“Este es el misterio de la Fe” hemos venido a adorar y a compartir este misterio: Jesús resucitado, misterio pascual, se quiso quedar en la Eucaristía, en la sencillez de la bondad del pan para darse a los demás, en su sangre derramada por muchos para el perdón de los pecados. El pueblo de Dios cree en la Eucaristía, la adora y la custodia acompañándola en este caminar con El, orando con El a través del canto, de la alabanza, de la súplica confiada, del ofrecimiento, de la alegría de compartir la Fe.
Por eso afirmamos que cuando la comunidad celebra la Eucaristía, comparte su fe, esta fe que es un creer que el Señor nos puede transformar en verdaderos hermanos, capaces de caminar juntos, por los cuales transite esta corriente de vida nueva, porque este creer nos consuela, nos anima, nos tiene que llevar a obrar el amor, si no, no sería auténtico nuestro creer. Hemos escuchado el Evangelio de san Lucas sobre la multiplicación de los panes. Los versículos anteriores a este pasaje nos muestran la perplejidad de Herodes ante los signos de Jesús. “El lugar donde se reconoce a Jesús no es la curiosidad de Herodes, que lo quiere controlar y tener en su mano, sino la fragancia del pan y el asombro estupefacto del discípulo que lo saborea… El partir el pan es una revelación objetiva de su amor hacia mí: lo re-cuerdo, lo llevo a mi corazón, al centro de mi persona y me dejo interpelar por él tratando de responder. La fe es este diálogo que se hace vida común, su amor que se hace pan y mi alimento”[1].
Este relato nos muestra un Jesús atento a las necesidades de su pueblo, porque la voluntad de Dios es que todos puedan partir su pan con dignidad y que es posible que alcance para todos. Porque cuando el pan se acumula en pocas manos, cuando nos encerramos en la ambición y la comodidad, cuando nos dejamos encerrar por el egoísmo, o la actitud soberbia de “salvarme yo solo”, el afán de amarrocar, o el mero hecho de no importarme que otro prójimo pase necesidad, entonces no parece cumplirse la voluntad de Dios en nuestra tierra.
Ante el escándalo de la pobreza y la exclusión social, cuando hay notorias indiferencias sociales, no se trata sólo de una política deficiente o de un problema económico, se trata también de una falta de capacidad para amar, de hacerse cargo del pobre y del sufriente, del descartado y del frágil, es un problema de amor que me cierra a la magnífica ocasión de compartir y hacer que otros tengan una vida más digna y más justa.
San Pablo llama la atención a los cristianos griegos que nutrían la Iglesia de Corinto, y formaban comunidad con hermanos venidos de otros lugares, si bien son diversos, sin embargo forman un solo cuerpo. Les advierte sobre las idolatrías de turno, que alejan del compromiso con la comunidad. Hoy en día también nos sentimos atrapados por las nuevas-viejas idolatrías: del individualismo, de la imagen autorreferencial, del tropel de información no siempre veraz, de las redes que nos atrapan, que nos quitan tiempo en familia, tiempo para compartir nuestra vida, tiempo para la oración y adoración eucarística, tiempo y espacio para la evangelización, tiempo para la vida en comunidad.
Cuando el pan se comparte y se reparte se convierte en una forma de encuentro que es lo que realizó Jesús. En ese encuentro nos ponemos a tiro del amor de Dios, que es capaz de sacar lo mejor de nosotros y dejarnos usar por la fuerza de su bondad. Cuando le ofrecemos lo poco que tenemos hay pan para todos y sobra.
Además estos panes son símbolo de la Eucaristía, el pan espiritual del que hablará Jesús más adelante. Y la Eucaristía es el sacramento del amor fraterno que nos hace vivir la verdadera comunión, nos va despojando de los personalismos, para hacernos servidores de todos porque es el sacramento de la unidad y la generosidad.
Realmente, ¿queremos formar juntos una Iglesia sinodalmente, abierta, solidaria y misionera? O queremos salir de la pandemia con otros horizontes. La Eucaristía es capaz de ir abriéndonos a la solidaridad y a la misión, pero tengamos presente que no es suficiente comulgar, es necesario hacer la comunión con los hermanos, dejarnos transformar en obreros del encuentro, de la paz, de una misión vincular creíble y del servicio magnánimo. La verdadera comunión con Cristo se plasma en la caridad y me lleva a ser dócil a las inspiraciones del Espíritu para obrar el amor.
La fiesta del Corpus es la fiesta de la comunión que se visibiliza en comunidad. Una comunidad SINODAL que muestra la alegría que trae Jesucristo Resucitado, una comunidad que sale a caminar mostrando a todos su tesoro más valioso: Jesucristo, quien hoy pide a los jóvenes que le pongan el hombro a Cristo, que no se borren ante el difícil desafío de la post pandemia y a su vez nosotros todos a escuchar, compartir y preguntarnos ¿Qué deberíamos cambiar, o al menos revisar, para ofrecer un estilo de iglesia más convocante, participativa y cercana a las expectativas que tienen hoy los jóvenes?.
Nos encomendamos a María, Madre y Reina de la Paz en quien el misterio eucarístico de la fe se muestra, más que en ningún otro como misterio de amor, para que nos invite siempre a la mesa de su Hijo, para “hacer lo que Él nos diga”. Mirando a nuestra Madre conocemos la fuerza transformadora de la Eucaristía, porque en ella vemos al mundo renovado por el amor, amor crucificado y resucitado. Ella está presente como Madre de la Iglesia en todas nuestras celebraciones eucarísticas, nos invita a hacer de nuestras vidas un canto nuevo, desde el misterio de la fe, Cristo hecho pan, partido y entregado.
Mons. Jorge Rubén Lugones SJ, obispo de Lomas de Zamora
Notas:
[1] Fausti S, Una comunidad lee el Evangelio de Lucas.Ed. San Pablo