, y en todos los ambientes en donde podamos sembrar la semilla de la paz.
Este gran bien brota de las profundidades del corazón humano y requiere una continua revitalización, abriendo nuevos procesos que reconcilien y unan a las personas y a los pueblos.
Le pedimos al Señor y a nuestra Madre de Luján y del Carmen, patronas de la Argentina y de Chile, que nos transformen en artesanos de la paz y de la concordia, sembradores del bien y apóstoles de la esperanza.
Mons. Oscar V. Ojea, obispo de San Isidro y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Buenos Aires, Catedral Metropolitana, miércoles 6 de noviembre de 2024.
Queridos hermanos:
Estamos participando de la ordenación diaconal de Ramiro. Nos unimos en la alegría a su familia, a la parroquia y a la diócesis que celebra este acontecimiento.
Esta comunidad tendrá dos diáconos pero con dos vocaciones diferentes: Marcelo, diácono permanente casado y Ramiro, diácono en tránsito hacia el sacerdocio.
El diaconado es un ministerio cuya centralidad es el servicio, por eso Ramiro se enfrenta al desafío de ir configurándose paulatinamente a “Cristo Siervo”.
El servicio del altar -bendecir, proclamar el Evangelio, predicar, celebrar los bautismos y matrimonios- es una manera de ejercerlo pero no es la única y, me atrevo a decirlo, tampoco la más importante. El servicio al pueblo de Dios, en especial a los más pobres, ha de ser tu objetivo central y, en tu caso particular, también la transmisión de la Palabra de Dios a través de la enseñanza desde el carisma que el Señor te regaló.
Celebramos este acontecimiento en la Solemnidad de Todos los Santos, fiesta litúrgica en la que recordamos a todos aquellos que se encuentran en la Jerusalén celestial gozando de la Visión beatífica, ya sea los que han sido canonizados como también tantos santos desconocidos.
Aquellos que han sido reconocidos por la Iglesia y están en los altares tienen la misión de ser nuestros modelos, guía e intercesores en la vida dado que todos, en razón de nuestro bautismo, tenemos una vocación a la santidad.
Ahora bien, ¿quiénes son los santos?
Los santos son los que han tomado en serio y hecho carne en su vida las bienaventuranzas, que es la nueva ley del Reino que nos trajo el Señor.
En este texto de San Mateo leemos que Jesús, como nuevo Moisés, sube a la montaña, se sienta y, desde esa Cátedra, comienza a pronunciar a sus discípulos las Bienaventuranzas, comenzando cada una de ellas diciendo ¡Felices”!
El Señor propone a los que lo seguían un camino de felicidad que en principio desconcierta, y que por tanto tenemos que aprender a descubrir.
Las bienaventuranzas se fundan en la Gracia divina y señalan el modo de ser de los auténticos discípulos de Cristo, que buscan auténticamente ser felices. Para ello debemos adentrarnos en el misterio que el Señor nos propone.
No me puedo detener en todas y por ello me detengo en la primera que, a mi modo de ver, precede y funda a las demás: “Felices los pobres de espíritu porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos”.
“Pobres”, indica a aquellos que no cuentan con sus propias fuerzas porque tienen muy pocas cosas en las que poder gloriarse y apoyarse, pero están seguros del Señor, de su bondad, de su potencia y de su misericordia. Indica que han puesto en Dios toda su esperanza.
En el lenguaje del Reino, “pobres”, “hacerse como niños” y “pequeños” son equivalentes; solamente cuando el corazón es humilde, cuando es consciente de que tiene que esperarlo todo de Dios, el Dios de la Misericordia viene a su encuentro.
Las bienaventuranzas son, por tanto, el “programa de vida” de los que queremos seguir a Jesús. Un modo de ser feliz a contrapelo de la propuesta -fuertemente tentadora y condicionante- de este mundo; por tanto un desafío que nos impulsa a ir sin miedo contra la corriente.
Ramiro, en la medida en que te dispongas a vivirlas y, confiado en la Gracia de Dios pongas todo tu esfuerzo en hacerlo, podrás ser luz para los que te rodean.
Qué el ejemplo de los santos sea para vos una fuerza motivadora para vivir tu condición de “servidor” y qué María de Luján ampare y acompañe siempre tu ministerio.
Mons. Adolfo Armando Uriona DFP, obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto